Solzhenitsyn

“Los dirigentes bolcheviques que tomaron Rusia no eran rusos, ellos odiaban a los rusos y a los cristianos. Impulsados por el odio étnico torturaron y mataron a millones de rusos, sin pizca de remordimiento… El bolchevismo ha comprometido la mayor masacre humana de todos los tiempos. El hecho de que la mayor parte del mundo ignore o sea indiferente a este enorme crimen es prueba de que el dominio del mundo está en manos de sus autores“. Solzhenitsyn

Izquierda-Derecha

El espectro político Izquierda-Derecha es nuestra creación. En realidad, refleja cuidadosamente nuestra minuciosa polarización artificial de la sociedad, dividida en cuestiones menores que impiden que se perciba nuestro poder - (La Tecnocracia oculta del Poder)

jueves, 26 de agosto de 2010

Confesiones de un gangster económico (XIV): Fracaso del gangsterismo económico en Irak

Viene de aquí.

Un fracaso del gangsterismo económico en Irak

Mis funciones como presidente de IPS durante la década de 1980, y como asesor de SWEC a finales de ese decenio y durante buena parte de los años 1990, me permitieron acceder a informaciones acerca de Irak no disponibles para la mayoría. A decir verdad, durante la década de 1980 pocos estadounidenses sabían nada de dicho país. Sencillamente, no aparecía en su pantalla de radar. Por mi parte, yo estaba fascinado con los acontecimientos.

Me mantenía en contacto con viejos amigos, en la época empleados del Banco Mundial, de USAID, del FMI o alguna otra organización financiera internacional, y también con gentes de Bechtel (como mi suegro, sin ir más lejos), de Halliburton y de las demás grandes contratistas de ingeniería y construcción. Muchos de los técnicos que empleaban las subcontratistas de IPS y de otras eléctricas independientes intervenían al mismo tiempo en proyectos del Oriente Próximo. En consecuencia, estaba al tanto de la intensa actividad de los EHM (gangsters económicos) en Irak.


Las administraciones Reagan y Bush tenían la intención de convertir a Irak en una nueva Arabia Saudí. Era de prever que Saddam Hussein seguiría el ejemplo de la Casa de Saud, por muchas razones poderosas. No tenía más que fijarse en los beneficios acaparados por ésta en el «caso del blanqueo de dinero». Desde que se cerró ese acuerdo habían brotado ciudades modernas en medio del desierto saudí. En Riad, las cabras consumidoras de desperdicios habían sido reemplazadas por eficientes camiones de recogida, y en aquellos momentos los saudíes disfrutaban de algunas de las tecnologías más avanzadas del mundo: ultramodernas plantas desalinizadoras, sistemas de tratamiento de residuos, redes de comunicaciones y de distribución eléctrica.

Sin duda Saddam Hussein también se daría cuenta de que los saudíes gozaban de un trato privilegiado en materia de derecho internacional. El amigo americano hacía la vista gorda ante muchas actividades de los saudíes, como por ejemplo financiar grupos fanáticos —muchos de ellos considerados en todo el mundo unos radicales sospechosos de terrorismo— y dar asilo a proscritos internacionales. O para ser más exactos, Washington incluso instó y consiguió que sus aliados saudíes apoyasen económicamente la campaña de Osama bin Laden en Afganistán contra la Unión Soviética. Las administraciones Reagan y Bush no sólo
incentivaron a los saudíes en ese aspecto, sino que además presionaron a otros muchos países para que hicieran lo mismo... o para que hicieran también la vista gorda.

La presencia de los EHM en Bagdad fue muy numerosa en la década de 1980. Creían que Saddam acabaría por ver la luz, y yo no podía por menos que darles la razón. Al fin y al cabo, si Irak alcanzaba un acuerdo con Washington similar al de los saudíes, Saddam quedaba en condiciones de gobernar su país como se le antojase, e incluso podía pensar en ir ampliando su círculo de influencia en esa región del mundo.

Poco importaba que fuese un tirano patológico, ni que tuviese las manos ensangrentadas por matanzas masivas, ni que sus maneras y la brutalidad de sus actos evocasen el recuerdo de Adolf Hitler. No sería la primera vez que Estados Unidos toleraba e incluso apoyaba a gentes de tal especie. Nosotros le ofreceríamos con mucho gusto los títulos de la deuda pública estadounidense a cambio de sus petrodólares, siempre que garantizase la continuidad de los suministros de petróleo y aceptase un acuerdo en virtud del cual los intereses devengados por esos títulos se invirtiesen en contratar a compañías estadounidenses para modernizar las infraestructuras iraquíes, crear nuevas ciudades, y convertir los desiertos en vergeles.

Con mucho gusto le venderíamos también tanques, y aviones de caza, y le construiríamos plantas químicas y nucleares, tal como habíamos hecho en tantos otros países, y aunque esas tecnologías pudieran ser aplicadas igualmente a la fabricación de armamento avanzado.

Para nosotros Iraq era de suma importancia, de una importancia mucho más grande de lo que pareciese a primera vista. En contra de lo que se cree comúnmente, el petróleo no era el único tema. Intervenían asimismo el agua y las consideraciones geopolíticas. Los ríos Tigris y Eufrates pasan por Iraq. De entre todos los países de esa región del mundo, Iraq controla las fuentes principales de esos recursos hídricos cada vez más escasos. Fue en la década de 1980 cuando la trascendencia tanto política como económica del agua empezó a destacar con claridad para los que andábamos interesados en el sector energético y de ingeniería. En la carrera de la privatización, muchas de las compañías principales que habían puesto sus miras en absorber las pequeñas eléctricas independientes pasaron a plantearse la privatización de los sistemas de abastecimiento del agua en África, Latinoamérica y el Oriente Próximo.

Además de petróleo y agua, Irak posee una situación estratégica muy valiosa. Tiene fronteras con Irán, Kuwait, Arabia Saudí, Jordania, Siria y Turquía, y salida al mar en el golfo Pérsico. Tiene en el radio de acción de sus misiles a Israel y a la ex Unión Soviética. Los estrategas militares comparan la posición del Iraq moderno con la del valle del Hudson durante nuestras guerras contra los franceses y los indios, y contra Inglaterra en la de Independencia. Hoy día es del dominio público que quien controla Irak tiene la llave de todo el Oriente Próximo.

Sobre todo esto, Irak supone un mercado inmenso para la tecnología y el conocimiento experto estadounidenses. El hecho de estar asentado sobre algunos de los yacimientos petrolíferos más extensos del mundo (más importantes incluso que los de Arabia Saudí, según algunas estimaciones) le garantiza la posibilidad de financiar grandes programas de infraestructura y de industrialización. Todos los que tenían algo interesante que ofrecer, andaban pendientes de Irak: las contratistas de ingeniería y construcción, los proveedores de sistemas informáticos, los fabricantes de aviones, misiles y tanques, las compañías químicas y las químico -farmacéuticas.

A finales de la década de 1980, sin embargo, quedó claro que Saddam «no tragaba» con el guión de los EHM: gran decepción y no pequeño apuro para la primera administración Bush. Junto con Panamá, Irak contribuyó a la reputación de «flojo» de George H. W. Bush. Precisamente cuando éste andaba buscando nuevas maneras de lavar su imagen, Saddam le dio la partida hecha. En agosto de 1990 invadió Kuwait, rico territorio de jeques petroleros. Bush reaccionó denunciando la vulneración del derecho internacional perpetrada por Saddam, y eso que aún no había transcurrido un año desde la invasión no menos ilegal y unilateral de Panamá, dispuesta por el mismo Bush.

De modo que, al fin, el presidente no sorprendió a nadie cuando lanzó la orden de ataque por tierra, mar y aire. Quinientos mil soldados estadounidenses fueron enviados formando parte de la expedición internacional. En los primeros meses de 1991 la aviación se lanzó a bombardear objetivos militares y civiles en Irak. A esto le siguieron cien horas de operaciones terrestres y la desbandada del ejército iraquí, desmoralizado y muy inferior en potencia de fuego. Era la salvación de Kuwait y el escarmiento para un auténtico déspota, que sin embargo no fue conducido ante la justicia. La popularidad de Bush ante la opinión pública estadounidense alcanzó el 90 por ciento.

En la época de la invasión de Irak, yo estaba en Boston asistiendo a unas reuniones, que fue una de las pocas ocasiones en que SWEC realmente me solicitó para hacer algo. Recuerdo el entusiasmo con que fue redbida la decisión de Bush. Por supuesto, la gente de la organización de Stone & Webster estaba entusiasmada porque habíamos mantenido el tipo frente a un dictador homicida, pero también porque una victoria estadounidense en Irak les suponía oportunidades de grandes beneficios, aumentos de sueldo y promociones.

El entusiasmo no quedó limitado a los hombres de negocios que iban a beneficiarse directamente de la guerra. En todo el país, la gente se manifestaba casi ansiosa por presenciar una demostración de firmeza militar. Me parece que esa actitud obedeció a una serie de razones, entre ellas, el cambio de filosofía que acarreó la derrota de Cárter frente a Reagan, la liberación de los rehenes en Irán y el empeño reaganiano en renegociar el tratado del canal de Panamá.

La invasión de Panamá por Bush fue como añadir leña al fuego. Tras la retórica patriotera y las llamadas a la acción, sin embargo, creí advertir una transformación mucho más sutil en la manera en que los intereses comerciales de Estados Unidos (y con ellos, la mayoría de las personas que trabajaban en las corporaciones estadounidenses) contemplaban el mundo. La marcha hacia el imperio global había cobrado realidad y buena parte del país participaba en ella. En los ánimos de todos influían en grado significativo dos conceptos íntimamente asociados: globalización y privatización.

En último análisis esto no sucedía sólo en Estados Unidos. El imperio global era justamente eso, global, pasando por encima de todas las fronteras. Las corporaciones que antes considerábamos estadounidenses, eran ahora internacionales en el pleno sentido, incluso jurídico, de la palabra. Porque, al estar constituidas y registradas en muchos países, podían estudiar y elegir las legislaciones y las reglamentaciones que más les convinieran para conducir sus actividades. Un gran número de organizaciones y de acuerdos comerciales globalizadores les facilitaba la tarea todavía más. Las palabras democracia, socialismo y capitalismo caían casi en la obsolescencia. La corporatocracia prevalecía y se afirmaba cada vez más como la influencia principal cuando no única en la economía y la política del mundo.

En un extraño giro de los acontecimientos, yo también me había rendido a la corporatocracia en noviembre de 1990, cuando vendí IPS. Fue un negocio lucrativo para mis socios y para mí, pero en realidad vendimos principalmente cediendo a la tremenda presión que nos aplicaba la Ashland Oil Company. Luchar contra ellos habría supuesto un coste enorme en muchos sentidos, como sabía yo por experiencia. Vendiendo, en cambio, nos hacíamos ricos. De todas maneras, no dejó de parecerme sarcástico que una petrolera pasara a ser nueva propietaria de mi empresa de energía alternativa. En cierto modo me sentí como un traidor.

La SWEC me demandaba muy poco de mi tiempo. De vez en cuando me llamaban a Boston para asistir a una reunión, o para ayudar a elaborar una propuesta. Otras veces me enviaban a lugares como Río de Janeiro, para parlamentar con los que manejaban el cotarro allí. Una vez volé a Guatemala en un jet privado. Solía llamar a los directores de proyecto para recordarles que me tenían en nómina y a su disposición.

Me daba apuro cobrar tanto dinero por hacer tan poco. Yo conocía bien el sector y deseaba contribuir con algo útil. Pero eso, sencillamente, no estaba previsto. Aquella imagen de hombre entre dos mundos me atormentaba. Quería hacer algo que justificase mi existencia y que contrarrestase lo negativo de mi pasado aportando algo positivo. En secreto seguía trabajando en mi Conciencia de un gángster económico, aunque muy irregularmente. Además, no me engañaba en cuanto a las posibilidades de ver publicado alguna vez el libro.

En 1991 empecé a hacer de guía para grupos reducidos que iban a la Amazonia con la finalidad de pasar algún tiempo con los shuar y aprender de ellos, que nos enseñaban de buena gana sus conocimientos sobre preservación medioambiental y técnicas de sanación tradicionales. Durante los últimos años, la demanda de este tipo de excursiones había aumentado rápidamente. De ello resultó una organización no venal, la Dream Change Coalition. Dedicada a cambiar la manera en que los ciudadanos de los países industrializados contemplan la Tierra y nuestra relación con ella, Dream Change halló muchos seguidores en todo el mundo y capacitó a otras gentes para que crearan organizaciones con cometidos similares en muchos países. Fue seleccionada por la revista Time como una de las trece organizaciones cuyas páginas en la Red reflejaban con más fidelidad los ideales y los objetivos del Día de la Tierra.1

Durante la década de 1990 me comprometí más a fondo con el mundo de las organizaciones no lucrativas. Ayudé a crear varias de ellas y figuré en los consejos de administración de otras. Muchas de éstas surgieron de iniciativas de los elementos más emprendedores de Dream Change, e implicaban el trabajo con los pueblos indígenas de Latinoamérica, los shuar y achuar de la Amazonia, los quichuas andinos, los mayas guatemaltecos, o informar a las gentes de Estados Unidos y de Europa acerca de esas culturas. Esta obra filantrópica se realizaba con la anuencia de la SWEC, ya que armonizaba con la afiliación de ésta al programa humanitario United Way. También escribí más libros, todos ellos sobre temas de la sabiduría indígena y evitando cualquier alusión a mis actividades como EHM. Además de paliar mi aburrimiento, estas ocupaciones me ayudaron a permanecer en contacto con Latinoamérica y con las cuestiones políticas que más me interesaban.

Pero, por más que trataba de persuadirme de que reequilibraba la balanza, de que enmendaba mis pasados actos con estas empresas no lucrativas y mi dedicación a escribir, cada vez me costaba más creerlo. En el fondo, sabía que estaba rehuyendo mis responsabilidades ante mi hija. Jessica heredaría un mundo en el que millones de niños nacen cargados de deudas que nunca llegarán a poder saldar. Yo debía asumir la responsabilidad por ello.

Mis libros tenían cada vez más aceptación, especialmente uno titulado The World Is As You Dream It. Este éxito me obligaba a participar en talleres y a dar conferencias con creciente asiduidad. A veces, cuando me tocaba enfrentarme al público de Boston, de Nueva York o de Milán, me chocaba la paradoja: Si el mundo es como uno lo sueña, ¿cómo había soñado yo un mundo así? ¿Cómo había llegado a desempeñar un papel activo en la manifestación de semejante pesadilla?

En 1997 el Omega Institute organizó una semana de trabajo en un complejo turístico de la caribeña isla de Saint John. Recibí el encargo de dirigir ese taller. Llegué allí a medianoche y la mañana siguiente, cuando desperté y salí al balconcillo, me di cuenta de que estaba contemplando exactamente la misma bahía en donde, diecisiete años antes, había tomado la decisión de dejar MAIN. Abrumado por la emoción, me dejé caer en una silla. Durante toda la semana pasé buena parte de mi tiempo libre en aquel balcón, mirando hacia Leinster Bay y tratando de recomponer mis sentimientos. Comprendía que, pese a haber dejado la empresa, había omitido el paso siguiente. Mi decisión de quedarme a medio camino empezaba a cobrarse un tributo devastador. Hacia el final de aquella semana concluí que el mundo que me rodeaba no era el que yo deseaba soñar, y que debía hacer exactamente lo que les enseñaba a mis alumnos: cambiar mis sueños de manera que correspondiesen a lo que yo realmente deseaba para mi vida.

Cuando regresé a casa dimití de mi asesoría. El presidente de SWEC que me había contratado estaba ya jubilado. El nuevo jefe era un hombre más joven que yo, y por lo visto no le preocupaba que yo me dedicase a contar mis historias. Acababa de lanzar un plan de reducción de costes, y se alegró mucho de poder ahorrarse los exorbitantes honorarios que me pagaban. Entonces decidí terminar el libro en el que había trabajado durante todo este tiempo. Esta decisión fue suficiente para suscitar una maravillosa sensación de alivio. Consulté mi intención de escribir con varios amigos de confianza, casi todos pertenecientes al mundo de las organizaciones no lucrativas y dedicados al estudio de las culturas indígenas y a la defensa del bosque "tropical húmedo. La sorpresa para mí fue que trataron de disuadirme. Temían que publicar fuese contraproducente para mi actividad de enseñanza y además comprometiese a las organizaciones no lucrativas con las que yo trabajaba. Muchos de nosotros colaborábamos con las tribus de la Amazonia en la defensa de sus territorios, codiciados por las compañías petroleras. Si yo ponía todas las cartas boca arriba, dijeron, mi credibilidad sería puesta en duda y todo el movimiento resultaría perjudicado. Algunos incluso amenazaron con retirar su participación.

Así que, una vez más, dejé de escribir y me consagré a hacer de cicerone por las profundidades de la Amazonia, mostrando una tribu y un lugar apenas contaminados por el mundo moderno Allí me hallaba yo, por cierto, el 11 de septiembre de 2001.


Levantando el barniz

En 2003, poco después de mi regreso del Ecuador, Estados Unidos invadió Irak por segunda vez en poco más de un decenio. Los saboteadores económicos habían fracasado. Los chacales habían fracasado. Así que fue preciso enviar a hombres y mujeres jóvenes. A matar y morir entre las arenas del desierto. La invasión planteaba una pregunta importante, que me figuré que pocos compatriotas estarían en situación de considerarla: lo que significaban estos hechos para la Real Casa de Saud. Si Estados Unidos se apoderaba de Irak, país que según muchas estimaciones tiene más petróleo que Arabia Saudí, quedaba muy mermada la necesidad de seguir haciendo honor al pacto acordado con la familia real saudí en la década de 1970, el originado cuando el «caso del blanqueo de dinero árabe saudí».

El final de Saddam cambiaba la fórmula, lo mismo que el final de Noriega en Panamá. En el caso de Panamá, una vez reinstaurados nuestros títeres controlábamos el Canal con independencia de las condiciones del tratado negociado entre Torrijos y Cárter. Por tanto, ¿podríamos romper la OPEP cuando controlásemos Irak? ¿Llegaría a ser irrelevante la familia real saudí en el escenario de la política petrolera global?

Algunas mentes privilegiadas se cuestionaban ya por qué Bush atacaba a Irak en vez de volcar todos los recursos en la persecución contra al-Qaeda en Afganistán. ¿Sería posible que desde el punto de vista de esa administración, o mejor dicho de esa familia petrolera, importase más asegurar el aprovisionamiento de petróleo y justificar las contratas de construcción que combatir a los terroristas?

El desenlace quizá sería otro, sin embargo. Podía ocurrir que la OPEP tratase de consolidarse. Si Estados Unidos controlaba Irak, los demás países ricos en petróleo no tendrían mucho que perder si elevaban los precios del crudo y/o reducían la oferta. Esta posibilidad enlazaba con otro supuesto, las consecuencias del cual, caso de realizarse, no se les ocurrirían a muchas personas fuera del mundo de la alta finanza internacional, pero que podría desequilibrar la balanza geopolítica y, a su tiempo, derrumbar el sistema que la corporatocracia había edificado con tanto esfuerzo. O mejor dicho, podría evidenciarse como el factor capaz de provocar la autodestrucción del primer imperio auténticamente mundial que ha conocido la historia.

En último análisis, el imperio global depende, en gran medida, de que el dólar siga funcionado como la moneda de referencia mundial. Y el derecho de imprimir dólares es una exclusiva de la Moneda estadounidense. Es así como hacemos préstamos a países como Ecuador, en la plena conciencia de que no van a poder devolverlos jamás. De hecho, no deseamos que hagan honor a ese compromiso, porque es la deuda lo que nos asegura nuestra influencia, nuestra libra de carne. En condiciones normales, con el tiempo correríamos el riesgo de vaciar nuestro propio erario; al fin y al cabo, ningún acreedor puede mantener un número ilimitado de morosos. Pero las nuestras no son unas circunstancias normales. Estados Unidos imprime billetes que no están respaldados por ningunas reservas de oro. O para ser más exactos, no están
respaldados por nada, salvo la confianza generalizada a nivel mundial en la capacidad de nuestra economía y en que sabremos mantener el buen orden de las fuerzas y los recursos del imperio creado por nosotros para sustentarnos.

La capacidad para imprimir billetes nos confiere un poder inmenso. Significa, entre otras cosas, que podemos seguir concediendo empréstitos que no se devolverán nunca... y que nosotros mismos también podemos acumular un gran endeudamiento. A comienzos de 2003, la deuda nacional estadounidense sobrepasaba la estremecedora cifra de 6 billones de dólares y amenazaba con alcanzar los 7 billones antes de que acabase el mismo año: una deuda de 24.000 dólares por ciudadano estadounidense, poco más o menos. Muchos de los acreedores son países asiáticos, en especial Japón y China, que compran títulos del Tesoro estadounidense (pagarés del Tesoro principalmente) con el producto de sus ventas de artículos de consumo—aparatos electrónicos, ordenadores, automóviles, electrodomésticos y prendas de vestir, sobre todo — a Estados Unidos y en el mercado mundial.2

Mientras el mundo siga aceptando el dólar como divisa de referencia, ese endeudamiento excesivo no será un gran obstáculo para la corporatocracia. Pero si el dólar fuese reemplazado por otra moneda, y si algunos de los países acreedores, Japón o China por ejemplo, decidiesen reclamar, el cambio de la situación sería drástico, y Estados Unidos se hallaría de pronto en una situación bastante precaria.

Ahora bien, la existencia de semejante moneda ha dejado de ser hipotética. Desde el 1 de enero de 2002 existe el euro en el panorama financiero internacional, con fuerza y prestigio crecientes mes a mes. El euro le ofrece una oportunidad extraordinaria a la OPEP, si se le ocurriese aplicar represalias por la invasión de Irak o por algún otro motivo decidiese intentar la prueba de fuerza con Estados Unidos. Si la OPEP tomase la decisión de reemplazar el dólar por el euro como unidad monetaria de las transacciones, el imperio se conmovería hasta los mismísimos fundamentos. Si eso ocurriese, y si uno o dos de nuestros grandes acreedores reclamasen la devolución de lo adeudado, el impacto sería enorme.

Todo eso andaba yo pensando la mañana del Viernes Santo, 18 de abril de 2003, mientras recorría los cuatro pasos que median entre mi casa y mi garaje reformado para usarlo como oficina. Fui a ocupar mi escritorio, puse en marcha el ordenador y como de costumbre, entré en la página del New York Times electrónico. Un titular reclamó mi atención y me sacó inmediatamente de mis reflexiones sobre las nuevas realidades de las finanzas internacionales, de la deuda nacional y del euro, para devolverme a mi antigua profesión: «Estados Unidos adjudica a Bechtel una gran contrata para la reconstrucción de Irak». El texto del artículo decía: «Con fecha de hoy, la administración Bush ha otorgado al grupo Bechtel de San Francisco la primera gran contrata de un vasto plan para la reconstrucción de Irak». Más adelante los autores informaban al lector de que «a continuación, los iraquíes colaborarán en el rediseño del país con el Banco Mundial y el
Fondo Monetario Internacional, instituciones en donde Estados Unidos disfruta de amplia influencia».3

¡Amplia influencia! ¡Qué manera tan modesta de decirlo! Pasé a otro artículo del Times, «La compañía tiene relaciones en Washington y con Irak». Tras saltarme los primeros párrafos, que venían a repetir buena parte de la información del primer artículo, leí: Bechtel tiene tradicionales lazos con las instituciones de la seguridad nacional [...] En su consejo de administración figura George Shultz, que fue secretario de estado con el presidente Ronald Reagan. Antes de entrar en la administración Reagan, el señor Shultz, que continúa siendo consejero de Bechtel, fue presidente de la compañía y colaboró con Caspar W. Weinberger, ejecutivo de este grupo radicado en San Francisco antes de su nombramiento como secretario de defensa. En el año en curso, y por designación del presidente Bush, el director general de la compañía Riley P. Bechtel pasó a formar parte del Consejo presidencial de la exportación.4

En esos artículos quedaba condensado el relato de la historia contemporánea, de la marcha hacia el imperio global. Lo que pasaba en Irak y lo que describía la prensa matutina era el resultado de la misión que Claudine me había enseñado a desempeñar hacía unos treinta y cinco años. De mi trabajo y el de otros muchos hombres y mujeres movidos por un afán de engrandecimiento que seguramente no debió ser muy diferente del que yo conocí. Esos artículos trataban de la invasión de 2003 y de las contratas que estaban firmándose para reconstruir Irak después de la devastación causada por nuestros ejércitos y para reformarlo según los moldes del modelo occidental moderno. De manera implícita, las noticias del 18 de abril de 2003 miraban también hacia atrás, a comienzos de la década de 1970 y al «caso del blanqueo de dinero árabe saudí». Este caso y las contratas que resultaron de él sentaron un precedente nuevo e irrevocable, al permitir, o mejor dicho disponer que las compañías de ingeniería y construcción estadounidenses y la industria del petróleo se adjudicasen el desarrollo de aquel reino del desierto. En un solo golpe poderoso, el caso aludido había establecido nuevas reglas para la gestión mundial del petróleo, redefinido la geopolítica y creado una alianza con la familia real saudí que aseguraba tanto la hegemonía de ésta como su compromiso de plegarse a nuestras reglas.

Mientras leía no pude dejar de preguntarme cuántas personas sabrían lo que sabía yo. Que a aquellas horas, Saddam seguiría siendo dueño de su país si se hubiese avenido a entrar en el juego como hicieron los saudíes. Y tendría sus misiles y sus fábricas químicas, que nosotros habríamos construido para él, y que serían mantenidas y modernizadas permanentemente por nuestros técnicos. Un acuerdo a gusto de todos, como lo fue el de Arabia Saudí.

Hasta entonces los medios de comunicación más influyentes se habían abstenido de publicar tales informaciones. Pero ese día estaban ahí. Cierto que aquellos artículos eran mucho menos que un resumen, un atisbo, una aparición fugaz. Pero daban la sensación de que la historia empezaba a emerger. Pensé si al New York Times se le habría ocurrido hacer de francotirador solitario. Pasé a la página de la CNN y leí: «Bechtel gana la contrata iraquí». La crónica de CNN era muy parecida a la del Times, sólo que agregaba: En varios momentos se hizo saber que otras compañías competían como posibles aspirantes, acudiendo a la licitación con carácter individual o formando parte de grupos, por ejemplo la unidad Kellogg Brown & Root (KBR) de Halliburton Co., cuyo director general ha sido en el pasado el vicepresidente Dick Cheney [...] [Con anterioridad] Halliburton se ha adjudicado una contrata que algunos valoran en 7.000 millones de dólares, con una vigencia estimada de hasta dos años, para reparaciones urgentes de la infraestructura petrolera iraquí.5

Se hubiera dicho, en efecto, que empezaba a filtrarse el relato de la marcha hacia el imperio global. No los detalles, no el hecho de que ésa era una trágica historia de endeudamiento, de engaño, de esclavización, de explotación, y del intento más flagrante de adueñarse de los corazones, las mentes, las almas y los recursos de toda clase de gentes que el mundo haya conocido. Nada en esos artículos indicaba que los acontecimientos de 2003 en Irak eran la continuación de una historia vergonzosa. Ni manifestaban que esa historia tan antigua como el imperio estaba adquiriendo nuevas y terroríficas dimensiones, tanto por el tamaño debido a la globalización, como por la astucia con que estaba ejecutándose. Y pese a todas las insuficiencias, sin embargo, se filtraba poco a poco, casi como de mala gana.

Esta idea de una historia que se filtraba de mala gana me resultaba muy cercana y familiar. Me recordaba mi propia biografía y los muchos años que estuve aplazando la hora de las explicaciones. Desde hacía mucho tiempo me constaba que tenía una confesión pendiente. Pero la había aplazado una y otra vez. Al recordarlo me doy cuenta de que las dudas, los rumores del remordimiento, estaban ahí desde el principio, desde las lecciones en el apartamento de Claudine, aun antes de haber comprometido mi primer viaje a Indonesia. Y me habían perseguido durante todos esos años de modo casi incesante.

También sabía que de no haberme atormentado continuamente las dudas, la pena y el arrepentimiento, las cosas nunca habrían cambiado. Como tantos otros, me habría quedado como estaba. Ante el panorama de una playa en las islas Vírgenes, nunca se me ocurriría dejar mi empleo en MAIN. Aún seguía dando largas, a pesar de todo, y las comunidades suelen hacer lo mismo en tanto que tales.

Los titulares parecían apuntar a una coalición entre las grandes corporaciones, la banca internacional y las administraciones. Como mi curriculum de MAIN, sin embargo, aquellos reportajes apenas rozaban la superficie. Se quedaban con el barniz. El meollo del asunto no consistía en que una vez más, las grandes empresas de ingeniería y construcción recibiesen miles de millones de dólares para desarrollar un país a nuestra imagen y semejanza —cuando las gentes de ese país muy probablemente no tenían ningún deseo de reflejar esa imagen—, ni en que una banda de individuos repitiese una vez más el ancestral rito de abusar de los privilegios que se les concedían por sus altos cargos.

Esa explicación es demasiado simplista. Implica que si quisiéramos corregir los defectos del sistema, no tendríamos más que echar a esos individuos. Equivale a moverse en el terreno de las teorías conspirativas, de manera que si preferimos quedarnos tranquilos, sería suficiente apagar la televisión y olvidarlo todo, conformados con esa visión histórica de escuela elemental que viene a decirnos: tranquilos que «ellos» se encargan de todo, que la nave está en buenas manos, que a su debido tiempo las cosas retomarán al buen camino. Tal vez tendréis que esperar hasta la próxima generación, pero luego todo marchará mejor.

La historia real del imperio contemporáneo —de la corporatocracia explotadora de gentes desesperadas y realizadora del expolio de los recursos más brutal, egoísta y, al largo plazo, autodestructivo— tiene poco que ver con lo que exponían los periódicos esa mañana, y todo que ver con nosotros. Lo cual, por supuesto, explica la dificultad que tenemos para escuchar esa historia real. Preferimos dar crédito al mito de que miles de años de evolución social humana han perfeccionado al fin el sistema económico ideal, antes que admitir la realidad de que nos han engañado con un concepto falso y nosotros lo hemos aceptado como la verdad del evangelio. Nos hemos persuadido de que todo crecimiento económico es beneficioso para la humanidad, y de que cuanto mayor sea el crecimiento, más pronto se difundirán sus beneficios. Y por último, nos hemos persuadido de un corolario que se nos ofrece como válido y moralmente justo: que las personas especialmente dotadas para atizar los fuegos del crecimiento económico deben ser exaltadas y recompensadas, mientras que los nacidos al margen quedan disponibles para la explotación.

Ese concepto y ese corolario se utilizan para justificar toda clase de piraterías. Se conceden licencias para violar, saquear y matar a gentes inocentes en Irán, Panamá, Colombia, Irak y muchos lugares más. El gangsterismo económico, los chacales y los ejércitos prosperan en la medida en que se demuestre que sus actividades generan crecimiento económico, como casi siempre ocurre. Gracias a las proyecciones de «ciencias» tan poco imparciales como la econometría y la estadística, si usted bombardea una ciudad y luego la reconstruye, los datos reflejan un pasmoso pico de crecimiento económico.

La historia real es que estamos viviendo una mentira. Se ha creado un barniz que, como mi curriculum en MAIN, oculta la fatídica corrupción subyacente. Pero hay otras estadísticas que son como radiografías y reflejan ese cáncer, al descubrir la terrorífica realidad de que el imperio más poderoso y más opulento de la historia tiene índices insufriblemente altos de suicidios, toxicomanías, divorcios, malos tratos a los niños, violaciones y asesinatos. Y lo mismo que un cáncer pernicioso, esos males extienden sus tentáculos en un radio cada vez más amplio, año tras año. El dolor, todos lo sentimos en nuestros corazones. Querríamos exigir el cambio a gritos, pero nos tapamos la boca con ambas manos para sofocar esos gritos y que nadie nos oiga.

Sería estupendo que pudiéramos culpar de todo eso a una conspiración, pero no hay tal. El imperio precisa de la eficacia de los grandes bancos, de las grandes compañías, de las administraciones —la corporatocracia—, pero no es una conspiración. La corporatocracia somos nosotros. Existe gracias a nosotros. Por eso, a la mayoría nos resulta muy difícil rebelarnos y oponernos a ella. Preferiríamos ver conspiradores acechando por las esquinas oscuras, porque muchos de nosotros trabajamos en uno de esos bancos, corporaciones o administraciones, o dependemos de alguna manera de ellos por los bienes y servicios que producen y comercializan. No es cosa de morder la mano del amo que nos alimenta.

Tal era la situación que estaba yo considerando mientras contemplaba, absorto, los grandes titulares en la pantalla de mi ordenador. ¿Cómo va uno a rebelarse contra el sistema que según todas las apariencias le suministra casa y coche, alimento y vestido, electricidad y medicinas? Aunque sepamos que es el mismo sistema que ha creado un mundo en donde mueren de hambre todos los días veinticuatro mil personas, y muchos millones de personas más nos odian, o por lo menos odian las políticas practicadas por nuestros representantes elegidos. ¿Quién tiene valor para salirse de la formación y poner en duda conceptos que uno mismo y quienes le rodean siempre aceptaron como la verdad del evangelio, aunque uno sospeche que el sistema está al borde de la autodestrucción? Con un esfuerzo, me puse en pie y regresé a casa para tomarme otra taza de café. Di un pequeño rodeo y me incliné a recoger el Palm Beach Post caído junto a mi buzón, en el sendero de acceso de mi garaje. Traía el mismo artículo sobre Irán y la Bechtel, bajo copyright del New York Times. Me fijé en la fecha de la cabecera: 18 de abril. Es una conmemoración, al menos en Nueva Inglaterra, grabada en mi recuerdo por unos padres muy dados a evocar las gestas de nuestra Revolución, y también por el poema de Longfellow: Escuchad, hijos míos, y os hablaré de la cabalgata nocturna de Paul Reveré, el dieciocho de abril del Setenta y Cinco. Hoy casi ninguno queda vivo que recuerde tan famoso día y año. El año en que estábamos, el Viernes Santo coincidía con el aniversario de la cabalgata de Paul Reveré. Al ver la fecha en la primera página del Post evoqué la imagen de aquel platero de la época colonial, espoleando su caballo por las calles a oscuras de las ciudades de Nueva Inglaterra al grito de «¡que vienen los ingleses!».

Reveré arriesgó la vida para difundir la palabra, y sus leales conciudadanos le respondieron. Se enfrentaron a lo que entonces era el imperio. Me pregunté qué razones tendrían aquellos norteamericanos de la colonia para salirse de la fila. Muchos de los insurrectos eran gente adinerada. ¿Por qué motivo arriesgaron sus negocios, mordieron la mano que los alimentaba y pusieron en peligro sus vidas? Cada uno de ellos tendría, sin duda, sus razones personales, y sin embargo debió existir alguna fuerza unificadora, alguna energía o catalizador, una chispa que inflamó simultáneamente muchos fuegos en ese momento único de la historia. Entonces supe lo que era: la palabra. Alguien habló para contar la verdadera historia del imperio británico y del mercantilismo egoísta y en fin de cuentas autodestructivo, y ésa fue la chispa. La explicación del significado subyacente, a través de la palabra de hombres como Tom Paine y Thomas Jefferson, inflamó la imaginación de sus compatriotas, y abrió corazones y mentes. Los habitantes de las colonias empezaron a poner cosas en duda, y cuando lo hicieron descubrieron una nueva realidad que acabó con todos los engaños.

Vieron la verdad oculta bajo el barniz, y entendieron cómo habían sido manipulados, engañados y esclavizados por el Imperio británico. Vieron que sus amos ingleses habían formulado un sistema, y luego habían persuadido a casi todo el mundo de una mentira: que era el mejor sistema que la humanidad pudiese ofrecer nunca, y que la esperanza de un mundo mejor dependía de que todos los recursos fuesen canalizados a través de la Corona de Inglaterra. Que la organización imperial del comercio y de la política era el medio más eficiente y humano para mejorar la vida de la población... cuando la realidad era que tal sistema enriquecía a unos pocos a expensas de la gran mayoría. Esa mentira y la explotación resultante permanecieron y se desarrollaron durante decenios, hasta que un puñado de filósofos, negociantes, granjeros, pescadores, colonizadores de la frontera, escritores y oradores empezó a decir la verdad.

La palabra. Medité sobre ese poder mientras rellenaba la taza de café para regresar luego a mi oficina y al ordenador. Cerré la página de la CNN y abrí el documento en que había trabajado la víspera. Releí la última frase escrita: Esta historia debía ser contada. Vivimos en una época de crisis terrible [...] y de tremendas oportunidades. A través de la peripecia de este gángster económico que les habla se relata cómo hemos llegado adonde estamos y por qué nos enfrentamos ahora a esas crisis que parecen insalvables. La historia debía ser contada porque necesitamos comprender nuestros pasados errores para poder aprovechar las oportunidades venideras [...] Y lo más importante, debía ser contada porque hoy, por primera vez en la historia, un solo país tiene la capacidad, el dinero y el poder necesarios para cambiar todo eso. Es el país en donde nací, al que he servido como gángster económico: Estados Unidos de América.

Ahora estaba decidido a no dejarlo. Las coincidencias de mi vida y las elecciones adoptadas como consecuencia de ellas me habían conducido a ese punto. A partir de ahí, el movimiento no podía continuar sino adelante. Por mi imaginación pasó de nuevo aquel hombre, el jinete solitario cabalgando a través de la noche por las comarcas rurales de Nueva Inglaterra para dar la alarma a los vecinos. El platero sabía que las palabras de Paine y de Jefferson le habían precedido, y que los vecinos las habían leído en sus casas y discutido en las tabernas.

Paine había mostrado la verdad de la tiranía imperial británica. Jefferson proclamó que nuestra nación se consagraría a los principios de la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Reveré, mientras se adentraba en la oscuridad, tenía presente que los hombres y las mujeres de las colonias habían recibido el estímulo de la palabra. Por tanto, era seguro que se alzarían para luchar por un mundo mejor.

La palabra... Tomé mi decisión de no aplazarlo más, de terminar lo que tantas veces había comenzado en el transcurso de los años. Poner las cartas boca arriba. Confesarme. Escribir las palabras de este libro.

Continúa aquí.

NOTAS

1. Morris Barrett, «The Web's Wild World», Time, 26 de abril de 1999, p. 62.

2. Estadísticas del endeudamiento nacional publicadas por Bureau of the Public Debt en www.publicdebt.treas.gov/opd/opdpenny.htm; estadísticas de la renta nacional, por el Banco Mundial en www. worldbank.org /data/databytopic/GNIPCpdf.

3. Elizabeth Becker y Richard A. Oppel, «A Nation at War: Reconstruction. U. S. Gives Bechtel a Major Contract in Rebuilding Iraq», New York Times, 18 de abril de 2003, http://www.nytimes.com /2003/04/18/international/worldspecial/18REBU. html

4. Richard A. Oppel y Diana B. Henriques, «A Nation at War: The Contractor: Company has ties in Washington, and to Iraq», New York Times, 18 de abril de 2003, http://www.nytimes.com/2003/04/18/international/ worldspecial/ 18CONT.html

5. http:/ / money.cnn.com/ 2003/ 04/17/ news/companies/ war-bechtel/index.htm.

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