Solzhenitsyn

“Los dirigentes bolcheviques que tomaron Rusia no eran rusos, ellos odiaban a los rusos y a los cristianos. Impulsados por el odio étnico torturaron y mataron a millones de rusos, sin pizca de remordimiento… El bolchevismo ha comprometido la mayor masacre humana de todos los tiempos. El hecho de que la mayor parte del mundo ignore o sea indiferente a este enorme crimen es prueba de que el dominio del mundo está en manos de sus autores“. Solzhenitsyn

Izquierda-Derecha

El espectro político Izquierda-Derecha es nuestra creación. En realidad, refleja cuidadosamente nuestra minuciosa polarización artificial de la sociedad, dividida en cuestiones menores que impiden que se perciba nuestro poder - (La Tecnocracia oculta del Poder)

viernes, 16 de julio de 2010

Confesiones de un gangster económico (VII): Panamá

Viene de aquí.

Presidente y héroe de Panamá

Aterricé en el aeropuerto internacional Tocumen de Panamá una noche de abril de 1972, en pleno aguacero tropical. Compartí el taxi con varios ejecutivos más, según era costumbre en aquellos tiempos, y como hablaba español me senté delante, al lado del conductor. Me quedé absorto mirando al frente. A través de la cortina de lluvia, los faros del vehículo iluminaron una valla con el retrato de un hombre de agradables facciones, cejas pobladas y ojos brillantes. Llevaba un sombrero de ala ancha y levantada gallardamente a un lado. Lo conocía. Era Omar Torrijos, el héroe del Panamá moderno.

Había preparado este viaje a mi manera acostumbrada, visitando la sala de lectura de la biblioteca pública de Boston. No ignoraba que una de las razones de la popularidad de Torrijos entre los suyos era su firme defensa tanto de la autodeterminación de Panamá como de la reivindicación de la soberanía sobre el Canal. Estaba decidido a evitar que su país, bajo su liderazgo, incurriera de nuevo en los ignominiosos errores de su historia pasada.

Panamá formaba parte de Colombia cuando el ingeniero francés Ferdinand de Lesseps, que había dirigido la construcción del canal de Suez, decidió abrir a través del istmo centroamericano una vía para enlazar los océanos Atlántico y Pacífico. Iniciadas las obras en 1881, el descomunal esfuerzo del francés sufrió una larga serie de catástrofes. Hasta que, en 1889, el proyecto acabó en la quiebra financiera. Pero le inspiró un sueño a Theodore Roosevelt. A comienzos del siglo XX, Estados Unidos exigió que Colombia firmase un tratado que ponía el istmo en manos de un consorcio norteamericano. Los colombianos se negaron.

En 1903, el presidente Roosevelt envió a la zona el acorazado Nashville. Los soldados estadounidenses desembarcaron, se apoderaron de un popular comandante de la milicia, al que dieron muerte y declararon la independencia de Panamá. Quedó instaurado un gobierno títere y firmado el primer Tratado del Canal. Establecía una zona estadounidense a ambos lados del trazado, legalizaba la intervención militar estadounidense y cedía prácticamente a Washington el control sobre la recién constituida nación «independiente».

Lo más curioso es que el tratado lo firmaron Hay, secretario de Estado, y un ingeniero francés, Philippe Bunau-Varilla, que había sido miembro del equipo inicial, sin intervención de ningún panameño. En esencia, Panamá se independizó de Colombia en beneficio de Estados Unidos, en un acuerdo rubricado por un estadounidense y un francés. Un comienzo profético, si lo miramos retrospectivamente.1

Durante más de un siglo, Panamá estuvo regido por una oligarquía de familias ricas fuertemente vinculadas a Washington. Eran dictadores de extrema derecha que tomaban todas las disposiciones necesarias para garantizar que su país fomentase los intereses de Estados Unidos. Similares en esto a la mayoría de los dictadores latinoamericanos aliados de Washington, los dirigentes de Panamá entendieron que los intereses de Estados Unidos incluían la represión de cualquier movimiento populista que oliese a socialismo. También prestaron apoyo a la CÍA y la NSA para sus actividades anticomunistas en todo el hemisferio y ayudaron a las grandes compañías estadounidenses como la Standard Oil de Rockefeller y la United Fruit Company (más tarde adquirida por George H. W. Bush).

Evidentemente, esos gobiernos no creían que favoreciese a los intereses de Estados Unidos ninguna mejora del nivel de vida de sus ciudadanos, que vivían en una miseria espantosa o trabajaban prácticamente como - esclavos en las grandes empresas y plantaciones. Las familias dirigentes panameñas recibieron una buena recompensa por su colaboración. Para defenderlas, Estados Unidos intervino militarmente una docena de veces entre la declaración de independencia del país y 1968. Pero en esta fecha, y mientras yo estaba todavía en Ecuador como voluntario del Peace Corps, el rumbo de la historia panameña cambió de pronto. Un golpe de Estado derribó a Arnulfo Arias, el último de aquel linaje de dictadores, y Ornar Torrijos, aunque no había participado activamente en el golpe (2), llegó a la jefatura del Estado.

Torrijos estaba muy bien considerado entre las clases medias e inferiores de Panamá. Era oriundo de Santiago de Veraguas, donde sus padres fueron maestros de escuela. Hizo una rápida carrera en las filas de la Guardia Nacional, la principal institución militar del país, que durante la década de 1960 contó con un apoyo cada vez más decidido entre las clases pobres. Torrijos tenía fama de escuchar a los desposeídos. Visitaba las calles de las barriadas de chabolas, celebraba mítines en suburbios donde ningún político se atrevía a entrar, trataba de dar trabajo a los desempleados y con frecuencia socorrió con sus propios y limitados recursos a familias golpeadas por la enfermedad o las catástrofes.3

Su amor a la vida y su compasión con la gente traspasaron las fronteras de Panamá. Por iniciativa de Torrijos, el país se convirtió en refugio de perseguidos y concedió asilo a los exiliados de los dos bandos del espectro político, desde izquierdistas de la oposición chilena contra Pinochet hasta prófugos de la guerrilla anticastrista. Muchos lo consideraban un agente de la paz y esa percepción le valió los elogios de todo el hemisferio. También adquirió prestigio como dirigente capaz de salvar las diferencias que destrozaban a tantos otros países latinoamericanos, como Honduras, Guatemala, El Salvador, Nicaragua, Cuba, Colombia, Perú, Argentina, Chile y Paraguay.

Su pequeño país de dos millones de habitantes pasaba por ser un modelo de reforma social y una inspiración para líderes tan diversos como los dirigentes obreros que tramaban el desmembramiento de la Unión Soviética y los militantes islámicos como el libio Moammar al-Gaddafi.4

Aquella primera noche en Panamá, detenidos frente al semáforo y mirando más allá de las ruidosas escobillas del limpiaparabrisas, me impresionó el hombre que sonreía desde el cartel: apuesto, carismático y valeroso. Por las horas pasadas en la biblioteca yo sabía que había hecho honor a sus convicciones. Por primera vez en su historia, Panamá no era un Estado títere de Washington ni de nadie.

Torrijos nunca cedió a las tentaciones ofrecidas por Moscú o Pekín. Creía en la reforma social y en ayudar a los nacidos en la pobreza, pero no era partidario del comunismo. A diferencia de Castro, estaba decidido a independizarse de la tutela estadounidense sin entrar en alianzas con los enemigos de Estados Unidos.

En algún periódico de la hemeroteca me había tropezado con un artículo que elogiaba a Torrijos como el hombre que cambiaría la historia de las Américas invirtiendo la tradicional tendencia a la hegemonía estadounidense. En cuanto a ésta, el autor situaba sus orígenes en la doctrina del «Destino Manifiesto». Es decir, la creencia —muy difundida hacia 1840 entre los estadounidenses — de que la conquista de las tierras norteamericanas obedecía a un designio divino. Era Dios, por tanto, y no el hombre, quien había dispuesto el exterminio de los indios, de los bosques y de los bisontes, la desecación de los pantanos, la canalización de los ríos y la imposición de un sistema económico que requería la explotación incesante del trabajo y de los recursos naturales.

Este artículo me llevó a una serie de reflexiones sobre las actitudes de mi país frente al mundo. La doctrina Monroe de 1823, así llamada por su atribución al presidente James Monroe, se aplicó a la generalización del Destino Manifiesto en las décadas de 1850 y 1860, al afirmar que Estados Unidos disfrutaba de una jurisdicción especial sobre todo el hemisferio, que incluía el derecho a invadir cualquier país de Centroamérica o Suramérica que no se plegase a la política estadounidense. Teddy Roosevelt invocó la doctrina Monroe para justificar la intervención estadounidense en la República Dominicana, y luego en Venezuela y durante la «liberación» de Panamá con respecto a Colombia. Y toda una serie de sucesores, en especial Taft, Wilson y Franklin Roosevelt, utilizaron el mismo argumento en apoyo de la expansión de las actividades panamericanas de Washington hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Durante la segunda mitad del siglo XX se acudió a la amenaza comunista para justificar una nueva generalización del concepto e incluir a países como Vietnam e Indonesia.

Pero ahora, por lo que parecía, un hombre estorbaba las intenciones de Washington. Yo sabía que no era el primero, al haberle precedido otros dirigentes como Castro y Allende, pero sólo Torrijos lo intentaba sin acogerse a la ideología comunista y sin decir que su movimiento fuese una revolución. Lo único que estaba diciendo era que Panamá tenía sus derechos, en particular la soberanía sobre sus gentes, sobre sus tierras y sobre la obra hidráulica que dividía a éstas en dos. Y estos derechos eran tan válidos y de origen tan sagrado como los que pudiese pretender Estados Unidos.

Torrijos protestaba también contra la presencia de la Escuela de las Américas y del centro de instrucción para la guerra tropical del Comando Sur, ambos instalados en la zona del Canal. Durante años, y por invitación de los militares estadounidenses, los dictadores y los presidentes de Latinoamérica enviaron a
sus hijos así como a la oficialidad de sus ejércitos para que se formasen en dichos centros, los más grandes y los mejor equipados fuera del territorio de Estados Unidos. Allí no sólo aprendieron tácticas militares, sino también técnicas de interrogatorio y de lucha clandestina que les servirían para combatir el comunismo y proteger sus propias fortunas así como las de las compañías petroleras y otras corporaciones privadas. La asistencia proporcionaba además la oportunidad de relacionarse con los altos mandos estadounidenses.

Eran unas instituciones odiadas por los latinoamericanos, excepto por la minoría adinerada que se beneficiaba de ellas. Se sabía que allí recibían entrenamiento los escuadrones de la muerte ultraderechistas y los torturadores que habían implantado regímenes totalitarios en tantos países. Torrijos dejó bien sentado que no deseaba tener tales centros de entrenamiento en Panamá... y que consideraba incluida en sus fronteras la zona del Canal.

Al observar al apuesto general del cartel y leer el texto impreso bajo su cara
— «El ideal de Omar es la libertad, y no se ha inventado el misil capaz de matar un ideal»—, sentí un escalofrío. Tuve el presentimiento de que la historia de Panamá durante el siglo XX no iba a terminar tan pronto y de que le esperaban a Torrijos tiempos difíciles y tal vez trágicos.

Mientras la tormenta tropical azotaba el parabrisas, el semáforo se puso en verde y nuestro conductor urgió con el claxon al coche que teníamos delante. Me puse a reflexionar sobre mi propia situación. Se me enviaba a Panamá para cerrar el acuerdo de lo que representaría el primer plan maestro de desarrollo verdaderamente integrado que hubiese realizado MAIN. El plan sentaría las bases para que el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo y USAID invirtiesen miles de millones de dólares en los sectores energético, del transporte y agrícola de ese pequeño pero crucial país. Y todo esto, naturalmente, era un subterfugio para endeudar a Panamá por los siglos de los siglos y restablecer su condición de títere.

Mientras el taxi avanzaba a través de la oscuridad sentí un fuerte remordimiento, pero me apresuré a reprimirlo. ¿Qué me importaba? Yo me había empleado a fondo en Java, había vendido mi alma, y ahora se presentaba la gran oportunidad de mi vida. Podía hacerme rico, famoso e influyente de una sola tacada.

NOTAS

1. Véase David McCullough, 77» Path Between the Seas: The Creation ofthe Panamá Canal 1870-1914, Simón and Schuster, Nueva York, 1999; William Friar, Portrait of the Panamá Canal: From Construction to the Twenty-First Century, Graphic Arts Publishing Company, Nueva York, 1999; Graham Greene, Conversations with the General, Pocket Books, Nueva York,
1984 (hay traducción al castellano: Descubriendo al general, Plaza y Janes, Barcelona, 1984).

2. Véase «Zapata Petroleum Corp.», Fortune, abril de 1958, p. 248; Darwin Payne, Initiative in Energy: Dresser Industries, Inc. 1880-1978, Simón and Schuster, Nueva York, 1979; Steve Pizzo y otros, Inside Job: The Looting of America's Savings and Loans, McGraw-Hill, Nueva York, 1989; Gary Webb, Dark Alliance: The CÍA, the Contras, and the Crack Cocaine Explosión, Steven Stories Press, Nueva York, 1999; Gerard Colby y Charlotte Dennet, Thy Will Be Done, The Conquest of the Amazon: Nelson Rockefeller and Evangelism in the Age of OH, Harper Collins, Nueva York, 1995.

3. Manuel Noriega y Peter Eisner, The Memoirs of Manuel Noriega, America's Prisoner, Random House, Nueva York, 1997; Omar Torrijos Herrera, Ideario, Editorial Universitaria Centroamericana, 1983; Graham Greene, Descubriendo al general, Plaza y Janes, Barcelona, 1984.

4. Graham Greene, Descubriendo al general, Plaza y Janes, Barcelona, 1984; Manuel Noriega y Peter Eisner, The Memoirs of Manuel Moriega, America's Prisoner, Random House, Nueva York, 1997.

Piratas en la zona del Canal

Al día siguiente, las autoridades panameñas me enviaron un guía. Se llamaba Fidel y simpaticé al instante con él. Era alto, delgado y se veía que estaba orgulloso de su país. Su tatarabuelo había combatido al lado, de Bolívar por la independencia frente a España. Yo le conté que era descendiente de Tom Paine y me
complació enterarme de que Fidel había leído Sentido común en español. Hablaba inglés, pero cuando descubrió que yo hablaba su idioma con facilidad se mostró muy emocionado.
—Muchos compatriotas suyos pasan años aquí y nunca se han molestado en aprenderlo —comentó.

Fidel me llevó de paseo a un barrio de la ciudad que reflejaba una prosperidad impresionante. Dijo que se llamaba New Panamá. Mientras contemplábamos los modernos rascacielos de vidrio y acero, me explicó que Panamá tenía más bancos internacionales que ningún otro país al sur del Río Grande.
—A menudo nos llaman la Suiza de las Américas —dijo—. Hacemos muy pocas preguntas a nuestros clientes.

Más tarde, al atardecer y mientras el sol iba cayendo hacia el Pacífico, salimos a una avenida que seguía la curva de la bahía. Se veía una larga fila de barcos anclados. Le pregunté a Fidel si estaban teniendo alguna dificultad con el canal.
—Siempre están así —rió él—. Hacen cola esperando su turno. La mitad de ellos van a Japón o regresan de allí. Más que a Estados Unidos.

Le confesé que eso era una novedad para mí.
—No me sorprende.—contestó—. Los norteamericanos no prestan mucha atención al resto del mundo.

Detuvo el coche junto a un hermoso parque donde se veían unas ruinas antiguas recubiertas de buganvillas. Según la placa, pertenecían a un fuerte que se construyó para defender la ciudad contra las incursiones de los piratas ingleses. Una familia se disponía a acomodarse para cenar al aire libre: la madre, el padre, el niño y la niña, y un hombre anciano que sería el abuelo de los pequeños. De súbito envidié la tranquilidad que expresaban aquellas cinco personas. Cuando pasamos, la pareja sonrió, saludó con la mano y nos dio los buenos días en inglés. Les pregunté si eran turistas y ellos soltaron una carcajada. El marido se acercó.
—Soy de la tercera generación de habitantes de la Zona —anunció con orgullo.
—Mi abuelo llegó aquí tres años después de su inauguración. Conducía las muías que entonces servían para remolcar los barcos por las esclusas. Apuntó con un ademán al viejo, que andaba ocupado con los niños y poniendo la mesa desplegable.
—Papá era ingeniero y yo he seguido sus pasos.
La mujer fue a ayudar al suegro y a los niños. A espaldas de ellos, el sol rozaba ya las aguas azules. Era una escena de idílica belleza, como un cuadro de Monet. Le pregunté al hombre si eran ciudadanos estadounidenses. El me miró con aire de incredulidad.
— ¡Claro! La Zona del Canal es territorio estadounidense.
El chico se acercó a decirle que la cena estaba servida.
—¿Él será la cuarta generación?
Mi interlocutor juntó las manos como en oración y las levantó hacia el cielo.
—Todos los días le rezo al Señor para que le conceda esa oportunidad. Es maravilloso vivir en la Zona. —Luego bajó la voz, mirando fijamente a Fidel —.
Confío en que logremos mantenernos aquí otros cincuenta años. Ese déspota de Torrijos está metiendo mucho jaleo. Es un individuo peligroso.
Obedeciendo a un impulso repentino, le contesté en español: Adiós. Que lo pasen bien usted y su familia, y que aprendan mucho de la cultura panameña.
El hombre frunció el ceño.
—No hablo el idioma de esa gente —dijo, tras lo cual me volvió la espalda y fue a reunirse con su familia y su cena.
Fidel se acercó y rodeándome los hombros con el brazo, dijo:
—Gracias.

Al regreso, Fidel se metió en una barriada que describió como «barrio bajo».
—No es el peor que tenemos, pero servirá para que se haga una idea. Barracones de madera y charcos de aguas estancadas flanqueaban las calles. Aquellas frágiles viviendas parecían barcas varadas en un cenagal. El olor a aguas corrompidas y a podredumbre invadió el habitáculo del coche, al que seguía una patulea de crios barrigones. Cuando nos detuvimos se congregaron a mi lado llamándome tío y mendigando unas monedas. Me acordé de Yakarta.

Había pintadas en muchas paredes. Algunas eran los habituales corazones flechados y con las iniciales de las parejas, pero la mayoría eran proclamas que manifestaban odio contra Estados Unidos: «Gringos fuera», «No sigan jodiendo en nuestro Canal», «Tío Sam negrero», «Nixon: Panamá no es Vietnam». Pero uno que me heló la sangre decía: «Morir por la libertad es el camino de Cristo».

—Ahora veremos el otro lado —dijo Fidel—. Yo tengo pase oficial y usted es ciudadano americano, así que podemos entrar. Entramos en la zona del Canal bajo un cielo de color magenta. Aunque iba advertido, no fue suficiente. La opulencia del lugar era increíble: grandes edificios blancos, céspedes primorosamente segados, casas espléndidas, campos de golf, comercios, salas de cine.
—Los datos a la vista —anunció — . Aquí todo es propiedad
estadounidense. Todos los comercios, los supermercados, las barberías, los salones de belleza, los restaurantes, todos están exentos de las leyes y los impuestos de Panamá. Hay siete campos de golf de dieciocho hoyos, estafetas de correos estadounidenses donde hagan falta, juzgados y escuelas estadounidenses. Es un país dentro de otro país.
— ¡Menuda afrenta!
Fidel me miró fijamente, como para calibrar mi sinceridad.
—Sí —admitió—. Es una palabra bastante adecuada. Ahí fuera —dijo apuntando con un ademán hacia la ciudad—, la renta per capita no alcanza los mil dólares al año y el índice de paro es del treinta por ciento. Por supuesto, en la barriada que acabamos de visitar nadie llega a esos mil dólares, y casi nadie tiene trabajo.
—¿Y qué se hace al respecto?
Se volvió hacia mí con una mirada entre furiosa y triste.
— ¿Qué podemos hacer? —meneó la cabeza—. No lo sé, pero puedo decir una cosa: Torrijos lo intenta. Creo que va a ser fatal para él, pero está haciendo todo lo que puede. Es un hombre capaz de dar la vida luchando por su pueblo.

Mientras salíamos de la zona del Canal, Fidel me dijo sonriendo:
— ¿Le gusta bailar? — y sin esperar mi contestación, agregó—: Vamos a cenar, y luego le enseñaré otra cara de Panamá.


Soldados y prostitutas

Después de un jugoso bistec y una cerveza fresca, salimos del restaurante y enfilamos por una calle que estaba a oscuras. Fidel me advirtió que nunca me aventurase a pie por aquellos lugares.
—Si vuelve por aquí, haga que el taxi vaya a recogerle a la puerta del restaurante.
Apuntó con el dedo y agregó:
—Ahí, al otro lado de la verja, está la zona del Canal.
Siguió conduciendo hasta que vimos un solar lleno de coches. Cuando vio una plaza libre hizo la maniobra. Un viejo se acercaba cojeando. Fidel se apeó y le palmeó la espalda. Luego pasó la mano por el parachoques de su coche.
— Cuídala bien que es mi novia —dijo al tiempo que daba propina al vigilante.
A la salida del terreno caminamos unos pasos y de súbito nos hallamos en una calle inundada de luces de neón. Dos chicos pasaron corriendo, apuntándose con palos y haciendo el ruido de unos fingidos disparos. Uno de ellos se dio de bruces con Fidel. La cabeza del muchacho apenas le llegaba a la cadera. El chico se hizo atrás.
—Perdón, señor —jadeó en español.
Fidel apoyó ambas manos sobre los hombros del crío.
—No ha sido nada, hombre —dijo—. Pero dime, ¿a quién estabais disparando?
El otro muchacho se acercó y rodeó los hombros del primero con el brazo, en un gesto protector.
—Es mi hermano — explicó—. Lo siento.
No me ha hecho daño. Estaba preguntándole que a quién disparabais. Me parece que yo también he jugado a eso. Los dos hermanos se miraron y el mayor sonrió.
— Él es el general gringo de la zona del Canal. Quería forzar a nuestra madre y yo lo estoy mandando de vuelta a donde debe estar.
—¿Y dónde debe estar? —preguntó Fidel mirándome de reojo.
— En su país, en Estados Unidos.
—¿Vuestra madre trabaja aquí?
—Ahí enfrente. —Ambos señalaron con orgullo uno de los neones de la calle—. Es camarera.
—Andando pues —concluyó Fidel dándole una moneda a cada uno—
Pero con cuidado. No os alejéis de las luces.
—No, señor. Gracias, señor — salieron corriendo.

Mientras echábamos a andar de nuevo, Fidel me explicó que las mujeres panameñas tenían prohibido por ley el ejercicio de la prostitución. «Pueden ser camareras y bailarinas, pero no comerciar con su cuerpo. Eso se lo dejamos a las importadas.» Entramos en el establecimiento y fuimos abofeteados por una canción popular norteamericana puesta a todo volumen. Cuando mis ojos y oídos se hubieron acomodado a aquel ambiente, vi una pareja de hercúleos soldados estadounidenses junto a la puerta. Policía militar, según los brazaletes que
ostentaban.

Fidel me condujo hacia el bar y entonces vi el escenario. Sobre una tarima bailaban tres jóvenes completamente desnudas, excepto porque llevaba un gorrito de marinero, boina verde la otra y la tercera un sombrero vaquero. Tenían unos cuerpos espectaculares y reían. La coreografía representaba una especie de juego entre ellas, o tal vez una competición. Por la música, el baile y el escenario se creería que estábamos en una discoteca de Boston, salvo el detalle de que iban desnudas. Nos abrimos paso entre un grupo de muchachos que hablaban en inglés. Aunque todos vestían camiseta y pantalón tejano, el corte de pelo militar los delataba. Eran soldados de la base de la Zona.

Fidel tocó en el hombro a una camarera. Ella se volvió y se le escapó un chillido de júbilo. Enseguida le echó los brazos al cuello. El grupo contemplaba atentamente la escena. Los chicos cambiaron miradas de desaprobación. Me pregunté si considerarían que el Destino Manifiesto incluía a aquella panameña. Ella nos condujo a un rincón y como por arte de magia lo amuebló con una mesita y dos sillas. Una vez sentados, Fidel cambió saludos en español con nuestros dos vecinos de mesa. Éstos, a diferencia de los militares, llevaban camisas estampadas de manga corta y pantalones de faena mugrientos. La camarera regresó con dos botellines de cerveza Balboa y, cuando giró sobre sus talones, Fidel le dio una palmada en la nalga. Ella se volvió sonriendo y le lanzó un beso. Miré a mi alrededor y quedé muy aliviado al comprobar que los jóvenes del bar ya no nos prestaban atención y estaban otra vez pendientes de las bailarinas.

La mayoría de los parroquianos eran soldados anglófonos, pero también los había panameños. Visiblemente, porque sus cabellos no habrían pasado la revista ni usaban camiseta ni pantalón vaquero. Algunos de ellos estaban sentados a las mesas y otros recostados contra las paredes. Todos parecían hallarse muy alerta, como perros pastores que guardan su rebaño de ovejas. Las mujeres revoloteaban entre las mesas. Se movían constantemente, se sentaban sobre las rodillas de los hombres, llamaban a gritos a las camareras, bailaban, cantaban, salían por turnos al estrado. Vestían faldas ceñidas, camisetas, vaqueros, vestidos ceñidos. Los zapatos, con tacón de aguja. Una de ellas lucía un vestido de época victoriana, con velo y todo, y otra sólo llevaba un bikini. Evidentemente, sólo las mejor parecidas podían sobrevivir allí. Me asombré de que hubiese tantas inmigrantes y pensé que sería mucha la desesperación que las empujaba.
—¿Todas son de otros países? —le grité a Fidel para dominar el estrépito de la música.
Él asintió.
—Excepto... —Señaló con un ademán a las camareras—. Ellas son panameñas.
—¿De qué países?
—De Honduras, El Salvador, Nicaragua y Guatemala.
—Vecinos.
—No del todo. Costa Rica y Colombia son nuestros vecinos más próximos.
La camarera que nos había puesto la mesa se acercó a sentarse en las rodillas de Fidel. El le pasó la mano por la espalda.
— Clarisa —dijo—. Dile a mi amigo norteamericano por qué se
marchan de sus países —agregó señalando el escenario. Tres nuevas bailarinas recogían los sombreros de las tres primeras, que saltaron abajo y empezaron a vestirse. Empezó a sonar una música salsera y las recién llegadas comenzaron a bailar y a desprenderse de sus prendas. Clarisa me brindó su mano derecha.
—Encantada. —Y dicho esto, se puso en pie y recogió los botellines—. En cuanto a lo que ha dicho Fidel, esas chicas vienen aquí huyendo de los abusos.
Voy a traer otras dos Balboas. Cuando ella se alejó, me volví hacia Fidel y dije:
— ¡Anda! Vienen aquí por los dólares de Estados Unidos.
—Cierto, pero ¿por qué hay tantas de los países donde mandan dictadores fascistas?
Volví la mirada hacia el escenario. Las tres reían y se arrojaban la gorra de marinero como si fuese una pelota. Me encaré de nuevo con Fidel.
—¿Seguro que no me tomas el pelo?
—No —replicó él muy serio — . Ya me gustaría que fuese así. Muchas de estas chicas han perdido a sus familias, padres, hermanos, maridos, novios. Saben lo que es la tortura y la muerte. Bailar y prostituirse no les parece tan malo. Aquí se gana mucho dinero, y luego emprenden otra vida, ponen una
tiendecita, abren una cafetería... Una agitación cerca del bar le interrumpió. Vi que una camarera amenazaba con el puño a uno de los soldados. Este le atrapó la muñeca al vuelo y empezó a retorcérsela. Ella gritó y cayó de rodillas. El rió y gritó a sus compañeros unas palabras que no pude entender. Todos reían. Ella intentó golpearle con la mano libre. El soldado le retorció la otra con más fuerza y el rostro de la mujer se contrajo de dolor. Los PM seguían apostados junto a la puerta, contemplando la escena con tranquilidad. Fidel se puso en pie de un salto y empezó a caminar hacia el bar. Uno de nuestros vecinos de mesa alzó una mano para disuadirle.
—Tranquilo, hermano — dijo—. Enrique se hará cargo.
Un panameño alto y delgado salió de la trastienda, al lado del estrado. Con movimientos felinos, se abalanzó sobre el soldado sin pensárselo dos veces. Con una mano lo agarró por la garganta y con la otra le echó a la cara el agua de un vaso. La camarera escapó. Varios de los panameños que antes haraganeaban apoyados de espaldas contra las paredes formaron un semicírculo protector alrededor de quien obviamente era el encargado de echar a los alborotadores. Este levantó en vilo al soldado acorralándolo contra la barra, y le dijo algo que no pude oír. Luego alzó la voz y habló en inglés, con voz fuerte para que le entendieran todos pese a la música:
— ¡Eh, tíos! Aquí las camareras no se tocan, y las otras, sólo después de haber pagado.
Entonces entraron en acción los dos policías militares, que se acercaron al grupo de panameños y anunciaron:
— Nos lo llevamos, Enrique.
El aludido dejó que los pies del soldado tocaran el suelo y lo soltó, no sin darle un último apretón al cuello que le obligó a echar la cabeza atrás con una exclamación de dolor.
—¿Has entendido lo que dije? Se oyó un gruñido sofocado.
—Bien. — Empujó al soldado hacia los dos policías—. Sacadlo de aquí.


Conversaciones con el General

La invitación me llegó de manera totalmente inesperada. Una mañana, durante aquella visita mía de 1972, estaba sentado en el despacho que me habían asignado en el Instituto de Recursos Hidráulicos y Electrificación panameño, compañía de titularidad pública. Estudiaba una hoja con estadísticas cuando un hombre llamó golpeando discretamente en el marco de la puerta, que tenía abierta. Lo invité a pasar, felicitándome por la oportunidad de eludir durante un rato la lectura de cifras. El se presentó como el chófer del general y anunció que tenía orden de llevarme a una de las residencias de su jefe.

Una hora más tarde me hallaba sentado ante una mesita de centro. Frente a mí, el general Omar Torrijos. Vestía de modo informal, en típico estilo panameño: pantalón militar caqui y camisa de manga corta azul claro con un fino dibujo verde. Era alto, atlético y bien parecido. Su conversación era de una campechanía insólita en un hombre con tan altas responsabilidades. Un rizo de cabello oscuro le caía sobre la abultada frente.

Me preguntó acerca de mis recientes viajes por Indonesia, Guatemala e Irán. Los tres países le fascinaban. Pero su curiosidad se centraba sobre todo en el soberano iraní, el sha Mohammad Reza Pahlevi, entronizado en 1941 cuando los británicos y los soviéticos derribaron a su padre acusándole de colaborar con Hitler.1
—¿Qué le parece? —me preguntó Torrijos—. ¡Participar en un plan para destronar a su propio padre!
El jefe de Estado panameño estaba bien informado en cuanto a la historia de aquel lejano país. Comentamos cómo se volvieron las tornas en contra del sha en 1951, cuando su propio primer ministro, Mohammad Mosaddeq, le obligó a exiliarse. Torrijos, como casi todo el mundo, sabía que fue la CÍA quien le colgó al primer ministro la etiqueta de comunista para intervenir luego y restablecer al sha en el trono. En cambio, no sabía, o al menos no mencionó la parte que me había contado Claudine, con las brillantes maniobras de Kermit Roosevelt que inauguraron una nueva era de imperialismo. Es decir, la yesca que encendió la conflagración imperial mundial.
— Cuando lo reinstauraron —continuó Torrijos—, el sha lanzó una revolucionaria serie de programas destinados a desarrollar el sector industrial y colocar a Irán en la era moderna.
Le pregunté cómo sabía tanto acerca de Irán.
—He procurado enterarme — dijo él —. No tengo una gran opinión del sha en lo político... me refiero a lo de derribar a su propio padre y aceptar el papel de títere de la CÍA... pero parece que está haciendo cosas positivas para su país. A lo mejor podré aprender algo de él, si sobrevive.
—¿Lo pone en duda?
—Tiene poderosos enemigos.
—Y una guardia personal que figura entre las mejores del mundo.
Torrijos me dirigió una mirada sardónica.
—Su policía secreta, la SAVAK, tiene fama de ser un hatajo de sádicos sin conciencia. No es la mejor manera de hacer amigos. No durará mucho.
Hizo una pausa y alzó los ojos al cielo antes de continuar:
—¿Guardias de corps? Yo también los tengo —y con un ademán hacia la puerta, agregó—: ¿Cree que me salvarían la vida si el país de usted decidiese librarse de mí? Le pregunté si lo consideraba una posibilidad real. El alzó las cejas, lo que me hizo notar la necedad de mi pregunta.
—Tenemos el Canal. Eso es incluso más importante que Arbenz y la United Fruit Company.
Como había leído sobre Guatemala, entendí la alusión.

Políticamente, la United Fruit Company venía a ser para aquel país lo mismo que el Canal para Panamá. Fundada a finales del siglo XIX, la United Fruit no tardó en convertirse en una de las influencias más poderosas de América Central. A comienzos de la década de 1950 fue elegido presidente de Guatemala un candidato reformador, Jacobo Arbenz. Estos comicios fueron elogiados en todo el hemisferio como modelo de votación democrática. En la época, una minoría del 3 por ciento de los guatemaltecos era propietaria del 70 por ciento de las tierras del país. Arbenz prometió rescatar de la inanición a los pobres y, después de salir elegido, puso en marcha un amplio programa de reforma agraria.
— Las clases bajas y medias de toda Latinoamérica aplaudieron a Arbenz —continuó Torrijos — . Para mí personalmente, fue uno de mis héroes. Pero también nos daba mucho miedo. Sabíamos que los de la United Fruit eran contrarios a esas medidas, puesto que ellos mismos figuraban entre los latifundistas más ricos y más opresores. También poseían grandes plantaciones en Colombia, Costa Rica, Cuba, Jamaica, Nicaragua, Santo Domingo y, aquí, en Panamá. No era cuestión de permitir que Arbenz contagiase sus ideas a los demás.

Yo conocía el resto: United Fruit lanzó una gran campaña de relaciones públicas en Estados Unidos para persuadir a la opinión pública y al Congreso de que Arbenz formaba parte de una trama comunista y de que Guatemala iba a convertirse en un país satélite de los soviéticos. En 1954, la CÍA orquestó el golpe. Aviadores de Estados Unidos bombardearon la capital y Arbenz, el presidente democráticamente elegido, fue reemplazado por el ultraderechista coronel Carlos Castillo Armas, un dictador sin escrúpulos. Los nuevos gobernantes se lo debían todo a la United Fruit. Y demostraron su agradecimiento anulando las disposiciones de la reforma agraria y suprimiendo los impuestos sobre intereses y dividendos pagaderos a los inversores extranjeros. Abolieron el voto secreto y encarcelaron a miles de disidentes. No se podía criticar a Castillo sin ser perseguido.

Los historiadores atribuyen la violencia y el terrorismo que asolaron Guatemala durante casi todo el resto del siglo a los efectos de la alianza nada secreta entre la United Fruit, la CÍA y el ejército guatemalteco bajo el régimen de su coronel dictador.2

Torrijos continuó:
—Arbenz fue liquidado como político y también como persona. — Hizo una pausa, frunciendo el ceño—. ¿Cómo pudieron ustedes creerse las patrañas de la CÍA? A mí no me echarán tan fácilmente. Aquí los militares son de los míos. No habrá eliminación política.
—Sonrió—. ¡La CÍA no tendrá más remedio que asesinarme!
Guardamos un breve silencio, cada uno sumido en sus propios pensamientos. Torrijos fue el primero en hablar.
—¿Sabe usted de quién es la United Fruit? — preguntó.
—De Zapata Oil, la compañía de George Bush... nuestro embajador ante Naciones Unidas.
—Un personaje ambicioso. —Se inclinó hacia mí y, bajando la voz, dijo —: Ahora voy contra sus compinches de la Bechtel. Tuve un sobresalto. La Bechtel era la compañía de ingeniería más poderosa del mundo, y había colaborado en muchos proyectos con MAIN. En el caso del plan maestro para Panamá, yo la creía una de nuestras principales competidoras.
—¿A qué se refiere usted?
—Estamos estudiando la construcción de un nuevo canal a nivel del mar. Sin esclusas. Podrían pasar los barcos de los mayores tonelajes. A los japoneses tal vez les interesaría financiarlo.
—Son los principales clientes del Canal.
—Exacto. Por supuesto, si ellos ponen el dinero, ellos serán los adjudicatarios de la obra.
Fue una revelación súbita para mí.
—Y la Bechtel se queda al margen.
— La obra de ingeniería más grande de la historia reciente —y prosiguió—: el presidente de Bechtel es George Shultz, el secretario del Tesoro de Nixon. Ya imaginará usted la influencia que tiene, además de su notorio mal genio. La Bechtel está atiborrada de amiguetes de Nixon, de Ford y de Bush. Me han dicho que la familia Bechtel maneja los entresijos del partido republicano.

La conversación empezaba a crearme una gran incomodidad. Yo era uno de los dedicados a perpetuar el sistema que él aborrecía tanto, y estaba seguro de que lo sabía. Según todas las apariencias, mi encargo de persuadirle para que aceptase créditos internacionales a cambio de contratar a gabinetes de ingeniería y constructoras estadounidenses acababa de chocar con un muro infranqueable. Decidí atacar de frente.
—General —pregunté—, ¿para qué me ha mandado llamar?
Miró el reloj y sonrió.
—Sí, es hora de ocuparnos de lo nuestro. Panamá necesita su ayuda. Yo la necesito.
—¿Mi ayuda? —pregunté, sorprendido — . ¿En qué puedo ayudarles?
—Vamos a recuperar el Canal. Pero con eso no basta. —Se arrellanó en su sillón—. Es preciso que sirvamos de modelo. Debemos demostrar que nos preocupan nuestros pobres y demostrar, al mismo tiempo, sin lugar a dudas, que la decisión de ganar nuestra independencia no viene dictada por Rusia ni por China ni por Cuba. Que el mundo vea que Panamá es un país razonable, que no estamos contra Estados Unidos sino a favor de los derechos de los pobres. Cruzó las piernas y prosiguió:
—Para conseguirlo hay que construir una base económica que no tenga parangón en este hemisferio. Electricidad, sí, pero electricidad que llegue hasta los más humildes, subvencionada. Y lo mismo para el transporte y las comunicaciones, y sobre todo para la agricultura. Eso requiere dinero. El dinero de ustedes, del Banco Mundial y del Banco Interamericano de Desarrollo.
Una vez más se inclinó hacia mí para mirarme fijamente.
—Tengo entendido que su empresa necesita más trabajo y suele conseguirlo inflando las dimensiones de los proyectos: carreteras más anchas, centrales generadoras más potentes, puertos con más capacidad. Pero esta vez será diferente. Usted me da lo que le conviene a mi pueblo, y yo les doy todo el trabajo que quieran.

Aquella propuesta totalmente inesperada me sorprendió y me excitó. Ciertamente contradecía todo lo que yo había aprendido en MAIN. Sin duda, sabía que el juego de la ayuda exterior era una estafa... no podía dejar de saberlo. Consistía en hacerle rico a él y encadenar a su país con el endeudamiento. De manera que los panameños quedarían atados para siempre a Estados Unidos y a la corporatocracia. Todo ello para que Latinoamérica no se saliera de la senda del Destino Manifiesto y siguiera sometida para siempre a Washington y a Wall Street. Yo no podía dudar de que estaba al tanto de que el sistema se basaba en el postulado de que todos los poderosos son corruptibles, y de que su decisión de no aprovecharse personalmente sería contemplada como un peligro, una nueva «línea de fichas de dominó» que tal vez iniciaría una reacción en cadena susceptible de derribar todo el sistema.

Al otro lado de la mesita estaba yo contemplando a un hombre que desde luego había comprendido que la posesión del Canal le daba una posición de fuerza muy especial y única, pero especialmente precaria al mismo tiempo. Debía maniobrar con cuidado. Se había significado ya como líder entre los líderes de los países menos desarrollados. Si estaba decidido a mantener su posición, como su héroe Arbenz, el mundo entero sería testigo. ¿Cuál iba a ser la reacción del sistema? O, más concretamente, ¿cuál iba a ser la reacción del gobierno estadounidense? Los héroes difuntos abundan demasiado en la historia de Latinoamérica.

Al mismo tiempo me daba cuenta de que las palabras de aquel hombre ponían en tela de juicio todas mis autojustificaciones. Ese hombre tendría sus defectos personales, pero no era ningún pirata. No era como aquellos Henry Morgan y Francis Drake, aventureros de capa y espada que legitimaban sus acciones de filibusteros con las patentes de corso que les concedían los soberanos ingleses. El retrato de la valla publicitaria todavía no se había convertido en otro de esos típicos engaños de la política: «El ideal de Ornar es la libertad, y no se ha inventado el misil capaz de matar un ideal». ¿Acaso Tom Paine no había escrito algo parecido? Lo cual, sin embargo, me suscitaba algunas dudas. Es admisible que los ideales no mueren, pero ¿y las personas que los sustentan? Che, Arbenz, Allende. Y otra pregunta: ¿cómo reaccionaría yo si Torrijos resultaba precipitado al papel de mártir?


Cuando nos despedimos, quedó entendido entre ambos que MAIN conseguiría el contrato del plan maestro y que yo me encargaría de lograr que resultase de acuerdo con los designios de Torrijos.

Continúa aquí.

NOTAS

1. William Shawcross, The Sha's Last Ride: The Fate of an Ally, Simón and Schuster, Nueva York, 1988; Stephen Kinzer, All the Shah's Men: An American Coup and the Roots of Middle East Terror, John Wiley & Sons, Inc., Hoboken (New Jersey), 2003, p. 45. 269

2. Mucho se ha escrito sobre Arbenz, la United Fruit y la violenta historia de Guatemala. Véase por ejemplo, de Howard Zinn (que fue mi profesor de ciencias políticas en Boston), A People's History of the United States, Harper & Row, Nueva York, 1980; Diane K. Stanley, For the Record: The United Fruit Company's Sixty-Six Tears in Guatemala, Centro Impresor Piedra Santa, Guatemala, 1994. Para referencias rápidas: «The Banana Republic: The United Fruit Company», http://www.mayaparadise.com/ufcle.html; «CÍA Involved in Guatemala Coup, 1954», http://www.english.upenn.edu/~afil-reis/50s/guatemala. html. Más sobre la implicación de la familia Bush: «Zapata Petroleum Corp.», Fortune, abril de 1958, p. 248.

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