Solzhenitsyn

“Los dirigentes bolcheviques que tomaron Rusia no eran rusos, ellos odiaban a los rusos y a los cristianos. Impulsados por el odio étnico torturaron y mataron a millones de rusos, sin pizca de remordimiento… El bolchevismo ha comprometido la mayor masacre humana de todos los tiempos. El hecho de que la mayor parte del mundo ignore o sea indiferente a este enorme crimen es prueba de que el dominio del mundo está en manos de sus autores“. Solzhenitsyn

Izquierda-Derecha

El espectro político Izquierda-Derecha es nuestra creación. En realidad, refleja cuidadosamente nuestra minuciosa polarización artificial de la sociedad, dividida en cuestiones menores que impiden que se perciba nuestro poder - (La Tecnocracia oculta del Poder)

viernes, 24 de febrero de 2017

Cómo se puede ser antiamericano



¿Qué es lo que tienen en común la cabalgata del orgullo gay, las “revoluciones de colores”, la idolatría del libre mercado, el moralismo oenegero, las democratizaciones a bombazos, la obsesión psicótica por las armas, la corrección política, la ideología de género, la fiesta de Halloween y el hongo atómico de Hiroshima?

Una lata de sopa Campbell, un Mickey Mouse de peluche y un abono para la super-bowl a quien lo adivine.

Los Estados Unidos de América, el gran atomizador de dogmas y de obsesiones, de modas y formas de vida, de maravillas y de excrecencias sobre el resto del mundo. Una hegemonía cultural que corre paralela a una supremacía musculada que, lo largo de décadas, ha venido generando todo tipo de resistencias. Las denuncias del “imperialismo norteamericano” son –ya desde los albores de la guerra fría– un tópico recurrente del discurso político, ya sea en el tercer mundo como entre los izquierdistas occidentales. Y a medida que el orden americano se envuelve en las promesas de una “globalización feliz”, las protestas también se globalizan. Pero la mayoría de ellas – especialmente aquellas que se expresan desde la izquierda radical – se enredan en la superficie del fenómeno. No remontan hasta las fuentes del mal.

¿El enemigo americano? Está claro que aquí no hablamos de un país. Al menos no sólo de un país. Se trata más bien de una forma de estar en el mundo. O mejor: de un hecho social total. Para identificarlo se requiere un radicalismo disidente. Porque sólo desde la radicalidad – en el sentido de ir a la raíz – y desde la disidencia es posible tomar distancia para diseccionar este fenómeno del que todos formamos parte. Porque todos somos, de un modo u otro, americanos. Si bien hay maneras distintas de serlo.

Americanos de izquierdas, americanos de derechas 

Tomemos por ejemplo a los antiamericanos de receta: a la extrema izquierda, a los comunistas más o menos reciclados, a los progresistas, eco-pacifistas y alter-mundialistas de toda laya. También ellos son americanos. Y seguramente los más recalcitrantes.

Porque ¿qué es toda la homilía progresista sino una reclamación aquí y ahora de más igualitarismo, más universalismo, más materialismo, más mestizaje… es decir, de los ingredientes originarios del “sueño americano”? ¿Acaso ambos – los Estados Unidos y sus críticos neomarxistas – no comparten la misma creencia en un “Bien” universal? ¿Qué son las invocaciones de la extrema izquierda a la “ciudadanía universal” – al nomadismo, a la hibridación, a las “multitudes”– sino la apología indirecta de una unificación mundial que sólo podría alzarse, en último término, sobre los valores “liberadores” del Mercado? Un mundo global, reconciliado y festivo. Y a su servicio un radicalismo de diseño; un radicalismo Mac World que hunde sus raíces – como no podía ser menos – en el humus ideológico americano, hecho de frenesí moralizante, de individualismo desarraigado y de un mesianismo de impronta bíblica.

La izquierda suele reivindicar con orgullo la “utopía”. Pero ¿qué hay de más americano que el pensamiento utópico? América – como muy bien decía Jean Baudrillard – es la única utopía realizada de la historia. El punto final de encuentro de todas las fantasías progresistas. La tabula rasa donde los recién llegados pueden aligerarse de su pasado, de sus atavismos culturales y religiosos, para reinventarse en una identidad de carácter contractual. La identidad como free choice y como bien de consumo. El carácter agresivo de esa utopía – del “sueño americano” – deriva del hecho de que sus defensores no puedan comprender – no pueden aceptar – que otras partes del mundo no la quieran como propia.

Frente al americanismo inconsciente de la izquierda se alza el americanismo militante de la derecha: el atlantismo. Esta corriente descansa sobre tres simplezas: Europa tiene una deuda moral permanente con Norteamérica; Europa y América forman una comunidad de valores; Europa sólo es viable bajo la tutela protectora de los Estados Unidos. Este americanismo servil – doctrina oficial de los liberal-conservadores europeos – se enroca en una foto fija de la historia: la América victoriosa de la segunda guerra mundial; la América de la Carta del Atlántico, del Plan Marshall, de Roosevelt y de Eisenhower; la América próspera y generosa, portadora de los valores del “mundo libre”. La foto de 1945 encuentra su corolario lógico en 1989, el año de la caída del comunismo. Aquí es cuando la historia debe terminar. Pax americana, pax anglosajona.

Este americanismo dogmático tiene un epígono radicalizado: el neoconservadurismo. Se trata éste de un americanismo intervencionista, de un americanismo de cruzada que parte de un axioma arrogante: sólo hay un mundo posible, el nuestro, pero éste es un proceso que conviene acelerar porque hay demasiados idiotas que todavía no se han enterado. El frenesí activista neocon tiene una impronta trotskista que explica, en parte, su poder de captación entre ex progres deseosos de arrimarse a los poderes hegemónicos.

América como instigadora de revoluciones de colores, de primaveras sangrientas,de bombardeos en defensa de los derechos humanos.

Entre ambos extremos – el americanismo inconsciente de la extrema izquierda y el americanismo militante de la derecha – se sitúa el americanismo de la mayoría: un americanismo reflejo, cotidiano, sumergido en la espuma de los días. Un americanismo capilar – más sociológico que ideológico, más difícil por tanto de percibir – que forma parte de nuestra identidad, porque es expresión rotunda de la modernidad misma.

América, o la modernidad en crudo

En la carrera por la modernidad y sus mutaciones América llevará siempre muchos cuerpos de ventaja a Europa. Por eso Europa está condenada a la imitación, a la parodia de América. 
“América es ­la versión original de la modernidad – decía Jean Baudrillard –. Nosotros somos la versión doblada o subtitulada. América exorciza la cuestión de los orígenes, no cultiva un origen o autenticidad mítica, no tiene pasado ni verdad fundadora (…) Al no haber conocido una acumulación primitiva del tiempo, vive en una actualidad perpetua. América no tiene problema de identidad (…) ellos son, desde el umbral de su historia, una cultura de la promiscuidad, de la mezcla, del mestizaje nacional y racial, de la rivalidad y de la heterogeneidad”.[1]Del pasado hacer tabla rasa. He ahí la ideología norteamericana.
Nacida con la modernidad y desvinculada de la historia europea, América se nutrió de todo aquello que no encontraba acomodo en el viejo continente. Puerto de destino de los inadaptados, de los fracasados, de los perseguidos; último refugio de minorías religiosas refractarias, América – nacida del rechazo a Europa y bajo la impronta de un biblismo sectario – se conforta bajo una advocación mesiánica: construir la nueva Jerusalén de una humanidad reconciliada, la Ciudad en la cima. América es la modernidad en estado puro.
La modernidad nació en Europa. Pero lo hizo como un trauma y como una fractura. Porque Europa arrastra el peso de demasiado pasado, de demasiada historia. Y por eso, por mucho que nos empeñemos, Europa sigue instalada en la negatividad, en las contradicciones que derivan de la irrupción traumática de la modernidad. Toda la cultura europea a partir del Renacimiento puede explicarse desde de esa censura. Por el contrario, América nace precisamente del deseo de escapar de la historia, de “edificar una utopía al abrigo de la historia”. El optimismo, la potencia y el encanto americanos nacen precisamente de esa falta de cultura, mientras a nosotros, europeos, nos falta “el espíritu y la audacia de eso que podría llamarse el grado cero de la cultura, el poder de la incultura”.[2]

Todo lo que en Europa ve la luz a través de un parto doloroso – a través del conflicto social, a través del desenvolvimiento dialéctico de la Idea – en América se reduce a cuestión empírica y se realiza por la fuerza tranquila del pragmatismo. América es la tierra de la inmanencia de las ideas, de la materialización de los valores. Obsesión por la acumulación, por lo cuantitativo y por la estadística, todo lo que no tenga una traslación material no cuenta, todo lo que no se traduzca en una realización práctica no existe. Y de la conciencia de encarnar como nadie esa aspiración de progreso – aspiración que, según la ideología moderna, responde a la intemporal universalidad humana – deriva el triunfalismo del hombre americano.

Pero el triunfalismo suele ir parejo al conformismo. Y el conformismo suele ser manifestación de la simpleza. La reivindicación del “sentido común” y de la simplicidad como antídoto frente a filosofías elitistas adquirió en Norteamérica, desde fecha bien temprana, el rango de un programa político. Así se demuestra en el célebre panfleto “Common sense” de Thomas Payne. Y también en la Declaración de Independencia de 1776, con su proclamación de la “aspiración a la felicidad” como “derecho inalienable”. Conviene tener presente que este texto recoge la influencia de John Locke, un filósofo para quien el primer objetivo de toda sociedad política es proteger la propiedad, la vida y la libertad. Una tríada en la que los padres de la independencia sustituyeron la palabra “propiedad” por la palabra “felicidad”, en identificación implícita entre ambos conceptos. Esa es la primera formulación del “sueño americano”:hacia la acumulación de bienes como vía suprema a la plenitud humana.[3]

Un paraíso de aire acondicionado 

A lo largo de toda su historia los europeos han imaginado la utopía. Pero en el fondo nunca la han querido. La utopía nunca ha dejado de ser, para ellos, un mero revulsivo dialéctico, una posibilidad siempre latente pero nunca realizada; su esencia radica, precisamente, en que nunca se cumple. La utopía conduce en Europa a sangrientos fracasos.

A diferencia de los europeos, los americanos no sólo quieren la utopía, sino que la construyen. La realizan frente a nuestros ojos. Si Europa vive en la contradicción – subraya Baudrillard – “América vive en la paradoja”, porque ¿qué hay de más paradójico que una utopía realizada? La tan traída y llevada ingenuidad de los americanos responde a una convicción candorosa, la de que ellos son “la realización de todo lo que los demás han soñado – justicia, abundancia, derecho, riqueza, libertad –. Ellos lo saben, ellos se lo creen y finalmente todos los demás acaban por creérselo”.

Una “revolución feliz”. Frente al recuerdo de las revoluciones europeas – con su reguero de sangre y de traumas sin cicatrizar – se alza la memoria de la revolución americana: la única que, según afirmaba Hanna Arendt, se ha saldado con éxito. La “búsqueda de la felicidad” está la cúspide de sus principios fundadores. En la línea del pensamiento religioso puritano, la revolución americana dio forma al sueño de los desheredados del viejo mundo: la prosperidad económica como signo de bendición divina, la riqueza material como ruta segura hacia la felicidad. La Biblia y el dólar, iconos inconfundibles de la ideología americana. Es muy lógico que los Estados Unidos, formados por un aluvión heterogéneo de gentes diversas, sitúen su gran elemento de cohesión social en el denominador común más primario: en la promesa de enriquecimiento material. Una ideología elemental que se expresa en el tono nivelador y monocorde de las formas sociales norteamericanas. El “sueño americano” como reclamo de una historia de éxito, como publicidad de un modelo optimista, como escaparate de una realidad exuberante. Una realidad cuya imagen en negativo, sin embargo, deja entrever un panorama diferente…
Porque el “sueño americano” es también la versión risueña de un mundo estandarizado, de un “paraíso de aire acondicionado” (Henry Miller) hecho de repliegue sobre la vida privada y de conformismo. El individualismo americano, tras el pluralismo engañoso de la diversidad de life-styles, encubre un gregarismo de masa que se manifiesta en la aquiescencia acrítica hacia la ideología de base, hacia las formas de manipulación social, hacia la lógica del consumo. ¿El sueño americano?: un presentismo despojado de trascendencia, un despotismo algodonoso ajeno a la negatividad, a la ironía y al descreimiento que son tan comunes en Europa. Todas las sociedades – observa Braudillard – “están marcadas por alguna herejía, por alguna disidencia, por alguna desconfianza frente a la realidad, por la superstición en alguna voluntad maligna… en América no hay disidencias, no hay sospechas, el rey está desnudo, los hechos están a la vista”.[4] Adiós a la parte maldita. La utopía no admite herejías.

Con lucidez visionaria Tocqueville lo vio en su día. Al elegir la simplicidad, el hombre americano eligió la vulgaridad. Al elegir el confort individual, el hombre americano eligió el conformismo. Al elegir el igualitarismo, el hombre americano eligió someterse a la opinión de la mayoría. No en vano la “corrección política” es un fenómeno típicamente norteamericano. En La democracia en América el autor francés describe la vida en la joven República como una “monotonía tumultuosa”. Tumultuosa porque, como decía Pascal, el hombre que se aburre se agita sin cesar.[5] Otro visionario, Thomas Carlyle, decía que en su corta historia los Estados Unidos han aportado al mundo la mayor acumulación de tedio jamás vista. Henos aquí, finalmente, ante el paraíso. 
Jean Braudillard: “¿Y en ésto consistía una utopía realizada? ¿En ésto consiste una revolución 'exitosa'?... ¡Pues sí! ¡Ésto es! ¿Y qué queríais que fuera? Es el paraíso: Santa Bárbara es un paraíso; Disneylandia es un paraíso; los Estados Unidos son un paraíso. El paraíso es lo que es, eventualmente fúnebre, monótono y superficial. Pero esto es lo que es el paraíso. Y no hay otro”.[6] 
Melancolía de los tiempos poshistóricos, toda utopía cumplida es algo esencialmente lúgubre.

¿Europa y América, mismo combate?

El dogma atlantista repite machaconamente el argumento de la “comunidad de valores” entre Europa y América (los derechos humanos, la democracia, la economía de mercado, la “sociedad abierta”, etcétera) como cemento de una supuesta identidad común. El objetivo es afirmar que Europa y Norteamérica –los dos retoños del tronco “judeocristiano”, los dos pilares de la civilización occidental– están abocadas a una alineación política, militar, económica y cultural dirigida por Washington. Desde un modelo de “globalización feliz” y convocación mesiánica de expandirse a todo el mundo. Servida por una hegemonía mediática y cultural abrumadora, la idea de una identidad sustancial entre Europa y América ha sido interiorizada, hasta el punto que no se considera un objeto de debate. ¿Propaganda o realidad profunda?

Cabe en primer lugar preguntase sobre la idoneidad de los términos “judeocristianismo” y “judeocristiano” para definir las raíces de la civilización europea. El cristianismo surgió como una ruptura dentro del mundo judío, y desde sus comienzos concitó la hostilidad del judaísmo ortodoxo. Al asentarse en Europa el cristianismo, adquirió un sesgo propio, modelado por milenios de politeísmo. Cristianismo y judaísmo pasaron a configurarse como dos polos en coexistencia precaria, siempre entre la tolerancia y el enfrentamiento. La improbable amalgama “civilización judeocristiana” –tan difundida por la propaganda neocon –responde en realidad a un interés táctico: blindar las aquiescencias haciaun bloque estratégico compuesto por Europa, Estados Unidos e Israel.[7]

En contraste con Europa, la impronta judaica es parte en América de la ideología fundadora. El fundamentalismo puritano de los Pilgrim Fathers se inspiraba en el Antiguo Testamento y defendía un cristianismo purgado de adherencias paganas. Como religiosidad esencialmente moralista, el puritanismo incidía en los aspectos externos de la religión y promovía un “mensaje cristiano reducido a los preceptos morales elementales de buena conducta” (Tomislav Sunic)[8]. El énfasis calvinista en el éxito material como signo de bendición divina permite explicar que, con el paso del tiempo, las sectas norteamericanas hayan derivado en un cristianismo práctico, procedimental, adaptado a la mentalidad del hombre hecho a sí mismo. Un cristianismo que, en vez de luchar contra el pecado, lucha contra los “pensamientos negativos”, y en el que los predicadores evangélicos son “managers y entrenadores motivacionales que difunden el evangelio del rendimiento y la optimización sin límite”.[9] Un cristianismo en píldoras, en recetas y en fórmulas de éxito, en el que Dios Creador sería la proyección inconsciente de un próspero empresario y Jesucristo se asemejaría a un especialista en coaching. El maridaje perfecto entre la Biblia y el dólar.

Frente a la inercia de las ideas recibidas, es preciso afirmar que Estados Unidos no es una “Europa del otro lado del Atlántico”. Y Europa tampoco es la cuna de una supuesta “civilización judeocristiana” cuyo adalid serían los Estados Unidos. La realidad es que, como vió en su día Tocqueville, los Estados Unidos son, en relación a Europa, algo profundamente nuevo y diferente. Europa es un conjunto de pueblos, de gentes moldeadas por la historia. Y de la conciencia (o del exceso de conciencia) de esa historia deriva su sentido de la mesura, la ironía, la cultura y todo lo bueno que Europa puede ofrecer, así como los lastres que hoy la atenazan – léase la parálisis de voluntad y el etnomasoquismo.

Por el contrario, los Estados Unidos– señalaba el escritor húngaro Thomas Molnar –“no saben exactamente si son un pueblo, si son un crisol o si son eventualmente una iglesia que reúne a sus fieles de cualquier parte del mundo”. Tal vez sean simplemente una gran anarquía, un “sálvese quien pueda” vertebrado por una ambición compartida de prosperidad individual. Los Estados Unidos – añadía Molnar – “representan la anti-historia y seguramente por eso proponen el ‘fin de la historia’, esto es, la mecanización de la existencia a un grado cualitativamente insuperable (aunque mejorable en términos cuantitativos: más bienestar, más derechos, más democracia, etcétera), la substitución de las incertidumbres, de los actos espontáneos y de los grandes enigmas del alma por recetas seguras, por simplificaciones científico-mágicas, por el embotellamiento de lo imposible”.[10] El americanismo es un empobrecimiento del sentido de la existencia.

¿El “fin de la historia”? Esta idea americana – triunfalmente proclamada tras el fin de la guerra fría–es una vieja ilusión progresista. Pero desde la mentalidad liberal ¿qué es el “progreso”, sino una sucesión triunfal de emancipaciones? Para mantener su épica el liberalismo necesita siempre “algo” de lo que liberarse. En el plano individual la “liberación” –apuntaba Baudrillard–
“deja a todo el mundo en estado de indefinición (siempre es lo mismo: una vez liberado, uno está obligado a preguntarse quién es). La liberación sexual es un caso paradigmático. Después de una fase triunfalista, la aserción de la sexualidad femenina deviene tan frágil como la de la masculina. Nadie sabe ya donde se encuentra”.[11] 
Y lo que es cierto en el plano individual, lo es también en el plano colectivo:
“la supresión de las raíces – decía Christopher Lasch – ha sido siempre percibida en los Estados Unidos como una condición esencial para el aumento de las libertades”. 
El americanismo es la alienación de toda identidad genuina.

Deconstrucción de las identidades individuales, deconstrucción de las identidades colectivas: síntomas inequívocos de la americanización del mundo. En el arsenal ideológico de los Estados Unidos, el mito de los “valores judeocristianos” es una cobertura más del nihilismo.

¿Europa y América, mismo combate? Si América se hizo desde el rechazo a Europa, Europa sólo podrá construirse desde la distancia con América. Desde su emancipación del redil del atlantismo.

ADRIANO ERRIGUEL

[1] Jean Braudillard, Amérique, Grasset/Le Livre de Poche 2008, pags. 76 y 81.

[2] Jean Braudillard, Amérique, Grasset/Le Livre de Poche 2008, pag. 78.

[3] La fórmula del “derecho inalienable a la vida, libertad y la aspiración a la felicidad” recogida en la Declaración de Independencia de 1776 se inspira en la fórmula contenida en el Segundo Tratado del Gobierno Civil (1690) del filósofo británico John Locke, quien señala que todos tienen el derecho a la “vida, libertad y propiedad”. Se trata de una conexión encubierta entre la libertad y la propiedad que confirma lo que otro de los “padres fundadores”, Benjamin Franklin, venía predicando a lo largo de toda su obra: el verdadero camino a la alegría en esta tierra reside en la acumulación de bienes (Eric G. Wilson: Against happiness. In praise of melancholy. Sarah Crichton Books. Kindle Edition, 2009).

[4] Jean Braudillard: Obra citada, pag 84

[5] Citado en: Thomas Molnar, Americanologie, triomphe d'un modèle planétaire. L'Aged 'Homme 1991.

[6] Jean Braudillard, Obra citada.pág. 96.

[7] Como señala el filósofo italiano Constanzo Preve “hoy se prefiere hablar de un canon unitario judeo-cristiano, que en realidad no existe y no ha existido jamás; salta a los ojos que la ruptura del Nuevo Testamento es radical y cualitativa, y que con ella se habre un campo de universalidad que se sustrae a la idea de endogamia tribal”. Constanzo Preve, La quatrième guerre mondiale, éditions Astrée 2013, pag, 184.

[8] Tomislav Sunic: Homo Americanus, Child of the post modern Age. www.booksurge.com, 2007.

[9]Byung-Chul Han, Psicopolítica. Herder 2014, pag. 49.

[10] Thomas Molnar, Americanologie, triomphe d'un modèle planétaire. L'Aged 'Homme 1991, pag. 24, pag. 30.

[11] Jean Braudillard, pag. 48

domingo, 19 de febrero de 2017

El mito de AL ÁNDALUS: De la fabulación politicista a la verdad documentada

Ahora se está avanzando muchísimo en sustituir la mitología ensalzadora de al Ándalus por una versión más objetiva de la dominación musulmana sobre la península Ibérica. Aquélla ha sido creada a pesar de que los historiadores hispano-musulmanes medievales proporcionan datos e interpretaciones que dejan poco espacio a la apologética. Fue posteriormente (desde el siglo XIV pero sobre todo durante el XX) cuando se urdió una novelización idealizante, por motivos políticos. En unos pocos años más triunfará la verdad posible en esta materia, de manera que en esto el optimismo es lo apropiado.

Las instituciones estatales españolas han tomado partido en esta cuestión, posicionándose a favor de al Andalus y en contra de los pueblos de Galicia, León, Asturias, Vasconia (Navarra), Castilla, Aragón, Cataluña, Baleares, País Valenciano y Andalucía (éste último es el que más sufrió la dominación islámica). Basta con hojear cualquier manual de historia de los utilizados en la enseñanza media para comprobarlo.


La primera pregunta es, ¿por qué la irrupción del islam en el año 711?, ¿cuál fue su verdadera naturaleza?


A finales del siglo VII el imperialismo musulmán, o colonialismo de una potencia, Arabia, había llegado al norte de África, donde eliminó con eficacia toda forma de protesta y resistencia popular, empezando por los rebeldes donatistas. Eso en un momento en que el poder visigodo en Hispania estaba sucumbiendo a una crisis múltiple en desenvolvimiento, que ponía en cuestión su misma existencia. En el norte peninsular, la revolución altomedieval, iniciada en los territorios vascones durante el siglo V y expandida desde allí a otras áreas, minaba el Estado godo. En tales condiciones, Witiza (que reinó en 700-710) inicia la aproximación al islam, lo que es culminado por sus herederos y continuadores. Estos abren las puertas al imperialismo arábigo-islámico, para salvar al menos una parte de su poder político, injusta estructura social y colosales propiedades.


Una facción muy minoritaria, dirigida por el rey Rodrigo se opone a ello, igual que se oponen las clases populares de todos los territorios. La Iglesia, por el contrario, obra a favor del islam, siendo una de las fuerzas principales involucradas en esa tarea, no así el monacato (cenobitismo) cristiano popular, una de las víctimas fundamentales del nuevo imperialismo. Inicialmente se constituye un Estado visigodo-islámico, lo que se articula por medio de un sistema de pactos y tratados. De las viejas élites godas una parte se convierte al islam y la otra permanece en la Iglesia católica que, al haber sido perentoriamente colaboracionista, goza de los favores del renovado aparato de mando y dominación hasta mediados del siglo IX, cuando éste decide homogeneizarse y desata una ola de persecución religiosa contra el alto clero católico mozárabe (subordinado a los árabes y arabizado), pudiéndose decir que es entonces cuando se crea el Estado islámico andalusí propiamente dicho.


¿Cómo fue la irrupción?


La violencia la caracteriza, lo que es coherente con la centralidad que la religión musulmana otorga al uso de la fuerza armada. El documento básico para esta cuestión, la anónima “Crónica mozárabe del 754”, se refiriere al incendio de ciudades y a la crucifixión o muerte a espada de quienes se les oponían, así como a masivos fallecimientos por hambre. Leyendo dicha Crónica se detectan fundamentales coincidencias entre la fundación del Estado islámico de al Ándalus y la ejecutoria del Estado islámico de Irak y Siria en el presente, lo que denota unas constantes en la historia de la religión musulmana que están más allá de las condiciones espacio-temporales.

Otro dato coincidente es la esclavización a gran escala de la población conquistada, hasta el punto de regalar 100.000 esclavos (en su gran mayoría féminas núbiles) a la autoridad musulmana de Damasco, asunto que adquiere, por su propia naturaleza, el rango de acto genocida. Al mismo tiempo, se ponen en marcha los enormes mercados de esclavos de las ciudades del sur peninsular, donde cientos de miles, quizá millones de mujeres anteriormente capturadas y eslavizadas en el norte, son vendidas a los traficantes abastecedores de los harenes de la cuenca mediterránea, situación que se mantiene hasta el siglo XII. Al Ándalus ha sido la sociedad esclavista más rotundamente aferrada al comercio y posesión de seres humanos de las que han existido en nuestra historia, muy por delante de la cartaginesa, romana y visigoda.


El Estado musulmán-godo del siglo VIII reorganiza el poder preexistente para hacerlo mucho más poderoso. Lo centraliza en Córdoba y otras grandes ciudades, que así crecen de forma prodigiosa, convirtiéndose en factor de agresión medioambiental, expolio del campo y deforestación. Crea un formidable ejército profesional sustentando en mercenarios y en esclavos utilizados como mercenarios, traídos del este de Europa y de toda África.


Impone un sistema tributario depredador, que va a empobrecer cada vez más a las clases populares. Realiza enormes movimientos forzados de población, para llenar las ciudades del sur, lo que deja cuasi vacios extensos territorios.


Instituye una nueva elite entregada a una vida placentera, ociosa y parasitaria, costosísima. Concentra la propiedad de la tierra en el nuevo Estado, el clero islámico y los terratenientes, que se reparten el territorio en tanto que conquistadores. La población autóctona que sobrevive en el agro, al tener que proveer a las hipertrofiadas ciudades andalusíes, lleva una existencia sobre-oprimida y miserable, por lo que se rebela regularmente, siendo cada uno de sus alzamientos reprimido por medio de matanzas masivas. A pesar de ello, y también por ello, tiene lugar la gran rebelión dirigida por Omar Ibn Afsun en el siglo X, el mayor -con mucho- alzamiento campesino del Occidente europeo en la Alta Edad Media.

Se implanta un patriarcado que, por un lado, aparta a las féminas de toda vida pública y de cualquier manifestación de lo humano superior, y, por otro, establece un foso casi insalvable entre hombres y mujeres, en lo que es un mecanismo más de dominación política global.

El clero islámico niega la libertad interior, o libertad de conciencia, del sujeto, extinguiendo en cada persona lo que ésta tiene de más fundamental, el libre albedrio. En las ciudades, insalubres y masificadas, con multitudes viviendo en la miseria, se producen alzamientos populares, sobre todo en Córdoba, extinguidos con gran derramamiento de sangre. En al Ándalus la persona común no cuenta, sólo tiene significación las estructuras de poder y el aparato religioso.

La función determinante del Estado islámico andalusí, para la que fue establecido, es la represión de la revolución de la Alta Edad Media que tiene lugar en los territorios del norte, con creación de sistemas asamblearios de autogobierno (concejo abierto, batzarre, consell obert, concello aberto, etc.) y amplio predominio de los bienes comunales. Con aldeas en vez de ciudades, milicias concejiles en vez de ejército profesional, igualdad político-jurídica de las gentes en vez de esclavitud, relación fraternal entre hombres y mujeres en lugar de patriarcado, libertad erótica en lugar de represión de la libido, obligatoriedad universal del trabajo productivo en vez de elites parasitarias y explotadoras, etc. Uno de los grandes logros de los pueblos libres del norte estuvo en extinguir la esclavitud. Mientras, en el sur musulmán opera Almanzor, uno de los mayores cazadores y traficantes de esclavos (de esclavas, sobre todo) de la historia de la humanidad, además de un genocida destacado.


En el ambiente de falta de libertad/libertades en que vivía la población andalusí se produce un declinar de la creatividad productiva y la eficacia del trabajo. Mientras en el norte peninsular se inventan y generalizan, a partir de los siglos VIII-IX, nuevos procedimientos para el laboreo del hierro, nuevas máquinas para el trabajo de la madera, nuevos sistemas constructivos, nuevas aplicaciones de la energía hidráulica, etc., en el sur islámico se produce un estancamiento productivo (salvo en la elaboración de bienes de lujo para los terratenientes, jefes militares, altos funcionarios y clero islámico) y técnico que es ya perceptible en el siglo IX. La mezquita de Córdoba, por ejemplo, en lo arquitectónico es una edificación arcaica y anticuada, ayuna de creatividad, mera copia servil de los modelos romanos.


La responsabilidad del clero islámico en la génesis de esta situación de inmovilismo y ausencia de progreso es decisiva.La lucha entre el Goliat del sur y los pequeños David del norte fue épica.

El primero fue un enorme imperio global, que se fortalecía con oro, productos, esclavos, colonos, altos funcionarios, clérigos y combatientes llegados en masa desde el África subsahariana, el Magreb, toda la cuenca sur del Mediterráneo, la península arábiga y las lejanas tierras de los eslavos, mientras que los segundos se basaron esencialmente en sus propias fuerzas, sin apenas recibir ayuda de una Europa entonces desintegrada y a la defensiva.

El factor causal inmediato número uno de la derrota militar de al Ándalus son las milicias concejiles, u organización del pueblo en armas, que tuvieron adalides (jefes militares elegidos en la asamblea concejil para un mandato anual) tan célebres como el abulense Sancho Jiménez, de la segunda mitad del siglo XII. Pero la derrota del islam no fue principalmente militar sino sobre todo política, cultural, ideológica, moral, económica, demográfica y convivencial. Fue la superioridad general de las sociedades libres del norte, emergidas de la revolución altomedieval, lo que le venció. Eso se manifestó en un episodio concreto, el paso del reino musulmán de Toledo pacífica y voluntariamente a Castilla en 1085. Fue el golpe determinante a al Ándalus, que le puso en una situación de inferioridad estratégica. Conviene añadir que la incorporación de Toledo y su tierra a la civilización libre y popular del norte lo efectúa toda su población sin distinciones religiosas, los musulmanes de a pie tanto como los judíos y los cristianos. Todos aborrecían por igual al Estado islámico. Tras liberarse de él las masas forzosamente islamizadas solían abandonar muy mayoritariamente dicha religión, en Toledo y en todas partes.

El exceso de poder estatal y la tiranía extrema del califato de Córdoba van a poner en marcha poderosas contradicciones internas y, al mismo tiempo, van a avivar la resistencia popular, en el norte libre y también en el sur sometido. Su rotunda derrota en la decisiva batalla de Simancas, año 939, por una coalición de los pueblos norteños es una manifestación de su decadencia y crisis estructural.


Tras Almanzor, cuando el califato ya a la defensiva estratégica se pone temporalmente a la ofensiva táctica, viene el derrumbe. Las masas cordobesas y los esclavos enrolados en el ejército musulmán asaltan, saquean e incendian en varias ocasiones Medina Azahara, la expresión más insolente del inmenso poder y la vida gozadora de una oligarquía endiosada, derrochadora y putrefacta. Ese hórrido monumento al despotismo político y al fanatismo religioso, atendido por unos 20.000 criados (la mayoría esclavos), no conoció ni un siglo de existencia, pues mandado levantar por Abderramán III en el año 936 en el 1010 era definitivamente demolido por el pueblo, en lo que fue un acto de justicia popular sumaria, y olvidado. Luego vienen los reinos de taifas, una forma peculiar de “feudalismo” islámico. Para esa época al Ándalus está ya vencido y sobrevive debido a las invasiones norteafricanas, almorávides primero y almohades después, muy onerosas, por lo que hunden en la pobreza y el atraso al norte de África hasta el dia de hoy.

Manifestación de la desintegración del orden islámico es que las disfuncionales y horripilantes ciudades andalusíes se van despoblando desde finales del siglo X. La aldea norteña derrotó limpiamente a la ciudad musulmana.

Una expresión concreta de hasta qué punto se ha falsificado la historia andalusí es el caso del califa Abderramán III, generalmente presentado como un gobernante sabio, magnífico y justo. No es esa la imagen que de él ofrece el historiador hispano-musulmán cordobés A. N. H. Ibn Hayyan (987-1076). En “Crónica del califa Abderramán III An-Nasir entre los años 912 y 942”, le describe como un tirano brutal y sanguinario. Lo que cuenta del sádico trato que daba a las desventuradas mujeres encerradas en su harén estremece. Su sanguinario cinismo, mandando crucificar a los oficiales de su ejército que le habían salvado en la batalla de Simancas, simplemente para construir un chivo expiatorio, es atroz. No lo es menos su racismo hacia los hombres negros de su guardia y servidumbre. En suma, de un déspota despiadado los apologetas actuales de al Ándalus han hecho un estadista modélico... Ello valida el libro de Rosa María Rodríguez Magda, “Inexistente Al Ándalus. De cómo los intelectuales reinventan el Islam”, 2008.


Una reflexión sobre el periodo nazarí. Se presenta a la Alhambra de Granada (edificada en los siglos XIII-XIV) como un sistema palacial fabuloso, olvidando su verdadera naturaleza, a saber, la de ser una temible y lúgubre fortaleza que desde las alturas vigila y amenaza a un pueblo sobre-oprimido e inmisericordemente expoliado (el trabajador medio solía pagar tres veces más tributos que en Castilla). Por eso cuando los Reyes Católicos efectúan su conquista encuentran una oposición principalmente oligárquica, no de las clases populares. Éstas viven con indiferencia tales acontecimientos, lo que explica que el último rey musulmán de Granada tuviera que rendir la ciudad tras una resistencia mediocre. No, Granada no fue Numancia, pero nadie se pregunta por qué... Tampoco nadie inquiere por qué en los pueblos del norte no hay, para la fecha citada, nada similar a la Alhambra. La causa es política, que en ellos no existían poderes tiránicos (éstos se van constituyendo desde 1350 en adelante y no son de entidad hasta el XVI) que necesitasen enfrentarse arquitectónicamente a las clases populares de ese modo, ni que tuvieran un sistema fiscal tan expoliador como para construirlos.


Los embusteros mitos creados en torno a al Ándalus son muchos. Uno el de su supuesta gran creatividad cultural. Lo cierto es que quien estaba en un buen momento de elaboración de saber erudito era el reino visigodo de Toledo en el siglo VII, con autores tan universales como San Isidoro de Sevilla, que en su obra enciclopédica, “Etimologías”, recopila el conocimiento de su tiempo. Hubo prebostes andalusíes que tuvieron notables bibliotecas, en efecto, pero lo esencial del saber en ese tiempo se situó en los monasterios cristianos del norte peninsular y europeos, donde se salvó y transmitió el legado de Grecia y Roma. Culturalmente, al Ándalus vivió de la herencia goda y cuando fue islamizado del todo se hizo un yermo, por causa del fanatismo religioso y la ausencia de libertad.


Se afirma que los conquistadores musulmanes fueron grandes agricultores, lo que es una afirmación bizarra por su loca inexactitud, pues eran guerreros y clérigos aristocráticos que despreciaban el trabajo manual, que habían venido a gozar de lo adquirido a punta de espada pero no a trabajar. La agricultura quedó en manos de la población autóctona sometida, primero cristiana mozárabe y luego obligada a convertirse al islam, de la que antes se explicó en qué penosa situación subsistía. Suele sostenerse que realizaron enormes obras de regadío y conducción de aguas, lo que es quizá el embeleco más tosco de todos, puesto que tales ya existían, construidas en Andalucía por Tartessos, en Levante por los pueblos pre-romanos (íberos, etc.), en todas partes por los romanos o incluso algo por los godos. Al Ándalus se redujo a usar lo ya existente en el 711, sin que pueda probarse que ejecutasen añadidos de importancia. Al mismo tiempo, la historiografía parcial y sectaria promovida desde el Ministerio de Educación español vela las muy reales infraestructura hidráulicas realizadas en Cataluña, Castilla, etc., en el periodo medieval.

Sobre la fábula acerca de la “tolerancia” y “convivencia” andalusíes las persecuciones de católicos mozárabes realizadas en el siglo IX lo dicen casi todo, sin olvidar la brutal represión de las corrientes heterodoxas del islam por el todopoderoso clero musulmán institucionalizado, ni tampoco el acoso a los judíos, siempre presente pero terrible en el periodo almohade. La ejecución por el Estado islámico hispano de Eulogio de Córdoba y sus compañeros en el año 859, meramente por ser católicos, con toda su significación cognoscitiva, es sólo una muy pequeña parte de la persecución que padecieron los cristianos. Tolerancia la hubo, en efecto, pero en las sociedades libres del norte, que fue donde realmente pudieron convivir las tres religiones. En ellas los musulmanes nunca antes de 1502 fueron perseguidos. Es, verbigracia, imposible citar un solo caso similar al referido del grupo de Álvaro de Córdoba, esto es, de jefes religiosos musulmanes ejecutados por serlo en el área de los pueblos libres.

¿Quién crea el patrañero mito de al Ándalus?


La respuesta es que las clases altas españolas, admiradoras del sistema político musulmán, organizado para maximizar la dominación ilimitada y múltiple de las clases populares por una elite mega-poderosa. Se manifiesta como “maurofilia” ya desde el siglo XIV, con la creación y difusión de diversas fábulas, historietas y narraciones enaltecedoras del islam. Pero es en el siglo XX cuando esa corriente alcanza su madurez, sobre todo gracias a la pluma de falangistas, franquistas y nazis, entusiastas de la religión musulmana. El más importante es Ignacio Olagüe, autor de “Les arabes n’ont jamais envahi l’Espagne” y “La revolución islámica de Occidente”.

Contra sus adulteraciones, inmensas y asombrosas sin duda, Alejandro García Sanjuán, doctor en historia por la universidad de Huelva, ha escrito “La conquista islámica de la península Ibérica y la tergiversación del pasado”, 2013. Esta obra, densa, bien construida y bien escrita, refuta a Olagüe y a sus seguidores.


Pero, ¿quién es Ignacio Olagüe, el tan fogoso como arbitrario defensor de la Hispania musulmana? García Sanjuán lo desvela: un nazi próximo a las JONS (Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista, fundado por Ramiro Ledesma Ramos en 1931), el partido nazi español. Sin retener este dato no puede comprenderse el presente asunto. Olagüe se reduce a concretar a nuestro caso la admiración del creador y jefe del nacional-socialismo, Adolfo Hitler, por el islam, que le lleva a planear la conversión a la religión musulmana de Alemania. Para Olagüe la “revolución islámica” de que habla es un antecedente histórico de la revolución nacional-socialista hitleriana y de la revolución nacional-sindicalista de Falange. En eso acierta.


Otro hecho notorio es que los argumentos a favor de al Ándalus que suelen utilizar en el presente los autores, políticos y activistas de la izquierda islamófila están tomados de los libros del nazi Olagüe, por ejemplo, la enormidad de que los musulmanes, en tanto que poder imperial en ascenso, no invadieron la península Ibérica... Pero hay muchos más ensayistas falangistas y franquistas entusiastas del islam, sin olvidar que Franco ganó la guerra civil en gran medida gracias a la asistencia que le proporcionó el clero musulmán norteafricano, a cambio de respaldo económico y apertura de mezquitas, sustanciada en 100.000 combatientes de infantería.


Los publicistas franquistas y fascistas españoles que han escrito a favor del islam son muchos, además del citado. Entre ellos están Ernesto Jiménez Caballero, uno de los fundadores de la Falange; el poeta franquista José María Pemán; el historiador y premio Francisco Franco Jaime Oliver Asín y el clérigo católico, fascista contumaz e islamólogo inicuo Miguel Asín Palacios, entre otros muchos. El mismo Francisco Franco es tenido por “gran amigo del Islam”.


Es esa alianza entre nazis, franquistas y cierta izquierda, la que ha ido creando la descomunal adulteración de nuestra historia que es el mito de al Ándalus. Por ejemplo, la segunda edición, en 2004, del libro de Ignacio Olagüe, “La revolución islámica en Occidente” es de la Junta de Andalucía, en ese tiempo gobernada por la izquierda. En este asunto a la izquierda no le importa publicar textos de autores nazis... Se comprende que tales credos políticos totalitarios sientan veneración por una religión que niega el principio de la soberanía popular, repudia el concepto de libertad de conciencia y libertad de expresión, militariza las sociedades que controla, hace de la violencia el elemento axial de su orden político y social, da curso a las expresiones más extremas de intolerancia, convierte a un ente estatal hipertrofiado (el Estado islámico) en el centro de la vida social, carece incluso de la noción de persona en tanto que realidad autónoma construida desde sí, niega la libertad civil, sacrifica al individuo en pro del Estado y el clero, repudia lo comunal en beneficio de la propiedad privada concentrada, divide a las sociedades en una minoría riquísima y en una gran masa empobrecida, ocasiona estados sociales estacionarios de estancamiento y atraso, sitúa al estamento clerical en la cúspide de la pirámide social y mantiene el patriarcado más intransigente de la historia. Además, es el único imperialismo planetario que, hoy, lejos de mostrarse autocrítico se jacta de lo que hizo en el pasado, concebido como modelo de lo que desea hacer en el futuro.


A lo dicho hay que añadir los intereses expansionistas y neo-colonialistas del gran capitalismo árabe saudí hoy, sustentado en el formidable negocio del petróleo, muy generoso con quienes magnifican fraudulentamente al Ándalus. Empero, la caída de los precios del crudo ha disminuido bastante el monto de las prebendas, lo que contribuye a explicar que, muy recientemente, estén apareciendo bastantes textos veraces sobre la materia.


Sea como fuere, no es admisible que la historia sea falsificada siguiendo intereses y corrientes políticas, o religiosas. Hay que sostener con firmeza el criterio de que historia y política deben estar separadas, que la finalidad de la primera ha de ser la verdad y que sólo a través de ella, de su condición de verdadera, puede servir a la política. En esta alta tarea todas las personas, no creyentes y creyentes de todas las religiones (los musulmanes de buena fe también, cómo no) deben estar unidos.


Félix Rodrigo Mora

esfyserv@gmail.com