Solzhenitsyn

“Los dirigentes bolcheviques que tomaron Rusia no eran rusos, ellos odiaban a los rusos y a los cristianos. Impulsados por el odio étnico torturaron y mataron a millones de rusos, sin pizca de remordimiento… El bolchevismo ha comprometido la mayor masacre humana de todos los tiempos. El hecho de que la mayor parte del mundo ignore o sea indiferente a este enorme crimen es prueba de que el dominio del mundo está en manos de sus autores“. Solzhenitsyn

Izquierda-Derecha

El espectro político Izquierda-Derecha es nuestra creación. En realidad, refleja cuidadosamente nuestra minuciosa polarización artificial de la sociedad, dividida en cuestiones menores que impiden que se perciba nuestro poder - (La Tecnocracia oculta del Poder)

miércoles, 20 de febrero de 2013

Escándalos Reales - Juan Carlos de España

De aquíaquí, aquí y aquí.






VII. ESTADOS UNIDOS TUTELA AL REY Y LA TRANSICIÓN. EL IMPACTO DE LA MARCHA VERDE

¿En qué momento pensó el rey que se había equivocado? Mejor dicho, porque los reyes nunca se equivocan, ¿en qué instante creyó don Juan Carlos que la vía emprendida por Suárez y sus colaboradores para hacer la transición había sido errónea y el modelo, errático? ¿Durante los meses de 1980 en los que activamente deseó que Suárez fuera barrido de la escena política? ¿O bien en los momentos de máxima tensión en los que salió al jardín de Zarzuela a llorar su zozobra y desahogarse en la tarde-noche del 23-F?



El rey siempre estuvo firmemente decidido a hacer el tránsito del régimen autoritario a un sistema democrático. Desde mucho antes incluso de que Franco le designara su sucesor en la Jefatura del Estado a título de rey. Eso ya se lo había confesado a un grupo de notables liberales en la primavera de 1966. Tres años antes de la designación. A finales de junio de ese año se celebró una cena en casa de Joaquín Garrigues Walker a la que asistió el príncipe Juan Carlos y un grupo de jóvenes profesionales de diversas tendencias y procedencias que buscaban ya nuevas formas de evolución política, y que años después formarían parte de los reformistas del franquismo. Allí se habló libremente del futuro de la monarquía y de la España que debería venir después de Franco. Todos dieron por hecho que la corona se establecería en un régimen democrático.

Don Juan Carlos también tomó parte activa en el debate, afirmando que su más vivo deseo sería establecer la monarquía en un régimen democrático, pero que en el futuro habría que evitar los excesos del pluripartidismo. Él se sentiría cómodo con un sistema de dos partidos; socialista y democristiano —junto a algún otro pequeño—, similar al sistema de los países anglosajones, y que en el juego democrático fueran alternándose en el poder. Franco tuvo una detallada información de la citada reunión, de todo lo hablado y de quiénes asistieron, y no hay ningún dato de que le hiciera al príncipe comentario alguno sobre la misma. Con su silencio y las vagas insinuaciones que en diferentes ocasiones le hizo
a don Juan Carlos de que reinaría de forma muy diferente de como él había gobernado, parece deducirse que, pese a su repulsión por el sistema liberal-parlamentario, el dictador admitía implícitamente una evolución política futura del régimen hacia el bipartidismo dentro de las estructuras políticas del Movimiento.

Tras la designación del príncipe Juan Carlos como sucesor de Franco en julio de 1969 y la llegada a la Casa Blanca del presidente Nixon, y del catedrático de Harvard Henry Kissinger a la Secretaría de Estado, el interés norteamericano por el futuro político de España se incrementaría notablemente. Así lo confirman los siete viajes oficiales que Kissinger realizó a Madrid entre 1970 y 1976 y las dos visitas de los presidentes Nixon y Ford en 1970 y 1975, respectivamente. El propio Kissinger lo constata en sus memorias al afirmar que «la contribución norteamericana a la evolución española durante los años setenta constituyó uno de los principales logros de nuestra política exterior.» En el fondo del asunto estaba el propio interés norteamericano por su afianzamiento en las bases españolas, y la importancia geoestratégica que España tenía para la defensa occidental en el sur de Europa y en el Mediterráneo.

Especialmente por las sucesivas convulsiones abiertas tras el golpe de Estado en Libia del coronel Muammar al-Gaddafi, de septiembre de 1969, las guerras árabes-israelíes de los Seis Días de junio de 1967 y del Yom Kippur de octubre de 1973, que harían del Próximo Oriente una de las zonas más peligrosas y permanentemente más inestables del planeta; el conflicto greco-turco a cuenta de Chipre, la emergente importancia de los partidos comunistas italiano y francés, la revolución marxista de los claveles portugueses y la crisis del Sáhara desatada en el otoño de 1975 por el rey Hassan II de Marruecos. Tal cúmulo de acontecimientos realzaría el interés norteamericano en que España no se deslizara por un torbellino de agitaciones peligrosas a la muerte de Franco.

El tránsito del régimen autoritario hacia un sistema homologable democráticamente con el Occidente europeo, se debería llevar a cabo de una forma ordenada y prudente, sin convulsiones ni precipitaciones arriesgadas que pudieran desestabilizar el proceso. Con el cambio de régimen, Estados Unidos apoyaría la incorporación de España a la Comunidad Europea y a la defensa atlántica. De ahí que, además de apoyar al príncipe, lo tutelara de forma activa.

En enero de 1971, don Juan Carlos realizó un largo viaje oficial por Estados Unidos. Nixon y Kissinger se percatarían entonces de que dicha tutela tenía que ser mucho más cerrada y estrecha al convencerse de la escasa solidez y la limitada capacidad intelectual que ofrecía el príncipe para «defender el fuerte» tras la muerte de Franco. Por eso, Nixon le aconsejaría en la larga conversación que ambos mantuvieron en el despacho oval de la Casa Blanca, que en un principio no acometiera grandes reformas hasta tanto no estuviera consolidada la estabilidad del cambio. Es decir, la de don Juan Carlos y la corona.

Tras esa conversación entre Nixon y don Juan Carlos, y la que posteriormente mantendría el príncipe con Kissinger, la preocupación de la administración norteamericana por la sucesión en España aumentó. Nixon envió al mes siguiente —febrero de 1971— al general Vernon Walters a Madrid, en misión secreta, para entrevistarse con Franco. Al presidente le interesaba por encima de todo conocer si el dictador podía cambiar de criterio sobre la elección del príncipe, lo que posiblemente no hubiese sido mal recibido por los norteamericanos, aunque no hay datos conocidos que lo confirmen. Walters era entonces el agregado militar de la embajada norteamericana en París, y había acompañado al presidente Nixon
durante su viaje oficial a Madrid de octubre de 1970, al igual que 11 años atrás lo hiciera con Eisenhower en su famosa visita de diciembre de 1959. Por lo tanto, era un experto en los asuntos españoles, como en los de Hispanoamérica. Su trato con el jefe del Estado era abierto. De militar a militar.

La misión de Walters consistía principalmente en hablar con Franco confidencialmente y averiguar cuatro cosas; primero, si la decisión sobre la
designación del príncipe era firme e irrevocable; segundo, si tenía pensado hacer el traspaso de poderes en vida; tercero, si había previsto durante ese período de tiempo designar un presidente de Gobierno identificado con el príncipe, y cuarto, saber cómo creía el Caudillo que sería la sucesión. Franco trató de tranquilizar a Nixon y le dijo a Walters que su decisión sobre la persona de don Juan Carlos era firme y definitiva, que no «había ninguna alternativa al príncipe», en el que había depositado su confianza en la seguridad de que sabría resolver bien la nueva situación; le aseguró que la sucesión sería tranquila y pacífica, sin convulsiones, porque la mayoría del pueblo español, asentado establemente en una ancha clase media, había alcanzado una sólida madurez, y porque, en todo caso, su sucesor contaría con el decidido apoyo del Ejército. Walters entregó personalmente aquel informe en la Casa Blanca.

Sin embargo, Nixon y Kissinger insistirían, con discreción y de manera sutil, a fin de evitar que se les pudiera acusar de inmiscuirse en los asuntos internos de España, en que Franco traspasara los poderes al príncipe en vida y cuanto antes, lo que en modo alguno lograrían. Pero se alegraron de la designación del almirante Carrero Blanco como presidente del Gobierno en mayo de 1973, así como de la posterior elección de Arias Navarro, tras el asesinato de Carrero perpetrado por ETA siete meses después de su nombramiento. Kissinger sabía que el aparato estatal franquista era débil e ineficaz, aunque daba por hecho que «Franco había sentado las bases para el desarrollo de instituciones más liberales», y que, inicialmente con Carrero y después con Arias, éste se llevaría a cabo gradualmente.

Pero sus reservas sobre la capacidad de don Juan Carlos seguirían estando de manifiesto. A finales de mayo de 1975, Kissinger viajó a Madrid con el nuevo presidente Ford, quien en agosto del 74 había sustituido a Nixon tras presentar éste su dimisión bajo la amenaza del empeachment por el asunto Watergate. A Ford, la conversación que mantuvo con el príncipe le convenció algo más que a Kissinger, que seguía manteniendo sus dudas sobre el nivel de solidez de don Juan Carlos. Así se lo expresó poco después al ministro de exteriores alemán, Hans Dietrich Genscher, y unos meses después al líder chino Deng Xiaoping. Para el poderoso secretario de Estado, don Juan Carlos era «un hombre agradable» pero
«ingenuo», que no entiende de revoluciones ni a lo que se va a enfrentar», y que piensa que «lo puede lograr todo con buena voluntad». Kissinger era muy escéptico y dudaba de que el príncipe tuviera «la fuerza suficiente para manejar la situación por sí sólo».[1] Efectivamente, el futuro rey don Juan Carlos tan sólo contaría con el sólido apoyo y la lealtad de las fuerzas armadas. Así se lo demostrarían a lo largo de todo el proceso de la transición y de manera especial durante la jornada del 23 de febrero de 1981.

Don Juan Carlos desconocía entonces —y quién sabe si aún actualmente— cuál era la opinión y cuáles las dudas que en la administración republicana de Nixon y Ford —sobre todo Kissinger personalmente—, se tenían sobre sus limitaciones y capacidades. Sin embargo, sabía con certeza que podía contar con su pleno apoyo. Por eso, a finales de octubre de 1975, cuando Franco agonizaba y su estado de salud era absolutamente irreversible, solicitó a través del embajador en Madrid, Wells Stabler, la ayuda norteamericana para que se le hiciera el traspaso de
poderes. Que se aplicara el artículo 11 de la Ley Orgánica del Estado. Un año antes, durante el verano de 1974, fue el propio Franco el que ordenó que se le traspasara el poder a don Juan Carlos con motivo de su episodio de tromboflebitis; poder que el Caudillo volvería a recuperar en septiembre de ese mismo año, tras su mejoría. Pero en aquel momento, ante un estado terminal, el príncipe solicitó (¿por medio de Prado, quizá?) al embajador Stabler una ligera presión norteamericana ante el presidente Arias para que se le cediera la Jefatura del Estado inmediatamente.

El embajador informó a Kissinger de la petición, quien la recibió con cautela y suma prudencia. Incluso tuvo que vencer la insistencia de sus colaboradores más directos de la Secretaría de Estado para que despachara favorablemente el asunto. Frente a la opinión de quienes aseguraban que de esa manera se identificaría a los Estados Unidos con los cambios de quien en breve iba a dirigir el país, Kissinger se negaría ante el temor a ser acusado de derrocar a Franco en contra de su voluntad, y envió un telegrama desde Tokio tan lacónico como firme: «El secretario no autoriza, repito, no autoriza a Stabler a hacer una aproximación a Arias en estos momentos.» Este episodio contradice el testimonio que don Juan Carlos hizo a su biógrafo Vilallonga, al que aseguró que rechazó y se resistió repetidas veces a aceptar el traspaso de poderes que Arias le ofreció con insistencia. Y que si finalmente transigió y aceptó la Jefatura del Estado en funciones, fue cuando los médicos le confirmaron que la situación clínica de Franco era absolutamente irreversible. Estos dos episodios distintos y con una semana de diferencia entre ambos, indican que, en todo caso, don Juan Carlos estaba resuelto a recibir el poder cuanto antes. Con ansiedad y tensión. La misma ansiedad y tensión que había vivido —«¿pero cuándo me llamará este hombre?»— los días previos a la llamada que Franco le hizo en julio de 1969 para comunicarle que había decidido designarle su sucesor.

La crisis desatada en el verano de 1975 por el monarca alauita Hassan II en el Sáhara occidental, forzaría una vez más al príncipe Juan Carlos a acudir en busca del auxilio de Kissinger. Pero en esta ocasión, los intereses de uno y otro iban a estar cruzados y no serían coincidentes. Hacía muchos años que el sueño imperial de Hassan de forjar el gran Magreb marroquí, pasaba por la anexión del territorio saharahui de Saguia el Hamra y Río de Oro. España, que había otorgado al territorio la categoría de provincia y había concedido la ciudadanía española a los saharauis, era la potencia administradora por mandato de la ONU, y se había comprometido a realizar un referéndum de autodeterminación auspiciado por
Naciones Unidas.

A mediados de octubre de 1975, la Corte Internacional de Justicia de la Haya sentenció que Marruecos carecía de título de legitimidad alguno sobre el territorio y la población saharaui. Hassan reaccionó entonces con el anuncio de una gran marcha —la Marcha Verde— con el objetivo de ocupar «pacíficamente» el Sáhara. El monarca, que atravesaba una grave crisis interna, creía que si no se hacía con el Sáhara podría ser derrocado. Y se echó en los brazos de los norteamericanos. Sus padrinos y protectores, y sus grandes aliados, además de Francia.

Kissinger acudiría solícito en su socorro. Informó a Ford de que el fallo de La Haya era favorable a Marruecos, lo que en absoluto era cierto. Pero Estados Unidos no podía permitir que su aliado magrebí se viera en peligro, y mucho menos que un Sáhara independiente cayera bajo la influencia del régimen prosoviético de la Argelia de Bumedián. La administración norteamericana dispuso de inmediato el envió a Marruecos de apoyo logístico, suministros y armamento, en tanto la CIA se encargaba del plan operativo. La idea de una ocupación manu militari, camuflada dentro de una gran marcha civil y pacífica, fue de la Central de Inteligencia Americana. Suyo fue el nombre de la operación —Marcha Blanca—, que Hassan cambiaría por el de Marcha Verde. A Marruecos se desplazó Vernon Walters, subdirector ya de la CIA, para coordinar y dirigir la operación. Walters había acumulado una notable experiencia en América Latina derribando gobiernos y colocando dictadores títeres sumisos a los intereses
norteamericanos. Y prestó todo su esfuerzo para que Hassan, al que conocía muy bien desde 1942, se saliera con la suya.

No cabe duda de que con un Franco en otras condiciones físicas, Hassan nunca se hubiera atrevido a dar ese paso, puesto que ya en 1974, aprovechando el episodio de la flebotrombosis, Franco frenó un primer intento de ocupación marroquí del Sáhara. Pero el Caudillo entró a mediados de octubre en su fase biológica terminal, lo que en esa ocasión sí aprovecharía el astuto rey marroquí para lanzarse definitivamente a la conquista del Sáhara. Aquel monarca podía ser cruel y déspota. Y lo era. Como también inteligente. Y sabía muy bien lo que quería. Por el contrario, el gobierno español, débil y pusilánime, además de confundido, estaba dividido entre quienes eran partidarios de resistir y hacer frente a la invasión de Marruecos con las armas en la mano (Cortina Mauri, Exteriores), y entre quienes querían salir corriendo del territorio lo antes posible (Arias Navarro, el jefe de un gabinete asustadizo y aturdido). Además, sobre alguno de los ministros, caso de Solís Ruiz (Movimiento), recaían algo más que sospechas de ser colaboradores de Hassan y de llevar sus inversiones en España.

Carro Martínez (Presidencia), al que sus malvados adversarios le llamaban «el Hombre de Cromañón» por sus espaldas visiblemente combadas, llegó a hacer ante Hassan la más indigna bajada de pantalones que se recuerde en un servidor público: dejarse someter al escribir al dictado de Hassan una carta en la que el gobierno español mendigaba que parase la Marcha Verde aceptando todas las exigencias marroquíes.

En aquella carta, que Hassan se dirigió a sí mismo —«... ruego a V.M. tenga a bien considerar la terminación de la Marcha Verde, con el restablecimiento del statu quo anterior, habida cuenta de que de hecho ya ha obtenido sus objetivos»— , el gobierno español claudicaba de manera indigna, saliendo del territorio saharaui sin negociación alguna y de la forma más vergonzosa y humillante que se recuerde.

Aquella defección, y traición de España al Sáhara y a los saharauis, se completó con el difícilmente explicable papel que el sutil y maquiavélico Kissinger le hizo hacer a don Juan Carlos. En la agonía de Franco, el príncipe fue nombrado jefe de Estado en funciones el 30 de octubre. Su primera decisión sería enviar a Washington, en un intento desesperado, a su embajador volante Manolo Prado para solicitar de Kissinger que parase la ocupación marroquí del Sáhara. Don Juan Carlos pensaba en cómo salvar la cara «dignamente» ante el acuerdo gubernamental de toque de retirada inmediata.

El astuto secretario de Estado se presentaba en el conflicto aparentando una estricta y exquisita neutralidad. Y naturalmente, le dijo a Prado que haría la gestión, puesto que Hassan estaba jugando con fuego. Le aseguró que España era un aliado y un verdadero amigo, y él se había comprometido personalmente con el príncipe y su futuro. Hablaría con Hassan e intentaría convencerle de que paralizase los preparativos de la marcha, a fin de que todo se resolviera pacíficamente y sin perjuicio para nadie, puesto que lo que había que hacer era celebrar la consulta entre los saharauis, como disponía la ONU.

Detrás de esa posición para la galería de ingenuos, Kissinger movería luego las piezas del tablero al antojo de los intereses norteamericanos en la zona. Lo principal era prestar todo su apoyo a la ocupación marroquí del territorio, porque si Hassan «no obtiene el Sáhara, está acabado». Y ya en muy segundo lugar, se podría contemplar que si en algún momento se llevara a cabo un referéndum de autodeterminación, como pedía la ONU, sería siempre bajo la garantía de que la consulta arrojase un resultado favorable a Marruecos. Cualquier otra hipótesis era simplemente inviable. Quizá por esa razón en el Sáhara no se ha celebrado el referéndum en 35 años, y se mantiene desde entonces la ocupación militar de la mayor parte del territorio.

En ese juego de piezas bajo la apariencia de una falsa neutralidad, Kissinger le confiaría al presidente Bumedian que «no nos interesa que España esté ahí [en el Sáhara], porque no es lógico que España esté enÁfrica». A Hassan le garantizaría que un futuro Estado independiente sería inviable, puesto que «la idea de un país llamado Sáhara español no es algo exigido por la historia». Argumento con el que también intentaría convencer a Cortina Mauri.

Kissinger tenía una baja opinión de la inteligencia y las capacidades del príncipe, como ya hemos visto, y le transmitiría una presión y varias dudas añadidas: el conflicto abierto en el Sáhara sería «un desastre para España» y para él, personalmente, no sería nada bueno recibir la corona con un ejército victorioso y crecido, en el caso de que ganara la guerra. Se vería atado de manos para acometer las reformas democráticas que pretendía. Los mensajes eran totalmente contradictorios, pero buscaban causar impacto en la voluntad y determinación de don Juan Carlos. Y desde luego que, por sus resultados, parece que causaron ese impacto. El 2 de noviembre, don Juan Carlos viajó por sorpresa a El Aaiún para
dar una arenga retórica a las tropas allí destacadas. Aseguró a los soldados que se haría cuanto fuera necesario para que «nuestro Ejército conserve intacto su prestigio y honor», que «España cumplirá sus compromisos y tratará de mantener la paz», pero que no se «debe poner en peligro vida humana alguna cuando se ofrecen soluciones justas y desinteresadas», al tiempo que «deseamos proteger también los legítimos derechos de la población civil saharaui, ya que nuestra misión en el mundo y nuestra historia nos lo exigen». Palabras que a la vista del resultado cosechado deberían ser algo más que matizadas.

Aquellas tropas, a las que se había dirigido el príncipe en esa breve alocución, estaban con la moral muy alta y perfectamente preparadas para el combate. Que deseaban. Hassan estaba convencido o quería convencerse de que «la mayoría de las tropas españolas están mal entrenadas y no lucharán». Pero su juicio era muy errático, por mucho apoyo y cobertura que le estuviera prestando la CIA. Las unidades destacadas en el Sáhara tan sólo esperaban la orden de sus jefes de abrir fuego sobre una masa abigarrada y cubierta de mugre que se acercaba tocando la pandereta entre gritos y rezongos. Esperaban la orden de combatir tan pronto como aquellos soldados encubiertos traspasaran los espinos fronterizos de seguridad para fundir sus cuerpos con los fósiles milenarios que apenas ocultan las arenas del desierto. Esa masa vociferante y sucia, utilizada por Hassan como escudo, venía flanqueada por las mejores unidades del ejército marroquí.

Nada más regresar el príncipe a Madrid con la faena hecha, le ordenó a Arias que acelerara los trámites de la «Operación Golondrina»: el abandono del Sáhara con toda urgencia. No es de extrañar que Hassan le telefoneara después para felicitarlo y decirle que había estado muy bien. Y hasta es muy posible que Kissinger también le aplaudiera por su gesto y su decidida acción. ¿Gesto? ¿Qué gesto? ¿Acción? ¿Qué decidida acción? El 8 de noviembre, el ministro Carro se humilló como no está en los escritos y se plegó a escribir la increíble carta ya analizada, que Hassan le estuvo dictando para dirigírsela a sí mismo. Y el 14 de noviembre, en el momento culminante de la agonía de Franco, el gobierno firmó el
llamado «Acuerdo de Madrid» por el que capitulaba ante Marruecos y Mauritania y les entregaba el control total del Sáhara.

En realidad, la entrega sería tan sólo a Marruecos. Posteriormente, Mauritania, cuya presencia no tenía otro sentido que ser el convidado de piedra, también se alejaría. La salida del Sáhara, sin lucha ni negociación previa, fue absolutamente ignominiosa. Además de una humillación para un Ejército que estaba dispuesto a combatir por la dignidad de un gobierno absolutamente indigno. Y abandonar a su suerte a los saharauis —es decir, a la voluntad de un sátrapa como lo era aquel rey moro—, una completa traición. Ignominia y traición que se ha venido perpetuando durante todos estos años por parte de casi toda la clase política española con sus colores variopintos de gobierno y de oposición.

¿Por qué al príncipe le hicieron creer que era mejor una salida humillante que la dignidad con lucha? ¿Quién fabricó la especie de que lo mejor era atornillar al Ejército, maniatarlo, porque un ejército victorioso hubiera sido negativo para el futuro rey? La historia contemporánea española, incluso desde la edad moderna, está trufada de malos y débiles políticos, y de pusilánimes e incapaces monarcas. Sobran los ejemplos. Por eso se lanzan frases para la propaganda que justifiquen hechos infames que después pretenderán imponerse como verdades absolutas. Ése es el estigma de la mala política, de los gobernantes mediocres. Lo cierto es que en la crisis del Sáhara, don Juan Carlos, incomprensiblemente, no confió en su Ejército. Ese Ejército que demostraría serle fiel y leal posteriormente, durante su reinado. Y algún cargo de conciencia debió de arrastrar cuando en los años noventa le confesaría a su biógrafo que «siempre hay fallos». Pero que para él «lo importante era detener esa alocada marcha de varios centenares de miles de personas dispuestas a todo para recuperar un territorio ocupado por fuerzas extranjeras». ¿Miles de personas dispuestas a recuperar un territorio ocupado por fuerzas extranjeras? ¿De dónde sale eso? ¿Quién ha llevado al pensamiento de don Juan Carlos semejante disparate? La presencia e influencia de España en el Sáhara databa de varios cientos de años. Presencia consolidada y ratificada por los tratados internacionales suscritos por España a principios del siglo XX, cuando Marruecos pasó a ser protectorado y la presencia del sultanato marroquí en el Sáhara occidental era simplemente inexistente.

A Marruecos tan sólo se le reconocieron ciertos lazos que lo vinculaban con algunas tribus nómadas. El fallo de la Corte de La Haya así lo confirmaría. Contundentemente. ¿Fuerzas extranjeras? ¿A cuáles se refiere el rey? ¿Al Ejército de España? Aquellas fuerzas españolas estaban legalmente en un territorio, suyo hasta aquel momento, amparadas por los tratados internacionales. Y desde finales de los años sesenta, como potencia administradora de la población saharaui por mandato de las Naciones Unidas. ¿Recuperar un territorio? El enemigo que tenía enfrente España no eran los saharauis alos que estaba protegiendo, sino el ejército regular marroquí. Ésas sí que eran las verdaderas tropas extranjeras que pretendían no recuperar, porque no se puede recuperar algo que jamás se ha poseído anteriormente, sino anexionarse aquel territorio mediante la invasión y la fuerza.

El rey también se cuestionaba ante su biógrafo por lo que hubiera hecho Franco en su lugar. Y reconoce que por su naturaleza «africanista» el Caudillo «hubiese jugado fuerte pero sin empecinarse en una guerra colonial que nos habría costado la condena general». Es más que posible que tenga razón don Juan Carlos. Franco no se hubiera empecinado nunca en una guerra colonial, porque ésta jamás se hubiera dado en el pleno ejercicio de sus capacidades y su mando en el poder. Como así fue. Lo que ya es más discutible es la aseveración de que, de haberse abierto las hostilidades, «nos habría costado la condena general». ¿Se refiere el rey quizás a la de las Naciones Unidas, que había otorgado a España el mandato de potencia administradora y ordenado la celebración de una consulta de autodeterminación a la población saharaui sobre el destino del territorio?

Prosigue el monarca asegurando que «no se trataba en absoluto de abandonar nuestras posiciones precipitadamente», pero que no se podía disparar sobre gente que venía con las manos desnudas, y que «por lo tanto íbamos a negociar una retirada en condiciones perfectamente honorables». La realidad de los hechos dice absolutamente todo lo contrario: se abandonó precipitadamente el Sáhara, aquellos «voluntarios» no invadían con las manos desnudas, sino flanqueados por fuerzas regulares marroquíes, y para nada se negoció una retirada en condiciones
perfectamente honorables, sino perfectamente humillantes.

Por último, ya sobre este pasaje del Sáhara, asegura el rey que después de su visita de ida y vuelta a El Aaiún, Hassan «suspendió definitivamente la Marcha Verde». En absoluto. No fue así. El viaje del príncipe fue el 2 de noviembre, y la invasión del Sáhara prosiguió hasta el 8 de noviembre, cuando el monarca alauita dio orden de pararla tras arrancarle a Carro la ignominiosa carta ya comentada. Nunca antes. Pero mal sabor de boca debió de dejarle a don Juan Carlos el asunto del Sáhara, pues además de querer autoconvencerse de que «en el plano militar El
Aaiún fue un éxito» —palabras que debería explicar, o matizar en qué sentido lo fue—, arroja lastre en el aspecto político al afirmar que «en el plano político es evidente que se hubieran podido hacer mejor las cosas. Pero los que se ocupan de la política son los políticos, no yo».

Es claro que los reyes nunca cometen errores, pues para asumir éstos siempre hay otros que penen con ellos. Caso de Armada o de Milans del Bosch, por ejemplo. Pero el rey debería recordar que como príncipe había asumido la Jefatura del Estado en funciones con todos los poderes de Franco, que eran absolutos, y que por lo tanto en aquel tiempo tenía capacidad legal para gobernar, legislar y dictar leyes. Y eso es lo que hizo durante unos años. Formalmente, el rey gobernó y ejerció la política como motor del cambio hasta el año 78. Posteriormente, y a raíz del pacto constitucional, diluiría aquellos máximos poderes en la Constitución, para quedarse con las confusas figuras del poder moderador y arbitral, además de ser jefe de las fuerzas armadas —en la realidad más simbólico que real— y con la representación de la Jefatura del Estado, por ser
rey.

En el conflicto del Sáhara, está muy claro por qué intereses apostó Hassan. Por los suyos. Igualmente fueron muy visibles los intereses que defendió la administración norteamericana: su influencia en la zona y el decidido apoyo a su más firme aliado en el Magreb. Pero, ¿cuáles fueron los intereses que protegió España? ¿Los de los saharauis que tenía por mandato de la ONU? ¿Los suyos propios para apuntalar su influencia en la zona? ¿Preservar mejor las Canarias? ¿Blindar las ciudades de Ceuta y Melilla de la depredación marroquí? ¿Defender sus inversiones y la explotación de los fosfatos? ¿Asegurarse una permanencia digna y justa en el banco pesquero sahariano? ¿Hacerse respetar por Marruecos, su adversario histórico y natural? ¿Fueron ésos los intereses que abanderó España? ¿O al final sirvió a los intereses de Marruecos, Estados Unidos y Francia, por tan magnífica debilidad?

La muerte de Franco, luego de una espantosa agonía, dio paso al retorno de la monarquía. El 22 de noviembre de 1975 volvía a instalarse en la Jefatura del Estado una cabeza coronada. Había transcurrido un paréntesis de cuarenta y cuatro años desde la caída de Alfonso XIII y la proclamación de la Segunda República el 14 de abril de 1931. Don Juan Carlos fue ungido de los mismos poderes del dictador. Jamás antes en la historia, ni reyes ni validos ni gobernantes dispusieron de semejantes poderes personales. El colapso de la República, la terrible y dramática Guerra Civil, las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial, junto a la excepcionalidad de la dictadura franquista, lo hicieron posible.

El primer y más sólido apoyo que recibió el rey fue el de las fuerzas armadas, cumpliendo la última orden hológrafa del testamento —así la entendieron— de quien hasta entonces había sido su Capitán General. El propio don Juan Carlos reconocería posteriormente sin reserva alguna que «si después de la muerte de Franco el ejército no hubiera estado de mi parte... otro gallo hubiera cantado». Al rey le preocupaba profundamente el haber jurado por dos veces los Principios Fundamentales del régimen. Y parecía que eso le ataba, cuando su deseo era soltar amarras y desembarcar en la orilla democrática. Pero no sabía cómo hacerlo. Y el problema añadido es que casi nadie en el sistema parecía saberlo tampoco; excepto su antiguo preceptor y nuevo presidente de las Cortes, Torcuato Fernández Miranda, y el liberal de gestos autoritarios Fraga Iribarne.

La primera cuestión que se planteó el rey fue la formación de su primer gobierno.¿Qué debía hacer? ¿Ratificar al que había o formar uno nuevo? Su primer impulso le pedía cambiar de presidente. Con Arias no sólo no se entendía, rechinaba. Algunos asesores, que esperaban su momento, le animaban al cambio, pero otros muchos le decían que los primeros pasos debían ser muy prudentes. Ése era también el criterio de la mayoría de jefes de Estado y de gobierno que acudieron a arroparle tras su coronación. El presidente de Francia, Giscard d’Estaing, le aconsejaría delante de Armada que «ahora vayan con cuidado. La evolución, muy despacio, doucement. Es difícil luego dar marcha atrás». Y especialmente Kissinger, el gran protector, le recomendaría que ratificara a Arias, de quien pensaba que era «un hombre bastante decente» y «probablemente muy bueno para
la etapa de la transición». Lo fundamental ahora, decía el secretario de Estado es que «mantengan la fortaleza y la autoridad del Estado por encima de todo.»

Don Juan Carlos ratificó a Arias pese a que el cuerpo le pedía lo contrario. En el nuevo gobierno, además de Areilza, Fraga y De Santiago como núcleo duro, figuraba de tapado el joven seductor Adolfo Suárez. Todo era ya cuestión de tiempo, de ver cuál sería la duración de aquel gabinete. Arias era un personaje taciturno, de arranques coléricos, atado a sus lealtades pasadas y aturdido en la forma y manera de ir abriendo el régimen hacia nuevas formas de participación política. Tenía voluntad de acometer reformas. Entendía, como casi todos, que la continuación del franquismo sin Franco era un imposible metafísico. Pero su «espíritu del doce de febrero» se había evaporado en el tiempo, y sus nuevas propuestas eran boicoteadas incluso desde Zarzuela.

Lo peor de todo estaba en que don Juan Carlos no quería entenderse con él. Ni intentarlo siquiera. Su malestar venía desde aquel momento en que, siendo príncipe, Arias se había dirigido a él llamándole «niñato». Con Franco moribundo, le presentó la dimisión, dándole unas palmaditas en las rodillas e instándole a que formara una dictadura militar. Aquel día, don Juan Carlos lloraría de rabia rogándole que no dimitiera. Y ya como rey, Arias le dijo con dureza durante una discusión que él era republicano. Alfonso Armada me habló un día de aquellos hechos:
El rey estaba decidido a no seguir manteniendo a Arias. Un día le dijo que él era republicano. Eso le había molestado muchísimo. Siempre me pregunté qué necesidad tuvo Arias de decir aquello. Tampoco había olvidado la dimisión extemporánea que Arias le había presentado cuando supo que había enviado a Díez Alegría a París. Franco se estaba muriendo y el príncipe era jefe de Estado en funciones. El príncipe se enteró a través de Luis Gaitanes que su padre estaba preparando un manifiesto en París para hacerlo público tan pronto como muriese Franco. En él iba a reclamar sus derechos al trono y apelar al Ejército para que lo coronasen a él. Había que parar el manifiesto. Don Juan Carlos habló con los ministros militares y todos de acuerdo comisionaron al general Díez Alegría, que había sido jefe del Estado Mayor, a que transmitiera a don Juan un mensaje del príncipe: «Vete a París y habla con mi padre para que no saque el manifiesto. Convéncelo de que el Ejército apoya mi sucesión. Que no lance el manifiesto.» Arias se enfadó mucho cuando se enteró y le presentó al príncipe la dimisión dándole unas palmaditas fuertes en la rodilla. Aquel día el príncipe lloró y tuvo que rogarle que no dimitiera. Don Juan Carlos nos lo contó después a Mondéjar y a mí. Luego, todos estuvimos tratando de convencer a Carlos Arias de que no debía dimitir. El príncipe, la princesa, Torcuato, Mondéjar y yo.[2]
El rey estaba quemado con Arias. No le interesaba nada saber si el viaje juntos era hacia alguna parte. No lo quería hacer con él. Y preparó el camino para forzar su dimisión o cesarlo. En la primavera de 1976, encargó a Manolo Prado que le publicaran unas declaraciones en Newsweek. La andanada contra el presidente era directa: «Arias es un desastre sin paliativos». El hecho de que don Juan Carlos se desmarcara diciendo que debía haber sido una interpretación del periodista, y que se prohibiera la distribución de la revista, no impidió que tuviera un gran impacto entre la nomenclatura del régimen.

El último escollo a salvar estaba precisamente en Kissinger. El rey ya tenía decidida la designación de Suárez y quería tener la complacencia —el nihil obstat— de la administración norteamericana. En junio voló a Washington con la excusa de la firma del Tratado de Amistad. Kissinger seguía pensando que Arias lo estaba haciendo bien, que era el hombre necesario para aquel momento, al tiempo que tenía muy poca opinión de Suárez y ésta era más bien mediocre, pero por encima de todo estaba la solidaridad con el rey de España. Y la salvaguarda de los intereses norteamericanos. En un informe a Ford le expresaba que «nuestro propósito con esta visita es demostrar nuestro pleno apoyo al rey como la mejor
esperanza para la evolución democrática con estabilidad que protegerá nuestros intereses en España». En el informe, también reconocía que «uno de los propósitos del viaje era reforzar la autoconfianza del rey y acrecentar su determinación».[3] No era necesario que Kissinger fuera más explícito: el rey había obtenido el placet para los cambios que se proponía.

El 3 de julio de 1976, Adolfo Suárez asumió la presidencia del gobierno. Instantes antes, Torcuato, que también era presidente del Consejo del Reino, declaraba: «estoy en condiciones de ofrecer al rey lo que me ha pedido». Así comenzaría un tiempo de perfecta sintonía entre don Juan Carlos y Suárez. La relación se había iniciado una década antes, cuando un joven y ambicioso gobernador civil de Segovia había tenido la oportunidad de entregar un ramo de flores a los príncipes en una visita privada a la ciudad. Después, Suárez se dedicaría por entero a labrar la mejor imagen de los príncipes desde la dirección de la televisión. Era el tiempo en el que le decía a Armada: «¡Tú eres un cochino liberal!»

Entonces, aquel político, avispado y listo, teñido aún de azul, apostaba de lejos por el futuro; mejor dicho, por su futuro. Y trabajándolo, supo ganarse la complicidad del futuro rey.

Entre Suárez y el monarca surgirían de inmediato unas puras sinergias de identidad, sincronía y compromiso, caracterizadas por un similar espíritu aventurero y un notable desconocimiento de la pequeña y de la gran política nacional e internacional, que los lanzaría en línea recta y con el acelerador a fondo hacia un proceso de cambios y de reformas, aunque ninguno de los dos supiera con certeza cuál sería el camino a seguir y, menos aún, si el objetivo a alcanzar —establecimiento de la democracia— se conseguiría con un Estado fuerte y consolidado o, por el contrario, muy debilitado. En adelante, Suárez demostraría con desparpajo que su deambular por la política podía pasar por todas las ideologías; desde la pseudofalangista con ribetes opusdeísticos y la democracia cristiana más castiza, hasta querer disputarle el territorio a la izquierda socialista. Con todo merecimiento, se venía arriba reafirmando su autoestima diciendo de sí mismo: «Yo soy un chusquero de la política». Aquella asociación se mantendría férreamente unida hasta el otoño de 1979. Después empezarían a anidar las dudas en don Juan Carlos, hasta intuir serios riesgos y peligros para la estabilidad del sistema democrático y de la corona; es decir, de su propia persona.

Sabemos que antes del 23-F, Armada se entrevistó con el embajador americano Todman. También sabemos que Cortina se vio igualmente con el embajador y con los responsables de la antena de la CIA y de otros servicios de inteligencia norteamericanos en España. Eso lo sabemos bien, como asimismo conocemos con cierto detalle el despliegue y las instrucciones que el Pentágono y la Secretaría de Estado cursaron a sus unidades militares en las bases españolas y a algunos diplomáticos de la legación en Madrid, para que se mantuvieran alerta ante los
acontecimientos que se iban a desarrollar en España el 23 de febrero de 1981.

La administración Reagan urgía a que España se incorporara activamente a la defensa atlántica y del Mediterráneo, y había dado su beneplácito a una operación que modificaría sustancialmente la política exterior tercermundista auspiciada hasta entonces por Suárez. Sus guiños de acercamiento a Castro y el abrazo a Arafat, simbolizaban lo contrario del objetivo estratégico de los Estados Unidos, que no era otro que la caída del bloque soviético en Centroeuropa y la desaparición de la Rusia soviética. Lo que finalmente se conseguiría al final de los años ochenta.

Acabamos de analizar cómo diferentes administraciones norteamericanas tutelaron a don Juan Carlos en el tránsito hacia la democracia. Hemos visto que el rey no daba un paso importante sin tener previamente la aprobación y el apoyo de los Estados Unidos. Con tales precedentes, y ante una operación de un calado tan transcendental como la del 23 de febrero de 1981, que pretendía abrir un nuevo consenso y un pacto constitucional, ¿hubiera sido extraño que el rey personalmente consultara con Washington? ¿Que una vez más utilizara para ello a su embajador personal Manolo Prado? Hasta hoy, no se conoce el dato que lo constate. Quizá tengamos que esperar hasta que se abra la documentación oficial y reservada norteamericana de aquella época. Lo que sí es cierto y constatable es que el 23-F, Prado estuvo precisamente en Zarzuela desde primera hora de la tarde. ¿Casualmente? No. Según el rey, para tratar un asunto del Instituto de Cooperación Iberoamericana, que el embajador real presidía.

[1] Charles Powell, Estados Unidos y España, de la dictadura a la democracia, pp. 49. Art. del libro Del autoritarismo a la democracia, VVAA, Edit. Sílex, Madrid 2007.
[2] Conversación con el autor y testimonio manuscrito del general Armada.
[3] Charles Powell, op. cit., pp. 65 y 66.


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