Irán y su Rey de Reyes
Entre 1975 y 1978 visité Irán con frecuencia. A veces viajaba de ida y vuelta entre Latinoamérica o Indonesia y Teherán. El sha de shas (literalmente, «Rey de Reyes» que era su título oficial) planteaba una situación que no se asemejaba en nada a la de los demás países donde trabajábamos.
Irán tenía petróleo en abundancia y, al igual que Arabia Saudí, no necesitaba endeudarse para financiar su ambiciosa lista de proyectos. Pero Irán difería en grado significativo de Arabia Saudí, aun hallándose también en Oriente Próximo, por la densidad de su población y por no ser ésta de etnia árabe, aunque sí de religión musulmana mayoritariamente. Además el país presentaba una larga historia de conflictos políticos, tanto internos como en sus relaciones con los vecinos. En consecuencia, elegimos una vía diferente: Washington y el mundo empresarial unieron fuerzas para presentar al sha como un símbolo del progreso.
Mediante un esfuerzo enorme, se intentó representar ante la opinión mundial lo que era capaz de conseguir un amigo fuerte y democrático de los intereses empresariales y políticos de Estados Unidos. Nada importaba su título, tan obviamente antidemocrático, ni en el hecho algo menos obvio del golpe orquestado por la CÍA contra aquel primer ministro democráticamente elegido; Washington y sus aliados europeos estaban decididos a presentar el régimen del sha como una alternativa frente a aquellos que como Irak, Libia, China y Corea permitían que aflorase una corriente de antiamericanismo cada vez más poderosa.
Todo parecía indicar que el sha era progresista y amigo de los desfavorecidos. En 1962 dispuso el reparto de los grandes latifundios. El año siguiente inauguró su «revolución blanca», que incluía un extenso programa de reformas socioeconómicas. Con el creciente poderío de la OPEP en el decenio de 1970, el sha llegó a ser un líder mundial cada vez más influyente. Al mismo tiempo, Irán se convirtió en la mayor potencia militar del Oriente Próximo musulmán.1
MAIN intervino en proyectos que afectaban a casi todas las regiones del país, desde zonas turísticas a orillas del mar Caspio, al norte, hasta instalaciones militares secretas que dominaban el estrecho de Ormuz, al sur. Una vez más, lo principal de nuestra misión consistió en estudiar las posibilidades regionales y, según resultasen los pronósticos, diseñar las capacidades de generación eléctrica así como los sistemas de transporte y de distribución, puesto que la energía era indispensable para impulsar el crecimiento industrial y comercial correspondiente a aquellas predicciones.
Con el tiempo llegué a visitar la mayor parte de las regiones principales. Seguí la ancestral ruta de las caravanas a través de las montañas del desierto, desde Kirman hasta Bandar'Abbas. Paseé por las ruinas de Persépolis, el legendario palacio de los reyes antiguos que fue una de las maravillas del mundo clásico. Vi los monumentos más famosos y espectaculares del país: Shiraz, Isfahan y el campamento de lujo alzado cerca de Persépolis para la solemne coronación del sha. Estos viajes me hicieron concebir un profundo afecto al país y a la complejidad de sus gentes.
A primera vista, Irán parecía un modelo ejemplar de cooperación entre cristianos y musulmanes. No tardé en descubrir que aquella apariencia tranquila encubría profundos resentimientos. Una noche, en 1977, regresé tarde al hotel y cuando entré en mi habitación vi que me habían deslizado un papel por debajo de la puerta. La firma me sorprendió. Era de un hombre llamado Yamin. No lo conocía, pero me lo habían señalado durante una sesión de coordinación con las autoridades como un radical notorio, y de lo más subversivo. Con una bella caligrafía inglesa me invitaba a reunirme con él en un determinado restaurante. Pero incluía una advertencia: que acudiese solamente en el caso de estar dispuesto a explorar un aspecto de Irán que la mayoría de las gentes «de mi posición» nunca llegaba a ver. Me pregunté qué idea tendría Yamin de mi verdadera posición. Era consciente de que iba a correr un gran riesgo. Pero al mismo tiempo, la tentación de conocer a aquel enigmático personaje era irresistible.
El taxi me dejó delante de una puertecilla abierta en una tapia muy alta, tanto que ocultaba por completo el edificio. Una bella iraní con una larga túnica negra me dio la bienvenida y me introdujo en un pasillo iluminado por artísticas lámparas de aceite que colgaban de un techo muy bajo. Al final entré en una estancia vivamente iluminada. Era como hallarse en el interior de un diamante, su resplandor me cegaba. Cuando por fin mis ojos se acostumbraron, vi las paredes consteladas de piedras semipreciosas y madreperla. El restaurante estaba iluminado por numerosos cirios blancos puestos en artísticos candelabros de bronce. Un hombre alto, de cabello largo y negro, que lucía traje azul marino visiblemente hecho a medida, se acercó y me estrechó la mano. Cuando Yamin habló para presentarse, su acento me dio a entender que aquel iraní se había criado en los mejores internados británicos, y desde luego no me encajaba con ninguna imagen de radical subversivo.
Pasamos entre las mesas ocupadas por parejas que cenaban tranquilamente y me llevó a un reservado en donde, según dijo, podríamos hablar con total confidencialidad. Tuve la nítida impresión de que aquel restaurante servía para citas amorosas clandestinas. La nuestra probablemente era la única no romántica de aquella noche. Yamin estuvo muy cordial. Durante nuestra conversación comprendí que había visto en mí a un consejero económico sin otras segundas intenciones. Explicó que me había elegido porque sabía que yo había sido voluntario del Peace Corps y también le habían dicho que aprovechaba todas las ocasiones posibles para familiarizarme con su país y codearme con su gente.
— Es usted muy joven, comparado con la mayoría de sus colegas— observó.
—Demuestra un sincero interés hacia nuestra historia y nuestros problemas actuales. En eso reside nuestra esperanza.
Estas palabras, así como la situación, el aspecto del interlocutor y la presencia de tantas personas en el restaurante, me tranquilizaron hasta cierto punto. Para mí no era nuevo que se intentase trabar amistad conmigo, como me había ocurrido con Rasy en Java y con Fidel en Panamá. Lo aceptaba como un cumplido y una oportunidad. Tenía conciencia de ser distinto de otros norteamericanos; me enamoraba de los lugares que visitaba. He averiguado que la gente toma confianza enseguida cuando uno abre los ojos, los oídos y el corazón a su cultura.
Yamin me preguntó si estaba al corriente del proyecto llamado «Desierto Florido».2
—El sha cree que nuestros desiertos fueron en otros tiempos llanuras fértiles y espléndidos bosques. Al menos, eso es lo que dice. Según su teoría, en tiempos de Alejandro Magno maniobraban por estas tierras ejércitos inmensos con un séquito de millones de cabras y ovejas. Los rebaños se comieron la hierba y toda la vegetación. La desaparición del manto vegetal trajo la sequía y, con el tiempo, toda la región se desertificó. Ahora, dice el sha, bastará repoblar plantando millones y más millones de árboles. De esa manera, las lluvias volverán por arte de magia y los desiertos volverán a florecer. Por supuesto, habrá que gastar miles de millones de dólares en semejante operación —sonrió con aire condescendiente —. Las compañías como la suya se alzarán con grandes beneficios.
—Me parece que no cree usted en esa teoría.
—El desierto es un símbolo. Convertirlo en un vergel implica mucho más que agricultura.
Varios camareros se acercaron portando bandejas de platos iraníes bellamente presentados. Tras solicitar mi permiso, Yamin procedió a elegir un surtido para los dos. Hecho esto se volvió de nuevo hacia mí.
—Quiero hacerle una pregunta, señor Perkins, si no es impertinencia. ¿Qué fue lo que destruyó las culturas de los nativos de su país, los indios?
Contesté que eso se debió a muchos factores, entre ellos la codicia y la superioridad de las armas de fuego.
—Sí, cierto. Pero por encima de todo, ¿lo que ocurrió no puede resumirse en la destrucción del medio ambiente?
Y pasó a explicar cómo una vez extinguidos los bosques y los animales como el bisonte, las culturas caen por la desaparición de sus fundamentos.
— Es lo mismo que puede pasar aquí, ¿comprende? —concluyó—. El desierto es nuestro medio ambiente. El proyecto del Desierto Florido amenaza con la destrucción de todo nuestro tejido social. ¿Vamos a permitir que eso suceda?
Contesté que según tenía entendido, toda la inspiración del proyecto se la había sugerido al sha su propio pueblo. El soltó una carcajada sarcástica y dijo que la idea había sido implantada en el cerebro del soberano por la administración estadounidense, y que el sha no era más que un títere de nuestras autoridades.
—Un persa auténtico jamás permitiría cosa semejante —dijo Yamin, y se lanzó a una larga disertación sobre los vínculos entre su pueblo, los beduinos y el desierto. Comentó que muchos iraníes habitantes de las ciudades pasaban en el desierto sus vacaciones. Montaban tiendas con capacidad suficiente para toda la familia y se quedaban viviendo en ellas una semana o más.
—Nosotros, mi pueblo, somos parte del desierto. El pueblo al que el sha dice gobernar con su mano de hierro no se limita a ser del desierto. Nosotros somos el desierto.
A continuación me contó varias anécdotas de sus experiencias personales en el desierto. Concluida la velada, me acompañó hasta la salida. Mi taxi esperaba en la calle. Yamin me estrechó la mano y me manifestó su agradecimiento por el tiempo que le había dedicado. De nuevo hizo alusión a mi juventud y mi actitud abierta, y al hecho de que mi posición le inspiraba esperanza de cara al porvenir.
—Celebro que haya concedido este rato a mi humilde persona —dijo reteniendo mi mano—. Querría pedirle un favor más, uno solo. No es un capricho. Se lo pido únicamente porque después de lo que hemos comentado esta noche me consta que entenderá usted la importancia de la cuestión, y le permitirá comprender otras muchas cosas.
—¿En qué puedo complacerle?
— Me gustaría presentarle a un amigo mío, un hombre que le contará muchas cosas de nuestro Rey de Reyes. Tal vez le chocará, pero le prometo que no lamentará usted el tiempo que le dedique.
Confesiones de un hombre torturado
Varios días después, Yamin me sacó de Teherán. El coche cruzó un barrio de chabolas polvoriento y degradado, recorrió una vieja pista para camellos y siguió hasta el borde del desierto. Mientras el sol se ponía detrás de la ciudad, se detuvo junto a un grupo de barracas de adobe que se alzaban en medio de un palmeral.
—Es un oasis muy antiguo —me explicó—. De muchos siglos antes de Marco Polo.
Echó a andar hacia una de las casuchas.
—El hombre que vive ahí es doctor en filosofía por una de las universidades de ustedes más prestigiosas. Por razones que entenderá enseguida, nuestro anfitrión debe permanecer en el anonimato. Llamémosle Doc.
Llamó a la puerta de madera y se oyó una respuesta sofocada. Yamin empujó la puerta y me hizo pasar. La estancia era pequeña, sin ventanas, alumbrada sólo por un candil de aceite puesto sobre una mesa baja que se hallaba en un rincón. Cuando mis ojos se habituaron a la penumbra vi que el piso de tierra estaba cubierto de alfombras persas. Luego distinguí la silueta de un hombre. Estaba sentado delante del candil, de manera que no se le veían las facciones. Únicamente se adivinaba que estaba envuelto en mantas y tenía algo enrollado en la cabeza. Ocupaba una silla de ruedas, que con la mesita era el único mobiliario de la habitación. Con un ademán, Yamin me indicó que me sentara sobre una alfombra. Él se incorporó y fue a abrazar al hombre con afecto, le susurró unas palabras al oído y luego fue a sentarse otra vez a mi lado.
—Ya le hablé del señor Perkins —dijo — . Es un honor para ambos la oportunidad que nos brinda de visitarle, señor.
—Bienvenido, señor Perkins. —Hablaba sin apenas acento discernible, en voz baja y ronca. Me incliné hacia él como tratando de reducir la escasa distancia que había entre ambos.
—Lo que tiene delante es un hombre roto. No siempre he sido así. En otro tiempo fui fuerte, como usted, y un íntimo consejero del sha, con cuya confianza contaba.
Hubo una larga pausa.
— El Sha de Shas, el Rey de Reyes. — El acento era más de tristeza que de resentimiento.
—He conocido en persona a muchos dirigentes mundiales. Eisenhower, Nixon, De Gaulle. Ellos confiaron en mí para ayudar a conducir a este país al capitalismo. El sha confiaba en mí, y yo...
—Emitió un sonido que pudo ser algo de tos pero yo interpreté como una risa sorda—. Yo confiaba en el sha, creía en su retórica. Estaba convencido de que el sha conduciría el mundo musulmán hacia una nueva época, de que Persia haría honor a su compromiso, al que parecía nuestro destino... el del sha, el mío, el de todos los que cumplíamos con el designio al que nos creíamos destinados.
El montón de mantas se movió, la silla de ruedas rechinó y giró un poco. Nuestro interlocutor quedó recortado de perfil al contraluz. Vi la barba enmarañada y entonces, sobrecogido, un rostro plano. ¡Le faltaba la nariz! Me estremecí y contuve una exclamación.
— Desagradable espectáculo, ¿verdad, señor Perkins? Lástima que no pueda verlo a plena luz. Es de lo más grotesco.
Una vez más aquella risa ahogada.
— Creo que comprenderá mi deseo de permanecer en el anonimato. Es obvio que podría averiguar mi identidad si se empeñase en ello, pero quizá le dirían que estoy muerto. Oficialmente, he dejado de existir. Confío en que no lo intente usted. Es mejor para usted y para su familia seguir ignorando quién soy. El brazo del sha y de la SAVAK es muy largo y llega a todas partes.
La silla de ruedas rechinó y recuperó su posición anterior. Sentí un poco de alivio, como si dejando de ver el perfil se remediase en algo la violencia infligida. Por aquel entonces desconocía yo esa costumbre de algunas culturas islámicas. A los individuos responsables de deshonrar o atraer la desgracia sobre la sociedad o
sus jefes, se les castiga cortándoles la nariz. De este modo, quedan marcados de por vida, como bien demostraba el semblante de mi anfitrión.
—Sin duda se preguntará por qué le he invitado a venir, señor Perkins. —Sin esperar contestación, el hombre de la silla de ruedas continuó.
—Pues bien, ese hombre que se hace llamar Rey de Reyes en realidad es un subdito de Satán. Su padre fue depuesto por la CÍA, lamento decir que con mi ayuda, porque decían que era colaborador de los nazis. Y luego sucedió el desastre de Mosaddeq. Hoy nuestro soberano está superando a Hitler en los caminos del mal. Y lo hace con pleno conocimiento y apoyo de su gobierno.
—¿Por qué?
—Muy sencillo. Es el único aliado verdadero que tienen ustedes en Oriente Próximo, y el mundo industrializado gira alrededor de ese eje del petróleo que es Oriente Próximo. También tienen a Israel, desde luego, pero eso es una carga, no una baza. Ni tampoco hay petróleo allí. Sus políticos necesitan conquistar al votante judío. Necesitan el dinero judío para financiar sus campañas. Así que no tienen otro remedio sino continuar con Israel, me temo. Sin embargo, la clave es Irán. Las compañías petroleras, que esgrimen incluso más poder que los judíos, nos necesitan. Ustedes necesitan a nuestro sha... o creen necesitarlo, al igual que creían necesitar a los corruptos dirigentes de Vietnam.
—¿Qué es lo que está sugiriendo? ¿Irán equivale a Vietnam?
—Es mucho peor, en potencia. Sabe, este sha no va a durar mucho. El mundo musulmán le odia. Y no digo únicamente los árabes, sino los musulmanes de todas partes, de Indonesia, de Estados Unidos... Pero sobre todo, los de aquí. Su propio pueblo persa.
Se oyó un golpe sordo y me di cuenta de que había dado con el puño en el brazo del sillón.
— ¡Es el mal en persona! ¡Los persas le aborrecemos!
Se hizo un silencio, como si la alteración lo hubiese fatigado en exceso.
—Doc se halla muy próximo a la postura de los mullahs —me dijo Yamin, hablando en voz baja—. Hay una poderosa corriente subversiva entre las facciones religiosas, y se ha propagado por todo el país, excepto entre el reducido grupo de mercaderes beneficiarios del capitalismo del sha.
—No lo dudo —respondí—. Pero debo decir que en mis cuatro visitas a este país no he visto nada de eso. Mis interlocutores siempre se han mostrado encantados con el sha y agradecen el desarrollo económico.
—Esto es porque no habla usted farsi —observó Yamin—. Sólo oye lo que le cuentan los más beneficiados por el sistema, los que han estudiado en Estados Unidos o en Inglaterra y que ahora trabajan para el sha. Aquí Doc es una excepción... por ahora.
Hizo una pausa como para sopesar bien lo que iba a decir.
—Lo mismo ocurre con sus periodistas. Sólo hablan con su entorno próximo, con su círculo. Y, ademas, buena parte de esa prensa está controlada por las compañías petroleras. De modo que oyen lo que desean escuchar y escriben lo que sus anunciantes quieren leer.
—¿Por qué estamos diciéndole todo esto, señor Perkins? —habló Doc con la voz aún más ronca que al principio. Parecía que el esfuerzo de hablar y las emociones le robasen las escasas energías que sin duda había procurado economizar para aquella reunión.
—Pues porque nos gustaría conseguir que vaya y persuada a su compañía para que se marchen de nuestro país. Quiero advertirle. Aunque crean que tienen un gran negocio aquí, es una ilusión. Este régimen no va a durar. —Una vez más descargó la mano sobre el brazo del sillón.
—Y cuando caiga, los que le sustituyan no tendrán ninguna simpatía para con ustedes y los que son como ustedes.
—¿Que no cobraremos, quiere decir?
Doc tuvo un ataque de tos y le faltó poco para ahogarse. Yamin se acercó a darle fricciones en la espalda. Cuando acabó el sofoco, le habló a Doc en farsi y luego regresó a mi lado.
— Esta conversación debe terminar —me anunció Yamin—. Pero antes contestaremos a su pregunta. Está usted en lo cierto. No cobrarán. Harán todo el trabajo y a la hora de percibir los honorarios el sha ya no estará aquí.
Durante el camino de regreso le pregunté a Yamin qué más les daba a ellos si MAIN se ahorraba o no el desastre financiero que Doc había pronosticado.
—Celebraríamos ver la quiebra de esa compañía. Pero preferimos que se vayan ustedes de Irán. La marcha de una empresa como la suya podría sentar un precedente, o así lo esperamos. ¿Entiende? No deseamos que haya un baño de sangre aquí, pero el sha debe irse y somos partidarios de intentar cualquier cosa que lo facilite. Por eso rezamos a Alá para que consiga usted convencer a su señor Zambotti, ahora que todavía están a tiempo.
—¿Yo? ¿Por qué?
—Durante la cena que tuvimos, al hablar del proyecto del Desierto Florido me pareció que usted estaba abierto a la verdad. Entonces supe que nuestras informaciones eran correctas. Usted es un hombre entre dos mundos, un mediador.
Me pregunté cuántas cosas más sabrían acerca de mí.
La caída de un rey
Una tarde de 1978 estaba solo, sentado en el lujoso bar adosado a la recepción del hotel Intercontinental de Teherán, cuando noté que alguien me tocaba la espalda. Me volví. Era un iraní corpulento, en traje occidental.
—¡John Perkins! ¿No me reconoces?
—El ex futbolista había engordado muchos kilos, pero su voz era inconfundible. Se trataba de Farhad, mi amigo de los tiempos de Middlebury.
Hacía más de diez años que no nos veíamos. Nos abrazamos y fuimos a sentarnos a una mesa. Enseguida resultó evidente que él lo sabía todo acerca de mí y de mi trabajo, y no menos evidente que no iba a dejar que trasluciera demasiado del suyo.
—Vayamos al grano —dijo después de pedir la segunda ronda de cervezas—. Mañana me voy a Roma, donde viven mis padres. Tengo pasaje para ti en el mismo vuelo. Aquí las cosas van a ponerse muy feas. Es mejor que te marches.
Y me dio un billete de avión. Ni se me ocurrió poner en duda sus palabras. Llegados a Roma, cenamos en casa de los padres de Farhad. Su padre, un general iraní retirado que en una ocasión se interpuso en la trayectoria de una bala para evitar que el sha muriese en un atentado, estaba muy desengañado con su ex jefe. Dijo que en los últimos años el soberano había revelado su auténtica manera de ser, su arrogancia y su codicia. Según el general, la política estadounidense —en especial el apoyo incondicional a Israel, a los líderes corruptos y a los gobiernos despóticos— era la causa del odio que inundaba Oriente Próximo. Predijo que la caída del sha era cuestión de meses.
— Ustedes sembraron la semilla de esta rebelión a comienzos de los años cincuenta, ¿sabe? Cuando derribaron a Mosaddeq. Eso les pareció muy hábil entonces... y a mí también. Pero ahora las consecuencias caerán sobre ustedes, mejor dicho sobre todos nosotros. [3]
Quedé atónito ante estos pronunciamientos. Algo parecido me habían dicho Yamin y Doc, pero viniendo de aquel hombre cobraban otro significado nuevo para mí. En esa época todo el mundo conocía la existencia de un movimiento fundamentalista islámico en la clandestinidad, pero nos habíamos convencido de que el sha gozaba de inmensa popularidad entre la mayoría de su pueblo y de que, por tanto, era políticamente invencible. Pero el general era categórico.
— Recuerde lo que voy a decirle — dijo en tono solemne—. La caída del sha no será más que el comienzo. Será un anticipo del rumbo que va a tomar todo el mundo musulmán. La cólera ha hervido demasiado tiempo oculta bajo la arena. No tardará en hacer erupción.
Durante esa cena se habló mucho del ayatolá Ruhollah Jomeini. Tanto Farhad como su padre dejaron bien claro que no compartían su chiísmo fanático, pero estaban visiblemente impresionados por el mucho terreno que le había conquistado al soberano. Me contaron que ese mullah, cuyo nombre significa «inspirado por Dios», era de una familia chiíta de estudiosos de los textos sagrados y había nacido en 1902 en una aldea cercana a Teherán. A comienzos de la década de 1950 Jomeini se abstuvo de intervenir en la lucha entre Mosaddeq y el sha. Pasó a la oposición activa en el decenio siguiente y sus críticas contra el sha fueron tan virulentas que motivaron su destierro a Turquía, primero, y luego a la ciudad santa iraquí de An Najaf, desde donde se convirtió en el líder reconocido de la oposición. Enviaba cartas, artículos y mensajes grabados invitando al levantamiento de los iraníes, a la deposición del monarca y a la creación de un Estado clerical.
Dos días después de aquella cena con Farhad y sus padres, se recibieron de Irán las primeras noticias de atentados con bomba y disturbios. El ayatolá Jomeini y sus mullahs, los clérigos musulmanes, iniciaban la ofensiva que no tardaría en llevarlos al poder. Después de esto los acontecimientos se sucedieron rápidamente. La cólera que había descrito el padre de Farhad estalló, en efecto, y se convirtió en una violenta insurrección islamista. El sha huyó a Egipto en enero de 1979, donde se le diagnosticó un cáncer que le llevó a una clínica neoyorquina.
Los seguidores del ayatolá Jomeini exigieron su regreso. En noviembre de 1979, una multitud islamista asaltó la embajada de Estados Unidos en Teherán y retuvo a cincuenta y dos rehenes estadounidenses durante cuatrocientos cuarenta y cuatro días. [4]
El presidente Cárter intentó negociar la puesta en libertad de los rehenes. Ante su fracaso, ordenó una operación militar de rescate, que se lanzó en abril de 1980. Fue un desastre, y fue el martillo que clavó el último clavo en el féretro de la presidencia de Cárter.
Pese a su enfermedad, el sha se marchó de Estados Unidos forzado por la tremenda presión de numerosos grupos comerciales y políticos estadounidenses. Desde el día de su salida de Teherán había tenido muchas dificultades en hallar asilo, porque todos sus amigos le volvieron la espalda. Pero el general Torrijos se mostró compasivo una vez más y ofreció asilo en Panamá al sha, pese a desagradarle personalmente la política de éste. El soberano llegó y halló refugio en el mismo complejo turístico donde se había negociado no hacía mucho tiempo el nuevo Tratado del Canal.
Los mullahs musulmanes exigieron la devolución del sha a cambio de los rehenes de la embajada. En Washington, los adversarios de la renegociación del tratado acusaron a Torrijos de corrupción, de connivencia con el sha y de poner en peligro las vidas de ciudadanos estadounidenses. Ellos también exigían que el monarca fuese puesto en manos del ayatolá Jomeini. Irónicamente, sólo unas pocas semanas antes, muchos de ellos figuraban entre los más sólidos apoyos del sha. El antaño tan orgulloso Rey de Reyes regresó a Egipto, donde falleció del cáncer.
Se había realizado la predicción de Doc. MAIN y muchas de nuestras competidoras perdieron millones de dólares en Irán. El presidente Cárter perdió toda oportunidad de reelección y el tándem Reagan-Bush entró en Washington entre promesas de liberar a los rehenes, derribar a los mullahs, devolver la democracia a Irán y corregir la situación del Canal de Panamá.
Para mí las enseñanzas eran irrefutables. Irán ilustraba más allá de toda duda que Estados Unidos era una nación dedicada a negar su verdadero papel en el mundo. Parecía incomprensible que estuviéramos tan mal informados en lo tocante al sha y a la oleada de cólera que iba a levantarse contra él. Ni siquiera supimos verlo nosotros, los de las compañías que como MAIN teníamos despachos y personal en el país.
Yo albergaba la convicción de que tanto la NSA como la CÍA estaban al corriente de lo que era obvio para Torrijos desde mucho antes, tal como él mismo me manifestó en nuestra entrevista de 1972. Pero nuestros servicios de información nos habían alentado intencionadamente a permanecer ciegos y sordos ante ello.
Continúa aquí.
NOTAS
1. William Shawcross, The Shah's Last Ride: The Vate of an Ally, Simón and Schuster, Nueva York, 1988. Para más precisiones sobre el acceso del sha al poder, véase H. D. S. Greenway, «The Irán Conspiracy», New York Review of Books, 23 de septiembre de 2003; Stephen Kinzer, All the Shah's Men: An American Coup and the Roots of Middle East Terror, John Wiley & Sons, Inc., Hoboken (New Jersey), 2003.
2. Más acerca de Yamin, el proyecto de fertilización del desierto e Irán, en John Perkins, Shapeshifting, Destiny Books, Rochester (Vermont), 1997.
3. Para más detalles sobre el acceso del sha al poder, véase H. D. S. Greenway, «The Irán Conspiracy», New York Review of Books, 23 de septiembre de 2003; Stephen Kinzer, All the Shah's Men: An American Coup and the Roots of Middle East Terror, John Wiley & Sons, Inc., Hoboken (New Jersey), 2003.
4. Véanse los artículos de portada de la revista Time sobre el ayatolá Ruhollah Jomeini, 12 de febrero de 1979, 7 de enero de 1980 y 17 de agosto de 1987.
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