Ernesto Milà
...lo que está detrás de BUSH
Corrientes ocultas de la política de EEUU
Introducción
Resulta imposible comprender la política exterior norteamericana actual si desconocemos algunos elementos subjetivos que han determinado la historia de ese país, desde los orígenes hasta nuestros días. Esta pequeña obra intenta situar la política exterior norteamericana en el contexto que le es propio, desde 1775 hasta las elecciones presidenciales del 2004.
La línea política de la administración Bush no es un accidente en la historia de los EEUU sino que, por el contrario, es la última reedición de una constante histórica que ha estado presente en todos los episodios de aquel país. El mesianismo actual de Bush estaba ya presente en los Padres de la Constitución americana y, si se nos apura, incluso entre los peregrinos del Mayflower.
Pero existe una contradicción: mientras el mesianismo sigue vivo en la cultura norteamericana, también, algo ha cambiado en la vida de los ciudadanos. Del espíritu democrático de los fundadores al «Acta Patriótica» que limita los derechos y las libertades individuales, hay un buen trecho que la administración Bush no ha tenido el menor empacho en recorrer utilizando como excusa los ataques del 11–S. A lo largo de esta obra, veremos por qué la democracia americana se ha transformado en un plutocracia y por qué, quién está al frente y con qué ideas.
Esta pequeña obra se propone como objetivo indagar en las corrientes subterráneas que están en estos momentos presentes en el stablishment norteamericano. Por estas páginas aparecerán nombres que, seguramente, no habrán oído jamás y que, sin embargo, inspiran las líneas básicas de la política exterior de los EEUU e incluso de la cultura de aquel país.
EEUU no vive hoy su mejor momento y hoy es, visiblemente, una potencia en declive. No ha logrado afianzar su posición en Irak (uno potencia de muy limitados recursos militares en 2003), su economía ha dejado de producir en cantidad suficiente como para garantizar el consumo interior. El déficit en la balanza comercial no tiene precedentes en la historia de la humanidad en nación alguna. La economía norteamericana sigue existiendo gracias a la afluencia de capital exterior a las bolsas de los EEUU. Pero esto no ocurrirá siempre. Escándalos como los de Enron o Arthur Andersen han marcado el declive del dólar ante la sospecha de que otras muchas empresas pueden maquillar su contabilidad. La economía norteamericana es hoy especulativa, en absoluto productiva. Un país así es inviable.
Para colmo, la campaña de Irak demuestra la imposibilidad de vencer definitivamente a un pequeño país. Irak que, a primera vista, parecía una «guerra india» ha terminado siendo la reedición de la peor pesadilla americana: Vietnam.
Las aventuras exteriores de la administración Bush han aislado internacionalmente a los EEUU. Europa desconfía de Norteamérica. Rusia se reconstruye y prefiere tratar con Europa. China recela de América. El mundo árabe lo tiene como enemigo, aunque algunos de sus gobiernos sean aliados. América Latina quiere emanciparse de la tutela de EEUU. La gran potencia económica y comercial de nuestro tiempo es, hoy por hoy, la Unión Europea que, desde el 11–S ha pasado de ser aliado incondicional, a observar la política exterior norteamericana con desconfianza. EEUU no tiene aliados... como máximo, vasallos forzados. De hecho, el nacimiento mismo del Euro y la existencia de la Unión Europea ya suponen una amenaza para la hegemonía norteamericana. Un país así es inviable, especialmente a partir del momento en que sus FFAA evidencian incapacidad para vencer y pacificar micropotencias (Hamid Karzai sigue siendo llamado despectivamente «el alcalde de Kabul» y... su control ni siquiera se extiende a todos los barrios de la capital afgana) y su economía vive de los capitales que llegan del exterior.
La decadencia norteamericana puede tener efectos inesperados. Un país en declive que ni siquiera tiene conciencia de su decadencia puede tener reacciones histéricas. De ahí la necesidad de conocer lo que se está larvando en las esferas más altas del poder en EEUU y qué fuerzas entran en juego. Es preciso conocer qué ideas les mueven, qué objetivos persiguen y qué estrategias practican. Esta pequeña obra ha intentado este viaje y lo que ha encontrado ha sido mucho más inquietante de lo que pensaba inicialmente el autor. En realidad, mucho más inquietante de lo que éramos capaces de suponer. Lo que hemos encontrado es un cocktail de pensamiento mágico y brutalidad, la peor de todas las combinaciones posibles.
Ernesto Milà
Andorra, 7 de octubre de 2004.
El pensamiento anómalo desde los orígenes
Hay que remontarse el descubrimiento de América para entender la esencia de la mentalidad americana. A finales del siglo XV y hasta el XVII, un impulso mesiánico recorrió Europa. Un marinero de origen brumoso, Cristóbal Colón, fue de los primeros en experimentar esta sensación.
Beneficiándose del hallazgo de mapas antiguos (sin duda atribuido a Paolo del Pazzo Toscanelli) y de las confidencias de viejos marineros, Cristóbal Colón, adquirió la seguridad de la existencia de un continente que todavía no conocía el «mensaje de Jesucristo».
El perfil psicológico de Colón nos indica que se trataba de un híbrido de ingenuidad, credulidad y tozudez. Tenía los rasgos de un iluminado e, indiscutiblemente, era un hombre ambicioso; se suele olvidar que Colón, no sólo era terciario franciscano, sino que además estaba muy influido por las teorías milenaristas de Joaquin de Fiore, del que se consideraba discípulo y cuyas profecías –según reconocía– le habían impulsado en su aventura.
El Cardenal Cisneros, uno de los máximos valedores de Colón en la corte de los Reyes Católicos, confesor de Isabel, pertenecía también a esta corriente «joaquinista». Fue Cisneros quien publicó la primera edición española de «Arbor Vitae Crucifixi» de Ubertino da Casale (del que Umberto Eco, en «El nombre de la Rosa», proporciona abundantes datos novelados) uno de los franciscanos «espirituales» o «fratricelli».
Ubertino y sus compañeros, situados en la misma línea que Joaquín de Fiore, fueron condenados por el IV Concilio de Letrán, junto a Bernard Delicieux, Cola de Rienzi, Arnaldo de Vilanova, Jean de Roquetaillade, Hugues de Digne, etc.
Esta corriente, prohibida por la ortodoxia romana, siguió existiendo en la clandestinidad, refugiada –tal como refleja Umberto Eco en su novela– en la orden franciscana. Al producirse la evangelización del Nuevo Mundo, la primera oleada de misioneros enviados por Cisneros, estuvo compuesta precisamente por monjes franciscanos surgidos de esta corriente... La colonización y la conquista empezaban bajo el signo de la mística.
Estos franciscanos fueron al Nuevo Mundo convencidos que esa tierra debía ser el «paraíso perdido» del que hablaban las escrituras. El propio Colón había escrito: «Nadie puede encontrar este Paraíso Terrenal, salvo que así lo quiera la Voluntad divina»; era allí donde pensaba que encontrar un «espacio nuevo» para la propagación de los Evangelios. Esto implicaba la conversión de los paganos que se encontraran en aquellas tierras. El descubrimiento –escribió a los Reyes Católicos– «traerá pareja la salvación de tantos pueblos entregados hasta ahora a la perdición». Así el anticristo sería vencido definitivamente en el «nuevo mundo» y ello implicaría el inicio del Apocalipsis, es decir, de la renovación del mundo.
Cuando Colón llegó a las Antillas creyó que había alcanzado el Edén. Estaba persuadido que la corriente del Golfo estaba formada por los míticos «4 ríos del Paraíso». Llegó a escribir: «Dios me ha hecho mensajero de un nuevo cielo y de una nueva tierra, de la que había hablado en el Apocalipsis San Juan, después de haberme hablado por boca de Isaías y El me ha indicado el lugar para encontrarlo».
En 1494 Colón llega a Jamaica, identificando el lugar como el «reino de Saba», país de la amante de Salomón y origen mítico de los Reyes Magos. En la desembocadura del Jaina, en la Isla Española, creerá haber descubierto el río Ofir, donde Salomón se aprovisionaría de oro.
En 1489, hallándose en Jaén, escribe que la décima parte de los beneficios que se obtuvieran de la colonización del Nuevo Mundo serían destinados a organizar una nueva cruzada. Este deseo no era banal u oportunista: la liberación de los Santos Lugares era uno de los signos inequívocos del fin de los tiempos y de la renovación del Cosmos.
Se conoce la extraña firma de Colón en la que incluía un anagrama que nadie ha conseguido desentrañar y las palabras «Christo Ferens». Frecuentemente se ha dicho que era la latinización de su nombre, derivado del griego: Cristóbal deriva, efectivamente de Cristóforo, «el que lleva a Cristo». Pero esta frase en latín es «Christum Ferens» y Colón escribe algo bien diferente y significativo: «Christo Ferens»: «el que lleva para Cristo», lo cual encaja perfectamente en el contexto que hemos descubierto.
El mesianismo no abarcaba sólo al mundo cristiano de la época. Los judíos tuvieron varios mesías y en el 1503, Isaac Alrabanel anunció el inicio de la «era mesiánica»; en centro Europa y en el mundo anglosajón se tenía la misma sensación de una próxima renovación del cosmos que pasaba por el retorno a los orígenes y el comienzo de una nueva historia sagrada. Fue en este ambiente en el que larvaron los fermentos de la Reforma y de la escisión anglicana.
El mito de la Tierra de la Muerte
Son múltiples los datos históricos objetivos que permiten desmontar una serie de prejuicios sobre los conocimientos geográficos de la antigüedad. Hoy no hay duda que, como mínimo desde los egipcios, se sabía que la tierra era redonda e incluso se aventuraron a calcular su medida. Este dato no procede de libros escasamente científicos sino de obras eruditas reconocidas académicamente. Así mismo, con toda la prudencia que requiere el caso, se tiene la casi completa seguridad de que los vikingos colonizaron Groenlandia y sólo fueron expulsados de allí por la bajada progresiva de las temperaturas hacia el siglo XIII. De allí, en su afán explorador, llegarían a las costas de Terranova. Jacques de Mahieu, muerto en 1992, director del Instituto de Ciencias del Hombre de Buenos Aires y discípulo de Alexis Carrel, descubría huellas vikingas en las riberas del Amazonas y, por fin, sabemos, por confesión propia, que el mismo Colón se benefició de exploraciones anteriores, con cuyos protagonistas pudo hablar directamente y a cuyos mapas tuvo acceso.
La cuestión es por qué hasta el siglo XVI no se empieza a explorar sistemáticamente el Nuevo Mundo. No es, desde luego por razones económicas. Mucho más antieconómico y peligroso era viajar por tierra hasta Cathay que saltar desde Canarias y las Azores hasta el continente que luego se llamaría América. La idea de que la tierra era plana y terminaba con el horizonte de Finisterre no deja de ser una leyenda supersticiosa que influía sólo en los más ignorantes. Pero la humanidad antigua no era precisamente ignorante. Ya hemos recordado como los griegos en sus mitos (Atlas sosteniendo el globo del mundo) y los egipcios en sus cálculos matemáticos con fines constructivos, conocían perfectamente la forma de la tierra.
En cuanto el heliocentrismo tan denostado por la Iglesia y que ocasionó tantos problemas a sus difusores, no era una teoría que fuera desconocida para los astrólogos, como mínimo a partir de Caldea: ¿es preciso recordar que existieron astrólogos en todos los tiempos y que en el tiempo de Colón mantenía gran vigor y prestigio de ciencia infalible?
Si la exploración en dirección hacia el Oeste fue ignorada hasta el siglo XVI se debió igualmente a razones que tienen mucho que ver con concepciones míticas y místicas: los antiguos consideraban que el Occidente era la tierra de la muerte (Occidente deriva de «occido», morir, sucumbir, caer, causar la muerte, la perdición; «occidio–occidionis»: matanza, carnicería, exterminio).
El descubrimiento y la explotación del Nuevo Mundo que, técnicamente era posible desde la navegación fenicia, fue bloqueada por motivos míticos. Allí, en el lejano «Occidente», permanecía la sensación de algo que era peligroso y que, por tanto, debía de ser declarado tabú y su acceso prohibido. Es en este contexto donde las leyendas sobre el precipicio que se abría ante los barcos, más allá de las columnas de Hércules, cobran sentido, fuerza y vigor.
Respecto a las columnas de Hércules vale la pena recordar que, simbólicamente, se presentan unidas por una serpiente que en ocasiones es representada como una filacteria en la que se incluye la leyenda «Nec plus ultra», no más allá. Tal frase puede ser considerada, tanto como una declaración de principios, como un tabú y una prohibición, la de adentrarse en un territorio problemático y en el que anida la destrucción y la muerte. No es que no se pueda llegar a ese lugar, es que no debe llegarse a él...
Inmediatamente subyace el recuerdo mítico de la Atlántida, el continente inundado en un tiempo mítico, situado, más allá de las columnas de Hércules, en el «lejano Occidente», es decir, en el territorio que, después de esta catástrofe legendaria, pasa a ser el territorio de la muerte.
Pero América está detrás de la Atlántida desde el punto de vista de Europa. El sol, saliendo por el Este y ocultándose por el Oeste (es decir, muriendo allí) proyecta la sombra de la improbable Atlántida sobre el Nuevo Mundo. Y esta sombra es la de la muerte. Todos estos contenidos, arquetípicos y míticos, no podían dejar de producir un efecto paralizador en la exploración hacia el Oeste.
Europa entera registra una oleada migratoria como no se había operado desde las cruzadas y emprende la colonización del Nuevo Mundo. Con el tiempo, de allí partirá un impulso contrario a la civilización europea... La historia y el mito nuevamente se dan la mano.
La «Nueva Atlántida»
En 1623, Sin Francis Bacon publicó un relato novelado que tendría gran influencia en la formación de un estado de ánimo favorable a la colonización del Nuevo Mundo. En efecto, «The New Atlantis» relata la aventura de unos navegantes a quienes vientos adversos desplazan de su ruta y hacen recalar en una isla gobernada por filósofos–científicos. El libro, de pocas páginas, está escrito en un lenguaje escatológico, con citas frecuentes a los Evangelios.
En «The New Atlantis», Bacon describe una sociedad secreta llamada «Casa del Templo de Salomón» situada en la cúspide jerárquica de su Estado ideal. En la portada de su libro incluye una filacteria con la leyenda «Tempora patet occulta Veritas», «con el tiempo aparecerá la verdad oculta», alusión, tanto a la prohibición de llegar más allá de las columnas de Hércules.
La llegada de los protagonistas del relato a la Atlántida en la obra de Bacon es seguida de un rito iniciático de purificación: «después del día de vuestra llegada, debéis permanecer internados por tres días», alusión inequívoca a los tres días de muerte y resurrección de Cristo. Pero antes de desembarcar, los marineros tienen que jurar que «no sois piratas, ni habéis derramado sangre, legal ni ilegalmente, en los últimos cuarenta días», el mismo período de purificación de Jesús en el desierto. No es raro que los expedicionarios a la vista de este programa declaren: «Dios se ha manifestado, sin duda, en este país». Y otro proclama «estábamos enterrados en lo profundo, como Jonás lo estuvo en el vientre de la ballena y ahora estamos entre la muerte y la vida, pues estamos más allá del viejo mundo y del nuevo». Para Bacon, la Atlántida es un estado intermedio entre la vieja Europa y la nueva América, que considera muerte y vida respectivamente. La referencia al vientre de la ballena equivale a la cámara de meditación, oscura, negra y cerrada, en donde tiene lugar la muerte inicíática en todos los ritos esotéricos. Según Bacon, el nombre del rey del país atlante que vivió 1900 años antes de la redacción del texto, tenía por nombre Solamona, «nosotros le tenemos por el legislador de nuestra nación. Este rey tenía un gran corazón». La misma cualidad se reconocía a Salomón; esta cualidad, unida a la correspondencia existente entre el corazón y el sol, como centros ambos del sistema solar y del hombre, se refleja en el mismo nombre del rey: Solamona, Solis–Amon, nombres del astro rey en latín y egipcio. Esta «solaridad» se repite en el ciclo de 12 años, período en el que la sociedad iniciática de la Casa de Salomón, envía expediciones al mundo para informar sobre los asuntos que suceden fuera de la Nueva Atlántida.
Finalmente muestra las excelencias de la vida subterránea: «Tenemos cuevas espaciosas y profundas, las más profundas están perforadas a seiscientas brazas, y algunas están excavadas y hechas bajo grandes colinas y montañas (...) Están por igual apartadas del sol y de los rayos celestes y del aire libre. A estas cuevas les llamamos la Región Inferior». El lugar, no parece ser maldito como lo es la región inferior en casi todas las tradiciones; es, antes bien, el lugar es utilizado «para curar algunas enfermedades y para la prolongación de la vida de algunos eremitas que escogen vivir aquí, bien provistos de todas las cosas necesarias»...
Bacon se dedicó a la actividad política y fue miembro de la Cámara de los Comunes. Nombrado consejero privado de la Reina Isabel I y de Jacobo I, ejerció como fiscal de la Corona, pero en 1621 fue acusado de haber recibido regalos de los litigantes y condenado finalmente en 1621.
En su puesto de Canciller consiguió que se promulgaran leyes que protegieran a los colonos. Con su libro quiso conjugar distintos niveles de necesidad: de un lado, impulsar la colonización del Nuevo Mundo para contrarrestar el formidable impulso de los navegantes españoles; de otro, definir la sociedad ideal, profundamente democrática y basada en principios espirituales.
A partir de la publicación de «The New Atlantis», la colonización inglesa cobra un impulso definitivo y los peregrinos del «Mayflower» (1620) se vieron definitivamente reforzados.
La colonización del Paraíso
La colonización del territorio actual de los EEUU fue inicialmente obra de ingleses y, en general, de disidentes religiosos. Los primeros que llegaron al Nuevo Mundo se consideraban predestinados; tenían a Europa por excesivamente decadente como para que la «Reforma» pudiera triunfar; era preciso, pues, alcanzar un nuevo mundo y en él, hacer tabla rasa. En su óptica, el signo más claro de elección divina de aquella tierra para una «segunda venida de Cristo» era que hasta ese momento había permanecido velada a los ojos de los hombres.
En el «Mayflower» (Flor de Mayo) llegaron los «Padres Peregrinos» –considerados como los fundadores de los EEUU– y con ellos la imprenta y el puritanismo. Si bien es cierto que el Sur de los EEUU fue colonizado por caballeros ingleses y el Norte por puritanos y que, mientras los caballeros del Sur eran de origen celta (galeses, escoceses e irlandeses, de carácter independiente y apegados a sus tradiciones) y los del Norte, anglosajones (buscando nuevas fórmulas de modernidad), todos ellos consideraban su colonización como una empresa «político–religiosa».
Ambos grupos –que, con el paso de los años y una vez independientes terminarían por chocar en la Guerra de Secesión– compartían la misma visión teológica que veía en la aventura hacia el Oeste (realizada en dos fases: de Europa a América y de la Costa Este americana a la «nueva frontera» cuyo límite eran las aguas del Pacífico) la trayectoria de la verdadera sabiduría ¿Acaso no había seguido el cristianismo la misma ruta: de Jerusalén a Roma? Según esta concepción, que tuvo gran éxito entre los teólogos protestantes del siglo XVII, la marcha hacia el Oeste representaba una progresión y un perfeccionamiento moral. Es decir, la inversión completa de la doctrina anterior para la cual la progresión hacia «occidente» suponía un encaminarse al «país de los muertos».
Veamos algunos ejemplos: la fundación de Massachusets contribuye a inaugurar un espacio en el que «el Señor creará un nuevo cielo y una nueva tierra»; los fundadores de Maryland están convencidos, como Colón al llegar a las Antillas, de que aquel lugar es el Paraíso descrito por el Génesis; el mismo George Washington expresó una idea parecida: «Los EE.UU. son una Nueva Jerusalén destinados por la Providencia a ser un territorio en el que el hombre debe alcanzar su pleno desarrollo, donde la ciencia, la libertad, la felicidad y la gloria deben propagarse de forma pacífica»; otros, aprovechando el hecho de que Georgia se encontraba en el mismo paralelo que Palestina, vieron allí el lugar elegido. El «apostol de los indios», Jhon Eliot anunciaba: «la aurora y el surgir del Sol del Evangelio en Nueva Inglaterra» y Cotton Mather –eclesiático congregacionista fanático, uno de los pocos norteamericanos que abordaron la persecución de la brujería– expresó una idea aun más precisa: «La primera edad ha sido la edad de oro, para volver a ella el hombre debe hacerse protestante y puedo añadir, puritano».
Esta tendencia ha llegado hasta nuestros días; Ronald Reagan se hizo eco de éste mesianismo en 1984: «No creo que el Señor que bendijo este país, como no lo ha hecho con ningún otro, quiera que tengamos que negociar algún día porque seamos débiles»; fenómenos sociales de masas que estudiaremos más adelante, como el telepredicador Jerry Falwell, tenían éxito porque arraigaban sus convicciones en esta misma mentalidad: «Los EEUU de América –había dicho Falwell–, nación bendecida por la omnipotencia de Dios como ninguna otra nación de la Tierra, están en la actualidad siendo atacados interna y externamente siguiendo un plan diabólico que puede conducir a la aniquilación de la nación americana. El Diablo entabla de ese modo una cruenta batalla contra la voluntad de Dios, que ha elevado a los EEUU por encima del resto de las naciones, como a la antigua Israel».
Los puritanos que colonizaron el Far–West no son en absoluto un invento de Hollywood; existieron realmente con todo su carga de fanatismo. Obsesionados por la idea del pecado y de su expiación, se pusieron en marcha para abrir una «nueva frontera». Para ellos, los desiertos, los indios, las enfermedades y los peligros que les acechaban eran la plasmación material de los poderes demoníacos. Sus sufrimientos eran el camino para su purificación y jalonaban la ruta hacia la «Tierra Prometida».
La formación de la mentalidad americana
Fue así como, poco a poco, cobró forma lo que hoy se conoce como
«american way of life», el estilo de vida americano. La «Tierra Prometida» sólo se podía alcanzar a través del sufrimiento y el trabajo. Persistir en esa línea llevaría gradualmente a un progreso indefinido cuya meta lógica era la reconstrucción del Paraíso originario.
Cuando, los impulsos religiosos iniciales se atenuaron, persistió la idea laica de progreso indefinido y de trabajo. El arraigo del calvinismo en EEUU fue inmediato; para esta doctrina la fortuna y el éxito constituían el signo inequívoco con el que la divinidad marcaba a los elegidos. El justo era el multimillonario, el hombre de éxito, y el paria, en su miseria, aparecía como culpable contra la ley de Dios.
Tales conceptos no podían sino terminar por hacer de los colonos algo radicalmente diferente a la Metrópoli. Para ellos, el problema teológico fundamental consistía en explicar como el mal había aparecido en el Nuevo Mundo, considerado inicialmente como reedición del Paraíso, e incluso como el Paraíso mismo. La explicación, de un maniqueismo exasperante, relacionaba la entrada del mal en América con la presencia de colonos católicos franceses y españoles. Eran ellos, decían, quienes habían armado a los indígenas o les habían incrustado sus malos hábitos. Eran ellos los que habían traído el anticristo a América. Los «padres peregrinos» debían alzar un muro contra la maldad: debían terminar la historia y comenzar algo nuevo.
Es desde este punto de vista que puede entenderse la inclusión del adjetivo «Nuevo» en buena parte de sus fundaciones: «Nueva York», «Nueva Inglaterra», «Nueva Haven», «Nueva Escocia», etc. Esto no era sino la traslación de un impulso interior bien arraigado en la mentalidad de los colonos: se trataba de renovar el mundo.
Luego, cuando cedió el impulso religioso originario, al secularizarse el ideal escatológico, cobraron forma las concepciones de progreso indefinido, la inagotabilidad de recursos y el culto a la juventud.
Los colonos puritanos pensaron primero que la condición para el advenimiento del «milenio» era el retorno a la pureza del cristianismo primitivo, que chocaba con las fuerzas demoníacas procedentes de Europa, con sus «gentleman» ociosos y viciosos, urbanos, en definitiva; se tenía a la práctica religiosa inglesa como el culto al anticristo.
Mircea Eliade reconoce que en la marcha hacia la independencia «Inglaterra ocupa el puesto de Roma», como luego el Sur será considerado el enemigo por su refinamiento, ante el Norte que no dudaba en proclamar su superioridad moral reconociendo jubiloso su inferioridad cultural. Llama la atención que durante la guerra civil americana, las tropas de Grant, Sherman y Sheridan, saquearan con singular saña las grandes ciudades del Sur. La vida urbana no fue considerada con respetabilidad sino hasta los últimos años del siglo XIX. Y aun entonces la vida urbana estaba bajo sospecha.
Cuando triunfó la revolución industrial en EEUU y se crearon grandes ciudades, los magnates de la industria realizaron actividades y donaciones filantrópicas en un intento de demostrar que la ciencia y la técnica también podían contribuir a hacer triunfar los valores evangélicos.
Mientras, Europa languidecía en las convulsiones previas al desplome del antiguo régimen absolutista. Los norteamericanos eran considerados desde Europa, especialmente por la Ilustración, como hombres simples, parecidos en su esencia al estado de infancia e ingenuidad primitivas. Su situación y hábitos contrastaban con la sofisticada decadencia de la nobleza de polvo, peluca y rapé que detentaba el poder en Europa. Esta era precisamente la virtud más apreciada por los puritanos: la rústica simplicidad de gentes que rechazaban la cultura por considerarla como muestra de un titánico satanismo. Puede entenderse así el odio puritano hacia los jesuitas, grandes cultivadores de la inteligencia. Los «buenos salvajes» gozaban en el viejo continente de una reputación exótica.
A lo largo del siglo XVIII, tras una larga guerra de emancipación, las colonias norteamericanas se independizaron de la metrópoli. La nueva sociedad allí creada, despertaba cierta admiración en los ambientes intelectuales europeos, sin embargo, precisamente esa simplicidad primitiva, constituía una barrera infranqueable para que estas concepciones influyeran sobre Europa. Se les veía como gentes sencillas y piadosas, tolerantes, se les tuvo por granjeros–filósofos, hombres justos que habían erradicado, el lujo, el privilegio y la corrupción; pero, con todo, no dejaban de ser algo intraducible en Europa.
Debió de llegar un hombre providencial para establecer un puente entre el Nuevo Mundo y la Vieja Europa. Ese hombre fue Benjamín Franklin.
Franklin en Europa, la revolución americana exportada
Franklin llegó a Europa con fama de hombre justo, simple y sabio. La mayoría de cuadros nos lo pintan, en el último cuarto del siglo XVIII, medio calvo, ralo el poco pelo restante; un buen día mientras viajaba a bordo del «Reprisal», lanzó su peluca por la borda y no la volvió a utilizar jamás. Este hecho, aparentemente banal, causó gran sensación en la sociedad francesa, en la que incluso sus representantes más progresistas, eran incapaces de prescindir de esta engorrosa e inútil prenda.
Se vio este gesto como una muestra de simplicidad y pragmatismo. La anécdota repetida mil veces en los cenáculos intelectuales franceses, suscitó una corriente de simpatía hacia el personaje; Franklin supo canalizar esta riada de adhesiones en beneficio de los intereses de la nueva nación americana y de sus ideales que difundió en Europa con celo misionero.
Condorcet escribió sobre Franklin: «Era el único hombre de América que tenía en Europa gran reputación... A su llegada se convirtió en objeto de veneración. Se consideraba un honor haberlo visto: se repetía todo lo que se le había oído decir. Cada fiesta que tenía a bien aceptar, cada casa donde consentía ir, esparcía en la sociedad nuevos admiradores que resultaban otros tantos partidarios de la revolución americana». Los grandes de la cúltura europea de la época admiraban los nacientes EEUU. Voltaire dijo de los cuáqueros –una derivación puritana– americanos que «estos primitivos son los hombres más respetables de toda la humanidad».
Emmanuel Kant, el filósofo alemán escribió a propósito de Franklin que «es el nuevo Prometeo que ha robado el fuego del cielo». En 1767, Franklin conoció a Mirabeau, en el curso de su primer viaje a Europa, uno de los grandes animadores de la futura Revolución Francesa. Mirabeau lo elogió calurosamente: «Franklin es el hombre que más ha contribuido a extender la conquista de los derechos del hombre sobre la tierra».
El historiador Bernard Fay reconoce la importancia que tuvo en la gestación de la Revolución Francesa: «Todo el grupo de futuros revolucionarios se halla en torno a él: Brissot, Roberspierre, Danton, La Fayette, Marat, Bailly, Target, Petion, el Duque de Orleans, Rochefoucauld».
Van Doren, igualmente, le reconoce este papel: «Para los franceses es el líder de su rebelión: la del Estado de Naturaleza contra la corrupción del orden antiguo».
Benjamin Franklin fue, sin duda, el difusor de la Revolución Americana en Europa. Ciertamente algunos de sus valores coincidían con los del Enciclopedismo, pero éste no dejaba de ser una idea filosófica, por lo demás muy bien considerada por la monarquía (D’Holbach, uno de los grandes enciclopedistas franceses llamaba a Luis XVI –posteriormente guillotinado– «Monarca justo, humano, benéfico; padre de su pueblo y protector del pobre»). Al enciclopedismo le faltaba un modelo de sociedad alternativo al «ancien regime», algún lugar en donde se hubiera ensayado y mostrase su capacidad para vertebrar un nuevo modelo de organización social. A partir de la llegada de Franklin a Europa, el fermento revolucionario adquirió un modelo y un ejemplo a seguir.
Pero la prontitud con la que fue conocido Franklin en las Galias es inconcebible si hacemos abstracción de un elemento capital: la pertenencia del misionero americano a la francmasonería y la excepcional importancia que tuvieron las logias masónicas en el fermento de ideas intelectuales y en los primeros momentos de la Revolución Francesa.
El partido masónico es tanto el partido de la revolución americana como el de la revolución francesa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario