Solzhenitsyn

“Los dirigentes bolcheviques que tomaron Rusia no eran rusos, ellos odiaban a los rusos y a los cristianos. Impulsados por el odio étnico torturaron y mataron a millones de rusos, sin pizca de remordimiento… El bolchevismo ha comprometido la mayor masacre humana de todos los tiempos. El hecho de que la mayor parte del mundo ignore o sea indiferente a este enorme crimen es prueba de que el dominio del mundo está en manos de sus autores“. Solzhenitsyn

Izquierda-Derecha

El espectro político Izquierda-Derecha es nuestra creación. En realidad, refleja cuidadosamente nuestra minuciosa polarización artificial de la sociedad, dividida en cuestiones menores que impiden que se perciba nuestro poder - (La Tecnocracia oculta del Poder)

lunes, 13 de octubre de 2014

Conspiración Octopus IV

Viene de aquí.

9

Novodevichy, tres años antes

El cementerio secular también conocido como «Convento de las nuevas doncellas» es el más venerado de Moscú. Fue fundado por Basilio III en 1524 para conmemorar la reconquista de Smolensk a los lituanos en 1514. Ahora es la última morada de algunos de los más célebres escritores y poetas de Rusia. Chéjov fue uno de los primeros en ser enterrado aquí, en 1904, y no mucho después fueron inhumados los restos de Gogol, tras ser trasladados desde el monasterio Danilov. La tumba de Gogol está vinculada simbólicamente a la de otro famoso escritor, Bulgákov, autor de El maestro y Margarita.

Una de las ironías del cementerio es que las víctimas del régimen soviético (perseguidas, encarceladas, exiliadas o enviadas a campos de internamiento a trabajar para investigadores y científicos) están enterradas al lado de los verdugos del Estado. Así, el cementerio alberga a Grigori Nikulin y Mikhail Medvedev, miembros del NKVD que participaron en el asesinato del último zar ruso Nicolás II y su familia en Ekaterimburgo. En el Novodevichy también yacen los restos de otros muchos rusos destacados: los decembristas Matvei Muravyov y Sergei Trubetskoi, los compositores Sergei Prokofiev y Dmitri Shostakovich, o el cantante y actor Fyodor Chaliapin, uno de los más grandes bajos rusos que actuara en los teatros de ópera occidentales.

Como todo lo ruso, el cementerio es inmenso (más de sesenta hectáreas) y está mal organizado. Las tumbas de rusos famosos indicadas en el mapa con un número rojo no corresponden a los lugares reales. Michael Asbury soltó un suspiro mientras se acercaba a una mujer de mármol blanco encerrada en cristal. Miró el mapa con desaliento. «Dejad toda esperanza vosotros que entráis», murmuró para sí. A unos metros, una mujer de constitución delgada, con pestañas largas y negras y una sonrisa forzada, se volvió.
—Dante —dijo ella, esbozando la sonrisa más radiante que Michael había visto en su vida.
—Encantado de conocerla, Dante. —Él extendió la mano—. Yo soy Michael.
—No, Dios, qué gracia... —Ella sofocó una risita—. Me llamo Simone, no Dante. Me refería a lo que ha dicho usted cuando se ha acercado al monumento. —Había en ella un aire exuberante, infantil. Se quedaron en silencio un momento.
—Es bastante confuso, ¿no?
—¿El qué? —dijo Michael.
—El mapa. Es poco claro. —Ella lo miró burlona, estudiando sus rasgos.
Michael percibió en el comportamiento de ella una curiosidad natural por la vida, y le devolvió la sonrisa.
—¿Es usted norteamericana?
—Sí. Y usted, ¿es británico?
—No, de hecho soy australiano, pero vivo en Londres. —Hizo una pausa—. Bueno, en realidad no es que viva en Londres, a menos que se considere vivir en un sitio estar allí tres días al mes. —Ella volvió a reprimir una risita. Y sonrió de nuevo. Él dijo—: Tengo una idea. ¿Por qué no volvemos a empezar?
—Vaya, qué divertido... —dijo Simone—. Dos adultos, ambos cohibidos, de pie frente a la tumba de la ex esposa de Stalin. ¿Puede haber algo más divertido? Mire. —Señaló un busto de mármol blanco italiano que tenía delante—. Éste es uno de los monumentos más evocadores del cementerio. Nadezhda Alliluyeva fue la segunda esposa de Stalin. —Se quedó en silencio uno o dos segundos, contemplando algo—. En ruso Nadezhda significa «esperanza».

Michael acarició la base del monumento finamente labrado.
—Me sorprende lo bien conservada que está.
—Es una copia —dijo Simone.
—¿Qué?
—El original está en la galería Tretyakov.
—Claro —dijo él—. El mármol resiste mal los efectos de la intemperie. De lo contrario, no habría durado tanto.
—La muerte de Nadezhda Alliluyeva sigue siendo un misterio. Unos dicen que se suicidó. Otros, que fue asesinada por orden de su marido. Según la leyenda, Stalin venía de noche y se sentaba aquí a llorar por su amada Nadezhda. —Sonrió otra vez—. Supongo que nuestra vida está determinada tanto por los que nos dejan como por los que se quedan. Mi ex novio solía decir que la esperanza y la desesperanza persisten pese a los hechos. —Pensó en ello por un instante—. De
acuerdo, en aquel momento estaba colocado. —Se le acercó y se situó frente a él—. Soy Simone Casalaro. Doy clases de literatura italiana del Renacimiento.
—Es un placer conocerla, Simone. Me llamo Michael Asbury y soy historiador de la religión.
Ella le tendió su pequeña mano. Él la tomó. La notó cálida y suave.

Durante las tres horas siguientes vagaron por los senderos y rincones de Novodevichy, subiendo y bajando por el césped empapado, los caminos adoquinados, el asfalto perfectamente pavimentado, las veredas. Ella le habló de su amor por la literatura italiana y la cultura rusa, de su hermano Danny, sus padres, sus viajes más exóticos. Él le habló de su búsqueda del Evangelio de Judas Iscariote, perdido hacía mucho tiempo, de los descubrimientos que había hecho acerca de Jesucristo y María Magdalena.
En algunos silencios hubo intentos vacilantes de afecto, pero también algo más. Para Michael era impensable, pues se acababan de conocer. Y, sin embargo, ahí estaba, acariciando y suplicando que lo soltaran. Siguieron charlando y paseando, las miradas cada vez más largas. Era impensable, pero ahí estaba.
Llegaron a una arcada semicerrada, una cúpula redonda sobre un enorme pórtico. Era un columbario en miniatura, erigido para albergar urnas cinerarias. Simone consultó el mapa.
—Aquí está enterrada Anna Pavlova, sin duda una de las grandes bailarinas del siglo xx. Sus cenizas llegaron casi setenta años después de su muerte. —Miró a Michael—. En 1931 contrajo pleuresía. Los médicos podrían haberle salvado la vida con una intervención que le habría dañado las costillas y dejado incapaz de actuar. Pavlova prefirió morir a dejar la danza.
»Antes de morir, se dice que abrió los ojos, alzó la mano y pronunció estas últimas palabras: “Tened a punto mi vestido de cisne.” Unos días más tarde, en el teatro donde habría bailado El cisne, se atenuaron las luces, se levantó el telón, y mientras la orquesta tocaba la conocida partitura de Saint-Saëns, un foco se desplazó por el escenario vacío como si buscara a Pavlova.

Se quedaron inmóviles, saboreando el momento. Anochecía. Simone tembló de frío. Estaba al lado de él, mirando hacia abajo, y de pronto alzó ambas manos y le acarició el rostro. Michael se quedó paralizado. Ella se inclinó hacia delante y rozó los labios de él con los suyos. La mirada de Simone era serena, sin miedo, fija en Michael. Éste la agarró por la cintura y la atrajo hacia sí, los labios de ella en los suyos, sus pechos contra su cuerpo. El aire se llenó de su calidez, de la emoción del descubrimiento. Se besaron y se abrazaron con la intensidad de dos personas que, de algún modo, sabían que todo aquello era temporal.

«Damas y caballeros, estamos llegando al aeropuerto internacional John F. Kennedy...» Una voz metálica sacudió a Michael, trasladándolo al presente. Los flecos de su memoria se dispersaron. Estaba a miles de kilómetros. Recogió cuidadosamente los fragmentos de sus recuerdos.

Novodevichy..., y tres años se desmenuzaron entre sus dedos. Miró por la ventanilla. Allí estaba la Gran Manzana. Nunca pensaba en Nueva York como una ciudad, sino más bien como una entidad aparte, un país por sí mismo, un organismo vivo que respiraba, diferente de cualquier otro. Volvió a pensar en Simone. ¿Cuánto tiempo había pasado? Su mente corrió a la última noche que habían estado juntos. Junio pasado. En Londres. Ella iba camino de un simposio en Florencia. Él tenía que estar en El Cairo al día siguiente. «Dios mío, hace ocho meses.» Sintió una punzada. ¿Cómo podía haber pasado tanto tiempo? Michael parpadeó con fuerza.

Cuando estaban juntos, hablaban y hacían el amor. Eran dos desconocidos a los que el cruel transcurso del tiempo y el deterioro habían juntado temporalmente. Para ellos, eso también era una forma de conocimiento, el nacimiento de una consciencia que se sabía provisional. Intentaron poner normalidad donde no la había, recrear una vida real donde no existía. Pasaron otros tres días y otras tres noches, llenos de estímulos físicos e intelectuales. El Cairo se volvió un recuerdo lejano; Florencia, un sueño irrealizable.
«¿Simone?», lo recordó como una pregunta y a la vez un intento inútil de posponer lo inevitable.
«¿Y si nosotros...» Pero calló sin saber cómo seguir.
Ella yacía en la cama.
—Michael... —dijo, mirándolo con ojos suplicantes. En esos ojos había dolor y algo parecido al amor. Se incorporó y apoyó suavemente la cabeza en el hombro de él—. Si creamos una relación normal, destruiremos el más bello de los romances. —Lo miró fijamente—. No somos personas normales. Lo que tenemos es un sueño hecho realidad.
—Simone... —repitió él con voz pastosa.
—Michael —ella dudó durante una fracción de segundo—, no puede ser mejor que esto.
—Puede ser distinto.
—Distinto no es necesariamente mejor, es sólo eso, distinto.
—Simone, te estás desviando del tema.
—Desviarse de un tema es un oxímoron, cariño.
—Sólo estoy intentando entender dónde estamos.
—Michael, en nuestras circunstancias, es más fácil ser solteros. Tú eres un historiador de arcanos que no ha ido a su casa desde hace más de cinco meses. Yo soy una experta en el Renacimiento que pasa más tiempo en la Biblioteca Nacional de Florencia que en su carísimo loft de Nueva York. Somos mundos aparte.
—Simone...
—Escúchame bien, por favor. Los fines de semana que pasamos juntos logramos ser lo que realmente somos. Dos personas enamoradas, con un amor imposible. No tenemos ni idea de cómo hacer nuestro trabajo y conservar la relación sin destruirla. —Hizo una pausa—. Además, tengo miedo de cómo este intento serio podría afectar a lo que somos cuando estamos juntos. Y si fracasara, las repercusiones que esto podría tener, cómo sentiríamos dolor en sitios que ni siquiera sabíamos que existían.
—Exacto. —Michael se levantó y se acercó a la chimenea—. Entonces soy sólo alguien con quien tienes sexo trimestral.
—Michael, creía que eras tú quien tenías sexo trimestral conmigo.
—Esto se ha complicado demasiado.
Todo se fue al traste en una décima de segundo. Michael sonrió y se esforzó por contener las lágrimas. Había voces encima, a lo lejos, y también recuerdos. La vida real... Ella tenía razón, desde luego. Eso nunca podría ser tan real como la vida. Los dos necesitaban espacio. Él se soltaría. La vida real... ¿Qué era ese concepto escurridizo? Quizás una vida real no era una existencia, por sólida e innegable que fuera, sino sus mejores momentos, cuando el yo es más sí mismo: la vida real más que una simple existencia.

El avión aterrizó en la pista y se acercó a la terminal. Simone... El pensamiento le engatusó para que regresara al aquí y ahora. La vería pronto. Su nombre salió de su subconsciente. Mientras se apresuraba hacia la salida, Simone fue apareciendo ante sus ojos. Notaba la boca seca. La mirada de ella era para Michael un grito que resonaba en los recovecos más oscuros de su mente. Un instante después, la estaba abrazando, la cara de ella tocándole el hombro, los labios temblorosos, el miedo y el desconcierto inscritos en sus ojos. La mejilla que él pretendía besar fue sustituida por la pasión de la boca. Lo invadieron la culpa y la ternura mezcladas con un deseo doloroso. Luego llegaron las lágrimas de ambos. Se sentían el uno al otro mientras permanecían abrazados. «Estamos juntos.» Entonces Michael recordó, y por un momento el mundo se detuvo. «Michael, te necesito. Han matado a mi hermano.»

10

En Roma, las oficinas regionales del alto comisionado de la ONU para los Derechos Humanos están en la Via Giustiniani, justo frente a la Piazza Navona y el Palazzo Madama, sede del Senado italiano. El edificio fue construido a finales del siglo xiv sobre las ruinas de los antiguos baños por los monjes de la abadía de Farfa, quienes en 1505 lo cedieron a la familia de los Médicis. En cierta época albergó a dos Médicis, cardenales a la par que primos, Giovanni y Giuliano, que más adelante fueron los papas León X y Clemente VII, respectivamente. Aunque la Comisión se dedica a proteger los derechos humanos, en ese frío y lluvioso día de invierno, el 11 de febrero, fue un campamento fuertemente vigilado, rodeado por una docena de policías militares con perros guardianes.

Curtis estaba sentado a una mesa, estudiando el mapa de Roma. El camino más rápido para llegar a la sede del alto comisionado de la ONU para los Derechos Humanos sería tomar la via delle Quattro Fontane, girar a la izquierda en la via di Tritone, dejar atrás la via del Corso, sortear la Piazza Colonna y zigzaguear por la via dei Coronari. Frunció el ceño. Aunque era sábado y el tráfico sería esporádico, Coronari era una calle estrecha, de sentido único y con muchos edificios, ideal para una emboscada. No, ese trazado no serviría. Una ruta más larga, pero también más segura, pasaría por la Via del Corso, de cuatro carriles, y luego lo obligaría a girar a la derecha en la via Plebiscito para tomar el Corso del Rinascimento. Miró el reloj. Las once menos cuarto. Dentro de otros veinte minutos estaría listo. Se abrió la puerta corredera y entró un hombre musculoso con dos cafés en sendos vasos de plástico. Era casi tan alto como Curtis y tenía las mejillas convexas, la barbilla hendida y la cabeza afeitada.
—Eh, Josh... —Curtis asintió al ver el café.
—¿Alguna novedad? —preguntó Josh con un acento inconfundible del sur de Estados Unidos.
—Todavía no, pero ya falta poco.
Josh lanzó una mirada recelosa al hombre mustio de rasgos orientales sentado en el rincón.
—En todo caso, ¿cuál es la historia de este viejo? —preguntó a Curtis.
—XD Prioridad Máxima Etiqueta Roja —respondió—. Algo relativo a experimentos con prisioneros en la Segunda Guerra Mundial. Unos cuantos decidieron contar su historia antes de morir.
—Un poco tarde, ¿no? —dijo Josh, ajustándose su Heckler & Koch G36 en el costado.
—Más vale tarde que nunca —replicó Curtis.
—Entonces, ¿por qué Etiqueta Roja?
—Al parecer, alguien no quiere que esta historia se conozca. De diecisiete testigos, han muerto dieciséis.
—Por causas naturales, sin duda. —Josh esbozó una sonrisita de complicidad. Luego, con su voz más bien desdeñosa, añadió—: Japón y su jodida gilipollez último modelo. No saben nada sobre la seguridad de hoy en día, maldita sea. Una panda de mezquinos.
—No —dijo Curtis—. Por eso les gusta seguir nuestro ejemplo.
—Un poco tarde, ¿no? —repitió Josh.
—Más vale tarde que nunca.
—¿Qué me estás diciendo? ¿Que esperaron a que murieran dieciséis de diecisiete testigos para pedir ayuda? —preguntó Josh, incrédulo.
—Lo que oyes.
—Vaya lío de mierda —resopló. Josh notaba que la cólera crecía en su interior—. Y nosotros, ¿qué pintamos en esto?
—El «graznido» salió hace varios días —le informó Curtis con toda naturalidad.
En la jerga de los servicios de inteligencia, «graznido» significa estado de máxima alerta. Por norma general, es transmitido a todas las organizaciones de seguridad enchufadas al sistema. El canal se utiliza cuando la urgencia supera al secreto.
—La Interpol fue informada de un peligro para la seguridad. La alta comisionada de la ONU para los Derechos Humanos quería que este hombre estuviera escondido antes de que salpicara la mierda. Por lo visto, no se fía de las fuerzas de seguridad italianas. Así que, por eliminación, nos ha tocado a nosotros.
—¿Sabes qué decía Napoleón de los italianos? —intervino Josh.
—No, ¿qué?
—Si al final de la guerra resulta que luchan a tu lado, es sólo porque durante el conflicto se cambiaron de bando dos veces.—Rio con ganas. Curtis sonrió—. ¿Desde cuándo lo sabía el gobierno? —preguntó Josh, señalando con la cabeza en dirección al viejo.
El siguiente silencio lo rompió la retumbante voz de Curtis.
—Probablemente, desde el final de la guerra.
—¿Cuál?
—La Segunda Guerra Mundial —aclaró Curtis.
Josh enarcó las cejas.
—Mira, Josh, tienes razón. Esto huele a mierda. Es evidente que alguien está entrometiéndose desde dentro.

Un sedán negro camuflado pasó a toda velocidad por una calle resbaladiza, justo cuando la llovizna se convertía en chaparrón. Rodeó el bloque, salió por la via dei Giardini, luego giró a la izquierda y poco a poco se metió dando marcha atrás en una plaza de aparcamiento reservada para los guardias de seguridad. Enfrente había un teatro restaurado de dos plantas que, desde hacía más de una década, estaba ocupado por la división administrativa del Ministerio del Interior. Por las matrículas de seguridad (STP 8903), quienes estuvieran en el ajo sabrían que el sedán era utilizado por ramas clandestinas del gobierno federal en operaciones delicadas y extraoficiales. STP, Servicios Especiales. Código 89, subcódigo 03, operaciones de emergencia. Esta clase de operaciones jamás se realizaban para ninguna delegación del sistema judicial oficial. Se apearon tres hombres vestidos de civiles. Dos de ellos llevaban impermeable negro, las solapas subidas, los amplios bolsillos deformados por las poderosas armas que contenían. El tercero, más bajo y fornido, lucía un traje a rayas de tres piezas, bien cortado. En su atractivo rostro destacaban unas patillas largas y finas, con forma de ele. Los tres hombres cruzaron las puertas giratorias y entraron en el vestíbulo, con su oscura y sólida madera encerada y los ventanales que daban a un patio interior. Era un sábado por la mañana, y el edificio estaba vacío salvo por un par de aburridos guardias jurados apostados en la entrada.
—Díganme. —Uno de los guardias se levantó de su silla. El hombre trajeado sacó del bolsillo una placa azul con una estrella de cinco puntas: SISDE, servicios de inteligencia nacionales italianos, dependientes del Ministerio del Interior. El vigilante se aclaró la garganta—. Buenos días, señor. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Venimos a recoger al testigo —dijo el hombre—. Hemos llegado lo antes posible. —Los dos guardias jurados se miraron uno a otro.
—Por supuesto —terció el primero tras una pausa—. ¿Puedo ver otra vez su placa, señor? Tengo que anotar el número.
—¿Hay algún problema?
—En absoluto. Seguro que es un malentendido. —El guardia lo miró fijamente, y luego a sus dos compañeros—. Desde luego que no. —Vaciló un momento—. Sólo que hace un rato han venido dos estadounidenses y nos han dicho lo mismo.
—¿Se han llevado al testigo? —preguntó con voz tranquila el más alto de los hombres con impermeable.
—Todavía no, señor. Están esperando la luz verde del cuartel general.
Los tres hombres se miraron con complicidad.
—Somos una unidad de apoyo. El Ministerio del Interior recibió la noticia de que la vida del testigo podía correr peligro. Ha habido un cambio de órdenes. ¿No se lo han dicho? Ya saben cómo funciona esto. No quieren riesgos. —El hombre fornido sonrió. Los dos guardias jurados volvieron a mirarse.
—Señor, nos han ordenado que verifiquemos dos veces con el Ministerio del Interior la identidad de todo aquel que se acerque a esta mesa a preguntar. La única excepción la constituyen los dos estadounidenses.
—Claro, entiendo —dijo el hombre bajo y robusto, encogiéndose de hombros. El guardia jurado cogió el teléfono y empezó a marcar—. Pero no hará falta.
—¿Perdón? —se sorprendió el guardia.
El más alto de los hombres de impermeable sacó una 45 táctica, con doce balas en la recámara, y apuntó a la cabeza del vigilante. Éste soltó el auricular, a punto de dejarse llevar por el pánico. El otro guardia permaneció sentado, inmóvil, con los ojos clavados en el arma.
—Supongo que no han recibido el cambio de órdenes —dijo el hombre de corta estatura, sonriendo al guardia—. Es matar, no transferir.
El hombre alto apretó el gatillo. Cuatro ruidos sordos. La cabeza de uno de los guardias, y luego la del otro, dieron una brusca sacudida hacia atrás, y de las gargantas manó la sangre. El asesino examinó las estrías del enorme silenciador. Tiró de él haciéndolo girar, apretó el disparador de la recámara y comprobó el cargador.
—Dos estorbos menos. Ahora falta uno —dijo el hombre fornido a sus dos compañeros. Miró el reloj—. Nos quedan doce minutos.

Josh sacó una foto de su cartera y la acarició.
—El mes que viene, Jessica empezará en la escuela de enfermería. Estoy muy orgulloso de ella.
Le pediré que se case conmigo. Espero que no me rechace.
—Ella te quiere, Josh.
—¿Lo crees de veras?
—Sólo hay que ver cómo te mira cada vez que le cuentas una de tus historias de guerra —comentó Curtis.
—Así que estamos en misión de paz de las Naciones Unidas, protegiendo a un criminal de guerra. Dios es misericordioso. Si un sistema se rom... —Calló de repente y ladeó la cabeza.
—¿Qué pasa, Josh?
Curtis confiaba en el increíble sexto sentido de Josh. En Afganistán, era el hombre punta de la avanzadilla del pelotón, una posición peligrosa que requería actitud alerta y capacidad para reaccionar ante ataques inesperados. Josh miraba en la dirección del sonido, tras las dos puertas y el vestíbulo. Sacó la pistola. Curtis hizo lo propio.
—No sé... Sonaba como una tos reumática. Uno de los guardias habrá tenido un ataque. —Hizo una pausa, y luego, en silencio, saltó de la mesa y se dirigió a la puerta, desde donde observó el pasillo a través de la rendija entre el borde de la hoja y el marco—. O esto o tenemos visita.

Curtis empezó a notar sarpullidos por el exceso de calor, luego frío y dolor muscular. Conocía los síntomas. En la instrucción lo llamaban «estado de preparación para el combate». Se acercó al japonés sin hacer ruido. El viejo dio una boqueada involuntaria. Curtis alargó el brazo y con la mano le tapó la boca. Se llevó el dedo índice a los labios y le ordenó que permaneciera callado.

Curtis y Josh se miraron sin decir nada. No había tiempo para pensar. La puerta corredera del otro extremo del pasillo se abrió y se cerró con un sonido apenas perceptible. Los pasos eran apagados pero nítidos, pausados y cautos. Ya no había duda. Tenían visita. El vestíbulo torcía ligeramente a la izquierda a lo largo de unos treinta metros, antes de llegar a un arco transversal que daba a un espacioso interior y a un largo pasillo lleno de despachos.
—¿Muy lejos?
—A diez del arco, y luego la longitud del pasillo. Treinta y pico metros — contestó Josh.
—No podemos quedarnos aquí —apremió Curtis, y miró a Josh.
—Yo te cubro —dijo con gravedad el sureño.
En cuestión de segundos apareció el primer hombre en el extremo del pasillo. Con las solapas hacia arriba, dobló la esquina y se detuvo. En la mano izquierda sujetaba un arma de cañón largo rematada con un silenciador.
—El japonés y yo intentaremos llegar a la columna del otro extremo. Así, podemos retenerlos en el rincón hasta que lleguen refuerzos. —Josh asintió.
—Hijos de puta...
Curtis no estaba seguro de a quién se refería Josh, pero era capaz de confeccionar una lista de los que encajarían en la definición. Cogió al anciano con su musculoso brazo izquierdo y lo levantó ligeramente del suelo. Con la mano derecha empuñaba el arma. El cuerpo del testigo se volvió flácido.
—¿Preparado? —dijo Josh—. A la de tres. —Hizo una pausa. Se le hincharon las venas del cuello.
»Uno, dos, tres.
La puerta se abrió de par en par y un cegador escupitajo de luz acompañó a la explosión de disparos. Josh apretó el gatillo, apuntando al asesino alto en el otro extremo del corredor. Tras él, Curtis, manteniendo la cabeza baja, cruzó el vestíbulo como una flecha protegiendo al viejo con su cuerpo y disparando a la carrera.
¡Objetivo cumplido! Curtis sintió que algo se agitaba en su interior, y se dio cuenta de que había esperanza. Era la más peligrosa de todas las emociones, y sin duda la más necesaria.

Josh miró. ¡Objetivo cumplido! De pronto, un dolor abrasador se extendió por su costado derecho, la sangre apelmazaba lo que quedaba de su camisa. Volvió a disparar, incapaz de ver adónde. Otra bala le perforó el cuello. Brotó más sangre. Josh sabía que no podía quedarse donde estaba. «Muévete, muévete», se repetía a sí mismo.
—¡Túmbate! —gritaba una voz lejana.
Una parte de su mente se tambaleó. «Me estoy muriendo.»
—¿Curtis? ¿Eres tú?

A Josh se le doblaron las rodillas; el cuerpo pareció vaciarse de energía y fluidos vitales. Miró al otro lado del pasillo y vio a Curtis. Josh cerró los ojos un instante y volvió a abrirlos, y esta acción le supuso más esfuerzo que cualquier ejercicio físico. Se desplomó al suelo. Le salía un hilillo de sangre por la boca, agotado su sentido de la supervivencia. «Me estoy muriendo.» Ya no quedaba nada... Simplemente, ya no le importaba nada.

Curtis se arrastró tras la columna, estirando el cuello para ver alrededor. La supervivencia no vendría de mantener el miedo a raya, sino de abrazarlo. «Piensa en el trazado. ¿Dónde está la salida?» El edificio era de estilo dórico, con columnas acanaladas sin base y un triglifo en lo alto. El suelo era un mosaico florentino, con finas piedras de colores incrustadas en una superficie de mármol blanco. Oyó de nuevo un silbido apagado, el ruido de un proyectil atravesando el aire. Por suerte, dio en el pedestal. El testigo soltó un prolongado gemido y trató de incorporarse.
—¡No se levante! —gritó Curtis.
El japonés cayó de rodillas. Curtis notó unas manos viejas que se le agarraban, apretándole la carne con los decrépitos dedos. Sentía correr la adrenalina por sus venas. Se le secó la boca, su corazón se puso a latir desaforado, se le hizo un nudo en el estómago. «Alguien quiere a este testigo muerto», pensó. Lo cual significaba que alguien sabía que hoy iba a ser trasladado a un lugar seguro. Esto sólo quería decir una cosa: todo el sistema estaba en una situación comprometida. Se evaporó la conciencia de la propia identidad, cediendo paso al instinto. El desafío estaba en llegar a tientas hasta la salida, improvisando cuando fuera necesario.

Otra ráfaga de tres disparos secos dio en la caña de mármol, a menos de un metro. Las balas venían de la misma dirección, pero el sonido era más fuerte. Estallidos de un arma ensordecida..., armas; otro pistolero. ¿Muy lejos? ¿Cuántos? Curtis sabía que el tiempo corría a su favor. Los asesinos tenían que trabajar deprisa. Aun así, se movían metódicamente, tomándose su tiempo y cortándole las salidas. Comprobó la recámara. Le quedaban seis balas.

La única huida posible consistía en correr al descubierto a través de una galería que daba a la entrada lateral. Era una invitación y una trampa. Tentador y suicida. El testigo era un hombre frágil, de noventa años. Lo matarían al instante. Oyó unos pasos débiles, gatunos. Alguien bajaba las escaleras, así que alguien lo estaba apuntando desde un punto elevado. Configuración estándar en Operaciones Especiales. Cada agente tenía conexión visual con al menos otros dos. «Así que deben de ser tres», concluyó. Curtis reparó en que el hombre que bajaba la escalera era un señuelo. Si intentaba sacarlo de ahí, lo matarían en el fuego cruzado. ¡Fuego cruzado! Eso es. La bala decisiva provendría del ala. Cualquier profesional se aprovecharía de ello.

Curtis trató de visualizar todos los detalles de la planta superior. La escalera principal se fundía con unas escaleras de doble vuelta, que tenían un tramo ancho que iba desde la planta baja a un descansillo intermedio, y dos tramos laterales que iban desde este descansillo hasta la planta superior, ambos sostenidos por una sólida balaustrada de mármol. En la planta de arriba, el pasillo, largo y ancho, conducía a una galería. Curtis estaba seguro de que el tercer tirador estaba allí.

¿Cuánto tiempo llevaba esperando a que él saliera? Otra serie de disparos rebotó en la base de la columna. Las balas no pretendían darle, sino obligarlo a salir. «Instrucción de Operaciones Especiales, clarísimo.» El testigo estaba paralizado y gemía en japonés. El sonido de pasos era cada vez más fuerte, como si le hicieran señas para que se dejara ver. Un señuelo. «Piensa rápido. ¿Quién demonios es esa gente?» Las incertidumbres comenzaban a cansarlo.

A juzgar por el sonido de los pasos que se acercaban, el primer pistolero estaba a menos de quince metros del hueco de la escalera. Para tenerlo bien a tiro, Curtis debía salir de detrás de la columna, quedando al descubierto. Descartado... Lo mataría el tercer hombre que cubría al señuelo.

«No pienses, actúa.» De pronto, siguiendo su instinto, se levantó, manteniendo su posición tras la columna, y apuntó a un espacio vacío de la galería. Se movió alguien. El tirador reaccionó y apuntó al lugar donde debería haber estado Curtis, sólo que él hizo lo único que ningún profesional haría. La ráfaga de fuego golpeó el aire y los mosaicos florentinos, de donde saltaron esquirlas. Curtis apuntó y disparó. Al instante, oyó un breve grito gutural. Del cuerpo de un asesino manaba sangre a borbotones..., la velocidad y la presión indicaban que una bala había destrozado una arteria carótida.

Un tiro, un muerto. Cinco balas, dos pistoleros. Curtis avanzó lentamente hacia el espacio abierto y se inclinó sobre el tambor de la columna. Ahora el segundo pistolero tendría que cambiar de posición si quería tener ángulo de tiro sobre Curtis. Eso significaba que el señuelo debería pararse. Un nuevo chasquido cuando el señuelo se aprestaba a disparar otra bala confirmó su sospecha. «Están ganando tiempo.» ¿Qué tipo de arma tenía el segundo asesino? A primera vista, parecía de pequeño calibre, quizás una AMT Lightning modificada, uno de esos modelos de culata plegable diseñados para tirar desde una posición emboscada. A su derecha, Curtis oyó unos gemidos.

La coordinación lo era todo. Pasarían varios minutos antes de que llegara ayuda. ¿Podía Curtis acercarse a la entrada lateral? Y si lo conseguía, ¿cómo podía saber que no era una trampa? De todos modos, no había tiempo para planificar. Tenía que vivir en el momento, o él y el viejo morirían. No tenía elección. Puso su enorme mano en el hombro del viejo y lo empujó al suelo.
—No se mueva. —Curtis no tenía ni idea de si el japonés lo había entendido, pero, con la boca estirada y los ojos cerrados de terror, el anciano no iría a ninguna parte.

De pronto, oyó que alguien se le aproximaba con rapidez. ¡Ahora! Curtis se lanzó hacia delante, rodó sobre sí mismo al descubierto y disparó bajo, dándole al señuelo en la rodilla. Se oyó un grito. El asesino cayó de bruces y resbaló unos pasos hacia su verdugo. Sin perder el ritmo, Curtis rodó de nuevo sobre sí mismo y apuntó a la cabeza del señuelo. Apretó el gatillo y se la reventó: una masa horrible de sangre y tejido blanco, el resto del cerebro en fragmentos, la mitad del cráneo destrozada.

Le rozaron una serie rápida de disparos desde la planta superior. Las balas se empotraron en la pared de la derecha. «¡Dos armas! Entonces no es una AMT Lightning», pensó mientras se arrastraba de nuevo hasta debajo de la galería de la segunda planta.

Curtis sabía que quedaban suficientes proyectiles para matarlos a él y al anciano. Con todo, al menos la situación no era tan desalentadora como antes. Tres tiros, y quedaba un pistolero. Curtis permaneció inmóvil, conteniendo la respiración. Al escuchar, le invadió una especie de parálisis.

Sentía en su mano el peso del arma (Ruger 44, una Redhawk), más poderosa de lo que el cometido exigía, pero ideal de cerca. Por fin, el tiempo estaba de su parte. Podía esperar indefinidamente. Los refuerzos llegarían de un momento a otro, siempre y cuando el viejo no se moviera. Entonces, con su visión periférica, ¡lo vio! El anciano, con la boca estirada por el miedo, avanzaba lentamente. Susurraba algo ininteligible, mirando alrededor con ojos desorbitados. «¡Dios mío, no!» Aquello era lo único que no podía permitir, lo único que lo ponía en desventaja. Para cubrir al japonés, Curtis debería retroceder hacia el espacio abierto de la galería, y exponerse así al pistolero de la planta superior.

Algo se agitó en su interior. Había estado así antes. Fue en 2001, en las afueras de Jalalabad. Su patrulla fue sorprendida en un fuego cruzado del enemigo, con los talibanes teniendo la ventaja de la altura. Dos de sus compañeros murieron, y él mismo resultó herido. Sintió náuseas. Era una sensación estremecedora. «¡No pienses, actúa!» Curtis debía alcanzar al anciano y cubrirlo. De lo contrario, acabaría muerto. Le quedaban tres balas... Tendría que usarlas con precisión. De pronto, oyó un leve arañazo. Un metal que rozaba la balaustrada de mármol. Otro segundo, y el tirador apretaría el gatillo. Estaba apuntando a la cabeza del anciano, sin duda. Un tiro limpio. Procedimiento estándar. Instrucción de las Fuerzas Especiales.

Curtis osciló a su derecha, se agachó y cubrió el espacio despejado entre él y el viejo en lo que pareció un milisegundo. Después se abalanzó sobre el japonés, su hombro se estrelló contra el pecho del otro, y lo mandó de vuelta a la columna dando tumbos. Llegaron las amortiguadas detonaciones. ¡El asesino había fallado! ¿Cómo era posible? ¡Qué suerte más increíble! A su alrededor estallaron todos los mosaicos florentinos.

Se lanzó otra vez a la derecha, lejos de la columna y el anciano. Actuaba por instinto, confiando en sus circuitos de la instrucción de Operaciones Especiales, instalados en lo más hondo. Por fuerza, el asesino tenía que estar delante de él. Apuntar y disparar. «Hagas lo que hagas, no dejes que dispare él primero.» Curtis se puso en pie de golpe, la mano izquierda sujetando la muñeca derecha, el arma centrada, apuntando adonde creía que estaba el pistolero. Disparó tres veces. Se quedó sin munición. ¿Y si había fallado? Luego lo supo. Un alarido, un grito y un jadeo procedentes de la galería de arriba. Después nada. Curtis se quedó inmóvil, esperando. Silencio. Cubrir al testigo. Sin dejar de mirar hacia la galería, dio un paso atrás. De repente, sintió que se le propagaba un dolor por el pecho. Los latidos llegaron a ser tan violentos que se agachó y cayó de rodillas. Se le soltó el arma de la mano. Una parte de su mente se tambaleó, confundida. «Me han dado. ¿Será grave? El testigo... Proteger al testigo.» Curtis intentó levantarse. Le explotó en el estómago un dolor punzante, se le doblaron las rodillas y cayó de cabeza al suelo.

Le manaba sangre a chorros. Sosteniéndose con ambas manos, Curtis trató de enfocar los ojos, rechazando el dolor. Oía los gritos y los pasos que se acercaban, las voces cada vez más fuertes, corriendo hacia él. «El testigo... Proteger al testigo.» Curtis alzó la cabeza haciendo muecas de dolor y miró a su derecha, al anciano japonés. Se puso de pie poco a poco, apoyándose en la columna. Para Curtis, la habitación oscilaba en círculos. Había desaparecido el equilibrio y volvió a caerse, aunque logró detener torpemente la caída con los antebrazos. Los pasos enseguida llegarían a ellos. En lo más hondo de su conciencia notó una extraña sensación de alivio. «El testigo está seguro. Los asesinos están muertos. ¿Quiénes diablos eran? Oh, Dios mío... Estoy herido.» Y ya no sintió nada.

11

La cuenca del Pinto está en el Parque Nacional Joshua Tree de California, rodeada por las cordilleras de Hexie, Pinto, Eagle y Cottonwood. Extendida de noroeste a sudeste por el centro del parque, los límites septentrional y occidental de la cuenca comprenden los desiertos de Mojave y Sonora. Esta región árida del sudeste de California ocupa más de cuarenta mil kilómetros cuadrados y es famosa en todo el mundo por sus notorios afloramientos cortados a pico, conocidos con el nombre de monzogranito y que, según los geólogos, tienen más de cien millones de años.

Old Dale Road comienza en el Parque Nacional Joshua Tree, cruza la cuenca del Pinto y sale del parque para llegar a las montañas de Pinto, donde se convierte en Gold Crown Road. Se puede acceder a ella desde Pinto Basin Road, a once kilómetros al norte de Cottonwood Springs (en el mismo lugar donde empieza Black Eagle Mine Road), y desde Pinkham Canyon Road, a veintiocho kilómetros al noroeste de Lost Palms Oasis. Esta área se conoce como «zona de transición» y forma parte de una reserva federal de indios chemehuevi, del condado de San Bernardino. La superficie total es de doscientos noventa mil kilómetros cuadrados. La población asciende a trescientas cuarenta y cinco personas.

Todas estas carreteras aparecen marcadas en el mapa del Parque Nacional Joshua Tree, que se distribuye gratis en todas las áreas de servicio. Bueno, en todas menos una.

Un visitante no se detendría a pensar en esta carretera sin nombre y sin marcar, enclavada en lo más profundo del parque, y aunque lo hiciera, se sentiría disuadido por un sombrío letrero del Ministerio de Defensa de Estados Unidos que advierte a los curiosos que se alejen. Si alguien, a través de los canales oficiales, quisiera preguntar sobre el carácter exacto de las operaciones, se le diría educadamente que la zona forma parte del RDTAE, el programa del gobierno sobre Caracterización del Desierto, encargado de hacer pruebas militares en condiciones operativas ambientales desérticas.

La carretera pertenece oficialmente a la reserva federal de los indios chemehuevi. Extraoficialmente, el gobierno estadounidense se la alquila a los indios y la utiliza para experimentos clandestinos. La carretera no marcada que conduce a las puertas del complejo, fuertemente protegidas, que se adentra unos doce kilómetros en la «zona de transición», se denomina Chiriaco Summit. Pero esto sólo se sabe si se tiene acceso a las imágenes del satélite Landsat de detección a distancia.

Todo el personal que trabaja en el complejo del gobierno, con acreditaciones de máximo nivel, son examinados de arriba abajo, y diversos sistemas de vigilancia visuales y de audio ofrecen, durante las veinticuatro horas, protección contra peligros para la seguridad. Para entrar o salir de las instalaciones de tres alas en forma de U, el empleado pasa su tarjeta por un lector electrónico y aprieta el pulgar contra un escáner biométrico del teclado, que comprueba los sesenta índices de parecido. Una vez que el sistema confirma que es, en efecto, la misma persona, le da acceso al siguiente nivel de control.

En el segundo control no hay ojos de cerradura ni lectores de tarjetas, sino algo mucho más sofisticado y prácticamente infalible: un escáner retiniano. Es muy difícil engañarlo, pues no hay tecnología que permita falsificar una retina humana, y la retina de una persona fallecida se deteriora demasiado rápido para eludir fraudulentamente el escáner. Requiere el uso de una máquina especial del tamaño de una caja de zapatos, que consta de una fuente de luz infrarroja de baja intensidad en una especie de rectángulo horizontal de vidrio y un botón. Cuando una persona mira por el ocular, un rayo invisible de infrarrojos recorre un camino circular en la retina. Los capilares llenos de sangre absorben luz infrarroja en una medida superior al tejido circundante. El escáner mide este reflejo en trescientos veinte puntos. A continuación, asigna un grado de intensidad entre cero y 4,095. Los números resultantes se comprimen en un código informático de ochenta bytes. De resultas, los escáneres retinianos presentan un índice de error prácticamente igual a cero.

Tan pronto está en el edificio, el empleado sólo puede acceder a su oficina tecleando una serie de contraseñas criptográficas de alta calidad, hechas a medida y generadas por servidor, consistentes en una combinación de sesenta y cuatro números y letras que, por seguridad adicional, cambian cada semana. Cada una de las contraseñas garantiza que no volverá a producirse ninguna serie similar. Asimismo, dado que el número sólo puede ser visualizado en una conexión SSL de alta seguridad, a prueba de curiosos y sustitutos, está protegido contra los hackers.

Los protocolos de seguridad establecen incluso que, como salvaguarda adicional, los empleados nunca han de ser identificados por el nombre, sino por un número de seis dígitos. Uno de estos empleados, el n.º 178917, ocupó durante once años un rincón de la segunda planta, exterior y muy iluminado. Contaba cuarenta y siete años, medía 1,76 de estatura, pesaba 98 kilos, cara pálida, barrigudo, cargado de espaldas, el rizado cabello castaño cada vez más escaso y con la raya en medio. Tenía un tic nervioso, se mordía las uñas y llevaba un anodino traje gris, fabricado y vendido en Estados Unidos, sobre una camisa blanca y almidonada y una corbata de poliéster con el nudo mal hecho. Durante más de once años, acudió a trabajar entre las ocho treinta y ocho y las ocho cuarenta y tres de la mañana. Durante más de once años, dedicó los primeros cinco minutos a organizar su mesa: instrumentos de escritura a la derecha, papel a la izquierda, papelera oculta bajo la mesa, la grapadora en una bandeja de plata sobre un tapete de piel color vino junto a unas tijeras de oficina y un abridor de cartas. Guardaba sus efectos personales en una taquilla situada bajo la ventana que daba al patio principal.

Durante más de once años, entre las ocho cuarenta y nueve y las ocho cincuenta y siete estuvo enfrascado en el crucigrama del New York Times, que siempre resolvía, rara vez haciendo pausas de más de uno o dos segundos. Durante más de once años, enrolló el New York Times formando un tubo, que dejó en la papelera de debajo de la mesa exactamente a las ocho cincuenta y ocho. A esa hora, durante más de once años, el empleado n.º 178917 se levantaba, iba al cuarto de baño y se lavaba las manos. Durante más de once años, a las nueve en punto encendió el ordenador, se puso las gafas de lectura y activó su segura lista de mensajes de correo electrónico.

Un día, hace siete meses, el empleado n.º 178917 no se presentó a trabajar a su hora habitual, entre las ocho treinta y ocho y las ocho cuarenta y tres. Tampoco estaba allí a las nueve. A las once y veintidós, entraron en su despacho tres guardias jurados, retiraron la bandeja de plata, metieron los lápices y bolígrafos, el papel y la papelera en una caja, vaciaron los cajones y la taquilla, cerraron la oficina y se fueron. Su ausencia no afectó a los demás empleados, pero sí conmocionó a los máximos responsables.

En la cuenca del Pinto sonó una señal. Era una señal de aviso.

12

Sintió una punzada de dolor. Oía voces encima de él, lejanas y a la izquierda. «¿Dónde estoy?» Unos pasos. Zapatos con suela de goma. Una figura blanca cruzó ante sus ojos como un espíritu. Algo de plástico cayó al suelo. Luego, una conversación apagada. Una voz masculina y otra femenina.
—Está moviéndose. —Alguien se acercó a su cama con cautela. Una pausa. Respiración regular. Ese alguien se inclinó hacia él.
—¿Puede oírme? —preguntó un hombre en voz baja, casi susurrando.
Curtis asintió.
—Está herido, pero se recuperará.
—¿Dónde estoy?
Un silencio.
—Está seguro y fuera de peligro.
Una voz gravitaba en el aire. Curtis obligó a sus párpados a abrirse. Poco a poco se fue perfilando una silueta, una forma borrosa con una bata blanca iluminada por la luz natural que atravesaba las persianas venecianas.
—¿Quién es usted? —preguntó Curtis con tono tenso.
—Un amigo —contestó una voz suave.
—¿Amigo? ¿Quién? —insistió Curtis, hablando en un tono apenas audible, consciente de que cada sonido que emitía le provocaba malestar físico.
Otro silencio.
—Soy su médico. —El hombre de la bata blanca hizo especial hincapié en el «su».
Se abrió la puerta, y luego se cerró silenciosamente. Pasos nuevos. Alguien había entrado en la habitación.
—Está despierto, madame.
—Gracias a Dios...
«Dos voces femeninas y una masculina.»
—¿Cómo está? —La voz era dulce y resuelta a la vez—. ¿Qué puede decirme sobre su estado?
—Cuatro disparos, uno en el estómago, otro en el cuello y dos en el muslo. La herida del estómago era profunda y habría sido mortal, si la bala no se hubiera quedado allí. Lo del cuello ha sido un milagro. La bala pasó a dos centímetros de la arteria carótida. El estómago ha requerido dos operaciones, pero está cicatrizando muy bien. ¡La herida no hacía peligrar su vida!

Curtis trató de incorporarse, pero no tenía fuerza. El hombre de la bata blanca le tocó el hombro.
—Creo que debe descansar. —Era más una orden que una sugerencia.
Alguien tomó la mano de Curtis entre las suyas. Él obligó a sus párpados a abrirse. Dios mío..., le dolía. Se encontraba en una habitación grande, blanca, con dos grandes ventanas de corredera. Curtis entornó los ojos y, con gran esfuerzo, logró mover la cabeza ligeramente a la derecha. Una mujer le sostenía la mano y le decía algo, despacio, de forma metódica. Tenía el cabello liso, castaño rojizo y con la raya en medio, y las cejas arqueadas. Era de mediana edad pero aún bonita, con un aire sensual y maternal, pómulos altos, ojos
color avellana. La nariz era grande, redondeada y levemente carnosa en la punta. Curtis sentía sus manos cálidas.
—¿Dónde estoy? —volvió a preguntar.
—Está seguro y entre amigos. Es todo lo que importa. —Observó a Curtis y sonrió. Vestía una blusa blanca y unos pantalones negros.
Curtis miró al frente, intentando recordar algo. La mujer calló sin soltar la mano.
—¿Qué ocurre? —dijo ella con voz suave.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí? —Curtis parpadeó, orientándose. La irregularidad del sonido de su voz le causó una sensación desagradable. Miró a la mujer y al médico. El hombre de la bata blanca, consultó el reloj, dudó por un instante y luego le sonrió.
—Diez días, una hora y veintiséis minutos. ¿Cómo se llama?
—¿Qué?
—Le pregunto cuál es su nombre.
Curtis cerró los ojos un instante.
—Curtis Fitzgerald.
El médico y la mujer se miraron uno a otro. Acto seguido, el hombre de la bata blanca se dirigió a alguien que estaba en el otro extremo de la habitación.
—Enfermera, déjenos un momento solos, por favor.
—Sí, doctor. —La enfermera salió y cerró la puerta tras ella.
—Curtis, ¿recuerda qué pasó? —La voz sonaba firme pero impasible. El médico sabía que esos instantes serían tan delicados como la intervención quirúrgica sufrida por su paciente.
—Japonés... —El médico y la mujer intercambiaron miradas.
—Sí, el hombre japonés —dijo aliviado el médico, permitiéndose una sonrisa vacilante—.
¿Qué nos puede decir sobre él?
—Protege al testigo. —La mujer sostuvo la mano de Curtis en las suyas y la acarició dulcemente. Estaba sentada a su lado y le miraba.
—Usted participaba en una operación del gobierno muy delicada. El hombre cuya protección le estaba encomendada está a salvo. Esto es lo primordial —dijo ella.
—¿Quién es usted?
—Me llamo Louise Arbour. Soy la alta comisionada de la ONU para los Derechos Humanos.

Durante los siguientes diez minutos, Louise Arbour repasó los acontecimientos en la via dei Giardini. La respiración de Curtis era regular, aunque tenía los ojos cerrados. Escuchaba todas las palabras que decía la mujer, pero en su monólogo faltaba algo. ¿Qué era? Intentó recordar. Se caía... y luego resbalaba. Dolor agudo. Gritos. «¡Levántate! ¡Muévete! ¡Quítate de en medio!» La orden había sido dada a gritos. ¿Quién había gritado? ¿Él? ¿Estaba gritándole al japonés? ¿A alguien más? «¿Por qué no soy capaz de recordar?» Se oían voces lejanas. «El japonés es un farol.» Intentó concentrarse en el presente. La voz de la mujer se volvió más nítida. Curtis abrió los ojos y la miró fijamente.
—El mundo está en deuda con usted, Curtis. Estuvo dispuesto a sacrificar su vida por la de otro hombre. Si alguna vez necesita algo, quiero que me llame. —Le sonrió y siguió acariciándole la mano. Curtis cerró los ojos de nuevo. Ahora oía pasos. ¿Dónde? ¿Cuándo? El pánico se apoderó de él por momentos. Tensó el cuerpo.
—¡Doctor! —Alarmada, Louise Arbour indicó al médico que se acercara.
—Curtis, está usted a salvo. Intente relajarse. —La voz tranquila del médico produjo el efecto deseado. El cuerpo de Curtis perdió su rigidez. Hizo una pausa y añadió—: Ha estado sometido a un estrés físico extremo. Debe descansar.
—Por supuesto, doctor —dijo la mujer.
—Curtis —siguió el médico—, se halla usted entre amigos. Aquí no corre ningún peligro. Está seguro. Louise se quedará con usted y yo volveré enseguida. Si me oye, haga una señal con la cabeza, por favor.
Curtis asintió. Oyó los pasos. La puerta se abrió y se cerró en silencio.

La Via dei Giardini, el tiroteo, los gritos, los asesinos. Él estaba cayendo. De pronto, todo se detuvo. Curtis se quedó en blanco por un momento. Alguien entró y cruzó la habitación discretamente. Oyó deslizarse algo. El choque del plástico contra un armazón metálico. Se inmiscuía un ruido grosero e inoportuno, perturbador y agitado. El ruido se entrometía en sus intentos de recordar. Perdió la concentración por un instante... ¿Recordar qué? ¿Qué era? «¿Puedes levantarte?» Una explosión de fuego en el otro extremo del pasillo. Curtis concentró toda su energía en ese pasillo. «Allí hay una sombra. Mantenlo en la oscuridad.» En la menguante luz de la luna, la voz subió de tono. Frases cortas, apretadas. «Es un montaje. Hay algo más, pero él no debe averiguarlo nunca.»

Un hombre fuera de combate. «¿Uno de los nuestros? Cuarenta y cinco segundos, soldado.»
«Alguien sabe la verdad. Él no debe averiguarla.» ¡Una sombra se movía! Curtis, con el corazón latiendo a un millón de pulsaciones por segundo, intentó desesperadamente abrir las puertas de acero de su inconsciente, tratando de hallar una apariencia de lógica en la locura. Sondeó y se esforzó por comprender.
Otro ruido saboteó sus pensamientos. «¡Maldita sea! Alfa Uno, Galgo. Hombre fuera de combate.» Curtis se puso rígido, enojado por su incapacidad para encontrar las respuestas. «¡Sigue buscando!»

Era consciente del dolor agudo en el pecho. No tenía nada que ver con las heridas. Era el miedo. Pero ¿a qué?
«Hay una puerta, a la verdad, y ésta te hará libre», dijo una voz benévola, mientras él daba un sorbo de whisky y comía un trozo de pizza.
«¿Qué verdad?» La mente de Curtis estalló. «¿Quién eres?»
«Está usted entre amigos. Aquí no corre ningún peligro. Está seguro.»
Peligro para la seguridad. Ellos lo sabían. «¿Quiénes son ellos? ¿Qué sabían? ¿Por qué querían matar al viejo?»

El graznido salió hace varios días. La Interpol estaba informada. Peligro para la seguridad. Proteger al testigo a toda costa. «¿Quiénes son ellos? ¿Por qué matar al viejo?» «Suena a traición, viejo. Alfa Uno, Galgo. Hombre fuera de combate. Oh, Dios mío. ¡Basta ya! Es una trampa, no un laberinto. ¡No puedo salir! ¡Basta ya, soldado, es una orden! Treinta segundos.
»No soporto que nuestro gobierno haga el papel de Dios en nombre de la libertad, pues durante demasiado tiempo otros muchos lo han hecho sobre cuestiones de importancia para la humanidad, y con resultados desastrosos.»

Curtis se quedó paralizado y contuvo la respiración. Tenía el rostro contraído y los ojos cerrados. En los más profundos recovecos de su memoria, algo estaba adquiriendo forma, acercándose al primer plano, deslizándose hasta el aquí y el ahora.
«El pasillo —masculló para sí mismo—. ¿Quién hay ahí? ¿Quién dijo eso?» De pronto, sintió miedo. Rabia y miedo. Conocía la voz. La cara se perfilaría con nitidez de un momento a otro. La cara del hombre que había pronunciado esas frases. «¿Lo dijo él? No, él no, otro. Alfa Uno, Galgo. Hombre fuera de combate.»
—Muy bien, chicos, ahora está ahí al descubierto. Llamamos a la caballería y nos olvidamos de todo.
—¡Ahí, lo veo! ¡Eh, tú, el que ha dicho eso! Vuélvete. ¿Quién eres?
—¿Listos? —Llegó la voz a la de tres. Las venas del cuello de Curtis se hincharon de antemano, los músculos de la mandíbula palpitaron—. ¡Uno, dos, tres!
—¡Lo conseguí!
—Josh, ¿estás ahí? ¿Te encuentras bien?
—Lo conseguí, Curtis, lo conseguí. ¡Hemos ganado!
—¡No, Josh, quítate de en medio! ¡Agáchate!

Veinte segundos.
Sopló una fortísima ráfaga de viento. Luego hubo una explosión enorme. ¡Josh!
—¡Eh, Curtis! ¿Qué estás haciendo aquí?
Curtis llegó como pudo a la seguridad de la columna.
—Alfa Uno, Galgo. ¡Hombre fuera de combate!
—Curtis, ¿está muy lejos la seguridad?
—Diez hasta el arco, diez la longitud del pasillo. Treinta y pico metros.
—No, dijiste esto. ¡Maldita sea, lo dijiste! ¡Sube!
—Ya está, amigo, hemos ganado. —Josh lo miró. Una sonrisa triste. De repente, un temblor le recorrió la cara—Me estoy muriendo, Curtis. Lleva a este hombre a lugar seguro. Es una orden.

Diez segundos.
Curtis sentía que se desplomaba en el abismo. El dolor del pecho lo martirizaba. Estaba temblando.
—Josh, no, iré por ti. No te levantes. ¡No te muevas! ¡Estás herido! ¡Ya voy!
—Lleva a este hombre a lugar seguro. ¡Es una orden directa!
—¡Yo soy tu superior, maldita sea, Josh! Ahora voy. ¡Te repondrás!
Curtis intentó cruzar el pasillo, pero una potente arma disparó sobre su hombro, tirándolo al suelo, inmovilizándolo contra la columna. Una nueva ráfaga desde el otro extremo.
—¿Dónde está el testigo?

Curtis se tambaleó hacia delante, intentando soltarse del asimiento mortal. «¿Quién me está sujetando? Se ha acabado el tiempo.» Demasiado tarde. Otra tanda de disparos. De su izquierda llegó una intensa luz que le quemaba los ojos, cegándolo. Buscó su arma. No estaba. «¿Dónde está mi pistola?

El graznido salió hace varios días, Curtis. La Interpol estaba informada. Peligro para la seguridad. Proteger al testigo a toda costa. ¿Quiénes son ellos? ¿Por qué matar al viejo? ¿Dónde está mi pistola? Suena a traición. Es una trampa, no un laberinto. Alfa Uno, Galgo. ¡Basta ya! Oh, Dios mío... Un hombre fuera de combate. ¡No puedo salir! ¡Se ha acabado!»

Pasó menos de un minuto. El dolor y la angustia seguían su curso, y los contornos de la realidad volvieron a hacerse visibles. Al darse cuenta de eso, se quedó paralizado. Cerró los ojos. «Todo ha terminado.» Alguien estaba inyectándole algo en el brazo. Antes de perder el conocimiento, vio a Josh y pensó que oía su acento sureño. «Eh, amigo, ahora todo irá bien.» Luego, otra vez la oscuridad y el sonido del viento.


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