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Luis María Bandieri
NOTAS SOBRE EL BIG CRUNCH
La Gran Implosión financiera originada en los EE.UU., con un efecto pandémico y pandemónico, de alcance global en el más redondo sentido de la palabra, tiene a su favor, por lo menos, el haber despertado el ansia de respuestas profundas. Las preguntas acerca de lo que pasa y de cómo salir del hoyo que se ahonda no han sido hasta ahora satisfechas, por lo menos en lo que toca a los niveles dirigentes.
La cháchara de los expertos
Ante todo, los interrogantes se dirigieron a los opinólogos habituales, a los expertos del área, a las luminarias establecidas del mundo económico y financiero. Se advirtió enseguida que ellos forman parte del problema y están arrastrados por su ventarrón. La teoría económica dominante enseñaba que el crecimiento de los países ricos y desarrollados se hizo en una sucesión de ciclos cortos, de entre 7 y 10 años, en el curso de los cuales el crecimiento se cerraba con depresión, hasta el inicio del nuevo ciclo. Ejemplo clásico y contundente, la gran depresión que siguió a la crisis de 1929. Desde el final de la Segunda Guerra, con cifras más sostenidas, muchos teóricos comenzaron a descreer en la posibilidad de que se reiterasen los ciclos con su crisis y su faz depresiva. Ante todo, estaba el infalible Magic Greenspan al frente de la Reserva Federal, que desarmó dos bombas críticas (1987 y 1998). Y ahora su discípulo Ben Bernanke – al que le tocó la caída de la estantería. Los expositores de esta New Economy ostuvieron, con eco en todas las publicaciones del ramo, que habíamos entrado en la era del crecimiento perpetuo y la expansión continua, donde los árboles financieros crecen hasta el cielo. Las leyes económicas ya no son las mismas – proclamaban -: los ciclos han muerto.
La teoría económica formalizada matemáticamente y con status de “ciencia dura” comenzó en los 90 del siglo pasado a servir meramente de sustento a las operaciones a futuro donde unos brillantes sniffers hacían ganar plata a pala para terminar llevando a la quiebra a venerables templos del dinero, como, por ejemplo, perpetró en 1995 Nick Leeson con la Baring Brothers. Vamos a otro ejemplo esclarecedor: cuando en 1998 se vino en banda el LTC (Long Term Capital Management), un fondo de inversión[1], que estaba asesorado por un think tank presidido por Robert Merton y Myron Scholes. El año anterior, Scholes, junto con Fisher Black, habían ganado el Nobel de Economía, a mérito de un ecuación que permitía averiguar cuánto vale el riesgo actual del vendedor de un activo futuro. Es decir, la fórmula para que se desarrollen los mercados de futuro y “derivados”, producto financiero cuyo valor se basa en el precio de otro activo, que toma el nombre de activo subyacente. Los subyacentes utilizados pueden ser muy diferentes: acciones o índices bursátiles, tipos de interés o materias primas. El activo subyacente en los bancos de inversión que se fueron a la lona, como Lehman Brothers, resultaron las hipoteca sub prime, otorgadas a la marchanta. Y ya se sabe el final.
El silencio de los empresarios
Entonces, si los teóricos fallaron, preguntemos a los grandes empresarios, a los que se supone que hacen y deshacen en la economía real. Silencio o gargarizaciones inocuas, de ésas que ya el doctor Perogrullo recogía en su denso “Tratado de lo Obvio”, con paralelas miradas implorantes hacia los gobiernos. Es comprensible esa actitud, ya que la economía real se ha convertido en una especie de subsistema del tinglado financiero. Nuestra economía de cosas está construida sobre deuda, ya que el dinero es deuda. En lugar de la reconocida metáfora de la burbuja podríamos utilizar la de un gran trompo.En lugar de la reconocida metáfora de la burbuja podríamos utilizar la de un gran trompo. Un solo punto del trompo, su extremo, está en contacto con el suelo, esto es, con la producción, distribución y consumo de bienes concretos. En ese punto están representados y concentrados los trabajos, ingenios y empeños de cada generación: sus industrias, sus transportes, sus edificios, sus computadoras, sus juguetes, y hasta sus vicios y sus caprichos. Toda esa materialidad de vida ha nacido y ha sido anotada como una deuda. Se nos impulsa tanto a producir como a anticipar nuestro consumo de todos aquellos bienes mediante un endeudamiento o, en otras palabras, mediante una constante transferencia de ingresos de ese mundo y de esa economía real al mundo financiero que está por encima de la púa del trompo. A medida que el trompo se ensancha los colores del espectro financiero se van haciendo más y más desvaídos: oro, papel moneda, moneda escritural, dinero virtual y futuro, zona gaseosa e inasible donde el trompo ya no es trompo sino, recordando a nuestro Víctor Hugo oriental, “barrilete cósmico”. Hasta que se cae el trompo al suelo, acabado el impulso del giro, que pintaba como eterno. Esta vez no hubo suicidios en serie, como en 1929, lo que indica cuánto ha avanzado la civilización desde entonces.
Los políticos, administradores del desencanto
En fin, acudimos a los políticos. Y lo que presenciamos es una estampida hacia adelante, encabezada por el G-7 con el G-20 a los talones y, al frente, Henry Paulson (ex Goldman Sachs, bonus por U$D 111 millones, período 2003/2006). Del punto de vista anecdótico, Bush el Joven, el de la guerra de Irak, podrá cargar con el rol de villano de la película que, seguramente, dirigirá Michel Moore. Y Bill Clinton quedará como alma bella, aunque la Reserva Federal acompañaba en los 90 los giros triunfales del trompo financiero, y pese a que aquel pacifista se distinguió bombardeando salvajemente Belgrado. Pero esto es material para las revistas del corazón que hacen política o para algún Suetonio que escriba mañana sobre los césares del Imperio norteamericano. Lo cierto es que los políticos no pueden hacer otra cosa que la que hacen - huir para adelante con una sonrisa -Los políticos no pueden hacer otra cosa que la que hacen: huir para adelante con una sonrisa.porque la política ha quedado reducida a subsistema del subsistema económico incorporado a las vueltas vertiginosas del trompo financiero. El mito del Progreso, que permea toda la modernidad, hasta su crepúsculo que hoy atravesamos, redujo y neutralizó la política y los políticos a meros administradores del descontento que surge en los tropezones de aquella ineluctable marcha progresiva. El programa único del partido único de los políticos se compone del mitologema del desarrollo (que ahora debe ser “sustentable”) y de la medición constante de sus índices, a la par de los sondeos de opinión donde una cosa que en tiempos remotos se llamaba “pueblo” se expresa en percentiles de aceptación o rechazo.
El Producto Bruto, vaca sagrada
La matriz de todos estos cálculos supersticiosos es el Producto Bruto, en sus versiones Nacional o Interno (PBN y PBI). [2] Dato casi picaresco: el culto del Producto Bruto no surge en los países capitalistas sino en sus competidores en la carrera del desarrollo industrial, las economías comunistas. A partir de 1928, cuando Stalin anuncia los planes quinquenales, el crecimiento del PBN se exhibe como muestra de la arrolladora marcha hacia la victoria de la URSS. Para acentuar el efecto, se recurría a un truco estadístico: el PBN de la URSS excluía una parte de servicios (actividades comerciales, profesionales, espectáculos). Como la producción industrial crece más rápidamente que el producto total, las tasas de crecimiento resultaban más elevadas que las del resto del mundo.
En 1989 cayó el Muro de Berlín y en 1991 se disolvió la URSS; Rusia se incorporó al FMI y al Banco Mundial y adoptó el cálculo occidental para medir su colosal desastre de reinicio. La religión del PB sobrevivió a la desaparición de su cuna soviética y se hizo universal.
Las críticas al PB no han faltado, y desde los más variados ángulos del pensamiento económico. [3] Se afirma que contabiliza los bienes producidos sin tener en cuenta su utilidad o desutilidad sociales, ignorando el costo para la sociedad de la afectación de reservas minerales no renovables, del deterioro de los suelos y de los bosques, de la contaminación de las aguas, de la congestión del tránsito, etc. De allí, la propuesta de recalcular el PB con sustracción de los daños ambientales no reparados. En realidad, el PB no contabiliza, al no estar remunerados, ni lo que la naturaleza entrega a la obra del hombre, como factor de la producción (la “tierra”), ni los destrozos que se le causan en el proceso de creación de riquezas. En puridad, el input constituido por el factor natural en la producción, es reconocido en las primeras páginas de los manuales de teoría, pero luego escamoteado prolijamente en todos los cálculos económicos.
La noción medieval de “bien común”, observó Bertrand de Jouvenel [4], se ha encarnado en nuestro tiempo en el PB, y la noción de progreso en su curva ascendente. Pero, además de ser un fetiche tosco, el PB sólo ofrece, como añade el autor citado, una ilusión de materialidad. El criterio de base para el cálculo del PB es el precio en dinero de los bienes y servicios incluidos. En otras palabras, el crecimiento del producto resulta, apenas, el crecimiento de un valor monetario. Por lo tanto, es una noción matemática y no física. A esta expresión matemática inmaterial se le otorga un valor social positivo y se celebran sus aumentos como si necesariamente ocurriesen en el mundo material, cosa que asombraría a un antropólogo si encontrase una creencia parecida en alguna tribu perdida del Amazonas.
Si demolemos la Catedral Metropolitana, en Buenos Aires, y construimos en su lugar oficinas, canchas de fútbol 5 o una playa de estacionamiento, produciríamos, en términos matemáticos, un incremento del PBN expresado en los réditos de esas explotaciones. A celebrar, pues habríamos “crecido”. El universal monetario con que ciframos todas las operaciones económicas es una cantidad, no una magnitud. Y la economía es un artificio destinado a capturar en una red numérica las actividades de los hombres con la tierra y el capital, que a tal efecto se sirve, principalmente, del PB. Se ha instaurado, con el PB, un sistema planetario de contabilidad, lo que resulta aún más claro en nuestros días, cuando las economías “nacionales” se manifiestan - apenas - como ficciones estadísticas. Se cree así haber encontrado el indicador universal que reduzca la diversidad del mundo y el destino del hombre a un juego de signos monetarios homogéneos. Me parece que esta creencia nada tiene que ver con el ideal de que los hombres agrupados en comunidades vivan los mejor posible con los recursos de que disponen, alcanzando así to eu zen, la vita bona, la buena vida que los clásicos establecían como finalidad de la política.
Lo que vincula decisivamente el mundo financiero con el económico y el político es la corrupción sistémica que alcanza el corazón de estos tres estratos imbricados. Lo que vincula decisivamente el mundo financiero con el económico y el político es la corrupción sistémica.La corrupción en el nivel de las dirigencias políticas no reconoce fronteras ni vallas culturales o religiosas, aunque manifieste variaciones de grado y de oportunidad. Se da en paralelo con la crisis de la división de poderes, el descascaramiento de lo que Kelsen llamó la “ficción de la representación”, y el pulular simultáneo de los “poderes indirectos”, nutridos por la actividad del propio Estado. El recurrente asunto de la corrupción política se encuentra indisolublemente emparentado con este proceso.
¿Mercado o Estado?
Mariano Grondona grondoneó acerca de que esta crisis plantea la disyuntiva entre Smith o Keynes. Que para otros se reduce a elegir con dedo temblequeante entre el Mercado o el Estado. Ahora que Bush el Joven puede hasta nacionalizar en todo o en parte la banca, se acuerda uno de aquellas síntesis con gracejo: el socialismo resulta un camino tortuoso hacia el capitalismo (1988); el capitalismo resulta un camino tortuoso hacia el socialismo (2008). O de aquella humorada setentista: el capitalismo es la explotación del hombre por el hombre; el comunismo, exactamente la inversa. Pero no existen las disyuntivas planteadas, porque la hondura del problema ha superado aquellos planteos. La cuestión, hoy, no estriba en corregir la espontaneidad parkinsoniana de la “mano invisible” con la inyección de demanda agregada por parte de un Estado económicamente activo ni, consecuentemente, en complementar el Mercado con el Estado. Menos, todavía, en reiniciar el juego, una vez enterrados los muertos y retirados los heridos, pero ahora con un suplemento de “ética”, como proponen algunos despistados.
El capitalismo surge, sea cual fuere la datación que se elija para su nacimiento, cuando la economía y las finanzas, y la persecución del lucro considerada su motor, dejan de regirse por normas derivadas de la teología moral, para conducirse de acuerdo con su propia racionalidad operativa.
El factor religioso (protestante, católico, judío, shintoísta, confuciano, mazdeísta, etc.) puede continuar, según los casos, regulando los contornos de la actividad capitalista, e incluso las conductas de los actores económicos capitalistas fuera de sus actividades propias como tales. Pero la finalidad del capitalista en tanto capitalista ya no es la salvación del alma (como el puritano de Weber) o apuntar hacia el common good, el bien común, como sostiene Michel Novak, filósofo y ex seminarista, del punto de vista católico.Cuando se trae a colación un concepto como el de moral hazard, riesgo moral, no es para asumirlo sino para trasladarlo.
Capitalista es quien emplea el capital para aumentar los beneficios; hoy, en el pancapitalismo financiero, el que emplea un dinero virtual para criar más dinero. Y que si formula planteos acerca de la ética de los negocios, la business ethic tan de moda en los workshops, es porque con la puesta en práctica de esa ética se pueden colocar mejor los productos y, por lo tanto, optimizar los beneficios. Cuando se trae a colación un concepto como el de moral hazard, riesgo moral, no es para asumirlo sino para trasladarlo - ¿quién pagará en última instancia? Y la respuesta a esta pregunta está a la vista: la colectividad.
El rasgo diferencial de nuestros días resulta la globalización del espíritu capitalista. Tenemos un mercado financiero cuyo espacio es el mundo y su tiempo las veinticuatro horas del día. La lógica del costo-beneficio y de la optimización del lucro, que rige aquellas transacciones en el espacio-tiempo del mercado global, ha comenzado a permear progresivamente todos los demás órdenes de la vida, como expresión de la única racionalidad posible y deseable. No es ya una parte de la vida: ahora es toda la vida. Schumpeter anunciaba que la generalización de las categorías capitalistas equivalía al despuntar de su crepúsculo. François Perroux, en otro contexto, señalaba que, para continuar en forma, el capitalismo requería la subsistencia de un entorno de valores no capitalistas (honor, altruismo, vocación de bien público, etc.). En definitiva, ésta era la función que los factores religiosos, diversos según los pueblos, cumplían respecto del sistema capitalista. Tales límites han sido sobrepasados, y el pancapitalismo financiero ha impuesto con exclusividad su propia constelación de valores. Gary Becker, en esta línea de reduccionismo al factor económico, ganó el premio Nobel de Economía en 1992 por extender la teoría económica a problemas de toda índole: organización familiar, demografía, política criminal, etc. [5]El pancapitalismo financiero, liberado así de todo límite, abarca y explica todos los órdenes de la vida y se convierte él mismo en una especie de religión secularizada, con su trinidad de Progreso=Desarrollo=Razón. Con el agravante de que esta última racionalidad, expresada en los teoremas de las elecciones racionales tomados de la teoría de los juegos, resulta precaria. La racionalidad del homo oeconomicus es relativa y la sacude regularmente, entre otros, un sentimiento profundo, que es el miedo, extendido a pánico en las crisis, que echa por tierra los análisis previos. Douglas North, premio Nobel de Economía en 1993, planteó estas cuestiones sin ser demasiado escuchado.
Mercado y Estado no están ya propiamente en una tensión dialéctica, sino en continua interpenetración. El “mercado” existía antes del surgimiento del capitalismo, pero fue transformado por éste, hasta convertirse, como lo es actualmente, en el caso de los mercados financieros, en un punto de encuentro abstracto, no físico, de oferta y demanda. El Estado es una forma política que se desarrolla a partir del siglo XVI; la “razón de Estado” se asocia casi inmediatamente con la doctrina mercantilista de acopio de reservas metálicas por medio de balanza comercial favorable, con lo que se desarrolla en paralelo la “economía política” (Antoine de Montchrétien, 1615). Hoy, el aparato estatal se encuentra imbricado en el mercado financiero, ante todo a título de deudor y también, subterráneamente, a través de los vínculos de corrupción sistémica que he señalado antes. En las situaciones críticas, como la presente, lo que en definitiva interesa es quien paga los platos rotos; el “deudor en última instancia”. Nadie duda, con los circunloquios adecuados, que debe ser la sociedad en su conjunto, e incluso otra sociedades en la medida en que los daños puedan exportarse. No los aparatos estatales, inextricablemente confundidos con el mecanismo de los mercados, en un tiempo donde los regímenes republicanos resultan, a lo sumo, regímenes “publicanos”.
Entonces, pretender curar al Mercado con más Estado, o a la inversa, resultan fórmulas vacías. Tanto como oponer el “socialismo del siglo XXI” al pancapitalismo financiero del mismo siglo. Capitalismo y socialismo son formas de gestión del capital, ante todo, y del resto de los factores de la producción, cuya fuente es la economía clásica de la modernidad. Sus manifestaciones reales han implotado sucesivamente.
Crisis e imprevisión
Hay un aspecto de la crisis pandémica que nos recorre que no ha sido del todo advertido. Toda crisis supone incertidumbre. El verbo griego krisein, de donde viene esta palabra, significa juzgar y, también, cortar, degollar. Crisis es la situación de incertidumbre en que no sabemos si el enfermo va a sanar o va a empeorar; si la sentencia será absolutoria o condenatoria.
La incertidumbre trata de ser contenida con la pre-visión, que es también pro-videncia, esto es, prudencia. Cuando estalla una crisis se manifiesta un problema con nuestros sistemas de previsión. Todo sucede, salvo lo que está previsto. La paradójica situación posmoderna es que cada vez hay, o se supone que hay, mayor instrumental “científico” para prever, y cada vez hay menos posibilidades de previsión. Julien Freund resumió muy bien esta inversión proporcional: “todo sucede, salvo lo que está previsto”. Y agrega que, al fallar la pre-visión, se echa mano a la supuesta pre-dicción; esto es, al reino de la palabra y al método del discurso. Allí están los especialistas, que no previeron, cubriéndonos de discursos sobre la crisis.
La era de las implosiones
Otra nota a resaltar es la característica implosiva, de onda hacia adentro, que han tenido tanto la caída del Muro de Berlín como la de Wall Street. No caen por un impulso externo, sino por la presión interna. Tomando nota de ello, parece clausurado el ciclo de las revoluciones, mientras se abre el de las compresiones, derrumbes y colapsos. El cambio climático, por ejemplo, está operando en forma implosiva. T.S. Elliot cerraba su poema “Los Hombres Huecos” (los hombres actuales) con aquellos versos premonitorios: “así termina el mundo/ no con un estallido sino con un quejido”. Con un quejido o crujido, un big crunch. Un gran pensador al que no se cita por incorrecto, Alain de Benoist, venía anunciando esta modalidad implosiva que terminaría por afectar a la “Forma-Capital”, como él la llama. [6] El objetivo de la Forma-Capital es la ilimitada acumulación de capital, concebida como un valor en sí misma que desvaloriza todos los demás. Su motor – sigue de Benoist - es el ideal delirante de la expansión indefinida, de la ilimitación.
Agrego que esta metáfora del crecimiento o del desarrollo, deriva su prestigio del crecimiento de los seres vivos, que también experimenta el bicho humano. Ahora bien, hay una relación, del punto de vista biológico, entre crecimiento y forma, ya que se pone fin al crecimiento de los seres vivos en cuanto han alcanzado el tamaño ideal para su función. Un diente crece hasta donde puede morder y masticar bien. Un caracol deja de añadirle anillos a su concha, pasado cierto número, porque un anillo más aumentaría su volumen hasta impedirle el desplazamiento. Observando el crecimiento de los seres vivos aparece la noción de límite, y la advertencia de que, al crecer en progresión geométrica, crecen del mismo modos los nuevos problemas, mientras nuestra aptitud para resolverlos se desarrolla, en el mejor de los casos, en progresión aritmética. Los griegos, hace mucho, trasladaron esa observación a los organismos políticos y sociales, y se plantearon la cuestión del tamaño social óptimo para alcanzar lo que el traductor latino de Aristóteles vertió como vita bona multitudinis, es decir, el buen vivir del conjunto social, su buena “calidad de vida”. La economía, en cambio, sería hoy el único terreno donde los árboles crecen hasta el cielo. Se postula el crecimiento indefinido, de modo exponencial, ni siquiera con la inflexión conocida de la curva logística. [7] Esta idea de la acumulación incesante, lineal y ascendente es la ilusión de la modernidad: la de haber superado todo límite, toda medida y convertir el exceso, la desproporción y la noción “misilística” del Progreso en su credo cotidiano.
La Modernidad creyó poder anular la condena antigua de la hybris, de la desmesura arrogante que, según el viejo Heráclito, debía apagarse más que un incendio. La idea básica de la Modernidad, en su codificación económica podría resumirse en la fórmula Progreso= Desarrollo=Razón. El supuesto de esta idea, con raíz en la Ilustración, era que la realidad resulta transparente a la razón y explicable absolutamente por ella. A partir de allí; podía anunciarse que en el Progreso (en términos económicos, crecimiento exponencial) estaban llamados a participar, sin excepción y en el mismo grado, todos los pueblos del orbe. Lo que La desrazonabilidad anida en la propia Razón, y es posible morirse de Progreso.se descubre en la posmodernidad (entreacto que hoy transcurrimos, y que nombramos apenas por aquello que ya no es) son los efectos perversos que producen, a partir de determinado límite, las instituciones más destacables de nuestro Progreso: hospitales, escuelas, tribunales, entidades financieras, etc. En cuanto al Desarrollo exponencial, su triunfo a escala planetaria sería al precio de la destrucción de la biosfera. Se advierte así que la desrazonabilidad anida en la propia Razón, y que es posible morirse de Progreso. La reaparición, bajo diversas advertencias, del sentido del límite, de un nec plus ultra opuesto a la superstición progresista, resulta el síntoma más claro del fin de la Modernidad.
En ese marco, el pancapitalismo financiero globalizado habrá de implotar, probablemente a partir de sucesivos colapsos como los que viene experimentando desde los 90. Incluso su ciclo debiera, en el análisis histórico, cruzarse con el ciclo imperial norteamericano. En todos los imperios se observa, al momento de su declinación, una expansión financiera que sustituye a la expansión material anterior. El amesetamiento del ciclo imperial norteamericano, que probablemente siga a la circunstancia que la crisis actual se ha originado en su territorio, puede o no coincidir con un colapso definitivo del pancapitalismo, ya que aparecen otras formas imperiales, como la china, dispuestas a tomar el relevo en el momento oportuno.
Mientras tanto, la Argentina aprovecha su insignificancia y espera su pequeña oportunidad, como país de chacareros (si su dirigencia lo comprende).
Alain de Benoist
Traducción: Luis María Bandieri
LA CRISIS FINANCIERA MUNDIAL DE LA PRIMAVERA (AUSTRAL) DEL 2008
Amenudo se afirma que el capitalismo es sinónimo de crisis, que se nutre de las crisis que él mismo provoca, y que su « facultad de adaptación » no tiene límites, dando así a entender que resulta indestructible. En realidad, hay que distinguir las crisis cíclicas., coyunturales (son conocidos los célebres « ciclos Kondratieff ») y las crisis sistémicas, estructurales (como las que ocurrieron entre 1870 y 1893, a partir de la Gran Depresión de 1929 o entre 1973 y 1982, cuando la desocupación estructural apareció en los países occidentales). No hay duda, respecto de la crisis financiera actual, que estamos ante una crisis estructural, correspondiente a una ruptura de la pertinencia lógica y de la coherencia dinámica del conjunto del sistema. Llega tras las crisis del mercado accionario de 1987, la recesión norteamericana de 1991, la crisis asiática de 1997, la explosión de la burbuja de los « punto.com » de 2001 y resulta, evidentemente, la más grave conocida desde los años 30 del siglo pasado.
La mayor parte de la gente no comprende gran cosa de lo que está pasando. Durante tantos años se les han exaltado los méritos del «modelo norteamericano» y los beneficios de la «globalización dichosa» y ven ahora el modelo norteamericano hundirse y la globalización acrecentar la miseria social. El espectáculo de los Bancos Centrales tanto en los EE.UU como en Europa, que han inyectado, desde el 15 de septiembre pasado, centenares de miles de millones de dólares en los mercados financieros, los vuelve cavilosos : ¿de dónde viene todo ese dinero? Los interrogantes se nutren, además, de la sensación de que nadie parece saber verdaderamente qué se puede hacer. El relativo silencio de la mayor parte de los hombres públicos resulta a este respecto muy significativo. En fin, la gente se pregunta si esta crisis era o no previsible. Si lo era, ¿por qué no se hizo nada antes ? Si no lo era, ¿no resultaría la prueba de que nadie conduce un sistema financiero lanzado en una loca carrera hacia adelante ?
Nos enfrentamos a una triple crisis : crisis del sistema capitalista, crisis de la globalización liberal, crisis de la hegemonía norteamericana.
La explicación habitualmente avanzada para interpretar la crisis actual es el endeudamiento de los hogares norteamericanos por vía de los préstamos hipotecarios (las famosas hipotecas sub prime). Se olvida mencionar, tan sólo, por qué aquellos hogares se endeudaron.
Uno de los rasgos característicos del «turbocapitalismo», correspondiente a la tercera ola de la historia del capitalismo, es el dominio completo de los mercados financieros globalizados. Este dominio otorga un poder acrecido a los tenedores de capital, y más particularmente a los accionistas, que son hoy los verdaderos Nos enfrentamos a una triple crisis : crisis del sistema capitalista, crisis de la globalización liberal, crisis de la hegemonía norteamericana.propietarios de las sociedades que cotizan en Bolsa. Deseosos de obtener rendimientos máximos lo más rápido posible de sus inversiones, los accionistas empujan a la reducción de los salarios y a la relocalización oportunista de la producción hacia países emergentes, donde el aumento de la productividad va de la mano con costos salariales muy bajos. Resultado: por doquier, el aumento del valor agregado aprovecha los beneficios del capital antes que a los ingresos del trabajo, traduciéndose la deflación salarial por el estancamiento o la baja del poder adquisitivo de la mayoría, y la disminución de la demanda solvente global.
La estrategia actual de la Forma-Capital es, pues, la de comprimir cada vez más los salarios y agravar de continuo la precariedad del mercado de trabajo, lo que produce una pauperización relativa de las clases populares y medias que, con el objeto de mantener su nivel de vida, no tiene a la mano otro recurso que endeudarse, aunque su solvencia disminuya.
La posibilidad ofrecida a las familias de obtener préstamos para cubrir sus gastos corrientes o adquirir una vivienda fue la mayor innovación financiera del capitalismo de posguerra. Las economías fueron estimuladas entonces por una demanda artificialmente fundada sobre las facilidades del acceso al crédito. En los EE.UU. esta tendencia resultó acicateada desde los años 90 por el otorgamiento de condiciones de crédito cada vez más favorables (aporte personal cercano al 0%), sin tenerse en cuenta la solvencia de los deudores. Se buscó as compensar la baja de la demanda solvente por la compresión de los salarios a través del impulso a la máquina de otorgar créditos. En otras palabras, se estimuló el consumo a través del crédito, ante la imposibilidad de estimularlo a través del aumento del poder adquisitivo. Era el único medio, para los tenedores de paquetes financieros, de encontrar nuevas vetas de rentabilidad, aunque fuese al precio de riesgos considerables.
De allí el superendeudamiento asombroso de los hogares norteamericanos, que desde hace rato eligieron consumir antes que ahorrar (mientras que el 17% de la población está desprovista de toda cobertura social). Los hogares norteamericanos están hoy dos veces más endeudados que los hogares franceses y tres veces más que los italianos. El sobre endeudamiento, prácticamente, iguala el PBI norteamericano.
Luego, se ha especulado con esos “créditos podridos” por medio de la “securitización”, que permitió a los grandes actores del campo crediticio descargarse, volviéndolos líquidos, de los riesgos de insolvencia de sus deudores. La “securitización”, que es otra de las grandes innovaciones financieras del capitalismo de posguerra, consiste en cortar en tajadas, llamadas securities u obligaciones, los préstamos acordados por un banco o financiera; estas obligaciones se revenden luego a otros agentes financieros pertenecientes al mundo de los fondos de inversión, que, a su vez, las colocan entre los inversores. Se crea, así, un vasto mercado de crédito, que es, a la vez, un mercado de riesgo. El hundimiento de este mercado es el que ha provocado la crisis actual.
Pero esta última es, también, una crisis de la globalización liberal. La transmisión brutal de la crisis hipotecaria norteamericana a los mercados europeos es el fruto directo de una globalización concebida y realizada por los aprendices de brujo de las finanzas. Más allá de su causa inmediata, constituye el desemboque de cuarenta años de desregulación exigida por un modelo económico globalizado conforme las recetas liberales. En efecto, es la ideología de la desregulación la que hizo posible que superendeudamiento norteamericano, tal como ella fue la causa de las crisis mexicana (1995), asiática (1997), rusa (1998), argentina (2001), etc. Por otra parte, es también la globalización la que creó una situación en la cual las crisis se propagan casi instantáneamente al resto del planeta, de manera “virósica” habría dicho Jean Baudrillard. Por eso, la crisis norteamericana afectó con tal rapidez los mercados financieros norteamericanos, comenzando por los mercados de crédito, con todas las consecuencias que puede tener semejante onda de choque en un momento donde tanto la economía norteamericana como la europea se encuentran al borde la recesión, si es que no han entrado ya en la depresión.
Desde este punto de vista, resulta casi irresistiblemente cómico observar cómo aquellos que no cesaban de alabar los méritos de la “mano invisible” y las virtudes del mercado “autorregulado” (“es el mercado el que debe ocuparse del mercado”, se leía habitualmente en el Financial Times) se precipitan ahora hacia los poderes públicos para pedirles su recapitalización o su nacionalización de hecho. Es el viejo principio de la hipocresía liberal: privatización de los beneficios y socialización de las pérdidas. Se sabía ya que los EE.UU., grandes defensores del librecambio, no se han privado jamás de recurrir al proteccionismo cada vez que resultaba funcional a sus intereses. Se ve ahora cómo los adversarios del “big government” se vuelven hacia el Estado cuando están al borde la quiebra.Se ve ahora cómo los adversarios del “big government” se vuelven hacia el Estado cuando están al borde la quiebra. La nacionalización de hecho de Fannie Mae y de Freddie Mac, los dos gigantes del préstamo hipotecario en los EE.UU., representa, desde este punto de vista, un hecho sin precedentes. Mientras que en 1929 el gobierno norteamericano cometió el error de confiar la gestión de la crisis a un “sindicato de banqueros” dirigido por Rockefeller, el secretario del Tesoro, Henry Paulson, y Ben Bernanke, presidente de la Reserva Federal, decidieron nacionalizar las instituciones más amenazadas. Decisión única en la historia de los EE.UU desde la época de Ronald Reagan, y la intervención más radical jamás efectuada en el mundo privado de las finanzas en toda la historia de la Reserva Federal. Puede verse allí un regreso brutal al principio de realidad. Pero también, para la ideología liberal, el hundimiento de uno de sus principios legitimadores: la esfera pública no debe interferir jamás en los mecanismos de mercado, so pena de disminuir su eficacia.
No debe perderse de vista, en fin, que esta crisis mundial tiene su origen en los EE.UU., es decir, en un país que debe ya enfrentar un déficit presupuestario abisal, una deuda externa que no cesa de crecer y un déficit comercial colosal. Desde hace diez años, la economía norteamericana no tiene como motor de crecimiento la producción real, sino la expansión de la deuda y la renta monetaria resultante del dominio mundial del dólar. El endeudamiento total (deuda pública + deuda de hogares + deuda de empresas) representa hoy el equivalente al 410% del PBI (cuyo monto es de 13.000 billones de dólares). ¡Y el plan Paulson contribuirá aún más a agravar el déficit!
Entonces, la crisis no puede sino contribuir a erosionar la confianza en el dólar, que será, probablemente, cotizado a la baja. El hecho de que el dólar sea, a la vez, una moneda nacional y una unidad de cuenta internacional que, a más, está liberado de todo respaldo en oro desde 1971, ha permitido a los EE.UU., durante mucho tiempo afirmar y hacer pesar su hegemonía mientras sus déficit engrosaban a ritmo colosal. George Soros, el otoño último, lo dijo sin ambages: “el mundo empuja hacia el fin de la era del dólar”Para ello, los norteamericanos exportaron sistemáticamente sus títulos hacia los países superavitarios. En el futuro, la inquietud de los grandes fondos de inversión públicos y privados que, especialmente en Asia, son titulares de considerables cantidades de títulos públicos y parapúblicos norteamericanos (bonos del tesoro, etc.), será determinante. Al momento, el 70% de todas las reservas extranjeras en el mundo están en dólares. Esta masa de títulos, desde hace mucho, no mantiene la menor relación con el volumen real de la economía norteamericana. En los próximos años, no resulta descartable que los países exportadores de petróleo abandonen poco a poco el dólar (los famosos “petrodólares”) y lo sustituyan por el euro. En el largo plazo, esta situación podría conducir a que países como China o Rusia se postulen para ponerse a la cabeza de responsabilidades financieras internacionales, y hasta que se concierten para encarar un proyecto alternativo al del orden financiero internacional actual. George Soros, el otoño último, lo dijo sin ambages: “el mundo empuja hacia el fin de la era del dólar”.
Por ahora se afirma que sería suficiente con “regular” o “moralizar” el sistema para evitar esta clase de crisis. Los políticos, comenzando por el primer ministro francés François Fillon y el presidente Nicolas Sarkozy, hablan de “extravío” de las finanzas, mientras que otros estigmatizan la “irresponsabilidad” de los banqueros, dejando así entender que la crisis no se debe sino a una insuficiencia de reglamentaciones y que, retomando prácticas más “transparentes” se podría retomar un capitalismo menos voraz. Es un doble error. Primero, porque es – precisamente - la impotencia de los políticos para afrontar la crisis de eficacia del capital la que desbrozó el camino para la liberalización total del sistema financiero. En segundo lugar, y ante todo, porque sería ignorar la naturaleza misma del capitalismo. “El capital percibe todo límite como una traba”, afirmaba ya Karl Marx. La lógica de la acumulación del capital es la ilimitación, el rechazo a todo límite, el incautamiento del mundo por la razón mercantil, la transformación de todos los valores en mercancías, la Gestell [8] de la cual hablaba Heidegger.
La adopción del plan Paulson era, ciertamente, necesaria, pero tendrá sin duda efectos perversos. En efecto, si los bancos y las grandes sociedades al borde de la quiebra resultan de antemano aseguradas de que los poderes públicos acudirán a sostenerlas financieramente, ello representa una incitación indirecta a que las mismas disfunciones se reproduzcan, desembocándose así en nuevas crisis especulativas.
En lo inmediato, resulta significativo que ni las inyecciones de liquidez provenientes de la Reserva Federal y de los bancos centrales, ni la adopción del plan Paulson hayan provocado en los mercados la reacción positiva que se descontaba. Es una clara demostración de los límites de una política puramente monetaria.
En las fases de sobreacumulación de capital, el refuerzo del poder financiero se convierte en la palanca determinante de toda estrategia apuntada a aumentar la rentabilidad del capital. Más allá de las finanzas, de hecho resulta la regulación de la totalidad de la economía por el criterio único de la ganancia, sin considerar los factores humanos, las vidas trituradas, el agotamiento de los recursos naturales, los costos no mercantiles (las “externalidades negativas”) que son cuestionados por la crisis financiera. La causa final de esta crisis es la búsqueda de la ganancia financiera más elevada posible en el mínimo de tiempo posible; esto es, la persecución del máximo aumento del valor de los capitales comprometidos con exclusión de cualquier otra consideración.
Por un efecto dominó, ¿puede la crisis conducir a cierto plazo a la ruptura de la cadena de pagos entre los agentes económicos y, entonces, al hundimiento de todo el sistema financiero mundial? No estamos aún en ese caso. Es posible que las medidas tomadas en las últimas semanas resulten suficientes para evitar que el sistema financiero se derrumbe completamente. Pero, en el mejor de los casos, la crisis económica va a mantenerse de modo duradero, con una recesión (y hasta una depresión) en los EE.UU y un fuerte retroceso en Europa, que habrá de provocar un aumento de la desocupación. Debería resultar de ello una baja importante de ganancias, que repercutirá inevitablemente sobre los mercados y las Bolsas. Contrariamente a lo que se afirma a veces, el vínculo entre la economía especulativa y la economía real es bien real, precisamente. En efecto, las empresas dependen del sistema bancario, cuando menos para obtener crédito destinado a sus inversiones. Ahora bien, la crisis produce que los bancos, debilitados por la acumulación de deudas impagas surgidas del negocio inmobiliario reduzcan hoy brutalmente su oferta de créditos (es el credit crunch). Las consecuencia políticas y sociales se harán presentes muy pronto.
Las dificultades recién comienzan.
Denes Martos
La Plutocracia en Problemas
Apenas dos décadas después del colapso del Imperio Soviético, la estructura del mundo capitalista está tambaleando. Aparentemente, unos 19 años después del colapso de la "Gloriosa Revolución de Octubre" tenemos ahora una "Gloriosa Crisis de Octubre" que amenaza con derrumbar al archienemigo de los revolucionarios de 1917.
¿Estamos ante el colapso del capitalismo? Por más que algunos tremendistas se apresuren a anunciarlo, yo diría que no. Al menos, no todavía. Creo que la situación hoy es muy similar a aquella de hace ya más de dos años atrás, cuando se discutía si estábamos – o no – en la antesala de una Tercera Guerra Mundial.
Si hay algo que siempre diferenció al capitalismo de su contracara comunista eso fue su mayor flexibilidad; su mayor capacidad para amoldarse y para adaptarse a circunstancias cambiantes o a fenómenos súbitos e inesperados. El comunismo soviético se desbarrancó de la noche a la mañana, con una rapidez que todavía pide una explicación. El capitalismo ― al igual que todos los regímenes derivados de aquella convulsión confusa, desordenada y quimérica que fue la Revolución Francesa ― también es esencialmente inviable en el muy largo plazo pero, siendo más elástico (y sobre todo más pragmático cuando de la economía se trata) tiene y tendrá una curva de declinación por un lado mucho más larga y, por el otro, mucho más sinuosa.
Tanto como para decirlo ya, antes de seguir con otras cosas: si la pregunta es "¿Se caerá el sistema capitalista en todo el mundo con esta crisis?", mi respuesta sería: "No. Con esta crisis todavía no." Vamos a pasar por una etapa dura, quizás durísima, pero yo diría que éste todavía no es el funeral del capitalismo. A lo que sí apostaría es a que la próxima gran crisis ― que casi sin duda sobrevendrá ― resultará muy probablemente letal. En breve: de ésta el sistema tiene todavía algunas chances de salvarse; a la que difícilmente sobreviva es a la próxima. Y quizás esto merezca un pequeño desarrollo.
La mano invisible del mercado
Recordando las doctas explicaciones de mis amigos economistas de hace algunas décadas atrás y viendo como el Estado norteamericano (y últimamente hasta los Estados europeos) corren en auxilio de sus financistas, lo que uno se pregunta estos días es: ¿dónde demonios se metió la famosa "mano invisible del mercado"? ¿No era que menos Estado es mejor Estado? ¿No era que mientras menos se inmiscuyera el Estado tanto mejor funcionaría la economía? ¿No era que los mercados se autoregulan y se equilibran naturalmente? ¿Dónde quedó esa supuesta autoregulación y ese supuesto equilibrio natural?
Lo que mis amigos economistas se olvidaron de analizar (o de aceptar) es ― entre varias otras cosas ― la componente fuertemente irracional del comportamiento humano. La economía de mercado, tal como la entienden sus teóricos y sus impulsores, funciona razonablemente bien mientras las decisiones que la mueven son también razonables. Dicho de otro modo: la teoría de la economía de mercado está fundamentada sobre la racionalidad de sus operadores. Pero ¿qué pasa cuando esos mismos operadores actúan de forma irracional? Pues, sucede lo que estamos viendo estos días: toda la estructura se tambalea y amenaza con venirse abajo. Y esto es por algo que los analistas de riesgo estamos ya un tanto hartos y cansados de repetir: la irracionalidad es imprevisible.
Entrar en la cuestión de por qué los operadores económicos adoptan de pronto un comportamiento irracional significaría entrar en una larga discusión acerca del ser humano y su conducta. Éste no es, obviamente, el lugar apropiado para hacer un exhaustivo análisis de etología humana. Pero, aún así, hay algo que quisiera señalar: la aversión a considerar la fuerte componente irracional de ese comportamiento nos viene de la idolatría a la razón que hemos heredado de los Siglos XVIII y XIX. Con esa exageración de la importancia de lo racional, todos nuestros comportamientos irracionales han adquirido algo así como un sello de impugnación o ― al menos ― de desacierto. Está mal visto ser "irracional". La irracionalidad está considerada casi como un defecto o un desorden mental. En nuestra incultura actual, lo irracional ha quedado emparentado con lo primitivo, con lo anticuado, con la ignorancia y hasta con la superstición.
Y es una verdad a medias. Muy a medias. Algo que queda en evidencia ya cuando nos damos cuenta de que, por ejemplo, el amor es lo más irracional que uno puede llegar a imaginar. ¿Por qué de pronto amamos a una persona hasta el punto de querer compartir nuestra vida con ella? ¿Alguien puede explicar ― realmente y con datos precisos e incontrovertibles ― por qué se enamoró? Y más allá de este sentido de la palabra "amor", que por desgracia tiene tantos significados que muchas veces uno no sabe muy bien a qué se refiere exactamente, si recorremos todas las acepciones del término nos encontramos con la misma componente irracional.
Nos gusta definirnos como seres racionales. La verdad es que somos racionales a veces; casi siempre en algunas cosas y nunca en otras. Y esto no es un defecto sino algo inherente a la condición humana. Tomamos decisiones de inversión de un modo racional; pero a veces tenemos "corazonadas". A la La verdad es que somos racionales a veces; casi siempre en algunas cosas y nunca en otrashora de ir y ofrecer nuestros servicios vamos provistos de una serie de argumentos muy racionales; pero a la hora de elegir nuestra profesión muchas veces nos inclinamos más por lo que "nos gusta" que por aquello que objetivamente "nos conviene". Y podría agregar miles de otros ejemplos. A la hora de votar ¿cuántos van y votan por el que les cayó más simpático, más allá del contenido real de su discurso o de su propuesta? A la hora de comprar un auto, ¿cuántos se mantienen fieles a la marca, más allá de las conveniencias de precio y prestación? ¿Por qué algunos son hinchas de Boca y no hinchas de River? (Está bien: no contesten esto último. Para no ser hincha de Racing ya me han dado un millón de argumentos. . . )
La cuestión es que nuestro comportamiento habitual tiene una fuerte componente irracional. Y no sólo en cuestiones banales o intrascendentes como las que he mencionado para ilustrar el punto. También somos fuertemente irracionales en cosas que ya tienen una trascendencia mucho mayor. Así como nadie estuvo jamás dispuesto a luchar y morir por una tasa de interés o por sus acciones en la bolsa, millones de personas estuvieron dispuestas a luchar y morir por su país y por su gente. ¿Qué racionalidad hay en eso de arriesgar la vida por los demás? Ninguna. Los grandes héroes son siempre irracionales. Al igual que los grandes mártires, los grandes santos, los grandes artistas, los grandes benefactores de la humanidad. ¿Acaso hay algo de racionalidad en lo que hacía la Madre Teresa de Calcuta? Ella misma decía que su tarea equivalía a tratar de desagotar el océano con un cuentagotas.
Volviendo a la economía y a los mercados, es un error garrafal creer que la economía se maneja tan sólo con criterios racionales de costo/beneficio o ventajas/desventajas. A veces hay una dosis increíble de puro capricho en muchísimas decisiones económicas del más alto nivel. Desde chauvinismos localistas, pasando por simples corazonadas, hasta rabietas y enojos personales. Recientemente, cuando cayó Lehman Brothers más de uno en Wall Street se frotó las manos con satisfacción, contento de haberse librado de un competidor muy fuerte. Recién después se dieron cuenta todos de que dejar caer a Lehman fue un error grave.
Y en cosas como ésa está precisamente la madre del borrego. Porque ― para seguir con el ejemplo ― si el Estado norteamericano hubiera sido realmente un Estado, a Lehman no lo hubieran dejado caer jamás. Desde lo racional, el efecto cascada era perfectamente previsible. Pero el Estado norteamericano es tan sólo una fachada institucional digitada por la plutocracia y como a cierta parte de esa plutocracia le convenía la desaparición de un competidor, algunos en Wall Street descorcharon botellas de champaña y festejaron la caída. La fiesta duró poco. El mercado, ese mismo mercado cuya "mano invisible" supuestamente debió haber equilibrado el sistema, de pronto se asustó y cundió el pánico. Al final todos fueron corriendo a presionar al Estado, desde el Ejecutivo al Legislativo, para que inyectara dinero en el sistema y apagara el incendio.
Aquí fue dónde se encontraron con un escollo inesperado: el aparato político no respondió ni con la rapidez ni con la efectividad que se esperaba de él. Sucede que eso de privatizar las ganancias y socializar las pérdidas hace perder votos. Las medidas que se toman no son precisamente simpáticas y el político que toma medidas antipáticas pierde electores. La consecuencia es que hay medidas necesarias que nadie quiere tomar. Evitar la irracionalidad es imposible. Para lograrlo, habría que conseguir que los seres humanos dejen de ser humanosLos que financian y digitan la política norteamericana tuvieron que poner en la balanza todo el peso de su Poder para doblegar la reticencia de los políticos. Al final, después de unas cuantas idas y venidas, lo consiguieron: Bush pronunció prolija y obedientemente su discursito y ― no sin refunfuños varios ― al final los legisladores votaron lo que tenían que votar. Pero lo hicieron poco, tarde y mal.
Será cuestión de convencerse: lo de la "mano invisible del mercado" funciona relativamente bien sobre supuestos racionales y mientras el grueso de las decisiones fundamentales se tome de acuerdo con criterios racionales. Pero en el preciso momento en que interviene la irracionalidad en las acciones y en las decisiones, toda esa teoría económica colapsa y el sistema basado sobre ella sencillamente se derrumba. Y evitar la irracionalidad es imposible. Para lograrlo, habría que conseguir que los seres humanos dejen de ser humanos.
El “auri sacra fames”
Lo que hay que entender es que lo que gobierna a los Estados Unidos no es la política sino la economía. Ni siquiera la economía real, sino la economía financiera. El Poder real está en manos de los dueños del dinero. Estados Unidos no es una democracia; es una plutocracia. Además, esta estructura básica, con distintas variantes y versiones, se repite en muchos otros países. La república norteamericana y gran parte de las democracias del “primer mundo” no están dirigidas por los políticos sino por quienes financian a los políticos. La estructura política institucional de la gran mayoría de las democracias liberales no es mucho más que una fachada formal dispuesta al servicio del establishment económico. Sin dinero no hay campaña; sin campaña no hay votos y sin votos no hay acceso al poder. En los hechos reales por supuesto que no es tan simple pero, en el fondo, es así de sencillo: la política funciona con dinero y al servicio del dinero.
Precisamente por eso es que el manejo de la componente irracional del comportamiento humano se les hace tan difícil a los norteamericanos y a todos los que comparten con ellos el esquema demoliberal capitalista. Sucede que la irracionalidad no es del dominio de la economía. La economía no tiene La anarquía no es materia de la economía; es materia de la política.respuesta y muchas veces ni siquiera tiene explicación satisfactoria para los comportamientos irracionales de las personas. Dentro del contexto social, la irracionalidad es del dominio de la política. Le corresponde a ella gobernarla, guiarla, orientarla o manejarla con aquella parte de su función que ya deja de ser ciencia para convertirse en un arte. Los caprichos, los miedos, los entusiasmos, las filias y las fobias de las personas no se manejan con herramientas económicas sino con herramientas políticas. Y cuando la política fracasa en dominar y gobernar estas fuerzas discrepantes, allí en dónde el Estado falla en cumplir con sus funciones de síntesis y conducción, la economía se encuentra con el caos y termina sumida en el caos. La anarquía no es materia de la economía; es materia de la política.
En un sistema institucional en dónde la política está encadenada a la economía, el margen de maniobras del político se vuelve prácticamente nulo. En un esquema plutocrático, los políticos son sirvientas de la economía que les paga las campañas. El político norteamericano no tiene el recurso típicamente argentino de financiarse con dinero robado al Estado y con dineros procedentes de comisiones, participaciones, extorsiones y exacciones varias. Si bien es cierto que en todas partes se cuecen habas y el ejemplo de los fondos de Santa Cruz y hasta el de las valijas de Antonini Wilson se podría ver reproducido también en otras latitudes, lo concreto es que el régimen como tal es mucho más rígido y estricto en el "primer mundo" que en su periferia. No es que los políticos de los países desarrollados sean más honrados que los nuestros; es que tienen muchas menores posibilidades de robar y, sobre todo, un margen de maniobras muchísimo menor para implantar ideas propias sin consulta previa.
Se ha reiterado últimamente que esta crisis es una crisis de confianza y de liderazgo.
Nuevamente estamos ante otra verdad a medias. Es obvio que la confianza ha bajado estrepitosamente y la falta de liderazgo político se aproxima ya a algo casi parecido a un vacío de Poder. Pero si saliésemos a preguntar sobre qué se basa la confianza y cual sería la estructura que sostiene al liderazgo político ― más allá del carisma personal de algún líder providencial ― con lo que nos encontraríamos sería con una falta total de respuestas por un lado y hasta con una ignorancia supina por el otro.
La confianza, por de pronto, está fundamentada en valores; principalmente en el de la responsabilidad. Uno confía en personas o instituciones responsables, es decir: uno confía en que esas personas o instituciones serán capaces de dar respuestaante determinadas situaciones. La responsabilidad es lo que hace que nuestro comportamiento sea ― al menos en algún grado ― previsible y es justamente esa previsibilidad lo que, en buena medida, genera la confianza. Si sé que Juan es una persona responsable no tendré mayor inconveniente en prestarle mi auto porque confío en que no se pondrá a correr carreras con él en medio del tránsito infernal de esta ciudad. Y lo mismo pasa, respetando distancias y diferencias, con el dinero que le llevo a un banco o con la compra de acciones de una empresa.
Lo que sucede es que la previsibilidad no lo es todo. El sistema capitalista es perfectamente previsible. Es un sistema basado en la codicia, el egoísmo y la usura.Porque, si vamos al caso y estrictamente hablando, todo el comportamiento del sistema capitalista es perfectamente previsible. Es un sistema basado en la codicia, el egoísmo y la usura. Por consiguiente, ante la posibilidad de ganar dinero, hará lo que le conviene, porque le conviene y cuando le convenga. Si puede ganar dinero, lo hará; aún al precio de pasar por encima de algunos cadáveres.
Difícilmente alguien pueda pedir mayor previsibilidad.
Además, hay algo que es necesario no perder de vista: el sistema capitalista será egoísta y codicioso, pero habitualmente no es tonto y también es bastante cobarde. Tomará todas las posibilidades de ganar dinero que se le presenten, pero medirá sus riesgos y negociará las mayores garantías de seguridad posibles al precio más alto posible. Incluso esto es perfectamente previsible.
No obstante, sus operadores siguen siendo humanos y en muchos de ellos la codicia predomina sobre la cobardía. Varios de ellos padecen el síndrome del auri sacra fames, esa “sagrada hambre de oro” de la que ya hablaba Virgilio hace más de dos mil años atrás. Ante la posibilidad de ganar mucho dinero, la aversión al riesgo se les diluye; con lo que terminan aceptando riesgos mucho mayores de lo razonable. Y aquí ― en la codicia ― es donde encuentra su punto de apoyo la palanca de la irracionalidad. Porque la codicia del usurero, que acumula para poder acumular más todavía, es irracional; exactamente tan irracional como la tacañería del avaro que acumula para no gastar. Y cuando esta forma de codicia se adueña de todo un sistema ocurre lo que estamos viendo en la actualidad: una enorme bola de operaciones engendrada por un desmesurado e irracional afán de lucro, de pronto se pone en movimiento amenazando con aplastar a todo el que se le ponga por delante. Los amenazados, por supuesto, en lugar de enfrentar la avalancha, huyen. ¿Hacia dónde? Pues hacia el Estado que dominan, que es el único que puede salvarlos.
Ante esto, la pregunta que a uno se le ocurre es: ¿qué hizo ese Estado antes de que se produjera esa avalancha? La respuesta es bien simple: nada. ¿Por qué el Estado norteamericano permitió en absoluto que operaciones hipotecarias de más que dudosa legalidad formen esta bola de nieve que ahora ya es un alud? Otra vez la respuesta es simple: porque según el esquema demoliberal el Estado no debe meterse en la economía y en los Estados Unidos ni siquiera puede meter sus narices en ella por iniciativa propia. Con lo cual llegamos a la última pregunta: ¿y por qué ahora todos esperan la salvación del Estado? Seamos simples nuevamente: porque no hay otra solución posible.
De modo que, quitando la hojarasca de las grandes elucubraciones teóricas, la lógica de todo el esquema se resume en algo bien sencillo: mientras ganamos plata mantenemos al Estado lo más lejos posible de nuestra actividad; pero cuando entramos en pérdidas recurrimos al Estado para compensarlas. Lo cual es lo mismo que decir que las ganancias se reparten entre pocos y las pérdidas se distribuyen entre muchos. A la hora en que las papas queman, la lógica de "la mano invisible del mercado" es compensar las pérdidas metiendo esa mano en los bolsillos de todos. Y cuidado: no es mala lógica. La prueba está en que ha venido funcionando – con algunos altibajos es cierto, pero funcionando al fin – desde hace algo así como doscientos años.
La gran pregunta sería: ¿hasta qué punto eso se compadece con la justicia?
Y la otra gran pregunta es la de hasta cuando puede seguir funcionando.
Las perspectivas
Como dije al principio: creo que todavía puede seguir por un buen rato más. A menos que alguien decida hacer algo increíblemente idiota (lo cual, por supuesto, siempre puede suceder) esta crisis es superable. Con sangre, sudor y lágrimas, pero superable.
Por mi parte prevería un 2009 bastante duro. Para algunos países será, no me cabe la menor duda, durísimo. Afectará más a aquellos que están muy interconectados con los EE.UU. y menos a quienes tienen relaciones comerciales y financieras más diversificadas. La Argentina, en este sentido, no está tan mal posicionada: hace bastante tiempo que ya nadie nos lleva el apunte y, sobre todo, no nos presta un centavo; lo cual – dadas las circunstancias – hasta puede llegar a ser bueno. Por irónico que parezca, esta vez quizás podamos sacar ventaja de nuestra mediocridad política.
Pero sería un error creer que no habrá repercusiones muy fuertes en todos los ámbitos y en todos los países. Básicamente el capitalismo se ha vuelto global. No sólo en lo comercial sino también en materia de producción y de servicios. Esto, que es una verdadera perogrullada, a los efectos prácticos significa que las dimensiones del sistema son enormes y tienden a hacerse cada vez más grandes. Consecuentemente, por un lado el sistema es cada vez más difícil de gobernar y por el otro, las bolas de nieve que pueden formarse (o las “burbujas” como se las quiere denominar) se harán cada vez más grandes. Con lo cual, la lógica indica que las avalanchas se harán cada vez más desastrosas y difíciles de parar.
No es hacer futurología prever que las crisis serán cada vez más complicadas: basta con analizar lo que ha venido sucediendo durante las últimas décadas. En Octubre de 1987 una modificación de tasas del Bundesbank alemán disparó una catástrofe en el Dow Jones de Wall Street. En 1994 el gobierno norteamericano tuvo que ir corriendo a salvar con 20.000 millones de dólares a los mejicanos. En 1997 tuvimos la crisis del sudeste asiático. Al año siguiente se cayó Rusia y el Japón se metió en serios problemas. Hace ocho años atrás, en marzo/abril del 2000, explotó la especulación de las empresas relacionadas con la Internet. Un año más tarde, después del episodio de las Torres Gemelas, la bolsa neoyorquina cerró durante toda una semana y cuando reabrió había perdido 684 puntos. Ese mismo año se desbarrancó también la economía argentina. En el 2002 estalló el fraude de Enron. Y ahora tenemos lo que nadie quería creer que tendríamos cuando decíamos que el sistema financiero internacional estaba crujiendo por los cuatro costados. Pues está crujiendo. Y cada vez más fuerte.
Pensar en que los operadores financieros abandonarán su codicia para convertirse en agentes responsables y juiciosos de los dineros de sus clientes equivale a delirar con quimeras. Desde hace milenios, incluso aún antes de Virgilio, el “hambre de oro” ha atacado a muchas personas. En especial a aquellas que tenían acceso a una gran cantidad de oro. El auri sacra fames es una enfermedad incurable e inerradicable y mientras más “oro” genere la actividad económica impulsada por la globalización y la tecnotrónica, más “hambre” despertará en quienes padecen del síndrome.
Hay un solo camino para evitar esta catástrofe anunciada: fortaleciendo al Estado y volviendo a disponerlo para que pueda cumplir con sus funciones necesarias. Está visto (y ya sería hora de admitirlo) que, a la hora de sacar las castañas del fuego, el Estado es el único que puede hacerlo. Las últimas referencias de Bush relacionadas con el rescate de los bancos casi parecían copiadas de Chávez. La única diferencia es que Bush tiene mejores libretistas que el venezolano – o más bien que Bush tiene libretistas y Chávez habla de lo que se le ocurre. Pero, sea como fuere, es realmente un poco estúpido pedirle al Estado que haga de bombero cuando, por el otro lado, no se le deja hacer nada para prevenir el incendio.
Es hora de volver a la mesa de dibujo y diseñar un Estado capaz de desempeñar aquellas funciones políticas sin las cuales no hay convivencia social posible: la síntesis de las tensiones divergentes, la planificación de políticas de Estado a largo plazo y la conducción general del organismo social. Y para que todo ello funcione, lo primero que debemos hacer es replantearnos los métodos mediante los cuales seleccionamos a los políticos que nos gobiernan.
Porque mientras sigamos permitiendo el acceso al Poder de simples testaferros de los financistas o, lo que es quizás aún peor, de ineptos y charlatanes que viven parasitando de los recursos del Estado, las crisis periódicas del sistema serán inevitables. Y serán cada vez más grandes, más complejas y más difíciles de dominar. La codicia usurera de los plutócratas hundirá cada vez más a las sociedades en deudas impagables y en algún momento ya no habrá magia financiera capaz de tapar el agujero.
En algún momento Shylock vendrá a reclamar su libra de carne. Y cuando el Estado se haya quedado sin carne, ése será el final.
Notas
1)- En puridad, un hedge fund llamado, en la jerga técnica y rimbombante, una “institución de inversiones alternativas”.
2)- El Producto Bruto resulta la expresión en dinero del flujo total de outputs (bienes y servicios) de la economía de un país determinado en un año. El PBI resulta de la operación anterior, añadidas las rentas percibidas del exterior y deducidas las pagadas al exterior del país considerado.
3)- En los años 70, Jacques Berger, un economista liberal que escribía con el seudónimo de Ignoto Pastor, y Celso Furtado apuntaron certeras críticas sobre esta “vaca sagrada”, según la expresión del economista brasileño.
4)- Bertrand de Jouvenel, “La Civilización de la Potencia - De la Economía Política a la Ecología Política”, ed. Magisterio Español, Madrid, 1979, p. 165
5)- Según este Nobel, la culpa del desempleo la tiene el desempleado por no haber invertido suficientemente en su “capital humano”...
6)- Ver “Obiettivo Decrescita”, en “Transgressioni”, mayo-diciembre 2006, Florencia, p. 3/42.
7)- La curva de crecimiento exponencial semeja una semirrecta que crece indefinidamente; es el caso, por ejemplo, del incremento de un capital colocado a una determinada tasa de interés compuesto. La curva de crecimiento logístico (descubierta por Vito Volterra en los años 20) presenta una forma de S: crece primero y luego tiende a achatarse hacia un límite. Esta última curva se aplica, por ejemplo, al crecimiento de la población y, en general, al de todos los seres vivos. Cesare Marchetti, en 1985, la ha extendido a los objetos producidos por el hombre.
8)- Gestell equivale en alemán, literalmente, a “armazón” o “pedestal”. Para Heidegger significa el uso que el hombre moderno hace de la técnica como forma de incautarse de la Naturaleza a la que considera un yacimiento a su servicio (N del T).
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