EL 23-F NACIÓ EN LA ZARZUELA
-Cómo se fraguó, planificó, preparó, coordinó y ejecutó la subterránea y chapucera apuesta borbónica, dirigida por los generales Armada y Milans y autorizada por el rey.
-Las Cortes españolas reciben, en 2005, un exhaustivo Informe en el que se pide, por primera vez, una comisión de investigación parlamentaria que depure las responsabilidades del monarca.
Antes de entrar en el fondo de la importante cuestión que me ocupa en estos momentos, y que no es otra que contarle al lector con pelos y señales los pormenores de la planificación, preparación y ejecución de la maniobra borbónica desarrollada en España en la tarde/noche del 23 de febrero de 1981, popularmente denominada 23-F, me voy a permitir trasladarle someramente mis avatares personales desde que me decidí a hacerlo. Fue hace ya bastantes años, y lo hice publicando mi primer libro sobre el tema. Hablamos de un tema que, evidentemente, había sido un tabú desde el mismo instante en el que se produjo, lo seguía siendo en aquellos momentos, y todavía lo seguiría siendo en la actualidad si no fuera porque al poder político le cuesta cada día más trabajo reprimir la libertad de expresión de algunos esforzados historiadores e investigadores.
Fue en el mes de marzo de 1994. Después de más de diez años de estudios e investigaciones sobre el 23-F y arropado por un joven editor que se jugó el tipo en la aventura, lancé mis primeras conclusiones sobre el mismo en un libro titulado: La transición vigilada. Éstas hacían referencia clara a que los deleznables hechos que tuvieron lugar en aquella tristemente célebre fecha de la historia de España no respondieron nunca a los parámetros generalmente admitidos en un golpe militar clásico, sino que, más bien, todo aquello formaba parte de una compleja maniobra político-militar-institucional, autorizada y dirigida desde La Zarzuela, y con dos generales de postín como máximos planificadores y ejecutores: Armada y Milans del Bosch.
Ambos habrían trabajado al unísono, dentro del plan denominado en ambientes políticos y periodísticos como «Solución Armada», en aras de desmontar el verdadero golpe militar que contra la democracia pero, sobre todo, contra la monarquía representada por el rey Juan Carlos (al que tachaban de «traidor» al extinto caudillo), preparaban los militares más radicales de la extrema derecha franquista.
Es decir, hablando con meridiana claridad histórica: lo que ocurrió en este país el 23 de febrero de 1981 no tuvo nada de golpe militar (que efectivamente se estaba gestando en los cuarteles, pero para ponerse en marcha cierto tiempo después, concretamente en los primeros días del mes de mayo de ese mismo año) y sí, y bastante, de una maniobra borbónica para salvar in extremis el entonces todavía inestable régimen de libertades instaurado en España a raíz de la promulgación de la Constitución de 1978.
Las sorprendentes afirmaciones vertidas en este libro fueron aceptadas de facto por los diferentes medios políticos y periodísticos de este país, pues todo el mundo dio, en un tema tan escandaloso y de tanta trascendencia política y social, la callada por respuesta. Únicamente en el terreno práctico hubo alguna reacción oficiosa, ya que muy pronto los duendes institucionales se pondrían en marcha, en la sombra naturalmente, y conseguirían en un par de semanas que el deslenguado (y políticamente incorrecto) libro desapareciera de las librerías a pesar de su notable éxito inicial de ventas.
En febrero de 2001, al cumplirse los veinte años de la absurda maniobra de palacio que comentamos, publiqué un segundo libro (el cuarto en mi modesto curriculum como escritor e historiador) sobre este tema, con el sugestivo título de 23-F El golpe que nunca existió. En él, obviamente, volvía a incidir sobre la trama institucional que planificó y puso en marcha el teóricamente «golpe involucionista de Tejero y los suyos», dando toda clase de detalles (después de más de tres lustros de investigaciones en el estamento militar que intervino en los hechos, incluida una inédita entrevista con el general Milans del Bosch celebrada en la prisión militar de Alcalá de Henares) sobre su planificación, coordinación y ejecución, así como sobre las razones que propiciaron su aparente fracaso. Esto último en realidad nunca fue tal, pues la maniobra inicialmente preparada, y que luego arruinaría en su ejecución el teniente coronel Tejero por su calamitosa entrada en el Congreso de los Diputados, conseguiría, no obstante, sus objetivos de desactivar el golpe duro de los capitanes generales franquistas y asentar la vacilante democracia española.
Este segundo libro sobre el 23-F, que obtuvo una gran repercusión mediática y profesional dentro de las Fuerzas Armadas, no tendría tampoco una respuesta política acorde con las graves denuncias que en él se vertían contra el entorno de La Zarzuela (con el rey Juan Carlos en el centro de todo) y contra la clase política democrática que había conspirado y colaborado con el apoderado del rey, el general Armada, para llevar a buen puerto la «Solución» que llevaba su nombre. Básicamente consistía en la formación en España de un Gobierno de concentración o unidad nacional en el que se integrarían políticos de los principales partidos del arco parlamentario (socialistas, comunistas y del sector crítico de la UCD) bajo la presidencia de un militar de prestigio y aceptado por todos: el propio general Armada.
El libro, publicado después de un largo peregrinar por despachos y editoriales, correría la misma suerte que el anterior, es decir, sería «asesinado» comercialmente por los poderes ocultos del sistema para evitar que pudiera emponzoñar la gran aureola de «salvador de la democracia» que el rey Juan Carlos supo crearse tras su tardía salida en televisión en la madrugada del 24 de febrero de 1981. En ella condenó el «golpe» que se había desatado la tarde anterior y le dijo al pueblo español que la Corona respaldaba el orden constitucional establecido; ello después de más de siete horas de dudas y vacilaciones ante lo que podían hacer los generales golpistas de mayo después de la estrafalaria actuación de Tejero con sus guardias civiles. Orden constitucional que, curiosamente, la propia Corona había puesto en peligro con su chapucera maniobra de palacio tendente a conjurar cuanto antes el peligro franquista.
Inasequible al desaliento y firme en mi postura de historiador militar sin pelos en la lengua, el 23 de septiembre del año 2005 decidí dar un importante salto cualitativo en mis pretensiones de que todos los españoles acaben enterándose algún día de qué es lo que pasó realmente el 25 de febrero de 1981, enviándole al presidente del Congreso de los Diputados, señor Marín, con arreglo a cuanto dispone el artículo 77.1 de la Constitución Española (-«Las Cámaras pueden recibir peticiones individuales y colectivas, siempre por escrito...»), un exhaustivo Informe (40 páginas) en el que le presentaba mis últimas investigaciones sobre el mismo... y, además, 16 clarísimos indicios racionales de responsabilidad del rey Juan Carlos I. Pidiéndole, en consecuencia, la creación de una Comisión de Investigación parlamentaria que depurara de una vez, política e históricamente, esas presuntas responsabilidades del monarca.
Aunque, días después, llegó a mi conocimiento que el señor presidente del Congreso había dado traslado del Informe a todos los grupos parlamentarios de la Cámara (algunos de cuyos
componentes se enterarían así por primera vez, totalmente alarmados, de cosas que no podían ni siquiera sospechar), la Cámara Baja de las Cortes españolas acabaría mirando para otro lado, dando la callada por respuesta como era de esperar...
Y en esas estamos. Este demoledor Informe sobre «la intentona golpista del 23-F», en el que se demuestra (hasta donde se puede hacer objetivamente, pues nunca nadie hallará, obviamente, un documento oficial con el membrete de La Zarzuela en el que se autorice al general Armada a planificar su famosa «Solución» político-militar de 1981) la grave responsabilidad del monarca español en los sucesos del 23-F, tenía que llegar contra viento y marea al gran público, a todos y cada uno de los ciudadanos españoles. Y aquí está. En las páginas que siguen (concretamente en este capítulo y los dos siguientes) va estar al alcance de todos los españoles y si es posible (esto de la globalización ayuda mucho) al de todos los ciudadanos del mundo que tengan interés por la reciente historia de España; que, por cierto, como podrá apreciar quien lea el presente libro, es mucho más jugosa e interesante de lo que dicen los despachos oficiales.
En primer lugar, y en este mismo capítulo, voy a presentar la primera parte del trabajo, la que hace referencia a cómo se fraguó, planificó, preparó, coordinó y finalmente ejecutó el famoso 23-F. Lo haré de una manera sucinta y clara. Y en los capítulos siguientes expondré las razones que niegan el carácter de golpe involucionista que desde siempre se le ha querido dar, apostando claramente por la de una subterránea y chapucera maniobra institucional de corte palaciego/borbónico.
Presentando, además, con todo lujo de detalles, los 16 (hay todavía muchos más) indicios racionales que prueban esta tesis, así como la suprema responsabilidad del rey Juan Carlos I en su planificación y posterior ejecución. Vamos pues a ello.
«23-F». Resumen sucinto de los hechos
En los primeros días del otoño de 1980, dada la precaria situación política, económica y social del país y el malestar institucional en el que se debatía el Ejército debido al terrorismo etarra, y a la puesta en marcha del Estado de las autonomías, se encontraban en periodo de gestación en España tres golpes militares: el golpe duro o «a la turca», patrocinado por un grupo muy numeroso de generales franquistas de la cúpula militar con mando de Capitanía General (conocido indebidamente como «el de los coroneles» por los servicios de Inteligencia militar por mimetismo profesional en relación con procesos similares en Turquía y Grecia) y por lo tanto, con un gran poder operativo dentro del conjunto de las FAS, que apuntaba directamente contra el titular de la Corona (tachado de «traidor» al generalísimo Franco por sus máximos dirigentes) y, por supuesto, contra el sistema político recién instaurado en España; un segundo movimiento involucionista era el de corte «primorriverista», personalizado por el capitán general de Valencia, teniente general Milans del Bosch, que aspiraba a instaurar en nuestro país una dictadura militar pero respetando la institución monárquica; y el tercero, denominado de «los espontáneos» o «golpe primario» por los servicios secretos castrenses, apuntaba al teniente coronel Tejero y al comandante Ynestrillas como posibles cabezas rectoras de un nuevo intento, limitado sin duda en medios y alcance, de alterar la pacífica convivencia entre los españoles.
Estos movimientos subterráneos en el seno de las Fuerzas Armadas y la Guardia Civil eran conocidos y seguidos muy de cerca por la División de Inteligencia del Ejército y, sobre todo, por el CESID, que en noviembre de ese mismo año, 1980, redactaría un «Informe sobre las operaciones en marcha», del que tuvimos constancia, además del Gobierno y la jefatura del Estado, los altos mandos de las FAS y sus Estados Mayores.
De estos tres golpes de Estado en preparación el que mas peligro representaba, obviamente, era el primero, puesto que sus responsables ostentaban el mando del 80% del poder militar real y, además, aspiraban a dar un vuelco total a la situación política en nuestro país. El que esto escribe, a la sazón comandante-jefe de Estado Mayor de la Brigada DOT V con sede en Zaragoza, tuvo plena constancia de la existencia de este movimiento involucionista en tres reuniones de jefes de Cuerpo de la guarnición con el capitán general Elicegui Prieto, titular de la V Región Militar, celebradas en octubre, noviembre de 1980 y enero de 1981, y a lo largo de las cuales se planteó sin ambages la necesidad perentoria de que nuevamente el Ejército «enderezara» abruptamente el rumbo político de nuestra nación. De lo tratado en estos tres encuentros cursé inmediatamente la oportuna nota informativa al mando del Ejército a través del canal de Inteligencia de la Brigada.
Pues bien, en esas preocupantes fechas en las que se iniciaba en España uno de los otoños políticos mas convulsos de la historia de este país, La Zarzuela, que recibía periódicos y oportunos informes del CESID, de los servicios de Inteligencia de las FAS, de la cúpula militar (JUJEM) y, sobre todo, de personajes muy allegados a la Corona y de un monarquismo incuestionable, tal como los generales Armada y Milans, entre otros, fue alertada con pavor del ensordecedor «ruido de sables» que llegaba desde los cuarteles y urgida a tomar drásticas y pertinentes medidas que neutralizaran la peligrosa situación.
En respuesta a estos «consejos» de su entorno más íntimo, el rey Juan Carlos (según reconocerían el propio Armada y el general Milans del Bosch en conversaciones privadas durante su permanencia en la prisión militar de Alcalá de Henares, en unos momentos especialmente dramáticos para ambos) autorizó al antiguo secretario general de su Casa, marqués de Santa Cruz de Rivadulla y general de División del Ejército de Tierra, Alfonso Armada y
Comyn, a consensuar lo mas rápidamente posible un hipotético Gobierno de concentración o unidad nacional presidido por el propio Armada (la inmediatamente aireada, por los medios de comunicación, «Solución Armada») con los dirigentes de los principales partidos del arco parlamentario español. Gabinete que debería ser instaurado, tras la ya asumida salida de la Presidencia del Gobierno de Adolfo Suárez, de un modo totalmente pacifico, respetando «lo máximo posible» las normas constitucionales, con un marcado carácter eventual y con una muy principal misión en su agenda: desmontar, desde la fachada de dureza y afán de cambio que sin duda podía irradiar un Ejecutivo presidido por un militar, el golpe involucionista que contra la monarquía y el sistema democrático preparaban los generales más radicales del franquismo castrense.
El general Armada, apoderado del rey para esta singular reconducción política del país (solicitada por amplios sectores del mismo en aquellos momentos, todo hay que decirlo) obtendría muy pronto la aquiescencia, mas o menos interesada, de los principales partidos políticos nacionales para entrar a formar parte de un proyecto que, aunque de una legitimidad constitucional muy dudosa, podía ser aceptado como mal menor ante una situación nacional casi explosiva.
También obtendría, el emisario del rey, el «placet», en el campo militar, de la junta de jefes de Estado Mayor (JUJEM) y de algunos capitanes generales moderados como los titulares de las Regiones Militares de Madrid, Granada y Canarias. Sin embargo, sus buenos oficios, avalados siempre por unas credenciales regias nunca escritas pero que nadie osó nunca poner en duda,dada la amistad y confianza con las que Juan Carlos I había distinguido siempre a su antiguo preceptor, ayudante, confidente y asesor, fracasarían estrepitosamente ante el núcleo duro del franquismo castrense, cuyos máximos dirigentes (Elícegui, De la Torre Pascual, Merry Gordón, Fernández Posse, Campano...) hacía ya tiempo que habían traspasado el Rubicón de la lealtad y la subordinación al soberano, al que públicamente tachaban de «traidor al sagrado legado del Generalísimo», para abrazar decididamente la senda de la involución pura y dura.
En consecuencia, a primeros de noviembre de 1980, en La Zarzuela, informada exhaustivamente del avance ineludible del golpe de los capitanes generales franquistas, se toma una nueva decisión político-militar al margen, por supuesto, del Gobierno de Adolfo Suárez, que sería, una vez más, marginado dadas sus malas relaciones con los militares. Se le encarga al general Armada que «negocie» con el teniente general Milans del Bosch (de demostrada lealtad a la Corona, pero que llevaba tiempo preparando su particular movimiento antisistema de corte «primorriverista» y era objeto, además, de presiones de todo tipo por parte de los generales franquistas que querían que liderara su previsto golpe de la primavera) la adhesión del carismático general a la «Solución» que lleva su nombre, haciéndole las concesiones que sean necesarias en aras de vencer sus reticencias de meses atrás y conseguir con su respaldo el rápido desmantelamiento del peligrosísimo órdago franquista.
De estas conversaciones Armada-Milans, iniciadas con la entrevista de ambos en Valencia el 17 de noviembre de 1980, saldría un nuevo plan político-militar con vocación de ejercer de urgente corrector de la preocupante situación del país en general y de la Corona española en particular. Era la que podríamos denominar ahora, con la perspectiva del tiempo transcurrido, como «Solución Armada II», una variante de la anterior (de corte pseudo-constitucional y pacífico en principio), pero trufada de irrenunciables exigencias de Milans que la convertirían en algo mucho más peligroso, cuestionable y, por supuesto, inconstitucional e ilegal. Exigencias tales como la de incluir en el nuevo plan la operación de «los espontáneos», con el fin de humillar a los políticos y crear la imagen de una intervención en toda regla del Ejército en la vida nacional que satisfaciera a los generales franquistas y diera la impresión a la ciudadanía y, sobre todo, a las amplias capas de la ultraderecha que conspiraban contra el régimen, de que se acometía un verdadero cambio en la dirección general del país; o la de que los ministerios de Defensa e Interior del nuevo Gobierno recayeran en manos militares (el primero de ellos en las del propio Milans que, ante la negativa del rey a que hubiera más generales en el Ejecutivo de Armada, tendría que conformarse, finalmente, con el cargo de PREJUJEM, Presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor); o la promesa de un mayor protagonismo de las FAS en la lucha contra el terrorismo etarra para terminar con él cuanto antes, incluso por la vía de la intervención directa en Álava, Guipúzcoa, Navarra y Vizcaya.
Desde mediados de enero de 1981, la reconvertida «Solución Armada», en la que el capitán general Milans del Bosch ha adquirido un protagonismo esencial al quedar bajo su directo control toda la planificación operativa castrense, empieza a concretarse, a desarrollarse, a coordinarse y, en consecuencia, a ser conocida y seguida por el CESID (que la apoyará totalmente, ya que la JUJEM la ha aceptado desde el principio por indicaciones muy concretas de La Zarzuela) y por el Servicio de Información de la Guardia Civil, dependiente del Estado Mayor del Cuerpo, que, ignorando totalmente a su director general, ayudará a Tejero en la planificación y ejecución de su arriesgado operativo. No ocurrirá lo mismo con los servicios de Inteligencia del Ejército que, obedientes a distintos mandos enfrentados entre sí, trabajarán en campos muy distintos y distantes.
De los avatares de esta compleja maniobra político-militar-institucional en marcha (la «Solución Armada II»), salvadora de la monarquía en peligro, Juan Carlos I será puntual y regularmente informado por el propio Armada, que se entrevistará en numerosas ocasiones con el monarca (personalmente y a través del teléfono) durante los meses de diciembre de 1980 y enero y febrero de 1981. En concreto lo hizo once veces. Ello fue así tanto durante su destino como gobernador militar de Lérida y jefe de la División de Montaña Urgel n° 4, como desde su puesto de segundo jefe del Estado Mayor del Ejército (cargo al que accede escasas semanas antes del 23-F, por expreso deseo de Juan Carlos); algo manifestado numerosas veces ante el ministro de Defensa, Rodríguez Sahagún, y ante el propio presidente del Gobierno, Adolfo Suárez. Estos dos políticos de UCD una y otra vez se habían mostrado reticentes a que el antiguo secretario general de la Casa del Rey y hombre de la entera confianza del monarca «desembarcara» en Madrid en un puesto de escasa importancia operativa, pero inestimable como plataforma de relación política y amplísima información disponible.
Con el paso de los días y con el cantado apoyo de Juan Carlos, que nadie desmiente (ni el propio monarca que, perfectamente enterado del operativo le «deja hacer»), Armada se configurará como la gran figura político-militar de esta maniobra palaciega en planificación acelerada. El tiempo apremia, ya que el golpe duro de los capitanes generales se va consolidando y su aparato mediático (el grupo Almendros) y su apoyo político (la vieja infraestructura política y sindical franquista) ya no se recatan en airearlo a los cuatro vientos. El teniente general Milans del Bosch, por el contrario, se afanará en organizar el falso golpe militar («la intentona involucionista a cargo de unos cuantos nostálgicos del anterior régimen», tal como será bautizado cuando La Zarzuela se desmarque de ella por «inasumibles defectos de forma») colocando a sus hombres (Ibáñez Inglés, Torres Rojas, Pardo, Tejero...) a la cabeza de cada uno de los frentes que tendrá que abrir para hacerla medianamente creíble ante la opinión pública y, sobre todo, ante los peligrosos generales golpistas que preparan su cruento órdago para cuando en España empiece a reír nuevamente la primavera...
***
La «Solución Armada», trufada de las consignas y exigencias de Milans, se pondrá en marcha, finalmente, después de algunas dudas, vacilaciones y adelantos, a las 16:20 horas en punto del día 23 de febrero de 1981. En ese preciso instante (dato desconocido por lo demás para la mayoría de los españoles) veinte agentes del Servicio de Información de la Guardia Civil, todos vestidos de paisano y bajo el mando del teniente Suárez Alonso, que han llegado a las inmediaciones del Palacio de la Carrera de San Jerónimo siguiendo órdenes del Estado Mayor del Cuerpo a bordo de cinco coches camuflados, cierran las avenidas y calles que confluyen en el Congreso de los Diputados para facilitar la llegada y entrada en el mismo del teniente coronel Tejero al frente de sus hombres.
Antonio Tejero, que ha recibido amplias facilidades para cumplir su misión por parte del Estado Mayor y del Servicio de Información de la Guardia Civil, y también por parte del propio CESID (sus atípicas columnas de autobuses han sido llevadas «en volandas» al Congreso por comandos de la Agrupación de Operaciones Militares Especiales de este centro) ejecuta el asalto al palacio de la Carrera de San Jerónimo a las 18:23 horas, como todos los españoles conocemos de sobra.
Pero lo realizó de una forma rocambolesca, alocada, tercermundista, peligrosísima... con el agravante, además, de ser escuchado en directo por toda España a través de la radio y difundido después por la televisión. Resulta así una acción golpista esperpéntica en la forma (aunque efectiva y contundente en su desarrollo operativo, todo hay que decirlo), capaz de producir vergüenza ajena al más chapucero de los dictadores latinoamericanos: tiros, empujones, gritos cuarteleros, humillaciones a las más altas autoridades del Gobierno... bochorno nacional, en suma. El general Armada, cerebro de la operación y director de la acción en Madrid, se asusta por momentos. El rey, informado de urgencia, también. A su fiel servidor, don Juan Carlos, le había dejado las cosas muy claras: ni violencia, ni soldados, ni tanques en las calles; por el contrario, discreción máxima, coordinación con las fuerzas políticas, respeto, «en lo posible», a las formas democráticas y constitucionales que conformaban, en sí mismas, las señas de identidad de la Corona.
El general Armada, entonces, trata de reaccionar con rapidez e intenta que el rey le reciba lo más pronto posible en La Zarzuela para explicarle todo lo ocurrido y asegurarle la pronta solución del «asunto Tejero», porque pretende hacerlo por medio de una personal y urgente reconducción del mismo (reconducción de la reconducción, claro). Pero ya es tarde. La denominada «Solución Armada» ha sido de inmediato abandonada por La Zarzuela después de unos minutos de frenético cambio de impresiones entre don Juan Carlos, sus ayudantes, y el secretario general de la Casa Real, el general Sabino Fernández Campo. El monarca le dice a Armada, en conversación telefónica a las 18:40 horas, en la que también interviene Fernández Campo, que continúe en su puesto militar del Estado Mayor del Ejército a las órdenes de su titular, el general Gabeiras, y que se abstenga de acudir a palacio. El rey teme que su nombre se asocie a la intentona.
Don Juan Carlos, a toda prisa, monta su particular puesto de mando anticrisis en la Zarzuela, con el fiel Sabino (que, ante la defenestración de Armada, actuará a partir de entonces como nuevo valido regio) de jefe de operaciones, a fin de dirigir el proceso que salve la enrevesada situación política creada por la torpeza del marqués de Rivadulla y, por ende, a la Corona. Ambos inician, en lucha contra el tiempo, una frenética ronda telefónica con las diversas Capitanías Generales para tratar de atraer a todos sus titulares (antidemócratas viscerales la mayoría de ellos) a un rente democrático-monárquico contra el golpe militar en desarrollo que presentan, en principio, como minoritario, totalmente ajeno a ellos, y sin cabeza directora visible puesto que ni Milans, ni mucho menos Armada, son reconocidos como sus dirigentes.
Luego, cuando en La Zarzuela tengan la confianza de que casi todos los capitanes generales están con el rey (algunos, como el general De la Torre, jefe de Baleares, ni siquiera contestan a las llamadas regias y otros, como Elícegui, jefe de Aragón, retrasan voluntariamente, durante horas, la entrevista telefónica con el monarca) todo cambiará. Los dos generales monárquicos, Milans y Armada, serán elegidos como los «cabezas de turco» del desaguisado, los responsables directos de una alocada intentona militar contra la democracia y el pueblo español, mientras que Sabino Fernández Campo será investido de todos los honores y pasará a la Historia, junto con el rey, como la gran figura del 23-F: el hombre fiel, inteligente y valeroso que supo reconducir magistralmente la difícil situación político-militar por la que pasaba el país, salvando así el Estado de derecho y las libertades de todos los españoles. Don Juan Carlos, por otra parte, ganará
muchos puntos ante su pueblo, siendo venerado a partir de entonces como el «salvador y garante máximo de la democracia» en España. Logró con ello asentar definitivamente su régimen monárquico que, en los últimos años, venía siendo severamente cuestionado por un franquismo residual, pero todavía poderoso, que no le perdonaba la «traición» cometida al sagrado legado del caudillo.
El general Armada, pese a no tener éxito en su infructuoso intento de entrevistarse personalmente con el rey, trata, pasados unos minutos de duda, de «reconducir» la situación a los cauces previstos. La salida de la División Acorazada (otra de las exigencias de Milans) está siendo abortada por el capitán general de Madrid, Quintana Lacaci (auxiliado por el CESID), que al igual que la JUJEM (con el jefe del Estado Mayor del Ejército de Tierra, general Gabeiras, como ejecutivo máximo de este órgano colegiado de poder militar tras imponerse a las ansias de protagonismo que en un primer momento habían mostrado sus compañeros) obedece prontamente las nuevas órdenes que empieza a impartir el «gabinete militar de crisis» de La Zarzuela dirigido por el general Sabino Fernández Campo. Las primeras unidades que, un poco por libre, se aprestan a salir después de la reunión celebrada a primeras horas de la tarde en el Estado Mayor de la División y de las órdenes preparatorias cursadas al efecto por el comandante Pardo Zancada, son frenadas en seco por las tajantes instrucciones de la primera autoridad regional castrense madrileña. Sólo algunos pequeños destacamentos motorizados llegarán a ocupar los objetivos fijados en determinadas áreas de la información y las comunicaciones: TVE, etc., etc. Por lo tanto, en este asunto de la Acorazada, de indudable importancia porque podría ser el detonante de un estado de guerra generalizado en el resto del territorio nacional si los carros de combate de esta gran unidad llegaban a ocupar los objetivos estratégicos de la capital, Armada ve como se van resolviendo algunos problemas iniciales.
El general Torres Rojas, virtual jefe de la División, y su jefe de Estado Mayor, Pardo Zancada (el coronel San Martín, jefe del Estado Mayor de la División y componente del Grupo Almendros, se ve atropellado por un golpe que no es el suyo y coopera más bien pasivamente), no saben qué hacer para neutralizar el «frenazo» de Quintana Lacaci a las unidades de la Acorazada ante la ausencia de órdenes del general Armada, director de la operación en Madrid. Éste, atrincherado en el Estado Mayor del Ejército, no da señales de vida. Trata por todos los medios de acudir al Congreso para serenar los ánimos y dar paso a la segunda fase de su plan: la formación de un Gobierno de concentración presidido por él y respaldado por el rey y por las fuerzas políticas mayoritarias. No quiere darse cuenta que, abandonado por La Zarzuela, ante el cariz que han tomado los acontecimientos, eso ya no es viable y, en consecuencia, sus actuaciones en solitario van a levantar rechazos crecientes. Sus insinuaciones en tal sentido, procurando dejar siempre fuera de toda sospecha a la Corona, sus descaradas propuestas a favor de unos planes ya periclitados, sus deseos de protagonismo en la resolución de una crisis que se salía por completo de sus competencias... irán cerrando un peligrosísimo círculo a su alrededor que terminará devorándolo por completo.
Mientras tanto, el «gabinete de crisis» de La Zarzuela, capitaneado por Sabino Fernández Campo (un Sabino exultante y seguro de sí mismo por la confianza absoluta que el rey acaba de
depositar en su persona, en detrimento de su competidor: Armada) intenta por todos los medios reconducir la situación a los nuevos planes. Se desaprueba oficiosamente el rocambolesco asalto al Congreso como medida inicial, pero nadie en palacio sabe la actitud que van a tomar los capitanes generales implicados en el golpe duro que, de momento, no han apoyado la acción de Tejero y están a la espera de que se clarifique la esperpéntica asonada.
El rey habla con el capitán general de Valencia quien, ante la inoperancia de Armada y las primeras noticias de La Zarzuela rechazando la operación, se siente traicionado y monta en cólera. La conversación, formalismos jerárquicos aparte, es muy tensa según personas del entorno más íntimo del Estado Mayor de Milans. Éste se niega en principio a revocar las órdenes de emergencia dictadas para la Capitanía General de Valencia y le espera al rey unas duras palabras:
-Aquí lo que pasa, majestad, es que algunos no tienen lo que hay que tener para llegar hasta el final. Esto no era lo pactado.
Juan Carlos I intenta calmar los ánimos de su subordinado y amigo echando mano, como siempre, de su campechanía y sencillez de trato; pero esta vez los resultados serán modestos: la situación es muy delicada para el capitán general de la III Región Militar que, hasta el momento, es la única autoridad militar que ha declarado la ley marcial en su jurisdicción y ha sacado los tanques a la calle. Si su supremo valedor, su jefe supremo, la más alta autoridad del Estado, a favor de la cual (y de su proyecto político) él ha dado semejante paso al frente, se desmarca totalmente de la operación, alegando «inasumibles defectos de forma», y ordena la vuelta atrás con urgencia... su situación personal y profesional puede convertirse en desesperada en muy pocas horas; máxime teniendo en cuenta que el general Armada, según el propio monarca, ni se encuentra en La Zarzuela, donde, según los planes iniciales, debería estar en esos momentos, ni controla la División Acorazada Brunete, que permanece paralizada precisamente por ausencia de órdenes suyas, y ni siquiera está localizable en su despacho del Estado Mayor del Ejército en Cibeles.
Pero a pesar de todo, nada indica todavía que la situación sea irreversible, que se hayan roto todos los puentes entre el teniente general más monárquico del Ejército español y su señor. Sólo se trata del primer contacto entre ambos, ciertamente preocupante, después del urgente cambio de planes motivado por el bochornoso espectáculo dado por Tejero en el Congreso y de la asunción por La Zarzuela de una nueva vía reconductora. La peligrosa pelota del putsch sigue en el tejado...
Don Juan Carlos continúa con su apresurada ronda telefónica, con el futuro conde de Latores allanando el camino que lleva a sus compañeros de generalato, para tratar de conocer la posición de todos los capitanes generales, la mayoría de los cuales, comprometidos con el golpe de mayo, son reacios a ponerse al aparato. En Madrid, Gabeiras (jefe del Estado Mayor del Ejército) y Quintana Lacaci (capitán general) se ponen enseguida al lado del rey en su nueva estrategia reconductora. Sin embargo, hasta tres veces tiene que insistir don Sabino con Zaragoza para que el capitán general Elícegui Prieto recoja personalmente la dramática llamada del monarca;
«¿Estás conmigo, Antonio? ¿Puedo contar con tu lealtad?».
Preguntas que son respondidas con evasivas, tanto en la capital de Aragón como en Valladolid, Sevilla, Barcelona y La Coruña. Únicamente en Granada y Burgos, además de Madrid y Canarias, sus titulares no dudan ante el rey. En Palma de Mallorca, el general De la Torre Pascual ni siquiera se pone al teléfono. Sólo la primera autoridad militar de Canarias, González del Yerro, ha buscado personalmente el contacto con don Juan Carlos para dejar clara su posición con respecto al golpe. Nunca estuvo de acuerdo ni con que Armada fuera presidente de un Gobierno de concentración, ni con la promoción de su compañero de Valencia, Milans del Bosch, al más alto puesto de las Fuerzas Armadas.
En el curso de esta alocada ronda telefónica el monarca recibe la urgente llamada de su padre, el conde de Barcelona, que le previene así:
-Cuidado con los militares, hijo. Acuérdate de los coroneles griegos en 1967.
También algunos dirigentes europeos, Giscard d'Estaing entre ellos, apoyan protocolariamente la amenazada democracia española. El gigante USA, por el contrario, permanece, en principio, callado y habla después con palabras equívocas: «Es un asunto interno español», dirá el secretario de Estado norteamericano, Alexander Haig. Es una sentencia que cae en La Zarzuela como una segunda bomba, después de la de Tejero.
Ante el cariz nada halagüeño que presenta, con el paso de las horas, la recién abrazada «reconducción de la reconducción», don Juan Carlos decide jugársela. El tiempo apremia. El país está paralizado y su corona pende de un hilo. Llama nuevamente a Milans y le dice en tono solemne:
-Jaime, tomo las riendas del Estado. Ni abdico ni me voy. Tendrán que fusilarme para que abandone.
Palabras dirigidas, más que a Milans, que sabe es de los suyos, a los otros capitanes generales que, agazapados en sus respectivos centros de poder, esperan el momento más oportuno para saltar sobre la democracia y la Corona. Éstos, mientras tanto, siguen sin llamar al rey, lo ignoran por completo. Consultan entre ellos, la pasividad de la División Acorazada los tiene inmovilizados. Desde el ya lejano órdago castrense de la Semana Santa de 1977, esta había sido siempre la condición sine qua non para sumarse a cualquier eventual movimiento de Milans: «Ocupar Madrid con la DAC Brunete. Controlar con los carros de combate todos los centros neurálgicos del Estado»
El rey no estará seguro de nada hasta pasada la medianoche del 23 de febrero. Desde las 18:25 horas, cuando se inició el asalto directo al Parlamento (la operación en sí comenzó a la 16:20
horas, como he relatado con anterioridad, con el cerco a distancia del palacio de la Carrera de San Jerónimo por efectivos del Servicio de Información de la Guardia Civil vestidos de paisano), no encuentra el momento para dirigirse al pueblo por radio o televisión. ¿Por qué no lanza un mensaje real por la radio o a través del teléfono a todos los medios de comunicación, dado que el palacio de La Zarzuela ha sido respetado con exquisito mimo por los golpistas?, se preguntaron entonces y se siguen preguntando todavía millones de ciudadanos españoles. De todos es conocido que en situaciones de golpe militar, sea cual sea el desgraciado país en el que ocurra, la toma de postura inmediata del jefe del Estado y su decisión o no de luchar contra él con todos los medios a su alcance, suelen resultar determinantes para el desarrollo posterior de la asonada y, en ocasiones, para abortarla de manera fulminante.
La respuesta, un cuarto de siglo después, aparece con mucha mas claridad que en el pasado y no se debe ocultar ni un día más en aras de hipotéticos secretos de Estado o ridículos e inexistentes
peligros para la cacareada seguridad nacional. Razones que desde la culminación del lamentable evento del 23-F han esgrimido aquellos que siempre han deseado que la historia, la verdadera historia objetiva y valiente, no pudiera nunca abrirse camino entre la maraña de falsas historietas de buenos y malos, de militares golpistas y «reyes salvadores de la democracia y las libertades», que ellos mismos consideraron oportuno fabricar desde el poder para que la sacrosanta transición no tuviera que hacer frente, en sus primeros pasos, a un vendaval político y social de consecuencias imprevisibles.
Y la verdadera historia de este país nos dice ahora, y nos dirá siempre, que el rey Juan Carlos no controló en absoluto la situación durante las primeras horas de la «intentona involucionista» del 23 de febrero de 1981, ejecutada por sus edecanes palaciegos y autorizada en principio por él. La demencial entrada de Tejero en el Congreso de los Diputados, imposible de asumir, y la torpeza subsiguiente de Armada intentando personarse en palacio, le habían colocado al Borbón en una situación personal tan incómoda y peligrosa que, profundamente afectado, intentó despejarla cuanto antes con la inestimable ayuda de sus ayudantes militares y, sobre todo, con la del secretario general de la Casa Real, Sabino Fernández Campo. Estos nuevos consejeros le recomendaron enseguida, en unas conversaciones dramáticas en las que estuvo presente hasta la propia reina Sofía (ésta tratando de animar, en última instancia, a un soberano deprimido y ausente), abandonar de inmediato sus estrechas relaciones con Armada, olvidarse por completo de la famosa «Solución» político-militar auspiciada por su eterno confidente y amigo (que le podía afectar de lleno, si no obraba con prudencia pero con decisión) y coger el toro por los cuernos del arduo problema que había propiciado toda la aventura palaciega (el golpe duro contra la Corona que se perfilaba en el horizonte primaveral) hablando directamente con los díscolos capitanes generales franquistas que, a pesar de no tener su maniobra involucionista totalmente planificada, podían, ante el vacío de poder existente, dar un paso al frente y esencadenar una marea insurreccional que arrasara todo. El soberano, siguiendo al pie de la letra las directrices de sus consejeros, se emplearía a fondo durante siete largas horas (sobrepasando ampliamente sus competencias constitucionales) para recobrar el control que no tenía y asegurarse su supervivencia política y personal, antes de hablar al país y definirse públicamente sobre los acontecimientos en curso. Mientras tanto, España se debatía entre la tensión y la duda.
Sobre las ocho de la tarde, no obstante, el monarca, consciente de que deberá dirigirse a los ciudadanos por televisión tan pronto como sus circunstancias personales y políticas se lo permitan, pide (a través del marqués de Mondéjar) a Prado del Rey los equipos técnicos necesarios para grabar un mensaje a la nación; pero no tiene prisa, necesita ganar tiempo. Acepta la propuesta del gabinete de subsecretarios y secretarios de Estado presidido por Francisco Laína, director de la Seguridad del Estado, para mantener una imagen de normalidad en el funcionamiento de las instituciones, pero él ya está decidido a usar todo el poder que la anómala situación ha puesto en sus manos para, dejando de lado las limitaciones que la Constitución establece para su figura, defender su corona con uñas y dientes, hasta las últimas consecuencias.
Así las cosas, el hijo mayor de don Juan de Borbón se asegura directamente la fidelidad de la JUJEM para su nueva estrategia (ya tenía su asentimiento previo a la «Solución Armada»), obviando la autoridad del presidente del nuevo Gobierno interino de la nación y de su «departamento de Defensa», que ni siquiera son consultados, a la que ordena controle militarmente la nueva situación usando todos los resortes de la cadena de mando. Asimismo, establece, a través del «gabinete de guerra» que lidera Fernández Campo, un control exhaustivo y directo sobre la cúpula de la Guardia Civil y Policía Nacional. Las veleidades del flamante nuevo «presidente» Francisco Laína, ingenuo él, que sin estar en el meollo de la cuestión quiere acabar, manu militari, con una situación que considera explosiva asaltando cuanto antes el Congreso de los Diputados con fuerzas especiales de estos dos últimos Cuerpos de Seguridad, son desestimadas sin contemplaciones por la Zarzuela, ya que ésta tiene otras prioridades mucho más acuciantes en esos momentos. Entre ellas se encuentra, obviamente, la de asegurar la lealtad de los capitanes generales franquistas, sin la que nada está seguro.
Sabino Fernández Campo intenta nuevamente hablar con Elicegui. En Zaragoza están acampados fuertes contingentes de la DAC Brunete (una brigada acorazada), una fuerza operativa importante que puede ser decisiva. El general Merry Gordon, en uniforme de campaña y «bastante alterado», se encuentra en su despacho de la Capitanía General de Sevilla. El general Campano, de Valladolid, en el suyo. En Baleares, el general De la Torre Pascual tiene ya reparado el bando de declaración del Estado de Guerra y sólo espera con ansiedad un guiño de sus compañeros más radicales. En el Estado Mayor de la Capitanía General de Galicia se dan los últimos toques a las órdenes de operaciones que pongan en marcha a las distintas unidades. Sólo Madrid (Quintana Lacaci), Canarias (González del Yerro), Granada (Delgado) y Burgos (Polanco) garantizan cierta continuidad constitucional en el seno del Ejército de Tierra.
Los contactos telefónicos regios se suceden con creciente dramatismo. El vacío de poder es alarmante y la situación empeora por momentos. La duda y la tensión hacen mella en determinados momentos en los propios e improvisados «negociadores» de la Zarzuela que, a pesar de todo, continúan con su delicada misión. Por fin, la pasividad operativa de Armada, la sorpresa y frustración de Milans, el apoyo jerárquico de la JUJEM (auxiliada permanentemente por el CESID), la fachada legal de continuación del Estado de Derecho que ofrece el Gobierno interino de subsecretarios y la decidida actuación del capitán general de Madrid, Quintana Lacaci, inclinarán la balanza, pero sólo después de unas horas dramáticas, del lado de la sensatez y el orden institucional.
En el Congreso de los Diputados, Tejero no acepta la propuesta de Armada (contemplada en la segunda fase de su plan y que él desconocía por completo) de un Gobierno de coalición con socialistas, centristas y comunistas, presidido por el general. La considera una traición porque, según él, no era lo pactado. Tal como el inefable teniente coronel de la Guardia Civil comentaría meses mas tarde con otros compañeros del Cuerpo sobre Alfonso Armada:
-Me vino con una lista del nuevo Gobierno que quería presentar al Congreso para su aprobación. En ese momento no me dijo si la conocía o no el rey. Predominaban altos cargos socialistas, centristas y hasta había comunistas. No la pude aceptar. Yo no me estaba jugando el tipo para eso.
No obstante, Tejero se compromete de palabra con Armada a no causar víctimas si se respeta la situación existente y no se ataca a sus hombres; compromiso que al mediodía del día siguiente, 24 de febrero, ampliará en el llamado «pacto del capó». Fue llamado así al ser firmado sobre un vehículo aparcado en las cercanías, por el que aceptará salir del atolladero en el que se encuentra con ciertas condiciones que exculpan a sus subordinados. En este pacto intervendrán, además de Tejero, el omnipresente general Armada, el comandante Pardo Zancada, el teniente coronel Muñoz Grandes (ayudante del rey y delegado personal suyo para este tardío arreglo posgolpista), y el también teniente coronel Fuentes Gómez de Salazar, antiguo integrante del SECED (Servicio de Inteligencia del almirante Carrero Blanco).
Sobre las 01:10 horas de la madrugada del martes 24 de febrero de 1981 todo parece quedar definitivamente bajo control. Milans del Bosch ha accedido a retirar sus carros de combate M-47 Patton y el bando por el que asumía todos los poderes del Estado en su Región Militar (orden que no se cumplirá totalmente hasta pasadas las cuatro de la madrugada); los capitanes generales «dudosos», con parsimonia, han ido prometiendo lealtad al jefe supremo del Ejército; la situación en el palacio de la Carrera de San Jerónimo, a pesar del golpe de efecto testimonial del comandante Pardo Zancada y sus policías militares, introduciéndose a última hora en el edificio en apoyo de sus compañeros de la Benemérita, está prácticamente resuelta...
El rey habla, por fin, por televisión. El país respira tranquilo. La democracia española y la Corona se han salvado. El «golpe de los golpes», el golpe que nunca existió, «el movimiento involucionista a cargo de unos cuantos militares y guardias civiles nostálgicos del anterior Régimen» (según la teoría oficial del Gobierno de turno), el chapucero e impresentable órdago político-militar-institucional patrocinado desde la más alta magistratura de la nación para desembarazarse de sus antiguos compañeros franquistas, que le tachaban de «traidor» y amenazaban su trono (según la versión que más pronto o más tarde recogerá la historia de España), ha sido neutralizado. ¡Loado sea Dios!
Continua aquí.
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