El presidente de Ecuador contra las grandes petroleras
Mi trabajo en Colombia y en Panamá me proporcionaba muchas oportunidades de visitar y permanecer en contacto con el primer país extranjero que me sirvió de hogar fuera de casa. Ecuador había sufrido una larga serie de dictaduras y de oligarquías de extrema derecha manipuladas por los intereses políticos y comerciales de Estados Unidos. En cierto modo, el país era la república bananera quintaesencia! y allí la corporatocracia tenía mucho terreno conquistado.
La explotación petrolera de la Amazonia ecuatoriana comenzó en serio hacia finales de la década de 1960 y produjo una fiebre compradora. De resultas de ella, el reducido club de las familias dueñas del país quedó en manos de la banca internacional. Habían arrojado sobre Ecuador un endeudamiento enorme, confiando en la promesa de los beneficios del petróleo. El país se llenó de carreteras, de parques industriales, de embalses hidroeléctricos, de sistemas de transporte y distribución y todavía proliferaban los proyectos de más centrales generadoras. Una vez más, la verdadera mina era la que encontraron las empresas de ingeniería y las constructoras.
Un hombre cuya estrella empezaba a ascender sobre el país andino constituía una excepción a esa regla de la corrupción política y la complicidad con la corporatocracia. Cerca de cumplir los cuarenta años, abogado y profesor universitario, Jaime Roldós tenía carisma y don de gentes. Tuve ocasión de tratarlo varias veces y en una de éstas, llevado por mi entusiasmo, me ofrecí como asesor gratuito y dispuesto a tomar el avión para Quito siempre que hiciese falta. En parte, lo dije en broma, pero no me habría importado hacerlo durante mis vacaciones, porque simpatizaba con él.
Para mí cualquier excusa era buena con tal de poder visitar su país, y así se lo dije. Él rió y contestó en los mismos términos, ofreciéndome su asistencia profesional siempre que me viese en la necesidad de negociar la factura del petróleo.
Se había ganado la reputación de populista y nacionalista. Creía firmemente en los derechos de los pobres y en la responsabilidad, por parte de los políticos, de administrar con prudencia los recursos naturales del país. Cuando emprendió su campaña para las presidenciales de 1978 llamó la atención de sus compatriotas y de
los ciudadanos de todos los países cuyo petróleo estuviera siendo explotado por intereses extranjeros, o donde existiera un fuerte deseo de librarse de la influencia de fuerzas exteriores poderosas.
Como político, Roldós pertenecía al género no muy abundante de los que no temen oponerse al status quo. Por eso se enfrentó a las compañías petroleras y al sistema no excesivamente sutil en que éstas se apoyan. Denunció, por ejemplo, una siniestra complicidad del Summer Institute of Linguistics (SIL, un grupo misionero evangelista estadounidense) con las petroleras. A esos misioneros yo los conocía bien desde mis tiempos en el Peace Corps. Su organización se había presentado en Ecuador, lo mismo que en tantos otros países, con el pretexto de estudiar, inventariar y traducir las lenguas indígenas.
El SIL había trabajado asiduamente con los huaorani, una tribu de la cuenca amazónica, durante los primeros años de la explotación petrolera. En aquel momento empezó a hacerse evidente una pauta inquietante. Cada vez que los sismólogos transmitían a las oficinas centrales que las características de determinada región indicaban gran probabilidad de contener un yacimiento en el subsuelo, aparecían los del SIL para sugerir a los indígenas que dejaran sus tierras y pasaran a alojarse en las reservas de los misioneros, donde se les daría gratis alimento, cobijo, ropas, cuidados médicos y educación religiosa. Eso sí, a condición de donar las tierras a las compañías petroleras.
Según rumores asiduos, los misioneros del SIL practicaban varias técnicas turbias a fin de persuadir a los indígenas y conseguir que dejaran sus poblados para residir en las misiones. Una versión muy repetida era que les daban alimentos mezclados con laxantes... y luego les ofrecían medicinas para curar la supuesta epidemia de diarrea. Y que en todo el territorio huaorani lanzaban con paracaídas cestas de comida provistas de doble fondo, conteniendo transmisores de radio miniaturizados, cuyas emisiones eran sintonizadas por los militares de la base estadounidense de Shell con ayuda de avanzados receptores de comunicaciones. De esta manera, cuando a alguno de la tribu le mordía una serpiente venenosa, o caía gravemente enfermo, no tardaban en hacer acto de presencia los representantes del SIL provistos del antídoto o de los fármacos adecuados — a menudo, transportados por los helicópteros de las mismas compañías del petróleo.
En los primeros tiempos de las prospecciones se encontraron los cadáveres de cinco misioneros del SIL, atravesados por jabalinas de los huaorani. Estos reivindicaron la acción poco después, diciendo que había sido una advertencia para que no hubiese más intrusos. Nadie hizo caso de este mensaje. Más bien surtió el efecto contrario. Rachel Saint, hermana de uno de los asesinados, emprendió una gira por Estados Unidos con apariciones en la televisión para recaudar dinero y recabar apoyos en favor del SIL y de las compañías petroleras que, según ella, estaban contribuyendo a civilizar y educar a aquellos «salvajes».
Las organizaciones humanitarias de los Rockefeller subvencionaban al SIL. Por eso Jaime Roldós señalaba estas conexiones con los Rockefeller y sostenía que el SIL era en realidad un escaparate que disimulaba el expolio de las tierras indígenas y la extensión de las prospecciones. Hay que recordar que el patriarca de la familia, John D. Rockefeller, fue el fundador de la Standard Oil, mas tarde escindida en las grandes del petróleo, entre ellas Chevron, Exxon y Mobil.1
A mí me pareció que Roldós seguía la senda inaugurada por Torrijos. Ambos estaban enfrentados a la superpotencia más fuerte del mundo. Torrijos deseaba recuperar el Canal, mientras que la actitud enérgicamente nacionalista de Roldós amenazaba a las compañías más influyentes del mundo. Como Torrijos, Roldós tampoco era comunista, pero defendía el derecho de su país a decidir su futuro. Y también como en el caso de Torrijos, los expertos pronosticaron que los grandes de los negocios y Washington jamás tolerarían la presidencia de Roldós, y que caso de salir elegido tendría un final parecido al de Jacobo Árbenz Guzmán en Guatemala o al de Allende en Chile.
Me pareció que esos dos hombres en unión quizá llegarían a constituir la punta de lanza de un movimiento nuevo en el mundo político latinoamericano, y que ese movimiento tal vez sería la base de unos cambios susceptibles de afectar a todas las naciones del planeta. No eran unos Castro ni unos Gaddafi. No eran compañeros de viaje de Rusia ni de China ni, como en el caso de Allende, del movimiento socialista internacional. Eran líderes populares inteligentes y carismáticos. Unos pragmáticos, no unos dogmáticos. Eran nacionalistas pero no antinorteamericanos. Y si la corporatocracia se alzaba sobre tres columnas —las grandes empresas, la banca internacional y los gobiernos en connivencia—, Roldós y Torrijos apuntaban la posibilidad de eliminar la columna de la complicidad gubernamental.
En la plataforma de Roldós desempeñaba papel principal lo que se llamó «la política de hidrocarburos». Esta política se fundaba en la premisa de que el mayor recurso en potencia de Ecuador era el petróleo, y de que toda explotación futura de dicho recurso tendría que realizarse de manera que aportase el máximo beneficio al más amplio porcentaje de la población. Roldós creía firmemente en la obligación estatal de ayudar a los pobres y desvalidos. Confiaba en que la política de hidrocarburos pudiera servir de vector de la reforma social. Era necesario hilar fino, sin embargo, porque Roldós sabía que en Ecuador, como ocurría en tantos otros países, nunca saldría elegido sin contar con el apoyo de una parte, al menos, de las familias más influyentes. E incluso si lograse ganar las elecciones sin ellas, le sería preciso contar con esos apoyos para poner en práctica sus programas.
Personalmente me aliviaba que el inquilino de la Casa Blanca, en esa época, fuese Cárter. Pese a las presiones de la Texaco y otros intereses petroleros, Washington se abstuvo de inmiscuirse, lo que, como yo sabía, no habría sido el caso con otras administraciones, demócratas o republicanas.
Creo que fue la política de hidrocarburos, más que ninguna otra cuestión, la que convenció a los ecuatorianos y aupó a Roldós al palacio presidencial de Quito: el primer presidente democráticamente elegido después de una larga sucesión de dictadores. Las bases de su política quedaron resumidas en el discurso de posesión presidencial del 10 de agosto de 1979: Debemos tomar medidas efectivas para defender los recursos energéticos de la nación. El Estado [debe] mantener la diversificación de sus exportaciones y no perder su independencia económica [...] Nuestras decisiones se inspirarán únicamente en los intereses nacionales y en la defensa incondicional de nuestros derechos de soberanía.2
Una vez investido, Roldós se vio obligado a centrar su atención en Texaco, entonces jugadora principal en la partida del petróleo. La relación fue sumamente espinosa. La gigante petrolera no confiaba en el nuevo presidente ni deseaba colaborar en ninguna política que sentara precedentes nuevos. No se le escapaba que tales precedentes habrían servido de modelo para otros países.
Un discurso pronunciado por José Carvajal, uno de los asesores de confianza de Roldós, resumía la actitud del nuevo gobierno: Cuando un socio [Texaco] no quiere correr riesgos ni realizar inversiones en prospección ni explorar los territorios de una concesión petrolera, el otro socio tiene derecho a realizar esas inversiones por su cuenta y asumir luego la titularidad [...] Creemos que nuestras relaciones con las compañías extranjeras deben ser justas; es preciso ser duros en la lucha; estamos preparados para recibir todo tipo de presiones, pero no debemos manifestar temor ni complejo de inferioridad en la negociación con los extranjeros.3
El día de Año Nuevo de 1980 tomé una determinación. Comenzaba un nuevo decenio. Me faltaban veintiocho días para cumplir treinta y cinco años. Decidí que el nuevo año iba a ser el de un cambio crucial en mi vida y que en adelante trataría de emular a los héroes contemporáneos, como Jaime Roldós y Ornar Torrijos. Por otra parte, había ocurrido un acontecimiento traumático. Bajo criterios de estricta rentabilidad, Bruno había sido el mejor presidente en toda la historia de MAIN. Pese a lo cual fue despedido bruscamente y sin previo aviso por Mac Hall.
Mi marcha
La defenestración de Bruno por Mac Hall afectó como un terremoto a MAIN. La confusión y la discordia se apoderó de la compañía. Bruno tendría su cuota de enemigos, pero incluso algunos de éstos se manifestaron escandalizados. Muchos de los empleados entendieron que el motivo no había sido otro sino los celos. En las
conversaciones durante las comidas o alrededor de la máquina del café, los murmuradores decían que Hall se sintió amenazado por aquel hombre quince años más joven que él, y que había llevado la empresa a niveles de rentabilidad hasta entonces desconocidos.
—Hall no podía permitir que Bruno se luciese tanto —decía uno de ellos—. El viejo se dio cuenta de que sólo era cuestión de tiempo que Bruno se adueñase de todo y le diese la jubilación a él.
Como para corroborar estas teorías, Hall nombró nuevo presidente a Paul Priddy, que había sido durante muchos años uno de los vicepresidentes de MAIN. Era un ingeniero, competente en lo suyo y de carácter campechano pero, a mi modo de ver, mediocre y sumiso a los caprichos del presidente. No sería él quien lo desafiase presentando unos beneficios inauditos. Otros muchos compartían mi opinión. Para mí la salida de Bruno fue un desastre. Había sido mi mentor personal y el factor clave de nuestras misiones internacionales. En cambio Priddy estaba especializado en operaciones interiores y poco o nada sabía en cuanto a la verdadera naturaleza de nuestras actividades en el extranjero. Yo necesitaba saber el rumbo que iba a tomar la compañía en adelante, de modo que llamé a Bruno a su casa, y descubrí que se lo tomaba con filosofía.
—Pues mira, John. El sabía que no tenía motivos —me dijo refiriéndose a Hall —. Así que le pedí una sustanciosa indemnización y la conseguí. Tampoco podía hacer otra cosa, puesto que Mac controla un bloque considerable de votos en la junta de accionistas. A continuación dio a entender que varios bancos multinacionales que habían sido clientes nuestros le habían ofrecido cargos de alto nivel, y que estaba estudiando esas oportunidades. Le pedí consejo.
—Manten los ojos bien abiertos —contestó—. Mac Hall ha perdido el contacto con la realidad, pero nadie querrá decírselo... especialmente ahora, después de lo que ha hecho conmigo.
A finales de marzo de 1980, y todavía conmocionado por estas batallas, me tomé unas vacaciones en las Islas Vírgenes con mi velero y con una joven colega de MAIN a la que llamaremos «Mary». Aunque no se me ocurrió cuando elegí el lugar, ahora me doy cuenta de que la historia de la región fue uno de los factores que me ayudaron a tomar la decisión que iniciaba la puesta en práctica de mis buenos propósitos de Año Nuevo. El primer atisbo se produjo una tarde, mientras costeábamos la isla de Saint John y enfilábamos el canal de Sir Francis Drake, que separa del continente las Islas Vírgenes, algunas de ellas todavía colonias británicas. Ese canal recibe su nombre, obviamente, por el marino inglés que fue el azote de los galeones españoles. Y me recordó las muchas veces que, durante los últimos diez años, había pensado yo en los piratas y demás figuras históricas que como Drake y sir Henry Morgan habían robado, explotado y saqueado, y sin embargo recibieron elogios e incluso títulos nobiliarios por sus actividades. A mí se me había educado en el respeto a esos personajes. En consecuencia, me preguntaba, ¿por qué debía tener reparos en explotar a países como Indonesia, Panamá, Colombia y Ecuador? Muchos de mis héroes particulares — Ethan Alien, Thomas Jefferson, George Washington, Daniel Boone, Davy Crockett, Lewis y Clark, por nombrar sólo unos cuantos— fueron explotadores de indios y de esclavos negros, y se apoderaron de tierras que no eran suyas. A menudo recurría yo a estos ejemplos para tranquilizar mi conciencia.
Pero ahora, mientras me adentraba en el canal Sir Francis Drake, comprendía lo absurdo de mis pasadas racionalizaciones. Recordé algunas cosas que por comodidad había preferido olvidar durante los pasados años. Ethan Alien había pasado muchas semanas cargado con catorce kilos de grilletes en la apestosa y abarrotada sentina de un barco-prisión inglés, y después algún tiempo más en una mazmorra inglesa. Era un prisionero de guerra, capturado en 1775 durante la batalla de Montreal, cuando luchaba por el mismo género de libertades que Jaime Roldós y Omar Torrijos reivindicaban ahora para sus gentes. Thomas Jefferson, George Washington y los demás padres fundadores se habían jugado la vida por semejantes ideales. La victoria de la revolución no estaba garantizada en absoluto.
Ellos sabían que en la eventualidad de ser derrotados, morirían en la horca por sediciosos. Daniel Boone, Davy Crockett y Lewis y Clark, también habían soportado tribulaciones y realizado grandes sacrificios.
¿Y en cuanto a Drake y Morgan? No estaba yo muy fuerte en ese período de la historia, pero recordaba que la Inglaterra protestante se había sentido muy seriamente amenazada por la católica España. Era preciso admitir la posibilidad de que Drake y Morgan se hubiesen dedicado a la piratería con intención de golpear en el corazón del Imperio español, en aquellos galeones que transportaban las riquezas de América, para defender el santuario de Inglaterra y no para encumbrarse a sí mismos.
Mientras dábamos bordadas luchando contra el viento en medio del canal e íbamos viendo cada vez más cerca esas montañas que emergen de las aguas, Great Thatch Island al norte y Saint John al sur, yo seguía hilvanando pensamientos sin poder apartarlos de mi mente. Mary me pasó una cerveza y aumentó el volumen de una canción de Jimmy Buffett. Pese a la belleza del paisaje y a la sensación de libertad que siempre produce la navegación a vela, yo estaba de mal humor. Traté de disiparlo y apuré la cerveza. Aquel estado de ánimo no me abandonaba. Estaba enfurecido con las voces de la historia y con mi manera de tergiversarlas para justificar mi propia codicia. Estaba furioso con mis padres y con Tilton —aquel instituto prepotente en lo alto de su colina—, que me habían impuesto toda esta historia. Abrí otra botella de cerveza.
Pensé que sería capaz de matar a Mac Hall por lo que le había hecho a Bruno.
Una barca de madera pasó cerca de nosotros corriendo a favor del viento, las velas hinchadas, enarbolando la bandera del arco iris. Tres o cuatro parejas jóvenes nos saludaron a voces y agitando los brazos. Eran hippies envueltos en túnicas de vivos colores. En la proa iban un hombre y una mujer completamente desnudos. El aspecto de la embarcación y el de sus pasajeros revelaba que hacían vida a bordo. Una comunidad de piratas modernos, libres, desinhibidos. Quise contestar al saludo pero mi brazo no me obedeció, paralizado por la envidia. De pie en la cubierta, Mary los siguió con la mirada mientras ellos se alejaban a popa.
—¿Te gustaría esa clase de vida? — me preguntó.
Entonces lo comprendí. No eran mis padres. No era Tilton ni Mac Hall. Era mi propia vida lo que yo aborrecía. La persona responsable y aborrecible era yo. Entonces oí la voz de Mary. Estaba diciéndome algo y apuntando con el dedo a estribor, por la parte de proa. Luego se acercó y repitió:
—Leinster Bay. Nuestro fondeadero de esta noche.
Ahí estaba, excavada en la isla de Saint John. Una ensenada desde cuyo abrigo acechaban las naves piratas, aguardando el paso de la flota del oro por aquella misma manga de agua en que nos encontrábamos. Cuando estuvimos más cerca le cedí el timón a Mary y me dirigí a la cubierta de proa. Mientras ella negociaba Watermelon Cay y embocaba la hermosa bahía, me incliné para cazar el foque y saqué el ancla. Ella recogió la mayor. Eché el ancla. La cadena corrió y se sumergió en las transparentes aguas. La embarcación fue inmovilizándose. Después de nadar un rato, Mary bajó a echar una siesta. Le dejé una nota y remé con el bote neumático hasta la costa. Lo saqué del agua cerca de las ruinas de una antigua plantación azucarera y me quedé largo rato sentado en la orilla procurando no pensar, concentrado en tratar de vaciar de emociones la mente. Pero no lo conseguí. Más tarde me puse a trepar ladera arriba y me hallé entre los ruinosos muros de la vieja plantación. Volví la mirada hacia nuestro velero anclado en la bahía. El sol caía a poniente sobre las aguas del Caribe. Todo parecía muy idílico, pero yo no ignoraba que aquella plantación había sido escenario de sufrimientos inenarrables. Centenares de esclavos africanos habían muerto allí, forzados a punta de escopeta, construyendo la casona señorial, cultivando la caña y manejando el ingenio que convertía la melaza en ron. La tranquilidad del lugar ocultaba una historia de brutalidad, lo mismo que en aquellos momentos ocultaba la rabia que volvía a hervir dentro de mí.
El sol desapareció detrás del perfil montañoso de una isla. Un gran arco de color magenta se extendió por el cielo. Las aguas se oscurecieron y yo me vi obligado a afrontar una conclusión sorprendente: que también yo había sido un esclavista. Mi trabajo en MAIN no se limitaba a promover el endeudamiento de los países pobres para atarlos al imperio global. Mis proyecciones infladas eran algo más que meros vehículos para asegurarnos nuestra parte del botín, es decir, el petróleo que necesitase mi país. Y mi posición de socio principal era algo más que un expediente para mejorar la rentabilidad de la compañía. Mi actividad también tenía que ver con las personas y sus familias. Personas parecidas a las que habían muerto en la construcción de la tapia donde yo estaba sentado en aquel momento. Personas explotadas por mí.
Haría diez años que me había convertido en sucesor de aquellos esclavistas que visitaban las selvas de África y arrebataban hombres y mujeres para conducirlos a sus naves. El mío era un procedimiento más moderno, más sutil. Yo nunca me había visto en la necesidad de contemplar cuerpos agonizantes ni de oler el hedor a carne en putrefacción ni de escuchar los gritos de terror. Lo que yo hacía no era menos siniestro. Pero quedaba lejos de mí, y así yo podía abstraerme de los aspectos personales, de esos cuerpos, esa carne, esos gritos. Por lo mismo, en último análisis quizá mi delito era más grande.
Volví de nuevo la mirada hacia el balandro. La marea atirantaba la cadena del ancla. Mary holgazaneaba en cubierta, probablemente tomándose un «margarita» y esperando mi regreso para servirme otro. En aquel momento, contemplándola bajo la última claridad del día, tan tranquila, tan confiada, caí en la cuenta de lo que estaba haciéndole a ella y a todos los que trabajaban para mí. Estaba convirtiéndolos a todos en gángsteres económicos. Hacía de ellos lo mismo que me hizo Claudine, pero sin la sinceridad de Claudine. Mediante promesas de ascenso y aumentos de sueldo, los seducía para que se hicieran esclavistas. Y sin embargo, ellos también eran explotados por el sistema. También estaban esclavizados, lo mismo que yo. Me volví de espaldas al mar, a la bahía y al cielo color magenta. Cerré los ojos a los muros construidos por esclavos arrebatados a sus tierras africanas. Deseaba desentenderme de todo. Cuando abrí los ojos vi un palo, casi una viga, tan gruesa como un bate de béisbol y casi el doble de larga. Me acerqué de un salto, agarré el palo y la emprendí contra los muros de piedra. Les di de garrotazos hasta que caí agotado, y me quedé tumbado sobre la hierba, boca arriba, viendo desfilar las nubes sobre mí.
Por último regresé adonde había dejado el bote. De pie en la playa, me quedé contemplando el velero que flotaba sobre las aguas azules y supe lo que tenía que hacer. Supe que estaba perdido sin remedio si regresaba a mi vida anterior, a MAIN y a todo lo que ésta representaba. Los aumentos de sueldo, los planes de pensiones, los seguros, los paquetes de acciones y los demás privilegios... Cuanto más lo dudase, más me costaría salir.
Me había convertido en un esclavo. Podía seguir azotándome como había azotado aquellos muros de piedra, o podía escapar. Regresé a Boston dos días más tarde. El 1 de abril de 1980 fui al despacho de Paul Priddy y presenté mi dimisión.
Ecuador: muere un presidente
No fue fácil dejar MAIN. Paul Priddy no quiso tomarme en serio. —La típica inocentada, ¿no?* —y me guiñó un ojo (*En Estados Unidos, como en Gran Bretaña, el equivalente al día de los Santos Inocentes se celebra el 1 de abril. (N. del E.). Le aseguré que iba en serio. Recordé el consejo de Paula: que no me enfrentase con nadie y que no diese pie a sospechas de posible indiscreción en cuanto a mi trabajo como gángster económico. Hice mucho hincapié en que agradecía todo lo que MAIN había hecho por mí. Pero que necesitaba cambiar de ambiente. Que siempre había sentido el deseo de escribir sobre los pueblos del mundo que pude conocer gracias a MAIN. Nada político, naturalmente. Colaboraciones para National Geographic y otras revistas, sobre todo para poder seguir viajando. Declaré mi lealtad a la compañía y
juré que haría elogio de ella a la menor oportunidad. Finalmente Paul cedió.
Después de eso, cuantos hablaban conmigo intentaban disuadirme. Se me recordó muchas veces lo bien que estaba allí y algunos preguntaron si me había vuelto loco. Finalmente comprendí que, al menos en parte, nadie deseaba admitir el hecho de que me iba por decisión propia, porque eso los cuestionaba a ellos mismos. Si yo, que me iba, no estaba loco, entonces ellos tendrían que plantearse si obraban con cordura quedándose. Resultaba más cómodo concluir que yo era el que no estaba en sus cabales. Especialmente dolorosa fue la reacción de mis colaboradores. Para ellos, yo los dejaba en la estacada y sin un sucesor claro. Pero lo tenía decidido. Después de tantos años de vacilaciones, había decidido hacer borrón y cuenta nueva.
Por desgracia las cosas no salieron así. Había dejado de trabajar para ellos, eso era cierto, pero en aquel momento todavía me quedaba mucho para ser un socio de pleno derecho, la realización de mis acciones no daba lo suficiente para jubilarme. Si hubiera retrasado mi marcha algunos años más, tal vez me habría convertido en millonario a los cuarenta años, como alguna vez soñé. Pero a los treinta y cinco, todavía me faltaba mucho para alcanzar ese objetivo. El mes de abril en Boston se presentaba frío y poco acogedor.
Cierto día me llamó Paul Priddy con el ruego de que acudiese a su despacho.
— Uno de nuestros clientes amenaza con dejarnos —anunció — . Nos contrataron porque querían que tú declararas como experto en representación de ellos.
Yo lo tenía muy pensado. Cuando me senté en el despacho de Paul mi decisión ya estaba tomada. Dije mi precio, unos honorarios que representaban el triple de lo que venía cobrando en MAIN. La sorpresa para mí fue que él aceptó y así me vi lanzado a una nueva carrera.
Durante varios años estuve empleado y muy bien remunerado como perito, principalmente por cuenta de compañías eléctricas estadounidenses que deseaban construir nuevas centrales generadoras y necesitaban la autorización de las comisiones planificadoras de los servicios públicos. Una de mis clientes fue la Public Service Company de New Hampshire y mi trabajo consistió en justificar, bajo juramento, la viabilidad económica de la muy controvertida central nuclear de Seabrook.
Aunque ya no me relacionaba directamente con Latinoamérica, no dejé de seguir los acontecimientos. Como experto técnico disponía de mucho tiempo entre aparición y aparición en el estrado de los testigos. Me mantenía en contacto con Paula y renové antiguas amistades de mis tiempos con el Peace Corps en Ecuador.
El país acababa de adquirir protagonismo en el escenario de la política petrolera mundial. Jaime Roldós había decidido dar el paso adelante, tomándose en serio sus promesas electorales. Lanzó un ataque en todos los frentes contra las compañías petroleras. Se hubiera dicho que él veía claras muchas cosas que otros, a ambos lados del canal de Panamá, ignoraban o preferían ignorar. Entendía las corrientes ocultas que amenazaban con transformar el mundo en un imperio global y relegar a las gentes de su país a un papel muy secundario, rayano en la servidumbre. Cuando leí lo que decía de él la prensa, quedé tan impresionado por su determinación como por su capacidad para comprender los aspectos fundamentales. Y esos aspectos apuntaban al hecho de que comenzaba una nueva época de la política mundial.
En noviembre de 1980 Cárter perdió las elecciones presidenciales frente a Ronald Reagan. En esto tuvieron mucho que ver el tratado del Canal negociado con Ecuador y la situación en Irán, especialmente el caso de los rehenes retenidos en la embajada estadounidense y el desastroso intento de rescate. Al mismo tiempo estaba ocurriendo algo más sutil. Un presidente cuyo principal objetivo había sido la paz mundial, y que se había empeñado en reducir la dependencia de Estados Unidos con respecto al petróleo, estaba siendo reemplazado por un hombre convencido de que el lugar que correspondía a Estados Unidos era la cúspide de una pirámide mundial mantenida mediante el poder militar, y de que el control de los yacimientos petrolíferos dondequiera que se hallasen formaba parte de nuestro «Destino Manifiesto». Un presidente que había instalado paneles solares en los tejados de la Casa Blanca estaba siendo reemplazado por otro que mandó desmontarlos tan pronto como pasó a ocupar el despacho oval.
Cárter quizás fuera un político ineficaz, pero tenía una visión de su país coherente con las definiciones de nuestra declaración de independencia. En retrospectiva, ahora puede parecemos un político ingenuamente arcaico, una vuelta a los ideales que dieron forma a la nación y llevaron a sus orillas a muchos de nuestros antepasados. En efecto, fue una anomalía si lo comparamos con sus antecesores y sucesores más inmediatos. Su filosofía no era compatible con el gangsterismo económico.
En cambio Reagan fue desde luego un constructor del imperio global y un sirviente de la corporatocracia. En la época de su elección, ésta me pareció de lo más coherente con su pasado de actor de Hollywood, de hombre acostumbrado a obedecer las órdenes de los magnates, de quienes sabían cómo dirigir la película. Ese iba a ser su rasgo más característico: estar al servicio de los que transitaban entre las direcciones generales de las grandes empresas, los consejos de administración de la banca y los pasillos gubernamentales. Al servicio de los que fingían servirle a él pero eran los verdaderos amos del gobierno, hombres como el vicepresidente George H. W. Bush, el secretario de Estado George Shultz, el secretario de Defensa Caspar Weinberger o Richard Cheney, Richard Helms y Robert McNamara. Él propugnaría todo cuanto estos hombres quisieran: Estados Unidos dueño del mundo y de todos sus recursos, y un mundo obediente a las órdenes de Estados Unidos. Unas fuerzas armadas que impondrían la obediencia a las normas emanadas de Estados Unidos y unas organizaciones del comercio internacional y de la banca mundial que apoyarían a Estados Unidos como director general del imperio planetario.
Al considerar el porvenir, me pareció que entrábamos en una época sumamente favorable para el gangsterismo económico. Paradojas de la vida, en ese mismo momento histórico se me ocurría a mí dejarlo. Cuanto más lo pensaba, más seguro estaba. Me daba cuenta de que había elegido el momento idóneo. En cuanto a lo que esto pudiese representar a largo plazo, yo no tenía ninguna bola de cristal que me lo anunciase. Pero la historia enseña que los imperios no son duraderos y que el péndulo siempre oscila en ambas direcciones. Desde mi punto de vista, los hombres como Roldós ofrecían alguna esperanza. Estaba seguro de que el nuevo presidente de Ecuador entendía muchas de las sutilezas de la situación del momento. Había proclamado su admiración por Torrijos y aplaudido el coraje de Cárter en la cuestión del canal de Panamá. Me pareció que no iba a contemporizar. Era de esperar que su fortaleza encendiese una luz para los dirigentes de otros países, muy necesitados del tipo de inspiración que él y Torrijos estaban en condiciones de suministrar.
A comienzos de 1981 la administración Roldós presentó formalmente al parlamento ecuatoriano la ley de hidrocarburos. De ser aprobada, reformaría las relaciones entre el país y las compañías petroleras. Por diversas razones, muchos la consideraron revolucionaria e incluso radical. Ciertamente iba encaminada a cambiar la conducción de los negocios en el sector, y su influencia saltaría las fronteras de Ecuador para irradiar a toda Latinoamérica y al resto del mundo.4
Las compañías petroleras reaccionaron como era de prever: sin contemplaciones. Sus agentes de relaciones públicas emprendieron una campaña de difamación contra Jaime Roldós y sus grupos de presión invadieron Quito y Washington, carteras en mano cargadas de amenazas y de sobornos. Intentaron presentar al primer presidente ecuatoriano democráticamente elegido de la era moderna como un nuevo Castro. Sin embargo, Roldós no cedió a los intentos de intimidación, sino que reaccionó denunciando la conjura entre la política, el petróleo... y la religión. El Summer Institute of Linguistics fue acusado de connivencia con las petroleras y se decretó, en una medida audaz y quizá temeraria, su expulsión del país.5
Pocas semanas después de enviar al Parlamento este paquete legislativo, y un par de días después de la expulsión de los misioneros del SIL, Roldós advirtió no sólo a las compañías petroleras sino a todos los intereses extranjeros que debían poner en marcha proyectos de utilidad para el pueblo ecuatoriano, o serían expulsados a su vez.
Después de pronunciar un gran discurso en el Estadio Olímpico Atahualpa de Quito, emprendió viaje hacia una pequeña comunidad de la parte meridional del país. Allí pereció el 24 de mayo de 1981 al incendiarse y caer el helicóptero en que viajaba.6
El mundo quedó consternado. En Latinoamérica el escándalo fue enorme. «¡Asesinado por la CÍA!», proclamaron los periódicos de todo el hemisferio. Además de la inquina que le tenían Washington y las compañías del petróleo, otras muchas circunstancias parecían apoyar la acusación. Las sospechas crecían conforme fueron descubriéndose más detalles. Nunca se demostró nada, pero los testigos presenciales afirmaron que Roldós, advertido de la posibilidad de un atentado, había tomado sus precauciones. Entre ellas, la de viajar con dos helicópteros. En el último momento, uno de sus funcionarios de seguridad le convenció para que viajara en el aparato de escolta. Y ése fue el que estalló.
Pese a la reacción mundial, el suceso apenas tuvo eco en la prensa estadounidense. Osvaldo Hurtado asumió la presidencia del país. El Summer Institute of Linguistics y sus patrocinadoras, las compañías del petróleo, pudieron regresar. A finales del mismo año, Hurtado lanzó un ambicioso programa de perforaciones a cargo de Texaco y otras compañías extranjeras en el golfo de Guayaquil y en la cuenca amazónica.7
Omar Torrijos, en su elogio postumo a Roldós, le llamó «hermano». También confesó que temía por su propia vida y que tenía pesadillas. En una de ellas se había visto cayendo del cielo, envuelto en una gran bola de fuego. Fue un sueño premonitorio.
Continúa aquí.
NOTAS
1. Para extensos detalles sobre el SIL, su historia, sus actividades y su asociación con las petroleras y los Rockefeller, véase Gerard Colby y Charlotte Dennet, Thy Will Be Done, The Conquest of the Amazon: Nelson Rockefeller and Evangelism in the Age of Oil, Harper Collins, Nueva York, 1995; Joe Kane, Savages, Alfred A. Knopf, Nueva York, 1995. Para información acerca de Rachel Saint, pp. 85,156,227.
2. John D. Martz, Polines and Petroleum in Ecuador, Transacción Books, New Brunswick y Oxford, 1987, p. 272.
3. José Carvajal Candall, «Objetivos y Políticas de CEPE», Primer Seminario, Quito, 1979, p. 88.
4. John D. Martz, Politics and Petroleum in Ecuador, Transaction Books, New Brunswick y Oxford 1987, p. 272.
5. Gerard Colby y Charlotte Dennet, Tliy Will Be Done, The Conquest of the Amazon: Nelson Rockefeller and Evangelism in the Age of Oil, Harper Collins, Nueva York, 1995, p. 813.
6. John D. Martz, Politics and Petroleum in Ecuador, Transaction Books, New Brunswick y Oxford, 1987, p. 303.
7. John D. Martz, Politics and Petroleum in Ecuador, Transaction Books, New Brunswick y Oxford, 1987, pp. 381,400.
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