Colombia, la clave de Latinoamérica
Arabia Saudí, Irán y Panamá ofrecían materia de estudio tan fascinante como inquietante, pero parecían al mismo tiempo excepciones a la regla general. Por la existencia de inmensas reservas de petróleo en los dos primeros países y la presencia del Canal en el tercero, no encajaban en la norma. La situación de Colombia, en cambio, era más típica y MAIN se adjudicó el proyecto y la dirección técnica de un magno sistema hidroeléctrico.
Un profesor universitario colombiano que estaba escribiendo un libro de la historia de las relaciones panamericanas me dijo una vez que Teddy Roosevelt había entendido la importancia de su país. Señalando Colombia en un mapa, el presidente estadounidense y ex combatiente voluntario en Cuba había dicho «es la clave del arco de Suramérica». No tengo comprobada esta anécdota, pero es verdad que vista en un mapa, Colombia parece la piedra que remata el resto del continente. Conecta a todos los países más meridionales con el istmo centroamericano, es decir, con los de América Central y del Norte.
Dijese Roosevelt estas palabras para describir a Colombia o no, lo cierto es que fueron muchos los presidentes que comprendieron la importancia crucial del país. Desde hace casi dos siglos, Estados Unidos viene contemplando a Colombia como la clave o, mejor dicho, como la puerta de entrada al hemisferio Sur para sus negocios y su política.
Colombia es también un país dotado de grandes bellezas naturales: playas espléndidas ribeteadas de palmerales tanto en la costa atlántica como en la del Pacífico, montañas majestuosas, pampas que rivalizan con los grandes llanos del Medio Oeste de Estados Unidos y enormes extensiones de bosque tropical húmedo con una enorme biodiversidad. Los habitantes también son de una particularidad especial, resultado de la combinación de los rasgos físicos, culturales y artísticos de distintas etnias, desde los aborígenes taironas hasta las diversas importaciones de África, Asia, Europa y el Oriente Próximo.
Históricamente, el papel de Colombia también ha sido crucial en la historia y la cultura de América Latina. En la época colonial fue la sede del virreinato para todos los territorios españoles al norte del Perú y al sur de Costa Rica. Las grandes flotas de galeones zarpaban rumbo a España desde el puerto de Cartagena de Indias, con su carga de metales preciosos, de tesoros incalculables procedentes del sur, de lo que hoy es Chile y Argentina. Y muchas de las batallas cruciales para la independencia se libraron en Colombia. Por ejemplo, la de Boyacá en 1819, cuando las fuerzas al mando de Simón Bolívar derrotaron a los españoles.
En la época moderna Colombia tiene la reputación de producir algunos de los artistas, escritores, filósofos y otros intelectuales más brillantes de Latinoamérica, así como gobiernos responsables en lo fiscal y relativamente democráticos. Fue el modelo que se intentó aplicar a toda América Latina en el programa de reconstrucciones nacionales del presidente Kennedy. A diferencia de Guatemala, su gobierno no sufría el desprestigio de ser obra de la CÍA y, a diferencia de Nicaragua, era un gobierno electo que representaba una alternativa a las dictaduras de extrema derecha y a los regímenes comunistas. Por último, y a diferencia de tantos otros países, como los poderosos Brasil y Argentina, Colombia no desconfiaba de Estados Unidos. La imagen de esta nación como aliada fiable se ha mantenido, pese a la lacra de los cárteles de la droga.1
Las glorias de la historia colombiana tienen, sin embargo, la contrapartida del odio y la violencia. La sede del virrey español lo fue también de la Inquisición. Magníficos fuertes, haciendas y ciudades se alzaron sobre los huesos de los esclavos indios y africanos. Los tesoros que transportaban los galeones, los objetos de culto y las piezas artísticas maestras que se llevaban previamente fundidas para facilitar su transporte, eran arrancados de los corazones de razas antiguas cuyas culturas arrasaban al mismo tiempo las espadas de los conquistadores y sus enfermedades contagiosas. En época más reciente, una controvertida elección presidencial de 1945 produjo una profunda división entre los partidos políticos y dio lugar al período llamado La Violencia (1948-1957), en el que perecieron más de doscientas mil personas.
Pese a los conflictos y a las paradojas, históricamente tanto Washington como Wall Street han visto siempre en Colombia un factor esencial para la promoción de sus intereses políticos y comerciales panamericanos. Lo cual se debe a varios factores, además de a la crucial situación geográfica del país. Entre ellos, la percepción de que todos los dirigentes del hemisferio miran a Bogotá en busca de inspiración y guía, y el hecho de que el país es al mismo tiempo un proveedor de muchos artículos que compra Estados Unidos —el café, los plátanos, los productos textiles, las esmeraldas, las flores, el petróleo y la cocaína — y un mercado para los bienes y los servicios que ofrecemos. Uno de los servicios más importantes que hemos vendido a Colombia durante la última parte del siglo xx es nuestra experiencia en ingeniería y construcción.
Colombia fue un caso típico, entre los muchos lugares donde he trabajado. Resultaba relativamente fácil demostrar que el país era capaz de soportar ingentes volúmenes de deuda, y de amortizarla con los beneficios que aportasen tanto los proyectos mismos como los grandes recursos naturales de su territorio. Mediante fuertes inversiones en redes eléctricas, autovías y sistemas de telecomunicación, Colombia quedaría en condiciones de emprender la explotación de sus cuantiosos recursos gasísticos y petrolíferos y de sus regiones amazónicas apenas utilizadas todavía. Estos proyectos, a su vez, generarían las rentas necesarias para pagar los intereses y devolver los préstamos. Todo esto, según la teoría. En la práctica, y en coherencia con nuestro verdadero propósito en el mundo, se trataba de someter a Bogotá y ampliar el imperio global.
Mi misión, lo mismo que en tantas otras ocasiones, consistía en argumentar la necesidad de unos créditos abultadísimos. En Colombia no se contaba con ningún Torrijos. Por consiguiente, consideré que no me quedaba más salida que presentar predicciones exageradas de crecimiento de la economía y de la carga eléctrica. Salvo algunos brotes de remordimiento por lo de mi trabajo, Colombia se convirtió en un refugio personal para mí. Ann y yo habíamos pasado un par de meses allí a comienzos de la década de 1970, e incluso habíamos depositado una fianza para la compra de un pequeño cafetal situado en las montañas cercanas a la costa caribeña. Creo que durante los días que estuvimos juntos nos hallamos más cerca que nunca de curar las antiguas heridas infligidas en los años precedentes. Sin embargo, al fin llegamos a la conclusión de que eran unas heridas demasiado profundas y nuestro matrimonio estaba ya deshecho cuando llegué a conocer el país más a fondo.
Durante esa década, MAIN había sido el adjudicatario de una serie de contratos para desarrollar varios proyectos de infraestructura que incluían una red de centrales hidroeléctricas así como la red de transporte para llevar la electricidad desde las profundidades de la selva hasta las ciudades de la región montañosa. Se me asignó un despacho en la ciudad costera de Barranquilla. Y fue allí donde conocí, en 1977, a una bella colombiana que llegó a ser la causante de importantes cambios en mi vida. Paula tenía el cabello largo y rubio, y ojos de un verde intenso, que no es la idea que muchos extranjeros tienen de las colombianas. Su padre y su madre eran inmigrantes oriundos del norte de Italia. Ella siguió la tradición familiar del diseño de moda, pero no se detuvo ahí sino que fundó un pequeño taller donde transformaba sus creaciones en prendas, que vendía en boutiques de lujo de todo el país así como en Panamá y Venezuela. Era una mujer profundamente compasiva, que me ayudó a superar algunos de los traumas personales de mi fracaso matrimonial, y también empezó a corregir algunas de mis actitudes hacia las mujeres que afectaban negativamente a mi conducta. También me enseñó mucho sobre las consecuencias de lo que yo haría en mi trabajo.
Como he mencionado antes, creo que la vida se compone de una serie de casualidades imprevisibles para nosotros. Desde mi punto de vista éstas comprendían: ser hijo de un maestro, criarme entre chicos en un instituto rural de New Hampshire, conocer a Ann y al tío Frank, la guerra de Vietnam y conocer a Einar Greve. Sin embargo, las casualidades nos exigen tomar decisiones. Nuestro modo de reaccionar, las acciones que emprendemos para enfrentarnos a las situaciones, ahí es donde demostramos que somos distintos. Por ejemplo, destacar en aquel instituto, casarme con Ann, ingresar en el Peace Corps, elegir la carrera del gangsterismo económico... todas estas decisiones me habían conducido al lugar en que ahora me encontraba.
Paula fue otra coincidencia, por cuyo influjo emprendí acciones que cambiaron el rumbo de mi vida. Antes de conocerla me había acostumbrado a hacer mis componendas con el sistema. A menudo cuestionaba lo que estaba haciendo, y otras veces sentía remordimientos, pero siempre encontraba la manera de racionalizar mi permanencia dentro del sistema. Me parece que Paula apareció en el momento más oportuno. Tal vez me habría lanzado de todos modos, después de todo lo que había experimentado en Arabia Saudí, Irán y Panamá. No obstante, estoy seguro de que así como fue una mujer, Claudine, quien intervino en grado decisivo para que me uniese a las filas de los gángsteres económicos, así también otra mujer, Paula, fue el catalizador que yo necesitaba en este otro momento. Ella me persuadió de mirar dentro de mí mismo y darme cuenta de que jamás sería feliz si continuaba por ese camino.
La república americana contra el imperio global
Voy a hablarte con franqueza —dijo Paula, sentados los dos en una cafetería—. Los indios y los granjeros cuyas fincas se hallan a orillas del río donde estáis construyendo vuestro pantano os odian a muerte. Hasta los habitantes de las ciudades, aun sin estar directamente afectados, simpatizan con la guerrilla que ha empezado a atacar la obra. Vuestro gobierno dice que son unos comunistas, unos terroristas y unos narcotrafícantes, pero la verdad es que no son más que personas que tienen familia y que vivían en las tierras que tu compañía está destruyendo.
Yo acababa de mencionarle lo de Manuel Torres. Era éste un ingeniero empleado de MAIN y uno de los que habían sufrido recientemente el ataque de la guerrilla en los lugares donde levantábamos la presa. Manuel era colombiano y lo empleábamos porque el Departamento de Estado había promulgado una norma que prohibía enviar ciudadanos estadounidenses a esa obra. Nosotros llamábamos a esto «la doctrina de los colombianos prescindibles», lo que simbolizaba para mí una actitud que había acabado por aborrecer. Y mis sentimientos hacia esas políticas estaban empezando a complicarme la vida demasiado.
—Según Manuel, dispararon con sus AK-47, primero al aire y luego a sus pies —le conté a Paula—. Parecía tranquilo cuando me lo contó pero yo sé que estaba casi histérico. No mataron a nadie. Se limitaron a darles ese mensaje y luego los enviaron río abajo en sus barcas.
— ¡Dios mío! — exclamó Paula —. Estaría aterrorizado el pobre.
—Sí que lo estaba. —Y luego recordé que le había preguntado a Manuel si le habían parecido de las FARC o del M-19, refiriéndome a los dos grupos guerrilleros colombianos más temidos.
-¿Y qué?
— Él dice que ni de lo uno ni de lo otro. Pero que cree lo que anuncian en esta carta.
Paula recogió el periódico que yo había traído y leyó en voz alta elcomunicado.
«Nosotros, los que trabajamos a diario para sobrevivir, juramos por la sangre de nuestros antepasados que jamás permitiremos embalses sobre nuestros ríos. No somos más que sencillos indios y mestizos, pero preferimos morir antes que contemplar cómo inundan nuestras tierras. Una advertencia para nuestros hermanos colombianos: no trabajéis más para las constructoras.»
Dejó el periódico a un lado.
—¿Y qué le dijiste?
Me detuve a pensarlo, pero sólo fue un instante.
— No tenía elección. He de marcar la línea de la compañía. Le pregunté si le parecía que un campesino sería capaz de escribir un mensaje así.
Ella calló, mirándome con paciencia.
— Él se limito a encogerse de hombros. —Nuestros ojos se encontraron—. ¡Ah, Paula! Me aborrezco a mí mismo interpretando este papel.
—¿Qué más hiciste? —insistió ella.
—Descargar un puñetazo sobre la mesa. Para intimidarlo. Le pregunté si veía lógico que unos campesinos anduviesen por ahí armados con fusiles de asalto. Luego le pregunté si sabía quién había inventado el AK-47.
—¿Lo sabía?
—Sí, aunque le salió la respuesta apenas con un hilo de voz. «Un ruso», dijo. Claro que sí. Le aseguré que tenía razón, que el inventor había sido un ruso comunista llamado Kalashnikov, un oficial muy condecorado del Ejército Rojo. Le di a entender que los autores del mensaje eran unos comunistas.
—¿Tú lo crees así? —preguntó ella.
La pregunta me dejó sin palabras. Francamente, ¿qué podía contestarle? Me acordé de Irán y de cuando Yamin me describió como un hombre atrapado entre dos mundos. En cierto modo me habría gustado hallarme en la obra cuando atacó la guerrilla, o ser uno de los guerrilleros. Me invadió un sentimiento extraño. Envidiaba a Yamin, a Doc, a los rebeldes colombianos. Esas eran personas que tenían convicciones. Ellos habían elegido mundos reales, no la tierra de nadie entre los de aquí y los de allá.
—Tengo un trabajo con el que cumplir. Ella sonrió amablemente.
—Lo aborrezco —proseguí.
Pensé en los hombres cuyas imágenes había evocado tantas veces durante los pasados años. Tom Paine, los demás héroes de la Independencia, los piratas, los pioneros del Oeste. Ellos no se quedaban flotando entre dos aguas. Sabían el lugar que les correspondía. Tomaban partido y asumían las consecuencias.
—Cada día aborrezco mi trabajo un poco más — dije.
—¿Tu trabajo? — Ella me tomó de la mano. Nos mirarnos y entendí la insinuación.
—A mí mismo.
Ella me apretó la mano y asintió lentamente. Sólo con haberlo confesado sentí un alivio inmediato.
—¿Qué piensas hacer, John?
No tenía respuesta. Del alivio pasé a una actitud defensiva. Balbucí las justificaciones acostumbradas: que trataba de hacer algo bueno, que estudiaba la manera de cambiar el sistema desde dentro, y —el viejo tópico — que, si lo dejaba, se encargaría de la misma faena otro peor que yo. Pero adiviné, por la manera en que me miraba, que no se creía ni media palabra. Peor aún: yo tampoco me creía una palabra. Paula me obligó a captar la verdad esencial: la culpa no era de mi trabajo, sino mía.
—Y tú, ¿qué me dices? ¿Tú qué crees?
Ella exhaló un breve suspiro y soltó mi mano.
—¿Tratando de cambiar de conversación?
Asentí.
—Bien, pero bajo una condición. Que la reanudaremos otro día.
Tomó una cucharilla y fingió inspeccionarla.
—Sé que algunos guerrilleros han recibido instrucción en Rusia y en China.
Sumergió la cucharilla en su café con leche, lo removió y luego la sacó y la chupó lentamente.
—¿Qué otra cosa pueden hacer? Necesitan aprender a manejar las armas modernas, a luchar contra los soldados que han pasado por vuestras academias. A veces venden cocaína para conseguir dinero con que aprovisionarse. ¿Cómo conseguir armas, si no? Luchan con una desventaja terrible. Vuestro Banco Mundial no los ayuda a defenderse. Mejor dicho, los obliga a adoptar esa postura —tomó un sorbo de café—. Creo que pelean por una causa justa. La electricidad beneficiará a unos pocos, a los colombianos más ricos, pero otros miles morirán porque las aguas y los peces van a quedar envenenados cuando hayáis construido vuestro embalse.
Se me puso la carne de gallina al oír que se ponía de parte de la gente que luchaba contra nosotros... contra mí. Me clavé los dedos en los antebrazos.
—¿Cómo sabes tanto de la guerrilla? —Pero apenas lo hube dicho tuve una sensación como de desmayo, o como un presentimiento de que no deseaba escuchar la respuesta.
— Algunos de ellos han sido compañeros míos en el colegio — dijo ella, y después de un titubeo apartó la taza y dijo—: Mi hermano se ha unido al movimiento.
Ya estaba dicho. Quedé completamente abatido. Creía saberlo todo de ella, pero esto... Por mi mente pasó la imagen fugaz del marido que regresa a casa y encuentra a su mujer en la cama con otro hombre.
—¿Por qué no me lo habías dicho nunca?
—No venía a cuento. ¿Por qué iba a hacerlo? No son cosas de las que una vaya ufanándose por ahí. — Hizo una pausa—. Hace dos años que no lo veo. Tiene que ser muy precavido.
—¿Cómo sabes que está vivo?
—No lo sé en realidad. Sólo sé que las autoridades han publicado su nombre en una lista de buscados. Es buena señal.
Combatí el afán de discutir, o de tratar de justificarme. Confiaba en que ella no se diera cuenta de mis celos.
—¿Cómo es que se unió a ellos? —pregunté. Por fortuna, ella estaba mirando su taza.
— Estaba en una manifestación frente a los despachos de una compañía del petróleo... la Occidental, creo. Protestaban contra las perforaciones en territorio indígena, en la selva de una tribu que se enfrenta al exterminio. Eran él y una docena de amigos suyos. Fueron atacados por los militares, molidos a palos y encerrados en la cárcel. Y no habían hecho nada ilegal, fíjate, sólo plantarse delante del edificio llevando carteles y cantando. —Volvió los ojos hacia la ventana más próxima—. Estuvo preso casi seis meses. Nunca ha contado lo que ocurrió allí, pero cuando salió estaba irreconocible.
Fue la primera de muchas conversaciones parecidas con Paula. Ahora sé que estas discusiones prepararon el escenario para lo que iba a ocurrir después. Yo tenía el alma desgarrada, pero aún me podía mucho la billetera y aquellas otras debilidades que la NSA identificó cuando elaboró mi perfil diez años antes, allá por 1968. Al obligarme a verlo así, al ayudarme a entender las raíces profundas de mi fascinación por los piratas
y los rebeldes, Paula me puso en el camino de la salvación. Más allá de mi propio dilema personal, la estancia en Colombia me sirvió para comprender la diferencia entre la vieja república norteamericana y el nuevo imperio global. La República ofrecía una esperanza al mundo. Sus fundamentos eran morales y filosóficos antes que materialistas. Se basaban en los conceptos de igualdad y justicia para todos. Pero también supo ser pragmática, no un mero sueño utópico sino una entidad viva, activa y magnánima. Abría los brazos a los perseguidos y les concedía asilo. Fue una inspiración y, al mismo tiempo, una fuerza con la que era preciso
contar: en caso necesario, podía pasar a la acción, como lo hizo durante la Segunda Guerra Mundial para defender los principios que representaba. Las mismas instituciones que amenazan la República, las grandes empresas, la banca y las burocracias gubernamentales, podrían servir para instituir cambios fundamentales en el mundo. Ellas tienen las redes de comunicaciones y los sistemas de transporte necesarios para acabar con el hambre, la enfermedad e incluso las guerras... si fuese posible convencerlas para que tomaran ese rumbo.
El imperio global, por otra parte, es la ruina de la República. Es un sistema egocéntrico, egoísta, codicioso y materialista, basado en el mercantilismo. Como todos los imperios anteriores, sólo abre los brazos para acumular recursos, para apoderarse de todo y llenar sus insaciables tripas. Y sus dirigentes recurrirán siempre a todos los medios que consideren útiles para hacerse cada vez más ricos y poderosos. Conforme iba entendiendo esta distinción también veía más claro mi papel. Claudine me lo había advertido. Me había anunciado con toda sinceridad lo que se me exigiría si aceptaba el trabajo que me ofrecía MAIN. Pero hacía falta la experiencia de trabajar en países como Indonesia, Panamá, Irán y Colombia para una comprensión
profunda de lo que eso significaba. Y también hacía falta la paciencia, el amor y los antecedentes de una mujer como Paula.
Yo era leal a la república norteamericana, pero lo que estábamos perpetrando a través de esa nueva y muy sutil forma de imperialismo era, en lo financiero, la repetición de lo que habíamos intentado en Vietnam por lo militar. Sin embargo, el Sudeste asiático nos había enseñado que los ejércitos tienen sus limitaciones. Los
economistas reaccionaron ideando un plan mejor. Y las agencias internacionales de ayuda, así como los contratistas privados al servicio de ellas (o mejor dicho, que se beneficiaban de los servicios de ellas), habían aprendido a ejecutar ese plan con gran eficacia.
En los países de todos los continentes yo veía cómo los hombres y mujeres que trabajaban para las empresas estadounidenses, aunque no formasen parte oficialmente de las redes del gangsterismo económico, participaban en algo mucho más pernicioso que lo denunciado por las teorías conspirativas al uso. Como la mayoría de los técnicos de MAIN, estos trabajadores estaban ciegos a las consecuencias de sus acciones, convencidos de que los talleres y fábricas piratas que producían zapatos y repuestos de automóvil para sus compañías contribuían a redimir de su pobreza a los pobres, sin darse cuenta de que los empujaban hacia una esclavitud muy parecida a la de los feudos medievales y las plantaciones sureñas. Y al igual que en esas manifestaciones primitivas de la explotación, los modernos siervos o esclavos eran inducidos a creer que habían mejorado su suerte, en comparación con los infelices marginales que habitaban las regiones míseras de Europa, las selvas de África o el Oeste salvaje norteamericano.
Mientras tanto, la batalla interior que yo libraba a cerca de si debía continuar en MAIN o abandonarla se había convertido en una guerra abierta. Sin duda mi conciencia me incitaba a salir, pero aquel otro lado de mi
personalidad, o lo que me gustaba llamar la máscara formada en la escuela de administración empresarial, no estaba tan seguro. Yo también tenía un imperio en expansión y sumaba empleados, países y títulos bursátiles a mis diversas carteras y a mi amor propio. Aparte de las seducciones del dinero y del tren de vida lujoso, estaba la adrenalina, el erotismo del poder. Con frecuencia recordaba la advertencia de Claudine: cuando se entraba en eso, era para toda la vida. Paula, naturalmente, desdeñaba esa sentencia:
— ¡Qué sabrá ella!
Señalé cómo Claudine había acertado en muchas cosas.
— De eso hace mucho tiempo. Las vidas cambian. Y por otra parte, ¿en qué consiste la diferencia? Estás descontento contigo mismo. ¿Puede haber algo peor, venga de Claudine o de quien venga?
Paula volvió muchas veces sobre el asunto y al fin tuve que darle la razón. Le confesé a ella y me confesé a mí mismo que el dinero, la aventura y el brillo ya no justificaban la zozobra, los remordimientos y el estrés. Como socio principal de MAIN me estaba haciendo rico y sabía que, si tardaba mucho en decidirme, quedaría
atrapado definitivamente.
Cierto día mientras paseábamos por la playa cerca del viejo fuerte español de Cartagena, plaza atacada infinidad de veces por los piratas de otros tiempos, Paula me propuso un planteamiento que a mí no se me había ocurrido.
— ¿Y si nunca dices nada de lo que sabes? —preguntó.
—¿Quieres decir... que me calle?
—Exacto. No darles una excusa para ir por ti. O mejor dicho, darles buenos motivos para que te dejen en paz, para no remover las aguas.
Era bastante sensato y me extrañó que no se me hubiese ocurrido. Renunciaría a escribir libros, a contar la verdad de lo que estaba viendo. No emprendería ninguna cruzada, sino que me dedicaría a mi vida privada, a pasarlo bien, a viajar sólo por placer. Y tal vez incluso a formar una familia con una persona como Paula. Estaba harto. Simplemente quería dejarlo todo.
—Todo lo que te enseñó Claudine es un engaño —continuó Paula—. Tu vida es una gran mentira.
Sonrió, condescendiente, y agregó:
—¿Has leído tu propio curriculum últimamente?
Confesé que no.
—Hazlo —me aconsejó ella—. El otro día leí la versión en español. Si el texto inglés dice lo mismo, creo que te parecerá muy interesante.
Un curriculum engañoso
Estando todavía en Colombia seguí el consejo de Paula y leí la versión en español de mi curriculum. Quedé atónito. De regreso a Boston, busqué el original en inglés así como el ejemplar de Mainlines, el boletín interno de la compañía, fechado en noviembre de 1978, que incluía un artículo sobre mí bajo el título «Especialistas ofrecen nuevos servicios a la clientela de MAIN».
En otros tiempos yo estaba muy orgulloso de aquel curriculum y aquel artículo. En cambio ahora, al leerlo a través de los ojos de Paula, sentí crecer en mí la cólera y el abatimiento. El contenido de aquellos documentos no era más que una serie de engaños deliberados. Y traslucían un significado más profundo, una realidad que es reflejo de nuestra época y da de lleno en el corazón de nuestra actual marcha hacia un imperio global. Eran la condensación de una estrategia calculada para ofrecer apariencias ocultando los hechos subyacentes. De un modo extraño simbolizaban la historia de mi vida, una superficie artificial recubierta por una brillante capa de barniz. Por supuesto no me servía de consuelo saber que buena parte de la responsabilidad de lo que decía mi curriculum era mía. Según las normas de régimen interior, se nos
requería que tuviéramos al corriente un curriculum breve así como un fichero con la información de apoyo necesaria acerca de los clientes atendidos y el tipo de trabajo realizado. De esta manera, si alguien de marketing o un director de proyecto tenía necesidad de incluirme en una propuesta, o de utilizar mis credenciales para cualquier otra finalidad, no tenía más que decorar esos datos elementales de modo que favoreciesen sus particulares intenciones. Por ejemplo, podía interesarle destacar mi experiencia en Oriente Próximo o defendiendo nuestros proyectos ante el Banco Mundial y otros foros internacionales. Siempre que se hacía esto, en teoría el interesado debía solicitar mi aprobación antes de publicar el curriculum revisado. Pero como los empleados de MAIN viajábamos mucho, con frecuencia se consentían excepciones a esta regla. Por esta razón, tanto el curriculum que Paula me aconsejó leer como su original en inglés eran del todo
nuevos para mí, si bien la información ciertamente figuraba en mi ficha personal.
A simple vista parecía un curriculum bastante inocente. En el apartado de «Experiencia» mencionaba los proyectos de qué había sido responsable en Estados Unidos, Asia, Latinoamérica y Oriente Próximo, y resumía la naturaleza de éstos: planificación de desarrollos, proyecciones económicas, previsiones de la demanda energética, etc. Esta parte concluía con una descripción de mi trabajo con el Peace Corps en Ecuador, pero omitiendo toda referencia al Peace Corps mismo, lo que daba la impresión de que yo había sido el gerente profesional de un fabricante de materiales para la construcción, no un voluntario que colaboraba en una pequeña cooperativa de fabricación artesanal de ladrillos, compuesta por campesinos andinos analfabetos. Al final citaba una larga lista de clientes, desde el Banco Internacional para la
Reconstrucción y el Desarrollo (nombre oficial del Banco Mundial) y el Asian Development Bank, pasando por el gobierno de Kuwait, el Ministerio iraní de energía, la Arabian-American Oil Company de Arabia Saudí y el Instituto de Recursos Hidráulicos y Electrificación, hasta la Perusahaan Umum Listrik Negara y otros
muchos. Me asombró que una lista así hubiese llegado a hacerse pública, aunque obviamente formaba parte de mi ficha.
Dejando momentáneamente a un lado el curriculum, centré mi atención en el artículo de Mainlines. Recordé con claridad mi diálogo con la entrevistadora, una joven de mucho talento y buenas intenciones. Antes de publicarlo tuvo el detalle de someterlo a mi aprobación. Agradecí mucho que hubiese pintado un retrato tan favorecedor de mi persona, y lo autoricé sin demora. Una vez más la responsabilidad no recaía en otros
hombros sino en los míos. El artículo comenzaba: Al observar las caras de los que se sientan detrás de los escritorios, es fácil adivinar que Estudios Económicos y Planificación Regional es una de las disciplinas más recientes y de más rápido crecimiento de MAIN [...] Aunque fueron varias las influencias que impulsaron la creación del grupo de estudios económicos, básicamente su realización se debe al esfuerzo de un solo hombre, John Perkins, en la actualidad jefe del grupo. Contratado en enero de 1971 como ayudante del jefe de previsión de cargas, John fue uno de los primeros economistas que figuraron en la nómina de MAIN.
En su primera misión formó parte del equipo de once hombres enviado a realizar un estudio de la demanda eléctrica en Indonesia.
El artículo resumía mi historial en pocas palabras, mencionaba que había «pasado tres años en Ecuador» y luego seguía diciendo: Por aquel entonces John Perkins conoció a Einar Greve (un ex empleado de la
compañía) [la dejó más tarde para asumir la presidencia de Tucson Gas & Electric Company] que se hallaba en la ciudad ecuatoriana de Paute ocupado en un proyecto hidroeléctrico para MAIN. Ambos trabaron amistad y después de un intercambio de correspondencia se le ofreció a John un cargo en MAIN. Alrededor de un año más tarde John fue nombrado jefe de previsión de carga y, conforme aumentaban las demandas de los clientes y de instituciones como el Banco Mundial, comprendió que hacían falta más economistas en la compañía.
Nada de lo que decían ambos documentos era mentira flagrante: todo estaba documentado en los archivos y en mi ficha. Pero transmitían una percepción que, al releerlos, me pareció tendenciosa y maquillada. En una cultura que practica la idolatría de los documentos oficiales, estos perpetraban además algo todavía más siniestro. Una mentira flagrante puede ser refutada. Pero los documentos de ese tipo eran irrebatibles porque se basaban en retazos de verdad, no engañaban abiertamente, y la fuente era una corporación que había merecido la confianza de otras corporaciones, de los bancos internacionales y de las autoridades de varios países. Esto resultaba todavía más cierto en el caso del curriculum, que era un documento oficial, a diferencia de la entrevista, cuyo contenido sólo comprometía a la firmante del artículo. El logotipo de MAIN, puesto al pie del curriculum y en las cubiertas de todas las propuestas y dictámenes que dicho curriculum venía a adornar, tenía un peso considerable en el mundo de los organismos internacionales. Era como un marchamo de autenticidad destinado a inspirar el mismo grado de confianza que los sellos oficiales de los diplomas y certificados que vemos encuadrados en los consultorios de los médicos y de los abogados.
Aquellos documentos me retrataban como a un economista muy competente, jefe de departamento en una consultoría prestigiosa, y que viajaba por todo el mundo para realizar una amplia gama de estudios gracias a los cuales el planeta se convertiría en un lugar más civilizado y próspero. El engaño no estaba en lo que decían, sino en lo que callaban. Mirado desde fuera, es decir, objetivamente, me era forzoso confesar que
tales omisiones planteaban muchas interrogantes. No se mencionaba, por ejemplo, mi reclutamiento por la NSA ni la vinculación de Einar Greve con los militares ni su función de enlace con la NSA. Como es evidente, tampoco mencionaban las tremendas presiones a que yo estaba sometido para que inflase las predicciones económicas, ni que la mayor parte de mi trabajo servía para facilitar la concesión de créditos enormes que países como Indonesia y Panamá jamás podrían devolver. No se incluía ningún elogio a la integridad de mi predecesor, Howard Parker. Tampoco, evidentemente, ninguna mención al hecho de que fui jefe de previsión de carga gracias a mi disposición para suministrar los estudios tendenciosos que necesitaban mis jefes, en vez de decir lo que creyese verdadero, como Howard, y hacerme despedir. Pero lo más sorprendente era la última anotación en la lista de mis clientes: U. S. Treasury Department, Kingdom of Saudi Arabia.
Una y otra vez releía esa línea misteriosa. Me preguntaba cómo lo interpretaría la gente. Habría quien se interrogaría por la relación entre el Departamento del Tesoro estadounidense y el reino de Arabia Saudí. Otros supondrían una errata tipográfica: dos líneas diferentes, confundidas en una por la omisión de un punto y aparte. Pocos lectores acertarían con la verdad: que figuraba escrito así por una razón concreta. En el mundo en donde yo me movía, los que formaban parte de este círculo entenderían que yo había participado en el equipo que gestionó el tratado del siglo, el tratado que cambió el rumbo de la historia pero que nunca asomó a las páginas de los periódicos. Yo había ayudado a crear el acuerdo que garantizó la continuidad de los suministros de petróleo para Estados Unidos, salvaguardó la dominación de la casa de Saud y contribuyó a la financiación de Osama bin Laden y a la protección de delincuentes internacionales como ldi Amin en Uganda. Aquella línea de mi curriculum estaba escrita para los enterados. Decía que el economista jefe de MAIN era un hombre que hacía honor a los encargos recibidos.
El último párrafo del artículo publicado por Mainlines era una observación personal de la autora y ponía el dedo en la llaga:
Aunque la expansión de Estudios Económicos y Planificación Regional ha sido rápida, John considera que ha tenido mucha suerte, en el sentido de que todos los individuos contratados se han revelado como auténticos y laboriosos profesionales. Mientras hablaba conmigo, sentados alrededor de su escritorio, el interés y el apoyo que le merece su personal fueron tan evidentes como admirables.
En realidad yo nunca me he considerado un verdadero economista. Me licencié en administración de empresas, con la especialidad de marketing, por la Universidad de Boston. Siempre he sido muy malo en matemáticas y estadística. En el Middlebury College mi especialidad fue la literatura norteamericana. Tenía buena pluma. Por tanto, mi categoría de economista jefe y director del departamento de estudios económicos y planificación regional no debía atribuirse a mi capacidad para la teoría económica o la planificación. Era función de mi voluntad de suministrar el tipo de dictamen y de conclusiones que mi jefe y mis clientes deseaban, todo ello combinado con una facilidad natural para persuadir a otros mediante la palabra escrita. En segundo lugar, tuve el acierto de elegir colaboradores muy competentes. Muchos de ellos poseían un máster y había dos doctorados. Este equipo conocía mucho mejor que yo mismo los detalles técnicos de nuestra actividad. Así, no era de extrañar que la autora del artículo detectase que «el interés y el apoyo que le merece su personal» eran «tan evidentes como admirables».
Guardé estos dos documentos y otros parecidos en el cajón superior de mi escritorio y los releí con frecuencia. Después de esto, muchas veces salía de mi despacho y paseaba entre los escritorios de mis ayudantes, contemplando a aquellos hombres y mujeres que trabajaban para mí. Sentía remordimiento por lo que estaba haciéndoles, y por la manera en que todos nosotros contribuíamos a ensanchar el abismo entre ricos y pobres. Mi imaginación me representaba a los que mueren de inanición todos los días, mientras mis colaboradores y yo dormíamos en hoteles de cinco estrellas, comíamos en los mejores restaurantes y engordábamos nuestras carteras de inversiones.
Pensé en el hecho de que personas a las que yo había formado hubieran pasado a formar parte del gangsterismo económico. Yo las había reclutado e instruido. Pero la situación no era la misma que cuando yo me incorporé. El mundo había cambiado y la corporatocracia había progresado. Éramos mejores, es decir, más perniciosos. Los que estaban a mis órdenes eran de otra especie. Para ellos no hubo detectores de mentiras de la NSA, ni ninguna Claudine. Nadie les explicó lo que se iba a exigir de ellos, ni cuál iba a ser su parte en la misión del imperio global. Ellos nunca oyeron el término «gangsterismo económico» ni las siglas EHM ni les advirtió nadie que estaban en ello para toda la vida. Ellos simplemente se fijaron en mi ejemplo y en mi sistema de castigos y recompensas. Sabían que estaban allí para entregar el tipo de dictámenes y de resultados que yo exigía. Sus salarios, sus pagas extras de Navidad y hasta sus mismos puestos de trabajo dependían de mi beneplácito. Por supuesto, yo hice todo lo posible para aliviarles la carga. Escribí artículos,
pronuncié conferencias y aproveché todas las oportunidades para persuadirlos de la importancia de las previsiones optimistas, de los grandes créditos, de las inyecciones de capital que acelerarían el crecimiento del PIB y harían del mundo un lugar mejor. Se necesitaron menos de diez años para llegar a este punto en que la seducción y la coerción revestían una forma mucho más sutil: la de una especie de amable lavado de
cerebro. Aquellos hombres y mujeres sentados en la oficina contigua a mi despacho con vistas a la bostoniana Back Bay saldrían al mundo para fomentar la causa del imperio global. En todos los sentidos, eran creaciones mías, igual que yo lo era de Claudine. Pero había una diferencia. A ellos se les mantenía en la candidez.
Pasé muchas noches en blanco pensando, cavilando sobre estas cosas. La alusión de Paula a mi curriculum había abierto la caja de Pandora. Con frecuencia envidiaba la ingenuidad de mis empleados. Yo los engañaba intencionadamente, pero al hacerlo les ahorraba problemas de conciencia. Ellos no tenían que luchar con las cuestiones morales que me atormentaban a mí. También reflexionaba mucho sobre la noción de la integridad en los negocios, sobre la contradicción entre las apariencias y la realidad. Es verdad, me decía, que desde que hay historia los humanos se han engañado los unos a los otros. La leyenda y la tradición popular abundan en cuentos de verdades tergiversadas y de contratos fraudulentos: mercaderes de alfombras embusteros, prestamistas usureros y sastres dispuestos a convencer al emperador de que sus ropas sólo son invisibles para él mismo. No obstante, por mucho que yo desease llegar a la conclusión de que todo seguía igual que siempre y que tanto la fachada de mi curriculum en MAIN así como la verdad que escondía eran meros reflejos de la naturaleza humana, en el fondo de mi corazón sabía que no era así. Las cosas habían cambiado. Empezaba a comprender que habíamos alcanzado un plano superior del engaño, uno que nos llevaría a la destrucción —no sólo moral, sino también física, en tanto que cultura—, a menos que realicemos sin demora cambios significativos.
El ejemplo de la delincuencia organizada me parecía ofrecer una metáfora. Los jefes de la mafia con frecuencia empiezan haciendo de matones callejeros. Pero, con el tiempo, los que consiguen escalar las posiciones más altas cambian de aspecto. Adoptan la costumbre de vestir impecables trajes a medida, regentan empresas legales y se rodean de todos los atributos de la buena sociedad. Contribuyen a las organizaciones benéficas y son miembros respetados de sus comunidades. No tienen inconveniente en prestar dinero a las personas en apuros. Como el John Perkins descrito en el curriculum de MAIN, aparentan ser ciudadanos modélicos. Cuando los deudores no pueden pagar, aparecen los representantes del gangsterismo exigiendo su parte. Si no la consiguen, intervienen los chacales con sus bates de béisbol. Y finalmente, como último recurso, hablan las pistolas.
Comprendía que mi relumbrón de economista jefe y director de Estudios Económicos y Planificación Regional no era un simple engaño de vendedor de alfombras, frente al cual puede prevenirse el comprador. Formaba parte de un siniestro sistema encaminado no a burlar al desprevenido cliente sino, más bien, a
impulsar la forma de imperialismo más eficaz y más sutil que el mundo haya conocido nunca. Todos los empleados de mi departamento eran titulados superiores: analistas financieros, sociólogos, economistas, jefes de estudios económicos, especialistas en econometría, expertos en formación de precios y así sucesivamente. Sin embargo, ninguno de esos títulos expresaba que cada uno de ellos fuera, a su manera, un gángster económico al servicio de los intereses del imperio global. Tampoco ninguno de esos títulos informaba de que todos nosotros no éramos más que la punta del iceberg. Todas las grandes multinacionales —desde las que venden zapatillas y otras prendas deportivas hasta las fabricantes de maquinaria pesada— poseía sus EHM equivalentes. La marcha había comenzado y estaba acorralando rápidamente al planeta. Los bandidos prescindían de sus cazadoras de cuero, se ponían trajes de financieros y adoptaban un aire de respetabilidad. Hombres y mujeres salían de los cuarteles generales de sus empresas en Nueva York, Chicago, San Francisco, Londres y Tokio para desplegarse por todos los continentes y convencer a los políticos corruptos de consentir que la corporatocracia cargase de cadenas a sus países —forzando con ello a sus desesperados habitantes a vender sus cuerpos a los talleres clandestinos, a las maquiladoras y a las líneas de montaje.
Era inquietante llegar a la deducción de que los detalles omitidos en las palabras de mi curriculum y del artículo definían un mundo de señales ficticias, destinadas a encadenarnos a un sistema moralmente repugnante y, en último término, autodestructivo. Al obligarme a leer entre líneas, Paula me había empujado un paso más, haciéndome adentrar en la senda que con el tiempo transformó mi vida.
Continúa aquí.
NOTAS
1. Gerard Colby y Charlotte Dennet, Thy Will Be Done, The Conquest of the Amazon: Nelson Rockefeller and Evangelism in the Age of Oil, Harper Collins, Nueva York, 1995, p. 381.
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