Solzhenitsyn

“Los dirigentes bolcheviques que tomaron Rusia no eran rusos, ellos odiaban a los rusos y a los cristianos. Impulsados por el odio étnico torturaron y mataron a millones de rusos, sin pizca de remordimiento… El bolchevismo ha comprometido la mayor masacre humana de todos los tiempos. El hecho de que la mayor parte del mundo ignore o sea indiferente a este enorme crimen es prueba de que el dominio del mundo está en manos de sus autores“. Solzhenitsyn

Izquierda-Derecha

El espectro político Izquierda-Derecha es nuestra creación. En realidad, refleja cuidadosamente nuestra minuciosa polarización artificial de la sociedad, dividida en cuestiones menores que impiden que se perciba nuestro poder - (La Tecnocracia oculta del Poder)

viernes, 20 de agosto de 2010

Confesiones de un gangster económico (XIII): asesinato de Torrijos

Viene de aquí.

Panamá: muere otro presidente

La muerte de Roldós fue un duro golpe para mí. Pero quizá no debería haberlo sido.Puesto que yo era cualquier cosa menos ingenuo y estaba al tanto de lo ocurrido con Arbenz, Mosaddeq, Allende. Y con otros muchos cuyos nombres nunca aparecerán en los periódicos ni en los libros de historia, pero cuyas vidas también fueron destruidas y en ocasiones abreviadas por haberse enemistado con la corporatocracia. Sin embargo, me sorprendió mucho. Era demasiado flagrante.

Yo creía, después de nuestro fenomenal éxito en Arabia Saudí, que la intervención descarada era cosa de otros tiempos y que los chacales habían quedado relegados a los zoológicos. Luego me di cuenta de que estaba equivocado. Sin duda la muerte de Roldós no había sido un accidente. Tenía todos los rasgos de un atentado orquestado por la CÍA. Si la ejecución fue tan flagrante, comprendía yo ahora, era porque se
deseaba enviar un mensaje. La nueva administración Reagan, con su imagen hollywoodiense de vaqueros de gatillo fácil, iba a ser el vehículo ideal para transmitir tal mensaje. Los chacales habían regresado y convenía que tomaran nota lo mismo Ornar Torrijos como cualquier otro que sintiese veleidades de unirse a una cruzada contra la corporatocracia.


Pero Torrijos no iba a echarse atrás. Al igual que Roldós, no se dejó intimidar. Él también expulsó a los del Summer Institute of Linguistics y se negó en redondo a la renegociación del tratado del Canal que le demandaba la administración Reagan. Dos meses después de la muerte de Roldós, la pesadilla de Omar Torrijos se vio cumplida. Murió en un accidente de aviación. Era el 31 de julio de 1981.

La estupefacción recorrió Latinoamérica y el resto del mundo. Torrijos no había sido ningún desconocido. Se le respetaba como el hombre que había forzado la devolución del Canal a sus legítimos dueños, y que seguía manteniendo el tipo frente a Ronald Reagan. Era el defensor de los derechos humanos, el jefe de Estado que abrió las puertas a los refugiados de todo el espectro político sin exceptuar al sha de Irán, la voz carismática que reclamaba la justicia social y, según creían muchos entonces, un posible candidato al premio Nobel de la paz. Y había muerto. «¡Asesinado por la CÍA!», proclamaron una vez más los titulares y los artículos de opinión.

En su libro Conociendo al general, escrito a raíz de una visita anterior durante la cual tuvimos aquella conversación en el Hotel Panamá, Graham Greene comienza así:
En agosto de 1981 tenía hecho el equipaje para mi quinta visita a Panamá cuando me anunciaron por teléfono la muerte del general Omar Torrijos Herrera, mi amigo y anfitrión. La avioneta en que se dirigía a su casa de Coclesito, en la región montañosa de Panamá, se estrelló y no hubo supervivientes. Pocos días después, la voz de su guardia de seguridad, el sargento José de Jesús Martínez, alias Chuchu, ex profesor de filosofía marxista en la Universidad de Panamá, profesor de matemáticas y poeta, me anunciaba: «Ese avión llevaba una bomba. Sé que iba una bomba en el avión, pero no puedo revelar a través del teléfono por qué lo sé».1
El mundo entero lloró la muerte de aquel hombre, que se había ganado la reputación de defensor de los pobres y desvalidos. Se alzó un clamor solicitando a Washington una investigación sobre las actividades de la CÍA. Pero tal cosa no iba a ocurrir. Torrijos tenía muchos enemigos y la lista incluía a gentes dueñas de un poder inmenso. Antes de su desaparición le habían manifestado público aborrecimiento el presidente Reagan, el vicepresidente Bush, el secretario de Defensa Weinberger, la junta de jefes de Estado Mayor y los directores generales de muchas empresas poderosas.

Los jefes militares norteamericanos estaban especialmente irritados por los artículos del tratado Torrijos-Cárter que les obligaban a cerrar la Escuela de las Américas y el Comando Sur especializado en la guerra tropical, lo cual les planteaba un serio problema. O se encontraba la manera de saltarse las condiciones del tratado o tendrían que buscar otro país dispuesto a acoger aquellas instalaciones, lo que no era empresa fácil en aquellos decenios finales del siglo xx. Quedaba otra opción, por supuesto: eliminar a Torrijos y renegociar el tratado con el sucesor.

En el mundo empresarial, Torrijos tuvo por enemigas a las grandes multinacionales, muchas de éstas estrechamente vinculadas a políticos estadounidenses e interesadas en la explotación de la mano de obra y los recursos naturales de Latinoamérica —el petróleo, la madera, el zinc, el cobre, la bauxita y las tierras de cultivo. Entre ellas se contaban compañías manufactureras, de comunicaciones, navieras, grupos del  transporte, así como compañías de ingeniería y otras empresas especializadas en tecnologías.

El grupo Bechtel era un buen ejemplo de las relaciones privilegiadas que tenían lugar entre la empresa privada y la administración estadounidense. Yo conocía bien a Bechtel. Habíamos colaborado estrechamente con ella en MAIN y uno de sus principales arquitectos llegaría a ser un buen amigo personal. Bechtel era la empresa
de ingeniería y construcción más influyente de Estados Unidos y contaba en su consejo de administración con personajes como George Shultz y Caspar Weinberger, que habían declarado su desprecio por Torrijos ante la osadía de éste al favorecer el plan japonés de reemplazar el canal existente por otro nuevo y más capaz. [2] Iniciativa que además de transferir de Estados Unidos a Panamá la propiedad del canal excluiría a Bechtel del contrato más prestigioso y posiblemente más lucrativo del siglo.

Torrijos se enfrentó con esos hombres; y lo hizo con finura, simpatía y un maravilloso sentido del humor. Pero murió y le sustituyó uno de sus protegidos, Manuel Noriega, que no tenía ni el ingenio ni el carisma ni la inteligencia de Torrijos. Muchos sospecharon que no tenía nada que hacer frente a los Reagan, los Bush y las
Bechtel de este mundo.

Yo estaba destrozado con esa tragedia. Pasé muchas horas recordando mis conversaciones con Torrijos. Una noche me quedé largo rato contemplando su fotografía en una revista. Recordé mi primera noche en Panamá, el viaje en taxi bajo el aguacero y el alto frente al cartel con el retrato gigante y la leyenda «el ideal de Omar es la libertad, y no se ha inventado el misil capaz de matar un ideal». El recuerdo de esa inscripción me estremeció, lo mismo que aquella tormentosa noche. Entonces yo no sabía que Torrijos colaboraría con Cárter para devolver el canal de Panamá al pueblo, que merecía ser su legítimo propietario, ni que esta victoria, junto con sus tentativas para allanar diferencias entre el socialismo latinoamericano y las dictaduras, enfurecería a la administración Reagan-Bush hasta el punto de pensar en asesinarlo.[3] Tampoco podía saber que en otra noche oscura se accidentaría durante un vuelo de rutina con su Twin Otter, ni que la mayor parte del mundo excepto Estados Unidos echaría a la larga cuenta de la CÍA la desaparición de Torrijos, muerto a la edad de cincuenta y dos años.

Si hubiese vivido, indudablemente habría tratado de contrarrestar la creciente violencia que ha asediado a tantos países de Centroamérica y Suramérica. Si nos atenemos a sus antecedentes, podemos suponer que habría tratado de llegar a un acuerdo para limitar la destrucción de las regiones amazónicas de Ecuador, Colombia y Perú por las compañías petroleras internacionales. Y esa iniciativa, entre otros resultados, habría aliviado los terribles conflictos que según Washington son guerras de terroristas y del narcotráfico, pero que Torrijos habría sabido reconocer como acciones de gentes desesperadas y decididas a defender sus familias y sus hogares. Y lo más importante, estoy seguro de que habría servido de modelo a una nueva generación de dirigentes de América, de África y de Asia. Lo que, por supuesto, no podían consentir la CÍA, la NSA ni el gangsterismo económico.

Estados Unidos invade Panamá

Desaparecido Torrijos, Panamá seguía, no obstante, ocupando un lugar especial en mi corazón. Como vivía en el sur de Florida, tenía acceso a muchas fuentes de información sobre los acontecimientos de la actualidad centroamericana. El legado de Torrijos le había sobrevivido, aunque tamizado a través de unas personas que no tenían ni la personalidad compasiva ni el carácter vigoroso del general. Después de la muerte de éste, los intentos de allanar diferencias en el hemisferio habían continuado, y lo mismo la determinación panameña de forzar el cumplimiento de los pactos del tratado del Canal por parte de Estados Unidos.

Al principio, Manuel Noriega, el sucesor de Torrijos, se mostró decidido a seguir por la senda de su mentor. Nunca conocí personalmente a Noriega, pero todo atestigua que en sus comienzos se había propuesto seguir defendiendo la causa de los pobres y los oprimidos de Latinoamérica. Uno de sus proyectos más importantes consistía en seguir explorando la posibilidad de construir un nuevo canal, con financiación y ejecución de las obras a cargo de los japoneses. Como era de prever, halló mucha resistencia por parte de Washington y de las compañías privadas estadounidenses.


Como ha escrito el mismo Noriega:

El secretario de estado George Shultz había sido ejecutivo de Bechtel, la multinacional de la construcción. El secretario de Defensa, Caspar Weinberger, había sido vicepresidente de Bechtel. Nada le habría parecido mejor a Bechtel que embolsarse los miles de millones de ingresos que generaría la construcción del canal [...] Las administraciones Reagan y Bush temieron la posibilidad de que Japón llegase a dominar el eventual proyecto de construcción del canal, así por consideraciones de seguridad que realmente no eran del caso, como por la cuestión de la rivalidad comercial. Para las constructoras estadounidenses se hallaban en juego miles de millones de dólares.4
Pero Noriega no era Torrijos. No poseía ni el carisma ni la integridad de su antiguo jefe. Con el tiempo fue adquiriendo mala reputación por corrupción y narcotráfico, e incluso se sospechó que había urdido el asesinato de un rival político, Hugo Spadafora. Noriega había adquirido su reputación como coronel ¡efe de la unidad G-2 de las fuerzas de defensa panameñas. Era el servicio de inteligencia militar que enlazaba a
nivel nacional con la CÍA. En esas funciones desarrolló una estrecha relación con William J. Casey, el director de la CÍA, y la Agencia utilizó esta conexión a fin y efecto de impulsar sus programas para el Caribe, Centroamérica y Suramérica. En 1983, por ejemplo, cuando la administración Reagan quiso prevenir a Castro de la inminente invasión de la isla de Granada por Estados Unidos, Casey se lo hizo saber a Noriega y le solicitó que hiciera de mensajero. El coronel también ayudó a la CÍA cuando ésta se propuso infiltrarse en los cárteles de la droga colombianos y de otros lugares.

En 1984, Noriega había ascendido a general y comandante en jefe de las fuerzas de defensa panameñas. Se ha dicho que aquel mismo año, cuando visitó la capital de Panamá y fue recibido en el aeropuerto por el jefe local de la CÍA, lo primero que hizo Casey fue preguntar: «¿Dónde está mi chico? ¿Dónde está Noriega?» Y cuando el general visitó Washington, los dos tuvieron una reunión privada en el domicilio de Casey. Muchos años más tarde Noriega confesó que su íntima vinculación con Casey le había transmitido una sensación de invencibilidad. Creía que la CÍA era la rama más poderosa de la autoridad estadounidense, como lo era el G-2 en su país. Y estaba convencido de que Casey no le retiraría su protección, pese a la postura de Noriega en las cuestiones del tratado y de la base militar estadounidense en la zona del Canal.5

De manera que, allí donde Torrijos había sido icono internacional de la justicia y la igualdad, Noriega se convirtió en símbolo de la corrupción y la decadencia. Su notoriedad en tal sentido quedó asegurada el 12 de junio de 1986, cuando el New York Times publicó un artículo en primera plana bajo el titular: «Hombre fuerte de Panamá supuestamente implicado en narcotráfico y blanqueo de dinero». El texto, escrito por un periodista galardonado con el Pulitzer, decía que el general era socio oculto e ilegal de varias actividades en Latinoamérica, que había espiado tanto a Estados Unidos como a Cuba por cuenta de ambos actuando a manera de agente doble, que era cierto que el G-2 había decapitado a Hugo Spadafora por orden suya y que Noriega había dirigido personalmente «la organización de narcotráfico más significada de Panamá».

El artículo venía acompañado de un retrato poco favorecedor del general y anunciaba para el día siguiente una segunda parte con más detalles.6

Por si fuesen pocas dificultades, Noriega tuvo que cargar con otra más, la de su contemporaneidad con un presidente de Estados Unidos afectado por un problema de imagen, o lo que algunos periodistas llamaban «el factor pelele» de George H. W. Bush.[7] Este aspecto cobró especial significación cuando Noriega se negó a considerar una prórroga de quince años para la presencia de la Escuela de las Américas. En las memorias del general encontramos una revelación interesante:
Aunque estábamos decididos a continuar el legado de Torrijos, motivo de orgullo para nosotros, Estados Unidos no estaba dispuesto a consentirlo. Deseaba una prórroga o una renegociación para esa instalación [la Escuela de las Américas], aduciendo que todavía la necesitaban en vista de los crecientes preparativos bélicos en Centroamérica. Pero, para nosotros, la Escuela de las Américas era una vergüenza. No queríamos tener en nuestro territorio un campo de entrenamiento para escuadrones de la muerte y militares represores de ultraderecha.8
Aunque después de lo dicho tal vez el mundo debía haber intuido lo que iba a ocurrir, el 20 de diciembre de 1989 el planeta asistió con asombro al ataque lanzado por Estados Unidos contra Panamá poniendo en juego un volumen de medios aéreos nunca visto, según se dijo, desde el final de la Segunda Guerra Mundial.[9] Fue un ataque sin provocación previa dirigido contra población civil. Panamá y su pueblo no representaban absolutamente ningún peligro para Estados Unidos ni para país alguno del planeta. En todas partes los políticos, los gobiernos y la prensa denunciaron la acción unilateral de Estados Unidos como una violación flagrante del derecho internacional.

Si esa operación militar se hubiese dirigido contra un país responsable de perpetrar genocidios u otros delitos contra los derechos humanos — digamos, el Chile de Pinochet, el Paraguay de Stroessner, la Nicaragua de Somoza, El Salvador de Roberto D'Aubuisson o el Iraq de Saddam— el mundo tal vez lo habría entendido. En cambio Panamá no había hecho nada de ese género, sólo había tenido la osadía de contrariar las voluntades de un puñado de poderosos, políticos y ejecutivos empresariales. Se había empeñado en hacer cumplir el tratado del Canal, había tenido conversaciones con reformadores sociales y había estudiado la posibilidad de construir un nuevo canal con financiación japonesa y empresas constructoras japonesas. Por lo cual tuvo que sufrir consecuencias devastadoras. Como dice Noriega:
Quiero dejarlo bien claro: la campaña de desestabilización lanzada por Estados Unidos en 1986, y que culminó en la invasión de 1989, fue resultado del rechazo estadounidense de cualquier supuesto en que el futuro control del canal de Panamá se transfiriese a manos de un Panamá soberano e independiente, con el apoyo de Japón [...] Mientras tanto, Shultz y Weinberger, escudados en las apariencias de funcionarios que trabajaban por el interés público y explotando la ignorancia popular en cuanto a los poderosos intereses económicos que en realidad representaban, montaban la campaña de propaganda dirigida a liquidarme.10
Toda la justificación oficial de Washington para la operación se centró en su persona. Noriega era el único argumento de Estados Unidos para enviar a sus jóvenes, hombres y mujeres a arriesgar la propia vida y la conciencia en la matanza de un pueblo inocente, incluido un número incontable de niños. Noriega fue descrito como un malvado, un enemigo del pueblo, un monstruo del narcotráfico. Y en tanto que tal, suministraba a la administración el pretexto para la mastodóntica invasión de un país de dos millones de habitantes... a los que la casualidad había colocado en uno de los pedazos de tierra más codiciados del mundo.

A mí, la invasión me trastornó tanto que me lanzó a una depresión prolongada durante muchos días. No ignoraba que Noriega tenía su guardia personal, pero no lograba dejar de pensar que los chacales podían eliminarlo, al igual que habían hecho con Roldós y con Torrijos. Muchos de sus guardaespaldas habían recibido su instrucción en los centros militares de Estados Unidos. No era descartable que fuesen capaces de cobrar por mirar a otro lado, o de asesinarle ellos mismos.

Cuanto más leía y reflexionaba sobre la invasión, por tanto, más me convencía de que significaba un retroceso de la política estadounidense a los viejos métodos de los constructores de imperios. La administración Bush había decidido ir más allá que la de Reagan y demostrarle al mundo que no titubearía en utilizar la fuerza máxima con tal de favorecer sus fines. También me pareció que, en Panamá, el fin perseguido no era sólo el de reemplazar el legado de Torrijos por una administración títere y propicia a Estados Unidos, sino intirnidar y someter además a otros países, como Iraq.

David Harris, colaborador del New York Times Magazine y autor de cuando escribe:
De todos los millares de soberanos, potentados, hombres fuertes, juntas militares y señores de la guerra con que han tratado los estadounidenses en todos los rincones del mundo, el general Manuel Antonio Noriega es el único que ha merecido semejante persecución. Sólo una vez en sus doscientos veinticinco años de existencia oficial como país ha invadido Estados Unidos a otra nación para llevarse preso al dirigente de ésta, con el fin de juzgarlo y encarcelarlo en Estados Unidos por actos que eran delictivos según el derecho estadounidense, pero cometidos en el territorio nativo de dicho dirigente.11
Después del bombardeo, los estadounidenses se vieron de pronto en una situación delicada, y durante algún tiempo pareció que iba a salirles el tiro por la culata. La administración Bush podía haber acallado los rumores que la tildaban de «pelele», pero quedaba el problema de la legitimidad, de parecer unos matones sorprendidos en pleno acto de terrorismo. Se reveló que, durante tres días, los militares habían prohibido
a la prensa, a la Cruz Roja y a otros observadores ajenos la entrada en las zonas duramente bombardeadas, mientras los soldados incineraban y enterraban a las víctimas. La prensa hizo muchas preguntas acerca de cuántas pruebas de atrocidades y otros actos delictivos se habían destruido y acerca de cuántos habían muerto por denegación del auxilio médico. Pero nadie contestó a esas preguntas.

Seguiremos ignorando muchos detalles de esa invasión, lo mismo que la verdadera dimensión de la matanza. Cheney, el secretario de Defensa, cifró el número de víctimas mortales en unas quinientas o seiscientas, pero algunas organizaciones independientes de defensa de los derechos humanos calculan que fueron de tres mil a
cinco mil, y además otros veinticinco mil ciudadanos perdieron sus viviendas.12

Noriega fue detenido, enviado en avión a Miami y sentenciado a cuarenta años de cárcel. En aquella época, era la única persona de Estados Unidos oficialmente clasificada como prisionero de guerra.13

En todo el mundo hubo indignación por esta vulneración del derecho internacional con destrucción gratuita de vidas inocentes a manos de la potencia militar más fuerte del planeta. En Estados Unidos, por el contrario, pocos repararon en la tropelía ni en los delitos perpetrados por Washington. Hubo poca cobertura por parte de la prensa impresa. A esto contribuyó cierto número de factores: la deliberada política de las autoridades,
llamadas de la Casa Blanca a los editores de los periódicos y a los ejecutivos de las televisiones, congresistas que no se atrevieron a interpelar no fuesen ellos los tildados de «peleles» y periodistas persuadidos de que la opinión pública reclama héroes y no le interesa la objetividad.

Hubo alguna excepción, como Peter Eisner, redactor de News doy y reportero de la Associated Press que cubrió la invasión de Panamá y continuó analizándola durante varios años. En Memoirs of Manuel Noriega: America's Prisoner, publicada en 1997, escribe:
La mortandad, la destrucción y la injusticia realizadas en nombre de la lucha contra Noriega —así como las mentiras con que rodearon el acontecimiento— amenazaban los principios básicos de la democracia estadounidense [... ] En Panamá los soldados recibieron órdenes de matar, y así lo hicieron después de habérseles dicho que iban a rescatar un país de las garras de un dictador cruel y depravado. Y una vez hubieron actuado, el pueblo de su país [Estados Unidos] cerró filas detrás de ellos.14
Después de documentarse largamente y habiendo entrevistado incluso a Noriega en su celda carcelaria de Miami, Eisner declara:
En cuanto a los puntos clave, no creo que las pruebas presentadas demuestren que Noriega fuese culpable de lo que se le acusó. No creo que sus actos como jefe militar extranjero o como jefe de un Estado soberano justificasen la invasión de Panamá, ni que él mismo representase un peligro para la seguridad nacional de Estados Unidos.15
Y concluye:
Mi análisis de la situación política y mi actividad informativa en Panamá antes, durante y después de la invasión me llevan a concluir que la invasión de Panamá por Estados Unidos fue un abominable abuso de poder. Esa invasión sirvió principalmente a los fines de unos políticos estadounidenses arrogantes y a los aliados panameños de éstos, al precio de un considerable derramamiento de sangre.16
Quedó reinstaurada entonces la familia Arias junto con las demás de la oligarquía pre-Torrijos, títere de Estados Unidos desde que Panamá fue segregado de Colombia hasta que Torrijos accedió al poder. El nuevo tratado del Canal quedaba condenado a la irrelevancia puesto que, de facto, Washington recuperaba el control de esa vía marítima dijeran lo que dijeran los documentos oficiales.

Mientras reflexionaba sobre estos incidentes y sobre todo lo que había experimentado durante mi trabajo en MAIN, sin darme cuenta iba repitiéndome las mismas preguntas una y otra vez: ¿Cuántas decisiones, incluidas las de gran trascendencia histórica que afectan a millones de personas, van a cargo de hombres y
mujeres movidos por afanes personales, en lugar de por el deseo de hacer lo que es justo? ¿Cuántos de nuestros altos funcionarios actúan a impulsos del deseo de enriquecimiento personal, en lugar de por el interés público? ¿Cuántas guerras habrán estallado sólo porque un presidente no quiere que sus conciudadanos le tengan por un «pelele»?

Pese a lo prometido durante mi conversación con el presidente de SWEC, mi contrariedad y mis sensaciones de impotencia ante la invasión de Panamá me indujeron a reanudar el trabajo con mi libro, salvo que esta vez decidí centrarme en Torrijos. Veía en su caso una posibilidad para exponer muchas de las injusticias que agobian a nuestro mundo, así como una manera de librarme de mis remordimientos. Esta vez, no obstante, preferí guardar reserva sobre lo que estaba haciendo, en lugar de pedir consejos a los amigos y los colegas.

Mientras me documentaba para el libro quedé consternado al comprobar la dimensión de lo realizado por nosotros, los gángsteres económicos, en tantos lugares diferentes. Intentaba concentrarme en algunos de los casos más notables, pero la lista de los países en donde yo había trabajado y que habían quedado peor que antes era asombrosa. Al mismo tiempo quedé horrorizado por el alcance de mi propia corrupción. Pese a mis muchos exámenes de conciencia, sólo ahora comprendía que mientras estuve enfrascado en mis actividades cotidianas no había alcanzado a ver la perspectiva general. De modo que cuando estuve en Indonesia cavilaba sobre los temas que discutíamos Howard Parker y yo, o los que me planteaban los jóvenes amigos de Rasy. Cuando trabajé en Panamá me afectaron las implicaciones de lo que veía en los barrios degradados que me mostraba Fidel, la zona del Canal y la discoteca. En Irán fue inmenso el trastorno que me produjeron mis entrevistas con Yarnin y con Doc.

Pero ahora, al reunirlo todo en un libro, alcanzaba por primera vez una visión de conjunto y entendía cómo había sido fácil pasar por alto el panorama general y, por consiguiente, que se me escapase el verdadero significado de mis actos.

Explicado así, todo parece muy sencillo y evidente. Sin embargo, la naturaleza de tales experiencias tenía un carácter insidioso que me recuerda la vivencia del soldado. Ingenuo al principio, quizá se cuestiona alguna vez la moralidad de matar a otros seres humanos, pero lo que más le ocupa es su propio miedo, la necesidad de sobrevivir. La primera vez que mata a un enemigo, las emociones le abruman. Tal vez se le ocurrirá pensar en la familia de ese muerto y experimentará algún arrepentimiento. Pero conforme pasa el tiempo y él va tomando parte en más batallas, y matando más gente, el soldado se curte. Se ha convertido en un profesional.

Yo también fui un soldado profesional. Al admitirlo así, quedó abierta la puerta a una mejor comprensión del
proceso por el cual se perpetran crímenes y se construyen imperios. Ahora comprendía cómo era posible que se cometiesen tantas atrocidades. Cómo, por ejemplo, unos buenos padres de familia iraníes entraron a trabajar en la brutal policía secreta del sha, cómo unos buenos alemanes obedecieron las órdenes de Hitler o cómo unos honrados estadounidenses bombardearon la capital de Panamá.

En tanto que gángster económico, yo jamás había cobrado directamente de la NSA ni de ningún otro organismo estatal. Mi salario me lo pagaba MAIN. Yo era un ciudadano particular, empleado de una corporación privada. Al entenderlo así pude ver clara la figura emergente del «ejecutivo corporativo convertido en gángster económico». Un nuevo tipo de soldado aparecía en el escenario mundial y se insensibilizaba, con la práctica, ante sus propios actos. Escribí entonces:
Hoy esos hombres y mujeres van a Tailandia, a Filipinas, a Botswana, a Bolivia y a cualquier parte donde esperan encontrar gentes que necesitan con desesperación un trabajo. Van a esos países con la intención deliberada de explotar a los desdichados, a seres que tienen hijos desnutridos o famélicos, que viven en barrios de chabolas y que han perdido toda esperanza de una vida mejor; que incluso han dejado de soñar en un futuro. Esos hombres y mujeres salen de sus fastuosos despachos de Manhattan, de San Francisco o de Chicago, se desplazan entre los continentes y los océanos en lujosos jets, se alojan en hoteles de primera categoría y se agasajan en los mejores restaurantes que esos países puedan ofrecer. Luego salen a buscar gente desesperada. Son los negreros de nuestra época. Pero ya no tienen necesidad de aventurarse
en las selvas de África en busca de ejemplares robustos.

Simplemente recluían a esos desesperados y construyen una fábrica que confeccione las cazadoras, los pantalones vaqueros, las zapatillas deportivas, las piezas de automoción, los componentes para ordenadores y los demás miles de artículos que aquéllos saben colocar en los mercados de su elección. O tal vez prefieren no ser los dueños de esas fábricas, sino que se -limitan a contratar con los negociantes locales, que harán el trabajo sucio por ellos.

Esos hombres y mujeres se consideran gente honrada. Regresan a sus países con fotografías de lugares pintorescos y de antiguas ruinas, para enseñárselas a sus hijos. Asisten a seminarios en donde se dan mutuas palmadas en las espaldas e intercambian consejos sobre cómo burlar las arbitrariedades aduaneras de aquellos exóticos países. Sus jefes contratan abogados que les aseguran la perfecta legalidad de lo que ellos y ellas están haciendo. Y tienen a su disposición un cuadro de psicoterapeutas y otros expertos en recursos humanos, para que les ayuden a persuadirse de que, en realidad, están ayudando a esas gentes desesperadas.

El esclavista a la antigua usanza se decía a sí mismo que su comercio trataba con una especie no del todo humana, a cuyos individuos ofrecía la oportunidad de convertirse al cristianismo. Al mismo tiempo, entendía que los esclavos eran indispensables para la supervivencia de su propia sociedad, de cuya economía constituían el fundamento. El esclavista moderno se convence a sí mismo (o a sí misma) de que es mejor para los desesperados ganar un dólar al día que no ganar
absolutamente nada. Y además se les ofrece la oportunidad de integrarse en la más amplia comunidad global. El o ella también comprenden que esos desesperados son esenciales para la supervivencia de sus compañías, y que son los fundamentos del nivel de vida que sus explotadores disfrutan. Nunca se detienen a reflexionar sobre las consecuencias más amplias de lo que ellos y ellas, su nivel de vida y el sistema económico en que todo eso se asienta están haciéndole al planeta [... ] ni sobre cómo, finalmente, todo eso repercutirá en el porvenir de sus propios hijos.
Continúa aquí.

NOTAS

1. Graham Greene, Getting to Know tlie General, Pocket Books, Nueva York, 1984, p. 11.

2. George Shultz ha sido secretario del Tesoro y presidente del Consejo de política económica durante el período Nixon-Ford, 1972-1974, presidente del Bechtel Group de 1974 a 1982, y secretario de estado con Reagan-Bush, 1982-1989; Caspar Weinberger ha sido director de la Oficina de Administración y del Presupuesto, y secretario de Sanidad, Educación y Providencia social con Nixon-Ford, 1973-1975, vicepresidente y consejero general de Bechtel, 1975-1980, y secretario de Defensa con Reagan-Bush, 1980-1987.

3. En 1973 durante la vista del caso Watergate y testificando ante el Senado, John Dean fue el primero en revelar los planes estadounidenses para asesinar a Torrijos. En 1975, durante las investigaciones del Senado sobre la CÍA presididas por el senador Frank Church, se presentaron nuevos testimonios y documentos sobre planes para asesinar tanto a Torrijos como a Noriega. Véase por ejemplo Manuel Noriega y Peter Eisner, The Memoirs of Manuel Noriega, America's Prisoner, Random House, Nueva York, 1997, p. 107.

4. Manuel Noriega y Peter Eisner, The Memoirs of Manuel Noriega, America's Prisoner, Random House, Nueva York, 1997, p. 56.

5. David Harris, Shooting the Moon: The True Story ofan American Manhunt Unlike Any Other, Ever, Little, Brown and Company, Boston, 2001, pp. 31-34.

6. David Harris, Shooting the Moon: The True Story ofan American Manhunt Unlike Any Other, Ever, Little, Brown and Company, Boston, 2001, p. 43.

7. Manuel Noriega y Peter Eisner, The Memoirs of Manuel Noriega, America's Prisoner, Random House, Nueva York, 1997, p. 212; véase también Craig Unger, «Saving the Saudies», Vanity Fair, octubre de 2003, p. 165.

8. Manuel Noriega y Peter Eisner, The Memoirs of Manuel Noriega, America''s Prisoner, Random House, Nueva York, 1997, p. 114.

9. Véase www.famoustexans.com/georgebush.htm, p. 2.

10. Manuel Noriega y Peter Eisner, Tlie Memoirs of Manuel Noriega, America's Prisoner, Random House, Nueva York 1997, pp. 56-57.

11. David Harris, Shooting the Moon: The True Story of an American Manhunt Unlike Any Otlier, Ever, Little, Brown and Company, Boston, 2001, p. 6.

12. www.famoustexans.com/georgebush.htm, p. 3.

13. David Harris, Slwoting tlie Moon: Tlie True Story ofan American Manhunt Unlike Any Otlier, Ever, Little, Brown and Company, Boston 2001, p. 4.

14. Manuel Noriega y Peter Eisner, The Memoirs of Manuel Noriega, America's Prisoner, Random House, Nueva York, 1997, p. 248.

15. Manuel Noriega y Peter Eisner, íbid, p. 211.

16. Manuel Noriega y Peter Eisner, íbid, p. xxi.

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