Salvar a una nación del Comunismo
Yo tenía una visión idealizada de Indonesia, el país donde iba a vivir durante los próximos tres meses. En algunos de los libros que había leído había visto fotos de bellas mujeres envueltas en sarongs de luminosos colores, exóticas bailarinas balinesas, chamanes que escupían fuego y guerreros en sus largas canoas de troncos ahuecados remando por aguas de color esmeralda a los pies de volcanes coronados de humo. Me sorprendió especialmente una serie dedicada a los magníficos galeones de los infames piratas Bugi, con sus impresionantes velas negras, que todavía surcaban las aguas del archipiélago, y que en otros tiempos atemorizaron a los marineros europeos hasta tal punto que, cuando éstos regresaban a sus hogares y les tocaba reprender a sus hijos, solían decirles: «Si no te portas bien llamaré a los piratas Bugi y vendrán por ti». ¡Ah! ¡Cómo agitaban mi espíritu esas imágenes!
La historia y las leyendas del país presentaban una galería de personajes descomunales: dioses iracundos, dragones de Komodo, opulentos sultanes tribales. Leyendas ancestrales muy anteriores al nacimiento de Cristo habían viajado a través de las cordilleras asiáticas y los desiertos de Persia para cruzar el Mediterráneo y quedar profundamente grabadas en los repliegues más escondidos de nuestra psicología colectiva.
Hasta los nombres de aquellas fabulosas islas -Java, Sumatra, Borneo, las Célebes- seducían a la imaginación. Eran tierras de misticismo, de leyenda y de exótica belleza, el tesoro que Colón buscó y nunca pudo alcanzar, la princesa deseada y jamás poseída por España, por Holanda, por los portugueses y los japoneses. Una fantasía y un sueño. Mis expectativas eran elevadas, como las de aquellos grandes exploradores, supongo. Pero, al igual que Colón, debí haber aprendido a moderar mis fantasías. Tal vez era de prever que el faro del destino no siempre apunta a los horizontes que habíamos imaginado.
Indonesia ciertamente ofrecía tesoros, pero no era la cornucopia de todas las riquezas que yo esperaba. En efecto, mis primeros días bajo la tórrida atmósfera de su capital, Yakarta, en el verano de 1971, me reservaban muchas sorpresas. Ciertamente, la belleza estaba allí. Mujeres espléndidas que vestían sarongs multicolores. Jardines exhuberantes, cargados de flores tropicales. Exóticas bailarinas balinesas. Triciclos pintados con escenas de vivos colores hasta en los respaldos de los asientos, donde los pasajeros se arrellanaban de cara al hombre que pisaba los pedales. Mansiones de estilo colonial holandés y mezquitas con minaretes. Pero la ciudad presentaba también su lado sórdido y trágico. Leprosos que alzaban muñones ensangrentados en vez de manos. Muchachas que vendían su cuerpo a cambio de unas monedas. Los canales construidos por los holandeses, antaño espléndidos, convertidos en cloacas a cielo abierto. Barracas de cartón donde vivían familias enteras sobre los vertederos que cubrían las orillas de los ríos de aguas inmundas. Bocinazos incesantes y humos apestosos. Lo bello y lo feo, lo elegante y lo vulgar, lo espiritual y lo profano.
Eso era Yakarta, donde los perfumes tentadores del clavo y de la orquídea competían con las miasmas de aquellos albañales. Sin embargo, no era la primera vez que yo veía la pobreza. Algunos de mis compañeros de colegio en New Hampshire vivían en barracas cubiertas de cartón alquitranado y se presentaban a clase vistiendo chaquetas deshilachadas y viejas zapatillas de tenis en pleno invierno, con temperaturas exteriores bajo cero, los cuerpos sin lavar que apestaban a sudor rancio y a estiércol. En los Andes había convivido con campesinos cuya dieta consistía casi exclusivamente de maíz seco y patatas, y donde a veces parecía que los recién nacidos tenían tantas probabilidades de morir como de llegar a cumplir su primer año. La pobreza, pues, no me era desconocida, pero no estaba preparado para lo de Yakarta.
Nuestro grupo se alojaba en el hotel más elegante de la ciudad, por supuesto, que era el Intercontinental Indonesia, propiedad de la Pan American Airlines como todos los de la cadena Intercontinental, presente en todo el planeta. Allí, los extranjeros ricos veían atendidos todos sus caprichos; en especial los ejecutivos de las compañías petroleras y las familias de éstos. La primera noche de nuestra estancia, Charlie Illingworth, el director de nuestro proyecto, nos agasajó con una cena en el fastuoso restaurante del ático. Charlie era entendido en temas bélicos; dedicaba la mayor parte de su tiempo libre a leer libros de historia y novelas históricas sobre grandes caudillos militares y batallas célebres. Era el paradigma del estratega de tertulia, y partidario de la guerra de Vietnam. Como de costumbre, aquella noche vestía pantalón bombacho color caqui y camisa también de color caqui, de manga corta y con presillas en los hombros al estilo militar. Después de darnos la bienvenida encendió un puro. «Por la buena vida», suspiró levantando la copa de champagne. «Por la buena vida», le hicimos eco, y las copas tintinearon. Rodeado de volutas de humo, Charlie paseó la mirada por el salón.
-Estaremos bien atendidos aquí - dijo acompañando las palabras con varios cabezazos de satisfacción. Los indonesios cuidarán de nosotros, y también los de nuestra embajada. Pero no olvidemos que hemos venido con una misión que cumplir. Miró un puñado de fichas que tenía delante.
-Sí. Estamos aquí a fin de desarrollar un plan maestro para la electrificación de Java, el lugar más poblado del mundo. Pero eso no es más que la punta del iceberg. Su expresión se ensombreció, me recordó al actor George C. Scott en su papel de General Patton, uno de los héroes de Charlie.
- Estamos aquí para salvar el país de las garras del comunismo. Que no es poca cosa. Como saben ustedes, Indonesia tiene una historia larga y trágica. Ahora, cuando se disponía a entrar definitivamente en el siglo XX, se ha visto enfrentada a una nueva prueba. Es nuestra responsabilidad conseguir que Indonesia no siga los pasos de sus vecinos del norte, Vietnam, Camboya y Laos. El sistema eléctrico integrado será un elemento clave. Con eso, más que con ningún otro factor, salvo la posible excepción del petróleo, quedará asegurada la presencia del capitalismo y de la democracia.
Después de una pausa para inhalar del puro y barajar sus anotaciones, prosiguió:
-Y hablando de petróleo. Todos sabemos hasta qué punto lo necesita nuestro país. Indonesia puede llegar a ser una aliada poderosa en tal sentido. De manera que, cuando desarrollen ustedes ese plan maestro, tengan la bondad de recordar lo que van a necesitar la industria del petróleo y las demás que dependen de ella, los puertos, los oleoductos, las constructoras. Debe proporcionárseles lo que haga falta en términos de consumo eléctrico para los veinticinco años de vigencia de ese plan.
Alzó los ojos de sus fichas y se encaró directamente conmigo mientras continuaba diciendo:
- Más vale exagerar, que quedarnos cortos. No vaya a caer sobre nuestras cabezas la sangre de los niños de Indonesia, o la nuestra. No vayan a tener que vivir bajo la hoz y el martillo, ¡o bajo la bandera roja de China!
Aquella noche, acostado en mi cama a muchos metros de altura sobre la ciudad, entre la seguridad y el lujo de una suite de primera clase, evoqué la imagen de Claudine. Me desvelaban sus discursos sobre la deuda externa. Intenté tranquilizarme recordando mis cursos de teoría macroeconómica en la escuela de administración de empresas. Al fin y al cabo, me decía, estoy aquí para ayudar a Indonesia, para que salga de su economía medieval y pase a ocupar su lugar en el mundo industrial moderno. Pero yo sabía que al amanecer, cuando echase la primera ojeada desde mi ventana, más allá de la opulencia de los jardines del hotel y de las piscinas, podría ver los barrios de barracas que se extendían alrededor, hasta muchos kilómetros de distancia. No ignoraba que ahí fuera estaban muriendo muchos niños por falta de alimento y de agua potable, y que tanto los menores como los adultos padecían enfermedades horribles y soportaban condiciones de vida inhumanas.
Seguí dando vueltas en mi cama sin pegar ojo. Era innegable que tanto Charlie como los demás miembros del equipo estábamos allí por motivos egoístas. Promovíamos la política exterior de Estados Unidos y los intereses corporativos. Nos impulsaba la codicia y no un supuesto deseo de mejorar las condiciones de vida de la gran mayoría de los indonesios. Una palabra acudió a mi mente: la corporatocracia. No consigo recordar si la había escuchado en alguna parte o la inventé yo mismo, pero me pareció perfecta para describir la nueva clase dominante que se había metido entre ceja y ceja el afán de dominar el planeta.
Era una cofradía de unos pocos, estrechamente unidos por unos objetivos comunes. Los miembros de esa cofradía pasaban con facilidad de los consejos de administración a los cargos públicos, y viceversa. Se me antojaba que el entonces presidente del Banco Mundial, Robert McNamara, era el ejemplo perfecto. Había pasado de su puesto de presidente de Ford Motor Company a la Secretaría de Defensa con los gabinetes de Kennedy y Johnson, y en aquellos momentos era la autoridad máxima de la institución financiera más poderosa del mundo.
Comprendía también que mis profesores de la EADE no habían captado la verdadera naturaleza de las magnitudes macroeconómicas. Que en muchos casos, contribuir al crecimiento económico de un país sólo servía para enriquecer todavía más a los que estaban en la cima de la pirámide, sin hacer nada por los de abajo excepto empujarlos más abajo todavía. En efecto, la promoción del capitalismo muchas veces produce un sistema parecido a las sociedades feudales de la Edad Media. Si alguno de mis profesores lo sabía, nunca nos lo contó, probablemente porque las grandes empresas y los hombres que las dirigen financian las universidades. Si aquellos profesores nos hubieran enseñado la verdad, sin duda les habría costado el empleo, lo mismo que podían costármelo a mí unas revelaciones por el estilo.
Esos pensamientos me hicieron pasar en vela todas las noches que estuve en el Hotel Intercontinental Indonesia. En el fondo, no tenía más argumentos para mi defensa que los de orden personal: había luchado mucho para escapar de aquel pueblo de New Hampshire, de aquella escuela y del servicio militar. Mediante una combinación de coincidencias y el trabajo asiduo, me había ganado una poltrona en la buena vida. También me consolaba diciéndome que mi actuación era correcta según las normas de mi propia cultura. Estaba en vías de convertirme en un analista económico prestigioso y respetado. Nada lo que la escuela de administración de empresas nos preparaba para hacer. Iba a implementar un modelo de desarrollo sancionado por las mejores cabezas de los mejores equipos pensantes del mundo.
De madrugada, no obstante, me consolaba muchas veces con una promesa: que algún día denunciaría la verdad. Después de esto me adormecía leyendo una novela de Louis l'Amour sobre aventuras de pistoleros del viejo Oeste.
Cómo vendí mi alma
Nuestro equipo de once personas pasó seis días en Yakarta para registrarse en la embajada, reunirse con varios funcionarios, organizarse y descansar junto a la piscina. Me sorprendió la gran cantidad de estadounidenses que vivían en el InterContinental. Me gustaba contemplar a las jóvenes y bellas esposas de los ejecutivos de las petroleras y constructoras estadounidenses, que se pasaban los días en la piscina y las noches cenando en la media docena de elegantes restaurantes del hotel y de los alrededores. Hasta que Charlie dio la orden de trasladarnos a Bandung, una ciudad de la región montañosa. Allí el clima era más suave, la pobreza menos visible y las distracciones más escasas. Nos alojamos en un parador público llamado Wisma, con gerente, cocinero, jardinero y demás personal de servicio. Construido durante la época colonial
holandesa, el Wisma era un remanso. Tenía una terraza espaciosa, con vistas a las grandes plantaciones de té que cubrían las suaves ondulaciones de las colinas y subían por las laderas de los volcanes de lava, al fondo. Además del alojamiento se nos suministraron once todo terrenos Toyota, cada uno con su chófer y su intérprete. Por último fuimos obsequiados con la inscripción gratuita en el exclusivo Bandung Golf and Racket Club e instalados en una suite de despachos perteneciente al cuartel general de la Perusahaan Umum Listrik Negara (PLN), la compañía eléctrica de titularidad pública.
Para mí, los primeros días de estancia en Bandung consistieron en una serie de entrevistas con Charlie y con Howard Parker. Era éste un septuagenario jubilado, que había sido jefe de previsión de carga de New England Electric System. En aquellos momentos era el responsable de pronosticar la cantidad de energía y la capacidad de generación (la «carga») que iba a necesitar la isla de Java en el transcurso de los próximos veinticinco años. Además, debía desglosar esas magnitudes por regiones y por ciudades. Y corno la demanda de electricidad guarda una correlación estrecha con el crecimiento económico, las previsiones de Parker dependían de mis proyecciones económicas. Los demás del equipo elaborarían entonces el plan maestro con arreglo a estos datos, lo que significaba ubicar y proyectar las centrales generadoras, las líneas de transporte y distribución y los sistemas de transporte del combustible para abastecer las centrales, todo ello bajo la condición de satisfacer nuestras predicciones con la mayor eficiencia posible. Durante nuestras reuniones Charlie subrayaba sin cesar la importancia de mi trabajo, y me incordiaba con la necesidad de ser muy optimista en mis proyecciones. Claudine tenía razón. Yo era la clave de todo el plan maestro.
-Dedicaremos nuestras primeras semanas aquí a recopilar los datos -explicó Charlie.
Él, Howard y yo ocupábamos unos grandes sillones de mimbre en el fastuoso despacho particular de Charlie. Las paredes estaban decoradas con tapices de batik que representaban batallas de la antigua epopeya hindú del Ramayana. Charlie exhalaba vaharadas de un grueso puro.
- Los ingenieros van a reunir información detallada del sistema eléctrico actual, de las capacidades portuarias, las carreteras, los ferrocarriles y todo eso. Y luego, apuntándome con el puro, añadió:
-Necesitaremos que trabaje usted con rapidez. A finales del primer mes Howard necesitará poder hacerse una idea bastante exacta de la envergadura de los milagros económicos que se producirán cuando conectemos la nueva red. A finales del segundo mes se necesitará un desglose detallado por regiones, y el último mes acabaremos de atar cabos sueltos. Estos plazos son críticos. Vamos a ponernos manos a la obra y a colaborar estrechamente, de manera que antes de salir del país tengamos la seguridad de haber reunido toda la información necesaria. Mi lema es: «Todos en casa para el Día de Acción de Gracias». No vamos a volver aquí.
Howard aparentaba ser un abuelete cordial y amable, pero no tardé en darme cuenta de que era un viejo amargado, desengañado de la vida. Nunca consiguió llegar a la cumbre en New England Electric System, y por eso estaba lleno de resentimiento. «Me postergaron porque no quise avenirme a la política de la compañía» me repitió varias veces. Jubilado a la fuerza, e incapaz de convivir en casa con su mujer, aceptó el trabajo de asesor para MAIN. Aquélla era su segunda misión, y tanto Einar como Charlie me habían advertido que desconfiase de él. Lo describían con términos como obstinado, ruin y vengativo.
En realidad Howard fue uno de mis mejores maestros, aunque yo no supiera verlo así por aquel entonces. Él no recibió el tipo de entrenamiento que Claudine me había dispensado a mí. Supuse que lo consideraban demasiado viejo, o tal vez demasiado tozudo. O quizá lo empleaban sólo provisionalmente, hasta que consiguieran fichar a otro más flexible, como yo, y que trabajase con plena dedicación. En todo caso, desde el punto de vista de ellos aquel hombre era un problema. Howard había entendido con claridad la situación y el papel que se le asignaba, y estaba decidido a no ser un peón de esa partida. Todos los adjetivos que usaban Einar y Charlie para describirle eran apropiados, pero su obstinación derivaba, al menos en parte, de la decisión personal de no ser un títere. No creo que nunca hubiese oído el término gángster económico, pero sabía que pretendían utilizarle para promover una forma de imperialismo con la que él no estaba de acuerdo.
Después de una de nuestras reuniones con Charlie, me llevó aparte. Usaba audífono, y se puso a manipular el diminuto cajetín que llevaba debajo de la camisa y que servía para regular el volumen.
-Que quede entre nosotros -empezó Howard en voz baja.
Estábamos de pie junto a la ventana del despacho que compartíamos, contemplando el canal de aguas estancadas que serpenteaba cerca del edificio de la PLN. Una mujer joven se bañaba en aquellas aguas pestilentes. Procuraba mantener un simulacro de pudor ciñéndose un sarong alrededor del cuerpo desnudo
-Quieren convencerte de que la economía de este país va a subir como un cohete - dijo -. Ese Charlie no tiene escrúpulos. No permitas que te influya. Al oír estas palabras me dio un vuelco el estómago y sentí deseos de llevarle la contraria y demostrar que Charlie tenía razón. Mi carrera dependía de tener contentos a mis jefes en MAIN.
-Sin duda esta economía va a explotar -dije sin apartar los ojos de la bañista -. No tienes más que mirar a tu alrededor.
-Conque ésas tenemos -murmuró, creo que sin prestar atención a la escena-. Así que estás con ellos.
Un movimiento junto al canal distrajo mi atención. Un tipo de edad madura se acercó a la orilla, se bajó los pantalones y se agachó para cumplir con las exigencias de la naturaleza. La bañista lo vio pero no dio muestras de inmutarse y siguió bañándose. Me aparté de la ventana y me encaré con Howard.
-No soy ningún novato -dije-. Podré parecerte joven, pero acabo de regresar después de pasar tres años en Suramérica. He visto lo que puede ocurrir cuando se descubre petróleo. Las cosas cambian muy deprisa.
-¡Ah! Yo tampoco soy ningún novato -se burló él-. He dado muchas vueltas por ahí, muchacho, y voy a decirte una cosa. Me importan un comino tus descubrimientos de petróleo y todo eso. Llevo toda la vida pronosticando cargas de electricidad. Durante la Depresión y la Segunda Guerra Mundial, en épocas de alza y en épocas de baja. He visto lo que supuso para Boston el llamado «Milagro de Massachusetts» de la Ruta 128. Y puedo afirmar que la carga eléctrica nunca creció más de un siete a nueve por ciento anual durante un período sostenido. Ni siquiera en los mejores tiempos. Un seis por ciento sería la cifra más razonable.
Me quedé mirándole. En parte sospechaba que tenía razón. Pero me hallaba a la defensiva y sentí la necesidad de persuadirle, porque mi propia conciencia me reclamaba una justificación.
-Esto no es Boston, Howard. En este país la gente no había tenido electricidad hasta hoy. Las cosas son diferentes aquí. Él giró sobre sus talones e hizo un ademán, como para barrer mis argumentos.
-Adelante -gruñó-. Sigue vendiéndome la moto. Me importa un comino lo que digas. -Sacó el sillón de detrás de su escritorio y se dejó caer en él antes de continuar-:
Yo haré mi pronóstico de la demanda eléctrica basándome en lo que creo, no en ningún estudio económico de vuestra cocina -y tomó un lápiz y se puso a garabatear en un bloc.
Era un desafío que yo no podía pasar por alto. Me planté delante de su escritorio.
-Vas a quedar como un necio si yo presento lo que todo el mundo espera, un boom como el de la fiebre del oro de California, y tú presentas un crecimiento de la demanda eléctrica comparado con el de Boston en la década de 1960. Golpeó el escritorio con el lápiz y me lanzó una ojeada furibunda.
-¡Falta de escrúpulos! ¡Eso es lo que es! Tú ... todos vosotros ... -se corrigió con un aspaviento que abarcaba la totalidad de los despachos-, habéis vendido el alma al diablo. Estáis en esto por la pasta y nada más. Y ahora... - forzó una mueca y se llevó la mano bajo la camisa -. ¡Ahora desconecto mi audífono y me vuelvo a mi trabajo!
Yo temblaba de pies a cabeza. Salí de estampida y enfilé hacia el despacho de Charlie. A medio camino, sin embargo, me detuve lleno de incertidumbre. Volví sobre mis pasos y continué escaleras abajo para salir a la luz vespertina. La bañista acababa de salir del canal ciñéndose el sarong y el hombre había desaparecido. Unos chicos chapoteaban en el canal chillando y echándose agua. Una vieja, sumergida hasta las rodillas, se cepillaba los dientes, y otra se dedicaba a hacer la colada. Sentí un nudo en la garganta. Me senté sobre una losa rota de hormigón, procurando no hacer caso de la pestilencia del canal mientras intentaba contener las lágrimas, me pregunté por qué me sentía tan abatido.
Estáis en esto por la pasta. Las palabras de Howard resonaban en mi cabeza. Había puesto el dedo en la llaga. Los chicos siguieron bañándose y cortando el aire con sus risas estridentes. ¿Qué hacer?, me pregunté. ¿Llegaría yo a vivir alguna vez tan despreocupado como aquellos muchachos? Las dudas me atormentaban mientras contemplaba la feliz inocencia de sus juegos, al parecer inconscientes del riesgo que corrían bañándose en aquellas aguas fétidas. Apareció un anciano encorvado que se apoyaba en su garrote. Al ver a los chicos detuvo su paseo por la orilla del canal y sonrió con su boca desdentada.
Quizá debería confiarme a Howard, pensé. Juntos, tal vez podríamos alcanzar una solución. Al instante me sentí aliviado. Recogí un guijarro y lo lancé al canal. Al disiparse la agitación del agua, sin embargo, se extinguió también mi optimismo. Sabía que era imposible. Howard era un viejo amargado. Como no tenía ya ninguna oportunidad de promoción, para qué iba a dar su brazo a torcer. En cambio yo era joven, estaba empezando y desde luego no tenía ninguna intención de acabar como él.
Mientras contemplaba el maloliente canal evoqué una vez más las imágenes del instituto en la colina, allá en New Hampshire, donde pasé los veranos a solas mientras los demás asistían invitados a los bailes de las chicas que se presentaban en sociedad. Poco a poco fui comprendiendo que, una vez más, no tenía a nadie en quien confiar. Aquella noche, tumbado en la cama, permanecí largo rato recordando a las personas que habían intervenido en mi vida. Howard, Charlie, Claudine, Ann, Einar, el tío Frank. Me preguntaba qué habría sido de mí si no las hubiese conocido. Una cosa era segura: que no me hallaría en Indonesia. También me interrogaba acerca de mi futuro. ¿A dónde me llevaría todo aquello? Medité sobre la decisión que se me planteaba. Según había dejado bien claro Charlie, se esperaba que Howard y yo planteásemos un crecimiento anual del 17 por ciento como mínimo. ¿Qué tipo de pronóstico iba a presentar yo?
De súbito se me ocurrió una idea que me tranquilizó. ¡Cómo no se me había ocurrido antes! La decisión no era de mi incumbencia. ¿No había dicho Howard que haría lo que él considerase justo, con independencia de mis conclusiones? Yo podía complacer a mis jefes presentando un crecimiento económico elevado, y él decidiría lo que le pareciese. Mi trabajo no tendría ninguna influencia en el plan maestro. Todo el mundo hacía hincapié en la importancia de mi función, pero estaban equivocados. Sentí que se desprendía de mis hombros un peso enorme, y me quedé profundamente dormido.
Pocos días más tarde, Howard cayó enfermo de una grave infección. Lo llevamos de urgencias al hospital de la misión católica. Los médicos le recetaron fármacos pero recomendaron su evacuación inmediata a Estados Unidos. Él nos aseguró que tenía ya todos los datos necesarios y que completaría el estudio de cargas en Boston. Sus palabras de despedida para mí fueron una repetición de su anterior advertencia. «No hay necesidad de maquillar los números -dijo-. Di lo que quieras sobre los milagros del desarrollo económico, pero yo no voy a ser cómplice de esa estafa.»
Mi papel de inquisidor
Según nuestros contratos con las autoridades indonesias, el Asian Development Bank y USAID, una persona de nuestro equipo debía inspeccionar los principales núcleos habitados de la región abarcada por el plan maestro. Fui nombrado para encargarme de esta misión. Como dijo Charlie: «Has sobrevivido en la Amazonia, así que ya sabes cómo arreglártelas entre insectos, serpientes y agua no potable».
Junto a mi chófer y un intérprete visité muchos lugares espléndidos y me alojé en sitios bastante lúgubres. Hablé con los hombres de negocios y los dirigentes políticos locales y escuché sus opiniones sobre las perspectivas de desarrollo económico. No obstante, me pareció notar una cierta reticencia a compartir información conmigo. Era como si les intimidase mi presencia. Por norma me decían que tenían que consultarlo con sus jefes, con las agencias de la administración o con los despachos centrales de sus empresas en Yakarta. Llegué a sospechar si existía algún tipo de conspiración de silencio contra mí.
Estos desplazamientos solían ser breves, de dos o tres días como mucho. Entre uno y otro yo regresaba al Wisma de Bandung. La mujer que lo regentaba tenía un hijo algunos años más joven que yo. Se llamaba Rasmon, pero todo el mundo excepto su madre le llamaba Rasy. Estudiaba ciencias económicas en la universidad local y no tardó en manifestar interés por mi trabajo. Intuí que tarde o temprano acabaría pidiéndome un empleo. Al mismo tiempo empezó a enseñarme el indonesio bahasa. La creación de un idioma fácil de aprender había sido la primera preocupación del presidente Sukarno cuando consiguió librar a Indonesia de los holandeses. En ese archipiélago se hablan más de 350 lenguas y dialectos.1
Sukarno comprendió que su país necesitaba un lenguaje común a fin de unificar a los pobladores de las numerosas islas y culturas. Para ello contrató a un equipo internacional de lingüistas, y el indonesio bahasa fue el resultado, con muy buena fortuna, por cierto. Basado en el malayo, evitaba buena parte de las conjugaciones, los verbos irregulares y otras complicaciones características de muchas lenguas naturales. A comienzos de la década de 1970 lo hablaba la mayoría de los indonesios, aunque estos seguían empleando el javanés y los demás dialectos locales dentro de sus respectivas comunidades. Rasy era un maestro estupendo, con gran sentido del humor, y comparado con el shuar, o incluso el español, el estudio del bahasa resultaba fácil.
Rasy tenía un ciclomotor y se empeñó en mostrarme su ciudad y su gente. «Voy a enseñarte un aspecto de Indonesia que todavía no has visto», me prometió una tarde, invitándome a montar detrás de él en su máquina. Pasamos por teatrillos de sombras, orquestas de instrumentos tradicionales, escupefuegos, malabaristas y buhoneros que vendían toda clase de artículos, desde música americana de contrabando hasta las más curiosas artesanías indígenas. Por fin aterrizamos en una minúscula cafetería poblada de hombres y mujeres jóvenes cuya indumentaria, sombreros y peinado habrían quedado perfectos en un recital de los Beatles a fines de la década de 1960. Pero todos ellos eran inconfundiblemente indonesios. Rasy me presentó a un grupo que ocupaba una de las mesas, y que nos hizo un hueco.
Todos hablaban inglés con mayor o menor soltura, pero agradecieron y elogiaron mis esfuerzos por expresarme en bahasa. Abordando el tema con franqueza me preguntaron por qué los estadounidenses nunca se tomaban la molestia de aprender su idioma. No supe qué contestar. Ni conseguía explicarme por qué era yo el único americano o europeo en aquella parte de la ciudad, cuando pululaban tantos de ellos en el Golf and Racket Club, los restaurantes finos, los cines y los supermercados de lujo.
Esa noche la recordaré toda la vida. Rasy y sus amigos me trataron como a uno de los suyos. Experimenté una sensación de euforia al hallarme allí compartiendo su ciudad, su comida y su música, aspirando el humo de los cigarrillos de clavo y otros aromas característicos de sus vidas, bromeando y riendo con ellos. Era como volver al Peace Corps y me pregunté qué me había hecho querer viajar en primera clase y alejarme de personas como aquéllas. Conforme avanzaba la velada empezaron a tirarme de la lengua, deseosos de conocer mis opiniones sobre su país y sobre la guerra que estábamos haciendo en Vietnam. Todos se manifestaron escandalizados por lo que llamaban «una invasión ilegal» y muy aliviados al comprobar que yo compartía sus puntos de vista. Cuando regresamos era tarde y el parador estaba a oscuras. Le agradecí
efusivamente a Rasy que me hubiese invitado a su mundo y él me dio las gracias por haber hablado con franqueza a sus amigos. Prometimos repetirlo en otra ocasión, nos despedimos con un abrazo y nos encaminamos a nuestras respectivas habitaciones.
Esta experiencia con Rasy despertó mi interés por pasar más tiempo lejos de mis colegas de MAIN. La mañana siguiente tenía prevista una reunión con Charlie. Le conté mis dificultades para obtener información de los dirigentes locales. Además, muchas de las estadísticas que yo necesitaba para desarrollar las predicciones económicas se encontraban sólo en los despachos oficiales de Yakarta. En consecuencia, ambos convinimos que yo debía pasar en la capital una o dos semanas. Charlie me expresó su pesar por verme obligado a abandonar Bandung para sumergirme en el bochorno de la metrópoli y yo fingí aceptarlo de mala gana. En mi fuero interno, sin embargo, aguardaba con impaciencia la oportunidad de pasar algún tiempo a solas, explorar Yakarta y alojarme en el elegante hotel Intercontinental Indonesia. Pero cuando llegué a Yakarta descubrí que ahora lo contemplaba todo desde una perspectiva diferente. La velada en compañía de Rasy y los jóvenes indonesios, así como mis viajes por el país, me habían cambiado. Por otra parte, también veía bajo una luz diferente a mis compatriotas. Las jóvenes americanas me parecían menos atractivas. La valla metálica que rodeaba el recinto de la piscina y las rejas de hierro en las ventanas de las plantas inferiores ahora cobraban para mí un aspecto ominoso, cuando antes apenas había reparado en ellas. La comida de los lujosos restaurantes del hotel empezó a parecerme insípida. Y otra cosa más. Durante mis reuniones con los dirigentes políticos y empresariales había observado algunos detalles sutiles del trato que me dispensaban. Detalles a los que no había concedido importancia al principio, pero que ahora veía como indicios de que les molestaba mi presencia. Por ejemplo, cuando uno de ellos me presentaba a otro, solía utilizar palabras en bahasa que según mi diccionario se traducían por inquisidor e interrogador.
Preferí ocultarles mi conocimiento del idioma (incluso mi intérprete estaba convencido de que yo sólo sabía recitar un par de frases convencionales) y me compré un buen diccionario bahasa-inglés, que consultaba con frecuencia tan pronto como salía de las reuniones. Pensé si aquellos apelativos serían coincidencias idiomáticas o interpretaciones mías equivocadas de las acepciones del diccionario. Intenté persuadirme de que era esto último. Pero, cuanto más tiempo pasaba reunido con aquellas gentes, más me convencía de que yo era para ellas un intruso, aunque hubiesen recibido órdenes superiores de cooperar conmigo y no tuviesen más remedio que soportarme.
Yo no sabía si esas órdenes procedían de algún funcionario del gobierno, de un banquero, de un general o de la embajada estadounidense. Sólo sabía que, por mucho que me recibiesen en sus despachos, me ofreciesen té y contestasen cortesmente a mis preguntas, en el fondo quedaba una sombra de resignación y de rencor.
Empezaba a dudar también de sus contestaciones a mis preguntas y de la validez de sus datos. Por ejemplo, yo nunca podía presentarme por las buenas en los despachos con mi intérprete. Era obligado concertar cita previa. Lo cual, en sí, no constituía ningún hecho extraño, aunque implicase para mí unas pérdidas de tiempo enormes. Como los teléfonos casi nunca funcionaban, era preciso lanzarse a la caótica circulación de aquel laberinto de calles, cuyo trazado era tan complicado que a veces tardábamos una hora en llegar a unos edificios situados a menos de un kilómetro de distancia. Y una vez allí, nos obligaban a cumplimentar unos impresos. Al cabo de un rato, a lo mejor hacía acto de presencia un secretario, quien, sonriendo educadamente —siempre con esa sonrisa cortés tan característica de los javaneses— me preguntaba qué tipo de información venía a solicitar. Y, al final me daban día y hora para la entrevista.
Invariablemente, esa fecha quedaba para varios días más tarde y, cuando por fin lograba hacerme recibir, se limitaban a entregarme una carpeta con materiales preparados de antemano. Los industriales me comunicaban sus programaciones a cinco y diez años. Los banqueros ofrecían gráficos y tablas. Y los funcionarios oficiales tenían listas de los proyectos a punto de emerger de las oficinas técnicas para convertirse en motores del crecimiento económico. Todo lo que transmitían esos capitanes de la industria y de la autoridad pública, y todo lo que manifestaban durante las entrevistas, tendía a indicar que Java se disponía a abordar el boom posiblemente más grande que ninguna economía hubiese conocido antes. Nadie, ni uno solo, cuestionó nunca esa premisa ni me ofreció ninguna información de signo negativo.
Mientras regresaba a Bandung, sin embargo, yo iba lleno de dudas en cuanto a estas experiencias, en cuyo trasfondo se adivinaba algo muy inquietante. Era como si todo lo que estábamos haciendo en Indonesia fuese una especie de juego sin relación con la realidad. Más bien como una partida de póquer, las cartas ocultas y todos desconfiando de las informaciones que intercambiábamos. Pero ésta era una partida a muerte, pues de sus resultados iban a depender millones de vidas durante los próximos decenios.
Continúa aquí.
NOTAS
1. Theodore Friend, Indonesian Destinies, The Belknap Press of Harvard, Cambridge (Massachusetts) y Londres, 2003, p. 5.
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