Viene de aquí.
PRIMERA PARTE
1963-1971
Nace un gángster económico
Todo empezó de forma bastante inocente. Yo fui hijo único, nacido en 1945 de una familia de clase media. Mis progenitores, yanquis de Nueva Inglaterra con tres siglos de solera, eran republicanos acérrimos que habían heredado de muchas generaciones de antepasados puritanos sus actitudes moralizantes y estrictas. En sus respectivas familias, habían sido los primeros en recibir estudios superiores gracias a las becas. Mi madre era profesora de latín en un instituto. Mi padre participó en la Segunda Guerra Mundial como teniente de navío al mando de la dotación militar de uno de aquellos mercantes-cisterna altamente inflamables que cruzaban el Atlántico. El día que nací en Hanover (New Hampshire), él estaba en un hospital de Texas curándose una fractura de cadera. Cuando lo conocí, yo había cumplido ya un año.
Una vez de vuelta a New Hampshire, consiguió plaza de profesor de idiomas en Tilton School, un internado para chicos de la comarca. El campus estaba orgullosamente -algunos dirían arrogantemente encaramado en lo alto de una colina que dominaba el pueblo de su mismo nombre. Era una institución exclusiva, que sólo admitía unos cincuenta alumnos en cada curso desde el grado noveno hasta el duodécimo. La mayoría de los estudiantes eran vástagos de familias adineradas de Buenos Aires, Caracas, Bastan y Nueva York.
En mi familia no teníamos dinero, pero desde luego tampoco nos considerábamos pobres. Aunque el instituto pagaba muy poco a sus profesores, teníamos cubiertas todas nuestras necesidades gratis: la comida, la vivienda, la calefacción, el agua y los trabajadores que segaban nuestro césped y quitaban la nieve delante de nuestra puerta. Desde que cumplí cuatro años empecé a comer en el comedor de la escuela elemental, hice de recogepelotas para los equipos de fútbol que entrenaba mi padre y repartí toallas en los vestuarios.
Decir que los profesores y sus esposas se consideraban superiores al resto de sus convecinos sería quedarse corto. Mis padres solían bromear diciendo que ellos eran los señores feudales y amos de aquellos palurdos, es decir, de la gente de la población. Yo sabía que no lo decían del todo en broma. Los amigos que hice en el parvulario y en la escuela elemental pertenecían a esa clase de los palurdos. Eran muy pobres. Sus padres eran labradores, leñadores y trabajadores del textil. Transpiraban hostilidad contra «esos señoritos de allá arriba». En correspondencia, y a su debido tiempo, mi padre y mi madre quisieron disuadirme de tratar con las muchachas del pueblo, «pendones» y «zorras» según ellos. Pero yo había compartido lápices y cuadernos con esas chicas desde el primer grado, y en el transcurso de los años me enamoré de tres de ellas: Ann, Priscilla y Judy. Me costaba compartir el punto de vista de mis padres. No obstante, me plegaba a su voluntad.
Todos los veranos pasábamos los tres meses de vacaciones de mi padre en una cabaña que construyó mi abuelo en 1921 a orillas de un lago. Estaba rodeada de bosque, y por la noche oíamos las lechuzas y los pumas. No teníamos vecinos. Yo era el único niño en todo el entorno que se pudiese abarcar a pie. Al principio me pasaba los días haciendo como que los árboles eran caballeros de la Tabla Redonda y damas en apuros, llamadas Ann, Priscilla o Judy (según el año). Mi pasión, de eso estaba yo convencido, era tan fuerte como la de Lanzarote por la reina Ginebra... y más secreta todavía.
A los catorce obtuve una beca para estudiar en el Tilton. A instancias de mis padres corté todo contacto con la población, y nunca más vi a mis antiguos amigos. Cuando mis nuevos compañeros marchaban de vacaciones a sus mansiones y a sus apartamentos de verano, yo me quedaba solo en la colina. Sus novias acababan de ser presentadas en sociedad. Yo no tenía novia. No conocía a ninguna chica que no fuese una «zorra». Había dejado de tratar con ellas, y ellas me olvidaron. Estaba solo y tremendamente frustrado.
Mis padres eran unos maestros de la manipulación. Me aseguraban que yo era un privilegiado por gozar de tan magnífica oportunidad, y que algún día lo agradecería. Encontraría a la esposa perfecta, a la mujer capaz de satisfacer nuestras elevadas normas morales. Yo hervía por dentro. Necesitaba compañía femenina y sexo. No dejaba de pensar en las llamadas «zorras».
En vez de rebelarme, reprimí la rabia y expresé mi frustración procurando destacar en todo. Fui matrícula de honor, capitán de dos equipos deportivos del instituto y director del periódico estudiantil. Estaba decidido a darles una lección a aquellos pijos compañeros míos, y a volver las espaldas para siempre al Tilton. Durante el último curso conseguí una beca como deportista para Brown y otra por calificaciones para Middlebury. Preferí Brown, sobre todo porque me atraían más los deportes... y porque estaba ubicada en una ciudad. Mi madre era licenciada por Middlebury y mi padre se había sacado allí su título de máster, así que ellos preferían Middlebury, y eso que Brown era una de las universidades privadas de más prestigio.
-Y si te rompes una pierna, entonces ¿qué? -me preguntó mi padre-. Es mejor aceptar la beca por calificaciones. Yo me resistía. A mi modo de ver, Middlebury no era más que una versión aumentada y corregida del instituto Tilton, sólo que no estaba en la parte rural de New Hampshire sino en la parte rural de Vermont. Cierto que era mixta, pero yo me vería pobre, y ricos a casi todos los demás. Por otra parte, hacía cuatro años que no trataba con compañeras del género femenino. Me faltaba aplomo, me sentía descolocado y avergonzado. Le supliqué a papá que me permitiera saltarme un año, o dejarlo. Quería mudarme a Bastan, vivir la vida, conocer mujeres. Él dijo que ni hablar. «¿Cómo haré creer que preparo para la universidad a los hijos de otros, si no soy capaz de hacer que se ponga a estudiar el mío?», se preguntaba.
Con el tiempo he comprendido que la vida se compone de una serie de coincidencias. Todo depende de cómo reaccionamos a ellas, de cómo ejercitamos eso que algunos llaman libre albedrío. Las opciones que adoptamos dentro de los límites que nos imponen los altibajos del destino determinan lo que somos.
En Middlebury ocurrieron dos coincidencias que tuvieron un papel principal en mi vida. La primera se presentó bajo la forma de un iraní, hijo de un general que era consejero privado del sha; la segunda fue una hermosa joven que se llamaba Ann, lo mismo que mi ídolo de la infancia. El primero, a quien llamaremos en adelante Farhad, había sido futbolista profesional en Roma. Estaba dotado de una constitución atlética, pelo negro ensortijado, ojos grandes de mirada aterciopelada y unos modales y un carisma que lo hacían irresistible para las mujeres. Lo contrario de mí en muchos aspectos. Me esforcé mucho por conquistar su amistad, y él me enseñó muchas cosas que me fueron muy útiles en los años venideros. También conocí a Ann. Aunque salía en serio con un muchacho que iba a otra universidad, en cierta manera me adoptó. Nuestra relación platónica fue el primer amor auténtico que yo había conocido.
Farhad me animó a beber, a frecuentar las fiestas, a no hacer caso de mis padres. Deliberadamente había decidido abandonar los estudios, romperme la pierna académica para rebatir el argumento de mi padre. Mis calificaciones cayeron en picado y perdí la beca. En mitad del segundo año decidí dejar la universidad. Mi padre me amenazó con el repudio, mientras Farhad me incitaba. Irrumpí en el despacho del decano y me despedí de la institución. Fue un momento crucial de mi vida.
Farhad y yo celebramos en un bar de la ciudad mi última noche de universitario. Un granjero borracho, un coloso de hombre, se encaró conmigo porque según él estaba guiñándole el ojo a su esposa. Me levantó en vilo y me arrojó contra la pared. Farhad se interpuso, sacó una navaja y le rajó la mejilla al campesino. Luego cruzó el local conmigo a rastras y escapamos por una ventana para salir a una comisa de roca que se asomaba al Otter Creek. Saltamos, y siguiendo por la orilla del río conseguimos regresar a la residencia. La mañana siguiente, cuando me interrogó el servicio de orden, mentí y negué tener ningún conocimiento del incidente. Pero a Farhad lo expulsaron de todos modos. Juntos nos mudamos a Boston, donde compartimos un apartamento. Conseguí empleo en las oficinas de unos periódicos de Hearst, Record American/Sunday Advertiser, donde ingresé como adjunto al redactor jefe del Sunday Advertiser. Más tarde, aquel mismo año de 1965, varios de mis amigos de la redacción recibieron la tarjeta de reclutamiento. Para evitar un destino similar me matriculé en la Escuela de Administración de Empresas de Boston. Para entonces Ann había roto con su antiguo novio y bajaba a menudo desde Middlebury para estar conmigo. Atención que desde luego mereció mi agradecimiento. Ella se licenció en 1967, cuando a mí todavía me faltaba un año para terminar en la EADE de Boston, y se negó rotundamente a venirse a vivir conmigo antes de casarnos. Yo bromeaba diciendo que esto era un chantaje, y en efecto me sentí un poco extorsionado por lo que, según me parecía, era una prolongación de las arcaicas y mojigatas normas morales de mis padres. Pero lo pasábamos bien juntos y yo deseaba estarlo más, así que nos casamos.
El padre de Ann era un ingeniero brillante que había puesto a punto el sistema automático de navegación para una importante categoría de misiles, lo que le valió un alto cargo en el Departamento Naval. Su mejor amigo, un hombre al que Ann llamaba tío Frank (no era Frank, pero le llamaremos así en este libro), era un ejecutivo del máximo nivel en la Agencia Nacional de Seguridad (National Security Agency, NSA), el menos conocido y en muchos aspectos el más importante de los servicios de espionaje estadounidenses.
Poco después de nuestro matrimonio los militares me llamaron para la revisión física, que pasé, de modo que me enfrentaba a la perspectiva de ir destinado al Vietnam una vez terminase los estudios. La idea de pelear en el Sudeste asiático me desgarraba emocionalmente, aunque la guerra siempre me ha fascinado. A mí me amamantaron con las historias de mis antepasados de la época colonial, entre los cuales figuran patriotas como Thomas Paine y Ethan Allen, y había visitado en Nueva Inglaterra y en el Estado de Nueva York todos los escenarios de las batallas que se recuerdan de las guerras del francés, contra los indios y de la Independencia contra los ingleses. A decir verdad, cuando intervinieron en el Sudeste asiático las primeras unidades de fuerzas especiales del ejército estuve a punto de alistarme. Pero luego fui cambiando de opinión, a medida que los medios de comunicación denunciaban las atrocidades y las contradicciones de la política estadounidense. A menudo me preguntaba de parte de quién se habría colocado Paine. Estaba seguro de que habría abrazado la causa de nuestro enemigo el Vietcong.
Fue tío Frank quien me sacó del apuro, al decirme que un empleo en la NSA permitía solicitar prórroga y aplazar la entrada en el servicio militar. Gracias a su mediación fui entrevistado varias veces en su agencia, incluida una penosa jornada de interrogatorios bajo el detector de mentiras. A mí se me dijo que esas pruebas servirían con el fin de determinar mi idoneidad para ser reclutado y entrenado por la NSA. En caso afirmativo suministrarían además un perfil de mis puntos fuertes y débiles, que serviría para planificar mi carrera. Dada mi actitud en cuanto a la guerra de Vietnam, yo estaba seguro de no pasar las pruebas. Cuando me lo preguntaron, confesé que en mi condición de ciudadano leal a su país yo estaba en contra de la guerra. Quedé sorprendido cuando los entrevistadores no insistieron en este punto y prefirieron interrogarme sobre mi formación, mis actitudes para con mis padres y las emociones que había suscitado en mi el hecho de haberme criado como un puritano pobre entre muchos señoritos ricos y hedonistas. Exploraron también mi frustración por la falta de mujeres, de sexo y de dinero en mi vida, así como el mundo de fantasías en que me había refugiado a consecuencia de ello. También me extrañó la curiosidad que les mereció mi relación con Farhad y el interés que suscitó mi voluntad de mentirle a la policía del campus con tal de proteger a mi amigo.
Al principio supuse que todos estos detalles les parecerían negativos y motivarían el rechazo de mi candidatura a entrar en la NSA. Pero las entrevistas, a pesar de ello, continuaron. No fue hasta varios años más tarde cuando comprendí que, con arreglo a los criterios de la NSA, aquellos resultados negativos habían sido positivos en realidad. Para la evaluación de ellos, no importaba tanto la supuesta lealtad a mi país como el conocimiento de las frustraciones de mi vida. El resentimiento contra mis progenitores, la obsesión con las mujeres y el afán de darme la gran vida eran los anzuelos donde ellos podían prender su cebo. Yo era seducible. Mi determinación de sobresalir en las clases y en los deportes, la insubordinación definitiva contra mi padre, la capacidad para avenirme con personas extranjeras y la facilidad para mentirle a la policía respondían precisamente a las cualidades que ellos buscaban.
Más tarde supe también que el padre de Farhad trabajaba para los servicios de inteligencia estadounidenses en Irán. Por tanto, mi amistad con aquél debió constituir un punto importante a mi favor.
Algunas semanas después de estas pruebas en la NSA, se me ofreció un empleo para iniciar mi formación en el arte del espionaje. Debía incorporarme tan pronto como recibiese el diploma de la EADE, para lo que me faltaban varios meses. No obstante, y cuando aún no había aceptado oficialmente esta oferta, obedeciendo a un impulso me apunté a un seminario que daba en la Universidad de Boston un reclutador del Peace Corps (Cuerpo de Paz). Uno de los «ganchos» que utilizaba era que el ingreso en el Peace Corps, lo mismo que los empleos de la NSA, servía de pretexto para prorrogar la incorporación a filas. Mi decisión de participar en el seminario fue una de esas coincidencias a las que no se atribuye importancia en su momento, pero cuyas consecuencias cambian luego la vida de una persona. El reclutador describió varios lugares del mundo especialmente necesitados de voluntarios. Uno de ellos era la selva amazónica, donde, según señaló, los pueblos indígenas seguían viviendo casi como los nativos de Norteamérica en tiempos de la llegada de los europeos.
Yo siempre había soñado vivir como los abnaki, los pobladores aborígenes de New Hampshire en la época en que se establecieron allí mis antepasados. Sabía que llevaba en mis venas un poco de sangre abnaki, y deseaba conocer las costumbres de aquellas gentes y la vida en los bosques que había sido tan familiar para ellos. Fui a hablar con el reclutador después de su charla y le interrogué en cuanto a la posibilidad de ser destinado a la Amazonia. Él me aseguró que hacían falta muchos voluntarios para esa región, y que podía contar con una gran probabilidad de ser admitido. Llamé a tío Frank. Con no poca sorpresa por mi parte, tío Frank me animó a considerar esa posibilidad. En plan confidencial me dijo que después de la caída de Hanoi, que muchos en posiciones similares a la suya daban por cierta en aquellos tiempos, la Amazonia iba a pasar al primer plano del interés. «Está que rebosa de petróleo -dijo-. Necesitaremos buenos agentes ahí, individuos que sepan entender a los nativos.» Me aseguró que el servicio en el Peace Corps sería un entrenamiento excelente para mí, y me instó a que procurase dominar cuanto antes la lengua española así como varios dialectos indígenas. «Es posible que acabes al servicio de una compañía privada, no del gobierno», dijo con sorna.
En aquel entonces no comprendí lo que había querido decir con estas palabras. Estaba siendo ascendido de espía a agente del gangsterismo económico, aunque aún no hubiese oído jamás esa expresión, y aún iba a tardar varios años más en oírla por primera vez. Desconocía por completo la existencia de cientos de hombres y mujeres que, repartidos por todo el mundo, trabajaban por cuenta de consultarías y otras empresas privadas, sin recibir nunca ni un centavo de salario de ninguna agencia gubernamental, pero sirviendo, no obstante, a los intereses del imperio. Ni podía adivinar entonces que hacia el fin del milenio iban a ser miles los representantes de una nueva especie, denominada más eufemísticamente, y que yo iba a representar un papel señalado en el crecimiento de semejante ejército.
Ann y yo solicitamos el ingreso en el Peace Corps y ser destinados a la Amazonia. Cuando nos llegó el aviso de incorporación, al principio sufrí un fuerte desengaño. La carta decía que íbamos destinados al Ecuador. ¡No, caramba!, pensé. Yo había solicitado la Amazonia, no África. Fui a buscar un atlas, para mirar dónde quedaba Ecuador. Cuál no sería mi contrariedad al no localizarlo en el continente africano. En el índice, sin embargo, descubrí que estaba en Latinoamérica. Y en el mapa pude ver la red fluvial que bajaba desde los glaciares andinos hasta el poderoso Amazonas. Otras lecturas me aseguraron que las selvas ecuatorianas figuraban entre las más variadas y formidables del mundo, y que sus pobladores indígenas continuaban viviendo como habían venido haciéndolo durante miles de años. De modo que aceptamos.
Ann y yo pasamos la instrucción para el Peace Corps en el sur de California. En septiembre de 1968 partimos hacia Ecuador. En la Amazonia convivimos con los shuar, cuyo estilo de vida, efectivamente, se asemejaba al de los aborígenes de Norteamérica en la época precolombina. También trabajamos en los Andes con los descendientes de los incas.
Estaba yo descubriendo un aspecto del mundo cuya existencia ni siquiera sospechaba. Hasta entonces, los únicos latinoamericanos que yo había visto eran los señoritos ricos que asistían a las clases de mi padre en el instituto. Descubrí que me caían bien aquellos nativos cazadores y agricultores. Me sentía extrañamente emparentado con ellos, y por alguna razón me recordaban a los pueblerinos que había dejado en mi país.
Hasta el día que apareció en la pista de aterrizaje comarcal un individuo en traje de ciudad. Era Einar Greve, vicepresidente de la Chas. T. Main Inc. (MAIN), consultoría internacional que practicaba una política empresarial de gran discreción. Por entonces, estaba encargado de estudiar si el Banco Mundial debía prestar a Ecuador y países limítrofes los miles de millones de dólares necesarios para la construcción de embalses hidroeléctricos y otras infraestructuras. Además, Einar era coronel de la Reserva estadounidense.
Para empezar, se puso a hablarme de las ventajas de trabajar para una compañía como MAIN. Cuando mencioné que había sido admitido por la NSA antes de ingresar en el Peace Corps, y que estaba considerando la posibilidad de incorporarme a aquélla, él puso en mi conocimiento que algunas veces actuaba de enlace con la NSA. Mientras lo decía, me miraba de una manera que me hizo sospechar que venía con el encargo de evaluar mi capacidad, entre otras cosas. Hoy creo que estaba poniendo al día mi perfil y, sobre todo, tratando de calibrar mis aptitudes para sobrevivir en unos entornos que la mayoría de mis compatriotas juzgarían hostiles.
Pasamos juntos un par de días en el Ecuador y luego seguimos en contacto por correo. Él me había pedido que le enviase informes sobre las perspectivas económicas del país. Yo tenía una pequeña máquina de escribir portátil y me gustaba escribir, de manera que atendí su petición con mucho gusto. En el plazo de un año le envié a Einar unas quince cartas bastante extensas. En ellas especulaba sobre el porvenir económico y político del Ecuador y comentaba la creciente intranquilidad de las comunidades indígenas enfrentadas a las compañías petroleras, a las agencias internacionales de desarrollo y a otras tentativas de introducirlos en el mundo moderno aunque fuese a puntapiés.
Cuando nuestra toumée con Peace Corps finalizó, Einar me invitó a una entrevista de empleo en la sede central que tenía MAIN en Boston. En una conversación privada conmigo subrayó que, si bien el negocio principal de MAIN eran los proyectos de ingeniería, últimamente su principal cliente, el Banco Mundial, venía indicándole que contratase a economistas a fin de elaborar los pronósticos económicos indispensables para determinar la viabilidad y la magnitud de los mencionados proyectos. Y me confesó que antes de hablar conmigo había contratado a tres economistas muy cualificados, de credenciales impecables: dos profesores y un licenciado. Pero habían fracasado miserablemente.
-Ninguno de ellos estaba en condiciones de elaborar proyecciones económicas sobre países donde no se cuenta con estadísticas fiables explicó Einar. Además, siguió diciendo, ninguno de ellos había aguantado hasta la fecha de expiración de sus contratos, cuyas condiciones incluían desplazamientos a lejanas regiones de países como Ecuador, Indonesia, Irán y Egipto para entrevistar a los dirigentes locales e inspeccionar personalmente las perspectivas de desarrollo económico. Uno de ellos sufrió una crisis nerviosa en una remota aldea panameña. La policía del país tuvo que escoltarlo hasta el aeropuerto y meterlo en el avión de regreso a Estados Unidos.
-Las cartas que enviaste me dieron a entender que no se te caen los anillos y que sabes buscar datos cuando no están disponibles. Y después de ver tus condiciones de vida en el Ecuador, creo que podrás sobrevivir casi en cualquier parte. Por último, me contó que había despedido ya a uno de aquellos economistas, y que estaba dispuesto a hacer lo mismo con los otros dos si yo aceptaba su ofrecimiento.
Así fue como, en enero de 1971, me vi candidato a un empleo de economista en MAIN. Acababa de cumplir veintiséis años, la edad mágica a la que ya no podía alcanzarme la tarjeta de reclutamiento. Lo consulté con Ann y su familia. Ellos me animaron a aceptarlo, en lo que me pareció notar la influencia del tío Frank. Entonces recordé su comentario sobre la posibilidad de acabar trabajando para una compañía privada. Sobre esto nunca se comentó nada de manera explícita, pero tuve la convicción de que mi empleo en MAIN era consecuencia de las disposiciones tomadas por tío Frank tres años antes, sumando mis experiencias en Ecuador y mi disposición para enviar informes sobre la situación económica y política del país.
Sentí vértigo durante varias semanas y andaba por ahí con el ego bastante henchido. Yo sólo tenía una licenciatura por la Universidad de Boston, poca cosa para ingresar en el servicio de estudios económicos de tan empingorotada consultoría. Muchos ex compañeros míos de Boston rechazados por los militares y que habían continuado estudios hasta el máster y otros títulos de tercer ciclo se morirían de envidia cuando lo supieran. Me veía a mí mismo como brillante agente secreto destinado en países exóticos, acostado en una tumbona al lado de la piscina de mi hotel de lujo, el martini en la mano y rodeado de espectaculares mujeres en bikini. Eran sólo fantasías, pero más tarde hallé que contenían algún elemento verdadero. Aunque Einar me había contratado como economista, pronto descubrí que mi verdadera misión iba mucho más allá, y se asemejaba mucho más a las de James Bond de lo que parecía a primera vista.
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