5
—Hoy compraréis el libro de Dante y empezaréis a leerlo enseguida. Leed cada palabra. No os saltéis párrafos. En Dante no hay fragmentos aburridos. Apagad la televisión, guardad el iPod, quitaos de encima el reproductor de CD y cualquier otro artefacto estúpido. A Dante hay que paladearlo, saborearlo, masticarlo, diseccionarlo y olerlo. Quiero que lo acariciéis y que sea temporalmente vuestro compañero de juegos.
La sala estalló en aplausos y algunas risitas. Simone era una actriz excepcional, con un estilo extravagante, único, que ninguno de los profesores del campus era capaz de imitar. Sentía pasión por su materia y tenía una habilidad especial para la provocación. Pero, más importante, lograba animar la imaginación de sus estudiantes, un regalo que ellos conservarían durante el resto de su vida.
—Hace cien años —empezó—, Flaubert, en una carta a su amante, hizo la siguiente observación: «¿Qué erudito lo sería si sólo conociera media docena de libros?» —Hizo una pausa y recorrió la sala con la mirada—. Este trimestre estudiaremos la Divina Comedia, que podemos describir simplemente como una alegoría.
»La alegoría de Dante, sin embargo, es más compleja, y analizaremos otros niveles de significado, como el histórico, el moral, el literal y el analógico. De todos modos, no buscaremos el alma de la Italia de la época en la obra de Dante, sino que indagaremos el genio individual. El desarrollo del arte de la descripción a lo largo de los siglos debe ser abordado en función del prodigioso ojo de un genio.
»Dante es este genio, y su ojo, como veremos en la Divina Comedia —ralentizó el ritmo—, es un órgano complejo que produce gradualmente las combinaciones de colores para nuestro disfrute, pues al leer, pensar y soñar debéis advertir y acariciar los detalles. Dejemos para otros los trillados clichés, las tendencias populares y los comentarios sociales. —Cruzó la sala a toda prisa hacia la pizarra, donde dibujó frenéticamente el perfil del rostro de Dante—. Cualquier obra de arte es una creación del mundo nuevo. Un gran escritor es siempre un gran hechicero, un creador de fantasías y mundos mágicos. Y, en nuestro caso, Dante es un creador supremo de ficción.
Una chica alta y flacucha de la primera fila levantó la mano.
—Profesora Casalaro, el año pasado me dijeron que se aprende mucho sobre la gente y su cultura leyendo novelas históricas. Si leemos a Dante, ¿conoceremos la Italia de su tiempo?
Simone sintió vergüenza ajena. El profesor Botkin, que había impartido los clásicos del siglo XIX durante los últimos cinco años en la misma aula, tenía fama de dedicar bastante más tiempo a la vida sexual de los autores que a su obra. Los alumnos llamaban a su asignatura «SexLit».
Simone miró a la estudiante y sonrió.
—¿Alguien cree de veras que se puede aprender algo del pasado a partir de bestsellers encuadrados en la categoría de novelas históricas? —Desechó la idea con un ademán—. ¿Podemos confiar realmente en el retrato que hace Jane Austen de la Inglaterra de los terratenientes cuando ella sólo conocía el recibidor de un clérigo? Los que busquen hechos sobre la Rusia provinciana no los encontrarán en Gogol, quien, por cierto, pasó la mayor parte de su vida en el extranjero. La verdad es que las grandes obras de arte son grandes cuentos de hadas, y este trimestre nos centraremos en uno de los más extraordinarios de todos los tiempos.
—¿Señora Casalaro? —un hombre llamó a Simone, dejando la puerta del aula ligeramente entreabierta—. Lamento molestarla. ¿Podríamos hablar un momento, por favor?
Había algo embarazoso en su conducta. Simone le echó un vistazo rápido, miró el reloj del extremo opuesto del aula y levantó el índice.
—Estaré con usted en dos minutos.
El hombre hizo un breve gesto de asentimiento.
—Esperaré fuera.
—De acuerdo. —Simone sonrió y se estremeció por un instante; sintió que la envolvía un escalofrío. Miró el reloj. Faltaban dos minutos para las dos.
»Aunque los dos grandes acontecimientos por los que el siglo xv supuso un viraje decisivo en la historia, la invención de la imprenta y el descubrimiento del Nuevo Mundo, aún quedaban lejos, aquélla fue una época de grandes hombres, de libertad de pensamiento y de expresión, de acciones brillantes y osadas.
—Advirtió un movimiento general en el aula—. Antes de iros... —dijo Simone,
alzando la voz mientras se acercaba al dibujo de Dante—, recordad que en el estudio de Dante lo que más nos interesa no es el activista político sino el gran artista del Renacimiento, su poderosa imaginación y peculiar visión del mundo.
La chica de la primera fila pareció vacilar mientras volvía a leer el folleto del curso que Simone le había dado al principio de la clase. Un chico pecoso preguntó desde la última fila:
—Profesora Casalaro, ¿cómo puede ser a la vez poema y comedia?
—Me alegra que lo preguntes —dijo Simone—. Dante llamó al poema Comedia porque los poemas del mundo antiguo se clasificaban como Altos (Tragedia) y Bajos (Comedia). Los poemas bajos tenían finales felices y trataban sobre temas cotidianos o vulgares, mientras que los altos se dedicaban a cuestiones más serias. De hecho, el adjetivo «Divina» se añadió mucho después, en 1555, en la edición de Ludovico.
Sonó el timbre y el aire se impregnó del familiar murmullo. Mientras los alumnos iban saliendo en fila, Simone sintió una calidez conocida. «¿Por qué enseñas literatura?», le preguntó una vez su hermano Danny. «Porque me encantan las historias, cariño.»
—Señora Casalaro —la voz del hombre era firme y nasal, pero tranquila—, soy el detective Lyndon Torekull.
Simone tragó saliva. Le entró el pánico. Se estrecharon la mano. La de ella estaba pegajosa y flácida.
—¿Qué ocurre, detective? —preguntó—. ¿Ha pasado algo?
Las manos se le agarrotaron instintivamente mientras miraba al hombre a los ojos, y acto seguido apartó los suyos. El rostro que tenía delante era delgado y arrugado. Se trataba de un hombre recio, que lucía tejanos y un abrigo sobre un grueso jersey rojo de cuello vuelto, y mostraba una sonrisa autoprotectora de disculpa.
Él dudó un instante, se aclaró la garganta y dijo, con voz sombría:
—Señora Casalaro... —Torekull buscaba las palabras adecuadas.
Algo se removió dentro de Simone.
—¿Qué ocurre? —dijo con voz apenas audible.
—Señora Casalaro..., Danny..., quiero decir, hemos encontrado...
Simone se quedó helada. Sin abrir la boca, se sentó en el borde de la mesa.
—Señora Casalaro —continuó el hombre—, esta mañana hemos encontrado el cadáver de su hermano en un motel de Shawnsee, Oklahoma. Parece haberse suicidado.
Simone notó una asfixiante tensión en la garganta. Le pareció que iba a ser aplastada por el peso del mundo. Apartó la mirada de Torekull. Durante unos instantes, sus ojos quedaron fijos en un resplandor extraño que se deslizaba por la mejilla de Dante, pintada en la pizarra.
—Señora Casalaro, nos consta que usted es el único pariente vivo de Danny. —El detective Torekull metió la mano en el bolsillo y le dio a Simone varias fotos escaneadas de un hombre muerto. Simone se obligó a mirar. Se le vino el mundo encima. El hombre de las fotos era su hermano Danny.
Unos días antes, Danny le había dicho que iría a Shawnsee a traer en bandeja la cabeza de Octopus.
Las últimas palabras de ella fueron:
—Ten cuidado, por favor, Danny. Todo esto me da mala espina.
Él sonrió.
—Estaré de vuelta en un par de días y comeremos helado, hermanita.
Ella fingió no haberle oído. «Ten cuidado, por favor.» Esas palabras se dicen a menudo, pero en boca de Simone no eran mecánicas. Reflejaban sus sentimientos, su admiración por lo que él hacía, por su resolución: hacer el bien en nombre de aquellos que habían padecido la codicia y la avaricia.
Danny era periodista de investigación, diez años más joven que ella, políticamente incorrecto, idealista e incorruptible. En el transcurso de más de cinco años de investigación sobre lo que Danny llamaba «un conciliábulo de algo más de veinte personas que controlan la mayor parte de la riqueza del mundo», se había granjeado enemigos para más de una vida. Había sido amenazado, obligado a salirse de la carretera y tiroteado varias veces. El año anterior, su coche fue registrado por oficiales del Departamento del Sheriff de Tennessee, supuestamente en busca de drogas. Ese mismo verano pasó tres semanas en el hospital tras ser golpeado con una palanca por un presunto ladrón. Nunca encontraron al agresor. Sólo quedaron las secuelas de su trabajo: una cicatriz de diez centímetros en la parte posterior del cuello. Pero Danny seguía imperturbable.
Simone sostenía con ambas manos una fotografía, por miedo a que se le cayera, como si fuera algo frágil y muy valioso. Hizo un esfuerzo por concentrarse y mirar. ¿Era posible que se tratase de un error cruel? Ese hombre desnudo ¿podía parecerse a Danny? Por un momento creyó que iba a vomitar. Tragó saliva con dificultad. Luego miró fijamente la foto. Danny tenía las venas cortadas, se veía una botella de alcohol sobre una gastada alfombrilla de baño. Miró al detective, suplicándole respuestas con los ojos.
—Esta fotografía ha sido tomada hace menos de dos horas —dijo él—. En la habitación del motel. Mientras Simone miraba el cuerpo sin vida, su conmoción y repugnancia iniciales dieron paso a un súbito ataque de ira.
—¿Quién le ha hecho esto?
—Señora Casalaro —dijo el detective Torekull—, nuestros informes preliminares sugieren que él mismo se infligió las heridas. Lo siento mucho.
Ella devolvió las fotografías al detective, que permaneció de pie.
—Dios mío... —murmuró Simone—. ¿Por qué?
«Ten cuidado», gritó Simone a su espalda. Aquélla fue la última imagen que tuvo de Danny: con zapatillas y sin calcetines, saliendo por la puerta a toda prisa. Su «estaré de vuelta en un par de días» se perdió en el fuerte silbido del viento. Se cerró la puerta. Simone oía a Danny bajar las escaleras saltando los peldaños de tres en tres. «Nos vemos en un par de días.» Simone lo observó cruzar la calle, por el asfalto negro, sobre los neumáticos de camión apoyados en la baranda junto a la tienda de accesorios para bicicletas, el color verde de un pub irlandés..., todo aquello desfiló ante ella por centésima vez.
«No te preocupes, todo le irá bien, como siempre», intentó decirse a sí misma. Pero esta vez no fue así. Había algo que fallaba. Acaso fuera intuición femenina. Se volvió y corrió a la puerta. «No, Simone, te estás volviendo paranoica.» Fue al cuarto de baño y se echó agua en la cara. De repente notó que se le doblaban las rodillas. Se agarró al lavabo. Luego se miró al espejo. El vértigo se apoderó de ella. Lo que veía en esa mujer que la miraba eran las mismas emociones que llenaban su subconsciente: el miedo. No, esta vez era algo que iba más allá del miedo. Era terror. Dio una bocanada y respiró unos momentos de forma entrecortada. «Danny, ten cuidado, por favor», susurró entonces.
Torekull seguía de pie, y al estar erguido parecía más bajo. Los asustados ojos de Simone lo veían suspendido entre el mundo de ella y el de Danny. La voz de Torekull continuaba llenándole la cabeza y embotándole los sentidos. Había dicho: «Señora Casalaro, esta mañana hemos encontrado el cadáver de su hermano en un motel de Shawnsee, Oklahoma... En un motel de Shawnsee, Oklahoma... Shawnsee, Oklahoma.»
Simone intentó cambiar de posición, sin saber si quedarse de pie o sentarse. La voz de Torekull estaba en todas partes. Se llevó las manos a la espalda, y las mantuvo apretadas.
—Él es todo lo que tengo... He estado esperando que viniera a casa con un helado —dijo con un hilo de voz.
Torekull se aclaró la garganta con escasa elegancia.
—Señora Casalaro, ¿le dijo Danny por qué iba a Shawnsee?
—No sé. Vamos, no me acuerdo. —Se le crispó la cara. Torekull frunció el ceño. Ella intentó contener las lágrimas—. No es verdad. Era un caso de corrupción a alto nivel. —Se apartó las manos de la cara y las deslizó hasta las rodillas, que agarró con firmeza.
Rebobinó la mente hasta tres semanas antes. Nunca había visto a Danny tan serio: «Simone, la mitad del Departamento de Policía de Nueva York está podrida. Aceptan sobornos. Si me pasa algo, no confíes en ellos, a menos que estés totalmente segura, claro.»
La asustó el temblor en la voz de Danny, que advirtió la expresión de miedo en la cara de su hermana. Una arruga alrededor de la boca.
Él comprendió. «No te preocupes. Sólo son unos corruptos. Cuento allí con un par de contactos, pero no tienen modo de desenmascarar la corrupción sin comprometer docenas de bazas en operaciones paralelas.»
Torekull esperó y luego consultó la hora.
—En la habitación de su hermano encontramos una nota manuscrita. —Introdujo de nuevo la mano en el bolsillo del abrigo y sacó un duplicado de lo que la policía había hallado en Shawnsee.
Simone fijó la mirada en las tres líneas impresas.
SIMONE, LO SIENTO, PERO YA NO PUEDO SEGUIR. SIEMPRE HE INTENTADO HACER LO CORRECTO. POR FAVOR, INTENTA PERDONARME. DANNY.
—¿Quién le hizo esto? —preguntó, mirándolo con expresión de dolor—. Danny no se mató. —
Su voz era fría como el hielo. Torekull vaciló—. Ésta no es su letra.
Torekull la observó. Simone estaba tensa y tenía los ojos muy abiertos. Él desplazó el peso del cuerpo y luego habló, escogiendo las palabras con cuidado:
—Señora Casalaro, una de las últimas llamadas telefónicas que hemos podido localizar la hizo a Langley. —Hizo una pausa—. El cuartel general de la CIA.
—Se ve que usted tiene todas las respuestas, detective. ¿Por qué no llama y pregunta a esas personas? Sería automático. —Miró desafiante a Torekull.
—Señora Casalaro, teniendo en cuenta el complejo de plataformas del gobierno de Estados Unidos, nada es automático. —Torekull se sentó en un taburete de acero pulido y volvió a estudiar la cara de Simone. Lo intentó de otro modo—: Si, como usted dice, su hermano fue asesinado, necesitaremos su ayuda. —Hizo una pausa—. Porque si es así, estamos hablando de asesinos profesionales, lo que significa que su vida también corre peligro.
Simone apenas le oyó.
—Gracias, detective. Lo tendré presente.
—Señora Casalaro, necesitamos de usted una declaración firmada. ¿Le importaría
acompañarme?
Los ojos de Simone seguían clavados en la última imagen de Danny: con zapatillas y sin calcetines, saliendo por la puerta a toda prisa. Asintió, con un escalofrío, mientras alzaba la vista hacia Torekull.
6
—No sabemos lo que hay en estos baúles, ni queremos saberlo.
El hombrecillo asintió con la cabeza y se fue. La puerta se cerró tras ellos con un ruido sordo.
Por un momento, los tres hombres se quedaron en silencio, escuchando los pasos que se alejaban.
—Según parece, han conseguido el permiso, ¿no, Hassan? —dijo el europeo.
El hombre era alto, con una cabeza poblada de pelo canoso largo y suelto, peinado estratégicamente de izquierda a derecha, a través de la alta frente, para disimular las entradas. Las orejas planas pegadas a una cabeza grande y un mentón muy pronunciado estaban en agudo contraste con una prominente nariz ligeramente ganchuda, aunque muy inglesa, que daba a su aspecto un aire picassiano. El jordano sacó en silencio un juego de llaves y abrió los baúles. Estaban llenos de láminas de cartón perfectamente encajadas. Y en cada lámina, observó horrorizado el europeo, había centenares de papiros pegados al cartón mediante pequeñas tiras de cinta adhesiva transparente. Los textos estaban escritos en arameo y hebreo. Los acompañaban envolturas de momia egipcia con inscripciones en demótico, la forma escrita de los jeroglíficos.
El europeo sabía que estas envolturas solían contener textos sagrados. Dedujo que los dueños de ese tesoro habían desenvuelto, como mínimo, una o dos momias.
—El precio es tres millones de libras esterlinas, Michael —dijo el jordano con voz ronca, delatando su acento—. Si puedes encontrar un comprador, mi jefe te dará una comisión del diez por ciento. De pronto, Michael oyó un leve ruido, seguido de dos breves pitidos, lo que indicaba la recepción de un mensaje de texto. Llevó la mano al bolsillo, pero luego cambió de idea.
—¿Puedo? —Sin tocar el cartón, Michael examinó uno de los textos—. Esta colección es un verdadero hallazgo. Los textos hablan del misterioso árbol sagrado atendido por sacerdotes extrañamente ataviados, todos ellos portadores de un cubo de agua en una mano y una piña en la otra.
—El jordano miró al experto y se encogió de hombros. El otro continuó—: Hassan, estas imágenes nunca aparecieron reflejadas en las tablillas de arcilla en las que se inscribían los escritos antiguos.
Por eso han sido un enigma durante tanto tiempo. Ahora hemos encontrado el eslabón histórico que faltaba. —Los ojos de Michael brillaban de excitación.
—No sé de qué estás hablando —dijo el corpulento jordano.
—Del Árbol de la Vida —señaló Michael Asbury, claramente entusiasmado—, la espina dorsal de la misteriosa práctica judía conocida como Cábala. En beneficio de la ciencia, creo que deberíamos informar a algunos especialistas. Temo que, sin un comprador, estos documentos desaparezcan en los recovecos más ocultos del banco, uniéndose a otros muchos documentos históricos valiosísimos, guardados bajo llave en cámaras acorazadas y cajas de seguridad.
El jordano no respondió. Absorto en sus pensamientos, se acarició el grueso bigote, gesto común a todos los hombres árabes.
—Haré una llamada en tu nombre, Michael. —El jordano sacó un pesado móvil, modelo antiguo, y pulsó varios botones. El hombre a quien el jordano llamaba Michael pegó los ojos a la pantallita: «+962 4.»
«Está llamando a Jerash», pensó Michael. Jerash, una antigua ciudad situada a menos de una hora al norte de Amman, capital de Jordania, era una de las ciudades romanas mejor conservadas del mundo. De la breve conversación en árabe que siguió a continuación, Michael dedujo que Hassan estaba transmitiendo la petición al otro extremo de la línea. De repente, éste pasó al inglés.
—Michael Asbury es uno de los historiadores de la religión más importantes de la actualidad, y un destacado experto en códices y textos coptos. —Hassan escuchó atentamente las instrucciones del hombre—. Entiendo —dijo finalmente en inglés antes de colgar—. Michael, mi jefe, que representa a un cliente influyente, quiere que tomes una buena selección de fotografías que pueda enseñar a posibles compradores.
—¡No faltaba más! —dijo Michael, salivando ante la idea de que uno de los mayores enigmas de la historia estuviera a su disposición—. ¿Qué tal si...?
El jordano sacudió la cabeza y miró a Michael.
—Pero con una condición. No puedes hablar de esta colección con nadie más, ¿de acuerdo?
Se oyó otro ruido, seguido de dos pitidos cortos. Michael arrugó la frente.
—Lo siento, está claro que alguien quiere hablar conmigo. —Llevó la mano al bolsillo superior y encendió el móvil.
«Tienes dos mensajes», decía el texto. Michael abrió la bandeja de entrada y pulsó el botón. En la pantalla apareció un nombre conocido. «¿Simone?, qué raro...» Abrió el mensaje y leyó.
La perplejidad y la tristeza en la cara de Michael avisaron al jordano de que algo andaba mal.
—¿Michael? Pareces trastornado.
Movió la cabeza mansamente.
—Disculpadme, por favor —balbuceó—. Debo hacer una llamada. Tendré que ir a Nueva York a primera hora de la mañana. —Miró al jordano—. Volveré enseguida. —Consultó el reloj. Las nueve veintitrés. El jordano pulsó un botón de la pared para llamar al director.
Al cabo de unos minutos, Michael marcó el número de la operadora, que le pasó con British Airways. Cinco minutos más tarde, tenía una reserva para el vuelo de las siete y media de la mañana con destino Nueva York.
Michael Asbury miró a lo lejos. Frente a él se alzaba la silueta de Londres, respirando en la oscuridad. Caía la noche. Dentro de poco cubriría la ciudad con una negrura limpiadora. Simone Casalaro... Algo se tensó en su interior, y notó una emoción fundida y peligrosa, que se desbordaba, borboteaba, engatusaba, intentaba salir. Ahora la vio tan nítidamente como la última vez que habían estado juntos. Su cuello blanco, brillante, a través del largo pelo oscuro. Temeroso de que las imágenes se disolvieran en la nada, la evocó embelesado una y otra vez, hasta dibujarse en su rostro la mueca de un espasmo prematuro. Ladeó la cabeza. ¿Se trataba de amor, lealtad, admiración o devoción? Simone era única en su círculo de amigos. Mujer de muchas vocaciones poco definidas, había escogido una de ellas al azar, cuando pudo haber sido pintora, una maravillosa actriz de teatro o malabarista. Él siempre la consideró una belleza natural, con esos ojos muy separados y esa singular línea de los labios en que parecía estar ya inscrita la geometría de la sonrisa. Ahora había muerto su hermano y necesitaba ayuda. Aunque yendo en su ayuda no cambiaría nada, sí podía reducir las posibilidades en su contra. «Y entonces...», pensó. Tuvo otro recuerdo fugaz e inoportuno. La idea rondó por su cabeza como la niebla matutina. Ahora no podía considerarla. Debería esperar. Notó el asfixiante vacío que siempre acompañó a su separación. De todos modos, era imposible negarlo. En ese vacío algo estaba creciendo.
7
«¿Te imaginas que el infierno fuera un invento de la teología católica?»
El recuerdo sobresaltó a Simone. Miró a la derecha. A unos cinco metros había una atractiva pareja, con idénticas levitas retorciéndose en el viento. El tren había reducido la marcha, frenando al tiempo que serpenteaba por una empinada pendiente antes de detenerse y soltar un belicoso suspiro de alivio. Simone subió como si estuviera en trance.
—¿Te acuerdas? —dijo Danny.
—Me acuerdo —respondió ella.
—¿Éste es el final del mapa? —preguntó él.
—Los mapas no tienen finales. Tienen niveles de ampliación.
Él lo pensó un momento.
—Simone... —Danny le tiró de la manga—. ¿Cómo dibujarías el infierno? —Movió los lápices de un lado a otro, cada vez más deprisa.
—Así. —Ella señaló la forma imaginaria que el lápiz de Danny dibujaba en el aire—. El infierno es un abismo cónico que va desde la superficie de la tierra hasta el mismo centro, donde Satán y los traidores están aplastados en un estancamiento helado.
La primera espiral terminaba en un punto. Danny la miró detenidamente. Por fin, sacó un portaminas de plata.
—Limbo... —susurró, y un suspiro plateado perfiló todo el abismo.
Simone, perpleja, apartó el rostro y se encaminó hacia el pasillo. Tropezó con la puerta del vagón siguiente cuando el tren frenó en lo que sería un tramo de vía muy empinado.
—¿Me permite? —le dijo a una anciana con un vestido blanco a cuadros, señalando un libro que, con el lomo para arriba, yacía en un asiento vacío.
—Sí, claro —contestó la mujer con complacencia involuntaria, parpadeando y colocándose el libro en el regazo. Simone se sentó y le lanzó una mirada tímida y distraída.
¿Quién le haría eso? Shawnsee... El cuerpo sin vida de Danny repantigado en una bañera y con las venas cortadas. «Fue un suicidio, señora Casalaro. ¿Tiene alguna idea de por qué Danny quería ir a Shawnsee? ¿Sabe qué estaba investigando?» La voz uniforme de Torekull sonaba hueca, desvaneciéndose como una bocanada de humo, su almidonada pechera hinchándose como una joroba blancuzca. Simone volvió su pálido rostro a la ventana. Ahora podía oír las voces. No, no se hablaba mucho. Fragmentos de frases rompían el silencio en breves estallidos, como si vinieran de lejos y luego estuvieran cerca.
—Simone, si alguna vez me ocurre algo, quiero que hagas algo por mí.
La voz de Danny la sobresaltó.
—¿De qué hablas?
—¿Lo harás por mí?
—¿Hacer qué? ¿Por qué te pones tan misterioso? Me estás asustando.
—He guardado algunos documentos privados. —Hizo una pausa—. Ya sabes, para que estén en lugar seguro. Por si... —Volvió a interrumpirse, mordiéndose el labio inferior.
—¿Por si qué?
—Por si me sucede algo. —Le dirigió una sonrisa amable pero cautelosa.
—¿Qué estás diciendo?
—Escucha, Simone, es sólo una medida preventiva, nada más.
—Bueno, pues dime de qué se trata.
—Lo sabrás cuando llegue el momento.
Nunca había visto a Danny asustado, pero aquel día lo estaba. Simone le había suplicado que se lo contara para así poder ayudarlo, o al menos convencerlo de que se alejara del peligro.
Ahora se inclinó hacia delante. Los vagones rechinaban contra la vía con más fuerza, como si empujaran plomo. El tren se detuvo. Simone no sabía cuánto rato llevaban parados cuando sonó su móvil. Se habría quedado adormilada. Lo sacó del bolso y lo pegó a la oreja. Era un mensaje de Michael. Se hallaba en el área de embarque de Heathrow y aterrizaría en el JFK al mediodía. ¿Podía pasar a recogerlo?
Era ya última hora de la tarde de un largo día en Nueva York, pero en Londres iban cinco horas adelantados. Simone miró el reloj. Pasaban treinta y cuatro minutos de la medianoche. Mientras subía la escalera de su bloque, un hombre enclenque con un caniche, de piel aceitunada y canas en las sienes, sentado en un banco cercano, se levantó y, con discreción y sorprendente soltura, metió la mano en el bolsillo y llevó el dedo al botón de una cámara oculta. Se alejó tranquilamente y ocupó un puesto de observación al otro lado de la calle. Llevaba auriculares y movía la cabeza como si siguiera el ritmo de la música. Pocas personas se habrían dado cuenta de que la emisión que estaba escuchando era todo menos música.
Tras pulsar el botón del transmisor, dijo:
—Eureka Uno. —El tono de su voz era pausado.
—¿Cuál es tu informe? —La voz metálica chisporroteó a través de los auriculares.
—Sujeto a la vista y a solas —dijo el hombre.
Mientras forcejeaba para contener las lágrimas, Simone buscó las llaves y abrió la puerta del edificio. El apartamento de Danny tenía el acceso prohibido, al menos hasta que la policía concluyera las pesquisas. Y ella tenía demasiadas cosas en la cabeza para advertir que otras tres personas estaban observando sus movimientos. Una era un joven con grandes patillas, vaqueros y el pelo largo. Las otras dos parecían una pareja de viejos vagabundos. Tampoco se fijó en una mujer anodina de mediana edad, con una gran melena rubia y sucia debajo de un sombrero de borde ancho y un impermeable, que salía del ascensor cuando ella subía. La mujer abrió el bolso, sacó la polvera y revisó su maquillaje, inclinando el espejito primero a la izquierda y luego a la derecha. Satisfecha, guardó la polvera, cerró el bolso y salió del edificio; giró a la izquierda en la primera esquina, cruzó la calle y subió a una limusina que la esperaba.
—Sí. —El hombre sentado en el asiento de atrás respondió a su sonrisa.
—Merci, Mylene.
8
El Comité Contra la Tortura (CAT) es el conjunto de expertos independientes que controlan la puesta en práctica de la Convención contra la tortura y otros tratos o castigos crueles, inhumanos o degradantes. Todo esto se explica con detalle en un Protocolo opcional de la Convención, que fue aprobado el 18 de diciembre de 2002, en la 57.ª sesión de la Asamblea General de Naciones Unidas.
Un Subcomité de diez miembros sobre Prevención de la tortura (SPT) es el encargado de redactar los informes para el alto comisionado. Las observaciones del SPT son confidenciales. Uno de esos informes, calificado como «Secreto» y «Sólo para tus ojos», fue entregado en mano en la Oficina del alto comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OHCHR) a principios de enero de este año. El alto comisionado para los Derechos Humanos es el principal funcionario de la ONU en la materia. Su oficina está en Ginebra, Suiza, y tiene su sede en el histórico Palais Wilson, junto al lago Léman. Cuando Suiza se incorporó a la recién creada Liga de las Naciones en 1920, el edificio se convirtió en el cuartel general del organismo. En 1924, el lugar adoptó el nombre de Palais Wilson tras la muerte del presidente de Estados Unidos Woodrow Wilson, que había desempeñado un papel decisivo para sentar las bases del futuro gobierno mundial, creando la Liga de las Naciones durante la Conferencia de Paz de París de 1919.
El alto comisionado de la ONU para los Derechos Humanos era Louise Arbour, antigua magistrada del Tribunal Supremo de Canadá, que en los medios de comunicación era más conocida por haber sido fiscal principal en los juicios por el genocidio de Ruanda y por abusos de los derechos humanos en Yugoslavia en la década de 1990.
—Perdón por la interrupción. —La voz llegó antes de que la puerta estuviera abierta del todo
—. ¿Puedo?
—Buenos días. Sí, por favor, entre. Me encanta la vista del lago por la mañana. —La alta comisionada se reclinó en la silla, sonriendo para sus adentros.
Frej Fenniche era funcionario superior de Derechos Humanos, y el responsable del HCM, material muy confidencial. Tenía en las manos un sobre azul oscuro.
—Louise, creo que debería ver esto. —Hizo una pausa, sin saber muy bien cómo seguir.
Louise Arbour se incorporó frente a él. La sonrisa desapareció de su cara al instante. Rompió el sello de seguridad, se puso las gafas y leyó rápidamente el informe. «Potencial peligro para la seguridad del último testigo de los experimentos en los campos de exterminio japoneses.»
—«Activadas medidas de seguridad.» —«Testigo trasladado a Roma.» —«La Interpol se encarga de la protección del testigo.»
Era como mínimo preocupante que dieciséis de diecisiete testigos japoneses dispuestos a declarar, ante el alto comisionado, sobre los experimentos atroces con prisioneros en campos de concentración japoneses durante la Segunda Guerra Mundial, hubieran muerto recientemente uno tras otro (aunque, como es lógico, eran de edad avanzada). Volvió a leer el informe. El último párrafo le crispó los nervios.
«XD Prioridad Máxima Etiqueta Roja», pensó. Importantísimo. La Interpol tenía archivos especiales con etiquetas de diferentes colores. Las rojas tenían prioridad absoluta. Significaban que se estaban llevando a cabo investigaciones sobre «Objetivos de alto valor», individuos que la Interpol quería detener de inmediato. En este informe, sin embargo, no se nombraba el Objetivo, el HVT.
La alta comisionada reflexionó, no por primera vez, sobre la naturaleza de la Interpol, la mayor organización policial del mundo, cuya misión, al menos en teoría, es combatir el crimen internacional. Poca gente sabe que la Interpol, creada por la Casa de Rothschild en Viena en 1923, surgió pensando en la Primera Guerra Mundial. Esa familia creyó necesaria una organización especial de inteligencia que velara por los intereses de los banqueros, que habían financiado a ambos bandos. Para no levantar sospechas, pidieron al príncipe Alberto de Mónaco que invitara a abogados, jueces y oficiales de policía de varios países para que analizaran la cooperación internacional contra la delincuencia.
En la actualidad, se recordaba Louise a sí misma, la Interpol está provista de agentes del MI6, el MI5, la CIA, el Mossad, el FSB ruso y la Agencia de Policía Nacional de Japón, por nombrar sólo algunas de las organizaciones más conocidas. En teoría, todas trabajan juntas con un objetivo común: garantizar la paz y luchar contra el crimen internacional. En la práctica, cada país tiene sus propios intereses y, a veces, tienen prioridad sobre los demás.
Louise Arbour leyó el último párrafo por tercera vez.
SEGÚN SEÑALES VAGAS Y CONTRADICTORIAS, HAY UN PELIGRO GRAVE PARA LA SEGURIDAD. SE REQUIEREN MEDIDAS ADICIONALES.
—Frej, a este hombre no debe pasarle nada. ¿Entendido? —Se reclinó en la silla, pensando—. ¿Quién más sabe que el testigo ha sido trasladado a Roma?
—Sólo nosotros, el gobierno de Estados Unidos y la Interpol. —Frej Fenniche era un hombre alto y delgado, con rasgos aquilinos, y un pelo rubio meticulosamente arreglado y cortado a la moda. Su inglés, con entonación suiza, era refinado.
Como antigua magistrada del Tribunal Supremo y fiscal principal en los juicios por el genocidio de Ruanda y los abusos contra los derechos humanos en Yugoslavia, Arbour estaba muy familiarizada con el establishment internacional de los servicios de inteligencia. En sus investigaciones era muy minuciosa, y la a menudo incomprensible sopa de letras de relaciones entrelazadas en los organismos estadounidenses, canadienses e internacionales, siempre la frustraba. Le recordaba hasta qué punto las organizaciones de inteligencia carecían de supervisión. Era un problema eterno. Cada división militar (el ejército, la marina, la fuerza aérea y el cuerpo de marines) tenía sus propias unidades internas de inteligencia, «los caciques secretos del poder norteamericano», como dijo un periodista. Esto iba desde lo inocuamente disparatado hasta lo insufriblemente absurdo, desde lo insensatamente peligroso hasta lo ridículamente inútil. El Ministerio de Justicia de Estados Unidos no escatimaba recursos para la Oficina Central Nacional de Interpol-Estados Unidos, que a su vez competía por fondos con el FBI, también bajo la atenta mirada de la DEA, la Organización de lucha contra el contrabando y consumo de drogas. El Ministerio de Hacienda poseía su propia e inmensa infraestructura con la Oficina de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego, mientras que el Ministerio de Defensa gastaba sus recursos en la Agencia de Inteligencia Militar. El Consejo de Seguridad Nacional de la Casa Blanca conservaba un conjunto aparte de analistas clave. Ubicada en Fort Meady, era la mayor organización de inteligencia de Estados Unidos, dedicada sobre todo a la información sobre señales. Además, la Oficina de Inteligencia Naval trabajaba estrechamente con el FBI y el CSIC de Canadá, integrado por casi trescientos ochenta organismos repartidos entre Canadá y Estados Unidos, cuyo objetivo principal era facilitar la producción y el intercambio de información sobre asuntos criminales. Las discrepancias y la no rendición de cuentas lo dejaban a uno atónito: cualquier desacuerdo podía suponer un peligro para la seguridad y un fallo catastrófico. Una cosa era saber quién le estaba haciendo qué a quién en los rincones más oscuros de Iraq o África. Otra muy distinta, el peligro para la seguridad que amenazaba con socavar la operación más importante de la Comisión en el área de los Crímenes contra la Humanidad.
—Frej, el hecho de que dieciséis de diecisiete testigos dispuestos a presentarse tras más de sesenta años de silencio hayan muerto recientemente es una improbabilidad estadística. —Le brillaban los ojos de cólera. Tras unos instantes, extendió la mano y pulsó un botón del teléfono—. Jocelyn, por favor, consígueme un billete para el próximo vuelo a Roma.
Su expresión se endureció. Esto no formaba parte del mundo ordenado y razonable de Louise Arbour; su mente precisa y analítica estaba siendo provocada. Su razonamiento se volvió implacable.
—Cada uno de los testigos clave venía con un código de seguridad de doce dígitos. Sus identidades nunca fueron reveladas, ¿es así? —Frej asintió con ademán grave y en silencio—. Por precaución, la información sobre los testigos está compartimentada y separada de los archivos de seguridad, ¿verdad? —No estaba tanto preguntando como afirmando. Frej inclinó la cabeza—. O los chicos de la Interpol son incompetentes o tenemos un topo, aquí o en el nivel superior del gobierno de Estados Unidos, en cuyo caso está en peligro la operación en curso.
—Louise, si nuestra organización está en peligro, le aseguro que debe de ser a un nivel muy alto.
La alta comisionada miró con expectación a su funcionario superior de Derechos Humanos. No conocía a nadie tan familiarizado con la lenta y pesada burocracia de Naciones Unidas.
—En la Interpol, los sistemas principales no están bien coordinados debido a incompatibilidades de plataforma con los sistemas colaboradores. —Frej repasó dos docenas de categorías de seguridad y sus sistemas afines como un camarero que recita los platos del día—. La CIA y el CSIC utilizan software Management Information del fiscal, que viene con el código OCLC numerado 5882076.
»Los ministerios de Justicia y Hacienda usan tecnología Omtool. —Frej vio que el rostro de Louise se partía en una sonrisa burlona. A ella le encantaba la eficiencia, y, de las personas que había conocido, Frej Fenniche era quien estaba más cerca de la perfección burocrática. Frej siguió hablando.
—Los sistemas heterogéneos basados en la ejecución sufren diversas limitaciones: están sometidos a un espacio de estado insolublemente grande para escenarios más complejos, y no pueden tener en cuenta algunos parámetros, como el aumento de fiabilidad de componentes individuales, las dependencias entre componentes, etcétera.
—Y eso significa...
—Significa que, por alguna razón, el propio sistema se ve en peligro a causa de un sistema inhabilitante que anula todos los aspectos de su seguridad.
—Entonces, Frej, ¿qué le dice su instinto?
—La Interpol está captando señales no específicas, aunque persistentes, sobre algún tipo de actividad extraoficial en la que está implicada una entidad desconocida.
Louise Arbour asintió fríamente.
—¿Cuándo anunció el Comité Contra la Tortura los avances en sus investigaciones sobre crímenes contra la humanidad, en los campos de concentración japoneses durante la Segunda Guerra Mundial?
—Hace menos de cuatro meses.
Ella encendió un cigarrillo.
—¿Me está diciendo que las dieciséis personas citadas y dispuestas a testificar sobre abusos, torturas y crímenes contra la humanidad, que implicarían a gobiernos occidentales en connivencia con el Ejército Imperial japonés, han muerto por causas naturales?
Frej sabía que su jefa no quería una respuesta. Louise Arbour detestaba las anomalías, y esto, aparte de ser una anomalía exasperante, era algo peor: una traición.
El sol había ascendido hasta el punto medio de los árboles circundantes y entraba a chorros por las ventanas. Louise Arbour no necesitaba ningún estímulo para hacer su trabajo. Se puso en pie. El humo del cigarrillo subió y describió una espiral por encima de la mesa. La alta comisionada de la ONU parecía haberle echado el anzuelo a algo.
—Ahí fuera alguien está acelerando todo esto hacia su premeditada e insondable conclusión. Este alguien puede ser uno de los nuestros. —Le dio un escalofrío—. Me voy a Roma, Frej.
Continúa aquí.