En esta última década, muchos en Occidente han ido puliendo un relato históricamente insólito, que no sólo renuncia a la cultura que han heredado, sino que niega su propia existencia. Algunos ejemplos:
En una rueda de prensa en Estrasburgo en 2009, por ejemplo, el entonces presidente Barack Obama empezó restando valor al carácter único de Estados Unidos.
“Creo en el excepcionalismo americano, como sospecho que los británicos creen en el excepcionalismo británico y los griegos en el excepcionalismo griego”.
Además, en 2010, Mona Ingeborg Sahlin, líder en aquella época del Partido Socialdemócrata sueco, dijo en un encuentro de la organización juvenil turca Euroturk:
“No sé qué es la cultura sueca. Creo que eso es lo que hace que muchos suecos envidien a los colectivos de inmigrantes. Vosotros [los inmigrantes] tenéis una cultura, una identidad, una historia, algo que os hace sentir unidos. ¿Y qué tenemos nosotros? Tenemos la fiesta del Midsommar [solsticio de verano] y tonterías de esas”.
En octubre de 2015, Ingrid Lomfors, directora del “Foro para la Historia Viva”, iniciativa del gobierno sueco, dijo después a un grupo de funcionarios:
“No hay una cultura sueca nativa”.
En noviembre de 2015, el recién investido primer ministro canadiense, Justin Trudeau, concedió una entrevista a The New York Times, publicada un mes después, en la que dijo:
“No hay una identidad esencial, dominante, en Canadá. Hay valores compartidos —mentalidad abierta, respeto, compasión, voluntad para trabajar duro, para ayudarse unos a otros, para perseguir la igualdad y la justicia. Esas son las cualidades que nos convierten en el primer país posnacional”.
En diciembre de 2015, el ex primer ministro sueco FredrikReinfeldt, presidente del Consejo Europeo en 2009, fue entrevistado por TV4 poco antes de dejar de ser el líder del Partido Moderado, en la que preguntó retóricamente:
“¿Es este un país cuyos propietarios son los que han vivido aquí durante tres o cuatro generaciones, o Suecia es lo que la gente que llega aquí a mitad de su vida hace que sea? […] Para mí es obvio que debería ser lo último, y que una sociedad es más fuerte y mejor si puede ser abierta. […] Los suecos no tienen ningún interés como grupo étnico”.
Curiosamente, esas declaraciones provinieron de líderes de Estados Unidos, Suecia y Canadá, países con una literatura, música, arte y cocina diferenciadas, así como distintos sistemas judiciales y de gobierno. Lo que tienen en común los puntos de vista de los cinco líderes, sin embargo, es una ideología posmoderna y la necesidad del voto de las minorías y los inmigrantes.
El posmodernismo tiene dos elementos clave: el relativismo cultural y el poscolonialismo. El relativismo cultural —desarrollado por la antropóloga estadounidense Ruth Benedict, autora del éxito de ventas en todo el mundo en 1934 titulado Patterns in Culture (Patrones en la cultura), y su mentor, el “padre de la antropología americana”, Franz Boas— planteaba que los investigadores debían dejar a un lado sus valores y sesgos culturales, y mantener una mentalidad abierta acerca de las culturas de otros pueblos, a fin de entenderlas. En la segunda mitad del siglo XX, los teóricos de la antropología ampliaron esto al campo de la ética, arguyendo que los juicios que emanan de una cultura no se podían aplicar a otras, tratando así a todas las culturas como igualmente buenas y valiosas. Este punto de vista llevó en 1947 a la Sociedad Antropológica de Estados Unidos a rechazar la Declaración de los Derechos del Hombre, que se convirtió en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, elaborada en 1947 por el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas.
El poscolonialismo sostiene que los pueblos de todo el planeta se llevaban muy bien entre ellos, cómodamente y en paz, hasta que los imperialistas occidentales los invadieron, dividieron, conquistaron, explotaron y oprimieron. A diferencia del posmodernismo, que considera que la cultura occidental no es mejor que otras culturas, el poscolonialismo considera que la cultura occidental es inferior a otras culturas.
Tres factores parecen subyacer en este rechazo de la cultura occidental: la culpa, la globalización y la demografía. Muchas sociedades occidentales —como Gran Bretaña, Francia, Bélgica, Holanda, España, Portugal e Italia— tuvieron imperios en el sur y el este entre los siglos XVII y XX. Hoy, sin embargo, los mismos países que llevaron a cabo esas conquistas del pasado las consideran malignas, y también son vistas de forma negativa por países no colonialistas, como Suecia y Canadá, ella misma una colonia occidental. Alemania, una potencia imperial tardía y marginal, parece seguir lastrada por la culpa a causa del Holocausto. Irónicamente, admitir a innumerables migrantes en Europa, como si fuesen los “nuevos refugiados judíos” de este siglo, ha causado la segunda huida de los judíos.
Esta culpa no acaba aquí. Los países occidentales son ricos, y en ellos la mayoría de los ciudadanos gozan de un nivel de vida como mínimo cómodo, mientras que inmensas poblaciones de África y Asia viven en la pobreza. Muchos occidentales sienten por tanto que es necesaria una redención, en forma de ayuda económica a las antiguas colonias, y de entrada sin restricciones de migrantes y refugiados desde esas zonas a los países occidentales.
Mientras, la globalización económica ha hecho que los países occidentales tengan clientes e inversores en todo el mundo, procedentes de un amplio abanico de culturas dispares, pero el triunfalismo occidental se sigue considerando poco apto para unas relaciones comerciales productivas.
En lo que atañe a la demografía, en las últimas décadas se ha producido un aumento en el flujo de las poblaciones, ocasionado en parte por la baja natalidad en Occidente, donde muchos países están por debajo de la tasa de reemplazo. Esto, a su vez, ha subrayado la necesidad de que el trabajo sostenga, si no haga crecer, las economías. El resultado es que la población en todos los países occidentales sea una mezcla étnica, religiosa y cultural. Para acoger a los inmigrantes, y para ayudar a su integración, y por solidaridad con sus nuevas sociedades, los países occidentales han alentado una apertura multicultural al mismo tiempo que han minimizado la particularidad de sus propias culturas.
Esto nos lleva a las elecciones: los políticos de las democracias occidentales que aspiran a ser elegidos restan valor a menudo sus propias culturas para ganar el voto de los inmigrantes y las minorías. Cuanto más inmigrantes son las comunidades, más fuerte el incentivo para ganárselas. Algunos grupos minoritarios en aumento, como los musulmanes en Europa, están formando ahora sus propios partidos políticos para competir con los tradicionales.
Esta unión del posmodernismo y la política electoral está teniendo un efecto terrible en las sociedades que se enorgullecen de la apertura y la diversidad. En vez de potenciar la cultura occidental mediante el enriquecimiento que proveen los grupos étnicos y religiosos en los países de raíz judeocristiana, los multiculturalistas han rechazado su propia cultura occidental. Mientras que alientan la diversidad de razas, religiones y raíces culturales, prohíben la diversidad de opinión, en particular la que no se ajusta al relato posmoderno que rechaza el de Occidente. Tampoco parecen dispuestos a reconocer que Occidente, aun con sus defectos, ha proporcionado más libertades y prosperidad a más personas que nunca antes en la historia.
Esta visión sesgada de Occidente sólo es posible si uno se niega obstinadamente a ver quiénes fueron, históricamente, los verdaderos colonizadores. ¿Cómo creen que prácticamente todo Oriente Medio y el norte de África se convirtieron en musulmanes, mediante un referéndum democrático? Los musulmanes invadieron y transformaron el Imperio cristiano bizantino, hoy una Turquía cada vez más islamizada; Grecia; Oriente Medio; el norte de África; los Balcanes; Hungría; el norte de Chipre; y España.
Si la civilización occidental quiere sobrevivir a esta difamación, le convendría recordar a la gente sus logros históricos: su humanismo y su moralidad derivadas de las tradiciones judeocristianas; su pensamiento ilustrado; sus revoluciones tecnológicas; las revoluciones agrícola e industrial del siglo XVIII; y la revolución digital del siglo XX; su evolución política hacia la plena democracia; la separación de la iglesia y la justicia del Estado; su compromiso con los derechos humanos y, sobre todo, su gravemente amenazada libertad de expresión. En todo el mundo, todas las sociedades avanzadas han tomado prestados muchos rasgos de la cultura occidental; difícilmente se les podría llamar avanzada si no lo hubiesen hecho. Mucho de lo que es bueno en el mundo se debe únicamente a la civilización occidental. Es vital no desecharla o perderla.
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