Por Bernard Lazare (anarquista judío)
Si se quiere redactar una historia completa del antisemitismo – abarcando todas las manifestaciones de este sentimiento y siguiendo sus fases diversas y sus modificaciones – hay que considerar la historia de Israel desde su dispersión o, mejor dicho, desde los tiempos de su expansión fuera del territorio de Palestina.
En todos los lugares en los cuales los judíos, dejando de ser una nación dispuesta a defender su libertad y su independencia, se han establecido, en todos ellos se ha desarrollado el antisemitismo, o más bien el antijudaísmo, pues antisemitismo es una palabra mal elegida, que sólo ha tenido razón de ser en nuestro tiempo, cuando se ha querido ampliar la lucha del judío y de los pueblos cristianos y darle una filosofía al mismo tiempo que una razón más metafísica que material.
Si la hostilidad y hasta la repugnancia sólo se hubieran manifestado con respecto a los judíos en una época y en un país, sería fácil desentrañar las causas limitadas de estas cóleras; pero por el contrario, la raza judía ha sido objeto del odio de todos los pueblos en medio de los cuales se ha establecido. Ya que los enemigos de los judíos pertenecían a las razas más diversas, vivían en países muy apartados los unos de los otros, estaban regidos por leyes diferentes y gobernados por principios opuestos, no tenían ni el mismo modo de vivir ni las mismas costumbres y estaban animados por espíritus disímiles que no les permitían juzgar de igual modo todas las cosas, es necesario, por lo tanto, que las causas generales del antisemitismo siempre hayan residido en el mismo Israel y no en quienes lo han combatido,
Esto no significa afirmar que los perseguidores de los israelitas siempre tuvieron el derecho de su lado, ni que no se entregaron a todos los excesos que comportan los odios profundos, sino asentar como principio que los judíos provocaron – por lo menos en parte – sus propias desgracias.
Ante la unanimidad de las manifestaciones antisemitas, es difícil admitir – como ha habido una tendencia abusiva a hacerlo – que se debieron simplemente a una guerra de religión, y sería un grave error ver en las luchas contra los judíos la lucha del politeísmo contra el monoteísmo y la lucha de la Trinidad contra Jehová. Tanto los pueblos politeístas como los pueblos cristianos han combatido, no la doctrina del Dios Uno, sino al judío.
¿Qué virtudes o qué vicios valieron al judío esta universal enemistad? ¿Por qué ha sido, sucesiva e igualmente, maltratado y odiado por los alejandrinos y los romanos, los persas y los árabes, los turcos y las naciones cristianas? Porque en todos lados, y hasta nuestros días, el judío ha sido un ser insociable.
¿Por qué era insociable? Porque era exclusivo, y su exclusivismo era a la vez político y religioso. Para decirlo mejor: porque estaba apegado a su culto político-religioso: a su ley.
Si en la historia, consideramos a los pueblos conquistados, los vemos someterse a las leyes de los vencedores, conservando sin embargo su fe y sus creencias. Lo podían hacer fácilmente porque, en ellos, el deslinde era muy claro entre las doctrinas religiosas venidas de los dioses y las leyes civiles emanadas de los legisladores, leyes éstas que se podían modificar con las circunstancias, sin que los reformadores corrieran el riesgo del anatema o de la execración teológica: lo que el hombre había hecho, el hombre podía deshacerlo. Por eso los vencidos se sublevaban contra los conquistadores por patriotismo y no los empujaba ningún otro motivo que el deseo de recuperar su suelo y su libertad. Fuera de tales sublevaciones nacionales, pocas veces pidieron no estar sometidos a las leyes generales. Cuando protestaban, era contra disposiciones particulares que los colocaban con respecto a los dominadores, en una situación de inferioridad. En la historia de las conquistas romanas, vemos a los conquistados inclinarse ante Roma cuando Roma les impone estrictamente la legislación que rige el imperio.
Para el pueblo judío, el caso era muy distinto. En efecto, como ya lo hizo notar Spinoza, "las leyes reveladas por Dios a Moisés no fueron otra cosa que las leyes del gobierno particular de los hebreos". Moisés, profeta y legislador, confirió a estas disposiciones judiciarias y gubernamentales la misma virtud que a sus preceptos religiosos, vale decir la revelación. Iahvé no solamente había dicho a los hebreos: "No creeréis sino en el Dios Uno y no adoraréis ídolos" sino que también les había prescripto normas de higiene y de moral. No solamente les había asignado Él mismo, minuciosamente, el territorio donde debían consumarse los sacrificios, sino que había determinado las modalidades según las cuales este territorio sería administrado. Cada una de las leyes dadas, fuera agraria, civil, profiláctica, teológica o moral, se beneficiaba con la misma autoridad y tenía la misma sanción, de tal suerte que estos distintos códigos constituían un todo único, un haz riguroso del que no se podía apartar nada so pena de sacrilegio.
En realidad, el judío vivía bajo la dominación de un amo, Iahvé, que nadie podía vencer ni combatir, y sólo conocía una cosa: la Ley, vale decir el conjunto de las normas y prescripciones que Iahvé, cierto día, había querido dar a Moisés. Ley divina y excelente, propia para conducir a los que la seguían a la felicidad eterna; ley perfecta que sólo el pueblo judío había recibido.
Con semejante idea de su Thorah, el judío difícilmente podía admitir las leyes de los pueblos extranjeros. Por lo menos, no podía ni soñar en que le fuesen aplicadas. No podía abandonar las leyes divinas, eternas, buenas y justas, para seguir leyes humanas fatalmente manchadas de caducidad e imperfección. ¡Si hubiera podido elegir en esta Thorah; si por un lado, hubiera podido colocar las ordenanzas civiles y por otro, las ordenanzas religiosas! ¿Pero no tenían todas ellas un carácter sagrado y no dependía de su observancia total la felicidad de la nación judía?
Estas leyes civiles, que convenían a una nación y no a colectividades, los judíos no las querían abandonar al incorporarse a los otros pueblos, pues, por más que fuera de Jerusalén y del reino de Israel estas leyes no tuviesen más razón de ser, no por ello dejaban de constituir, para todos los hebreos, obligaciones religiosas que se habían comprometido a cumplir por un pacto antiguo con la Divinidad.
Por ello, en todas partes donde los judíos establecieron colectividades y en todas partes adonde fueron transportados pidieron no sólo que se les permitiese practicar su religión sino también que no se les impusiesen las costumbres de los pueblos en medio de los cuales estaban llamados a vivir y que se los dejase gobernarse por sus propias leyes.
En Roma, en Alejandría, en Antioquía y en la Cirenaica, pudieron actuar libremente. No se los citaba el sábado ante los tribunales y hasta se les permitió tener sus tribunales especiales y no ser juzgados según las leyes del imperio. Cuando las distribuciones de trigo caían un sábado, se reservaba su parte para el día siguiente. Podían ser decuriones, con exención de las prácticas contrarias a su religión. Se administraban a sí mismos como en Alejandría, con sus jefes, su senado y su etnarca, y no estaban sometidos a la autoridad municipal.
En todas partes querían seguir siendo judíos y en todas partes conseguían privilegios que les permitían fundar un Estado dentro de otro Estado. Merced a estos privilegios, estas exenciones y estas desgravaciones impositivas, se encontraban rápidamente en mejor situación que los propios ciudadanos de las ciudades en las cuales vivían. Tenían más facilidad para traficar y enriquecerse. Así suscitaron envidia y odio.
El apego de Israel a su ley fue, por lo tanto, una de las causas primeras de su reprobación, sea que cosechara, gracias a la ley misma, beneficios y ventajas susceptibles de producir envidia, sea que arguyera de la excelencia de su Thorah para considerarse por encima y fuera de los demás pueblos.
Si por lo menos los israelitas se hubieran limitado al mosaísmo puro, sin duda habrían podido, en determinado momento de su historia, modificar dicho mosaísmo de tal modo que sólo subsistiesen los preceptos religiosos o metafísicos. Más aún, si no hubieran tenido como libro sagrado sino la Biblia, tal vez se hubiesen fundido en la Iglesia naciente, que encontró a sus primeros adeptos entre los saduceos, los esenios y los proselitas judíos. Una cosa impidió tal fusión y mantuvo a los hebreos aislados entre los pueblos: fue la elaboración del Talmud: la dominación y autoridad de los doctores que enseñaron una supuesta tradición. Pero esta acción de los doctores, sobre la cual volveremos, hizo también de los judíos los seres huraños, poco sociables y orgullosos de quienes Spinoza, que los conocía muy bien, pudo decir: "No es de extrañar que, después de permanecer dispersos durante tantos años, hayan persistido sin gobierno, puesto que se han separado de todas las demás naciones, a tal punto que han levantado contra ellos el odio de todos los pueblos, no sólo por sus ritos exteriores, contrarios a los ritos de las demás naciones, sino también por el signo de la circuncisión".
Así, decían los doctores, la meta del hombre en la tierra es el conocimiento y la práctica de la Ley, y sólo se puede practicarla plenamente escapando de las leyes que no son la verdadera. El judío que seguía estos preceptos se aislaba del resto de los hombres; se atrincheraba detrás de los setos que habían levantado alrededor de la Thorah Esdras y los primeros escribas y luego los fariseos y los talmudistas herederos de Esdras, deformadores del mosaísmo primitivo y enemigos de los profetas. No se aisló solamente negándose a someterse a las costumbres que establecían vínculos entre los habitantes de las comarcas en las cuales se había radicado sino también rechazando toda relación con estos habitantes mismos. A su asociabilidad el judío agregó el exclusivismo.
Sin la Ley, sin Israel para practicarla, el mundo no sería: Dios lo devolvería a la nada. Y el mundo sólo conocerá la felicidad cuando esté sometido al imperio universal de esta ley, vale decir al imperio de los judíos. Por lo tanto, el pueblo judío es el pueblo elegido por Dios como depositario de sus voluntades y de sus deseos; es el único con el cual la Divinidad hizo un pacto: el elegido del Señor. En el momento en que la serpiente tentó a Eva, dice el Talmud, la corrompió con su veneno. Israel, al recibir la revelación del Sinaí, se liberó del mal. Las demás naciones no pudieron curarse. Por ello, si cada una de ellas tiene su ángel de la guarda y sus constelaciones protectoras, Israel está colocado bajo el ojo mismo de Jehová. Es el hijo predilecto del Eterno, el que tiene derecho exclusivo a su amor, su benevolencia y su protección especial. Los demás hombres están colocados por debajo de los hebreos. Sólo por piedad tienen derecho a la munificencia divina, puesto que sólo las almas de los judíos descienden del primer hombre. Los bienes que se deleguen en las naciones pertenecen en realidad a Israel, y vemos al mismo Jesús contestar a la mujer griega: "No es bueno tomar el pan de los niños para tirarlo a los cachorros".
Esta fe en su predestinación, en su elección, ha desarrollado en los judíos un inmenso orgullo. Llegaron a mirar a los no judíos con desprecio y a menudo con odio cuando se mezclaron, a estas razones teológicas, razones patrióticas.
Cuando la nacionalidad judía se encontró en peligro bajo Juan Hyrcán, los fariseos declaraban impuro el suelo de los pueblos extranjeros e impuras, las frecuentaciones entre judíos y griegos. Más tarde, los chamaitas, en un sínodo, propusieron establecer una separación completa entre israelitas y paganos y elaboraron un compendio de prohibiciones, titulado Las Dieciocho Cosas, el que a pesar de la oposición de los hilelitas, acabó por predominar. Por ello, en los consejos de Antiochus Sidetes se empieza a hablar de la insociabilidad judía, vale decir "del firme propósito de vivir exclusivamente en un medio judío, fuera de toda comunicación con los idólatras, y del ardiente deseo de hacer estas comunicaciones cada vez más difíciles, si no imposibles". Y se ve, ante Antiochus Epifanio, el gran sacerdote Menelaus acusar la ley de "enseñar el odio del género humano, de prohibir sentarse en la mesa de los extranjeros y demostrarles benevolencia".
Si tales prescripciones hubieran perdido su autoridad al desaparecer las causas que las habían motivado y, de algún modo, justificado, el daño no habría sido muy grande. Pero se las ve reaparecer en el Talmud, y la autoridad de los doctores les dio nueva sanción. Cuando cesó la oposición entre los saduceos y los filisteos, cuando estos últimos salieron vencedores, estas prohibiciones adquirieron fuerza de ley, Fueron enseñadas y sirvieron así a desarrollar y exagerar el exclusivismo de los judíos.
También un temor, el de la mácula, separó a los judíos del mundo e hizo más riguroso su aislamiento. Sobre la mácula los fariseos tenían ideas de un rigor extremo. Las prohibiciones y prescripciones de la Biblia no bastaban, según ellos, para preservar al hombre del pecado. Ya que el menor contacto contagiaba los vasos de los sacrificios, llegaron a estimarse manchados ellos mismos por un contacto extranjero. De este miedo salieron innumerables normas relativas a la vida diaria: normas sobre la vestimenta, la vivienda y la alimentación, todas ellas establecidas con el propósito de evitar a los israelitas la mácula y el sacrilegio y, una vez más, susceptibles de ser observadas en una nación independiente o en una ciudad, pero imposible de respetar en los países extranjeros. Pues implicaban la necesidad, para los que querían someterse a ellos, de rehuir la convivencia con los no judíos y, por consiguiente, de vivir solos y hostiles a todo acercamiento.
Los fariseos y los rabanitas fueron aún más lejos. No se limitaron a querer preservar el cuerpo: trataron de salvaguardar la mente. La experiencia había mostrado cuán peligrosas eran, para lo que consideraban su fe, las importaciones helénicas o romanas. Los nombres de los grandes sacerdotes helenizantes, Iasón, Menelaus, etc., recordaban a los rabanitas los tiempos en que el genio de Grecia, al conquistar parte de Israel, casi los había vencido. Sabían que el partido saduceo, amigo de los griegos, había abierto el camino al cristianismo, como también, por lo demás, los alejandrinos y todos aquellos que afirmaban que "las disposiciones legales, claramente formuladas en la ley mosaica, son las únicas obligatorias. Todas las otras, procedan de tradiciones locales o de promulgaciones posteriores, no obligan a una rigurosa observancia". Bajo la influencia griega habían surgido los libros y los oráculos que prepararon al Mesías. Los judíos helenizantes, Filón y Aristóbulo, el pseudo Focilida y el pseudo Longin, los autores de los oráculos sibilinos y los pseudo órficos, todos estos herederos de los profetas, cuya obra revivía, conducían los pueblos a Cristo. Y se puede decir que el verdadero mosaísmo, depurado y engrandecido por Isaías, Jeremías y Ezequiel, y también abierto a lo universal por los judeohelenistas, habría llevado a Israel al cristianismo si el esdraísmo, el fariseísmo y el talmudismo no hubieran mantenido a la masa de los judíos en los vínculos de las observaciones estrictas y de las estrechas prácticas rituales.
Para proteger al pueblo de Dios, para ponerlo al amparo de las malas influencias, los doctores exaltaron su ley por encima de todo. Declararon que sólo su estudio debía gustar a los israelitas y, puesto que la vida entera apenas bastaba para conocer y profundizar todas las sutilezas y toda la casuística de esta ley, prohibieron dedicarse al estudio de las ciencias profanas y de los idiomas extranjeros. "No se estiman entre nosotros los que aprenden varios idiomas", ya decía Josefo. Pronto no fueron solamente despreciados sino excomulgados. Tales exclusiones no parecieron suficientes a los rabanitas. A defecto de Platón, ¿no tenía el judío la Biblia, y no podría llegar a escuchar la voz de los profetas? Puesto que no se podía proscribir el Libro, se disminuyó su importancia y se lo hizo tributario del Talmud. Los doctores declararon: "La Ley es agua; la Mischna es vino". Y la lectura de la Biblia se consideró menos provechosa, menos útil para la salvación, que la Mischna.
Sin embargo, los rabanitas no consiguieron matar del primer golpe la curiosidad de Israel. Necesitaron siglos para ello, y recién en el siglo XIV fueron victoriosos: cuando Ibn Esra, E. Bechai, Maimónides, Bedarchi, Joseph Caspi, Levi ben Gerson, Moisés de Narbona y muchos otros más – todos aquellos que, hijos de Filón y de los alejandrinos, querían vivificar el judaísmo con la filosofía extranjera – hubieron desaparecido; cuando Ascher ben Jechiel hubo llevado a la asamblea de los rabinos de Barcelona a excomulgar a quienes se ocuparan de ciencia profana; cuando R. Schalem de Montpellier hubo denunciado a los dominicos el More Nebouchim; y cuando este libro, la más alta expresión del pensamiento de Maimónides, hubo sido quemado. Entonces los rabinos triunfaron.
Habían alcanzado su meta. Habían segregado a Israel de la comunidad de los pueblos. Habían hecho de él un solitario huraño, rebelde a toda ley, hostil a toda fraternidad y cerrado a toda idea bella, noble o generosa, Habían hecho de él una nación miserable y pequeña, agriada por el aislamiento, embrutecida por una educación estrecha, desmoralizada y corrompida por un injustificable orgullo.
Con esta transformación del espíritu judío, con la victoria de los doctores sectarios, coincide el comienzo de las persecuciones oficiales. Hasta esa época, casi no había habido sino explosiones de odios locales, pero no vejaciones sistemáticas.
Con el triunfo de los rabanitas nacen los ghettos mientras que la expulsiones y las matanzas empiezan. Los judíos quieren vivir aparte: la gente se aleja de ellos. Detestan el espíritu de las naciones en medio de las cuales viven: las naciones los echan. Queman el More: se les quema el Talmud y se los quema a ellos mismos.
Parece que nada más podía actuar para separar completamente a los judíos del resto de los hombres y hacer de ellos un objeto de horror y reprobación. Sin embargo, otra causa vino, a agregarse a las que acabamos de exponer: el indomable y tenaz patriotismo de Israel.
Por cierto, todos los pueblos estuvieron apegados al suelo en el cual habían nacido. Vencidos, abatidos por conquistadores y obligados al exilio o a la esclavitud, permanecían fieles al dulce recuerdo de la ciudad saqueada o de la patria perdida. Pero ninguno conoció el patriotismo exaltado de los judíos. Es que el griego cuya ciudad estaba destruida podía en algún otro lugar reconstruir el hogar que bendecían los antepasados. El romano que se exilaba llevaba con él sus penates. Atenas y Roma no eran la patria mística que fue Jerusalén.
Jerusalén era el custodio del tabernáculo que contenía las palabras divinas. Era la ciudad del Templo único, el único lugar del mundo donde se podía eficazmente adorar a Dios y ofrecerle sacrificios. Sólo más tarde, muy tarde, casas de plegaria se alzaron en otras ciudades de Judea, o de Grecia, o de Italia. Pero en estas casas, el culto se limitaba a lecturas de la Ley y a discusiones teológicas. Sólo en Jerusalén, el santuario elegido, se manifestaba la pompa de Jehová. Cuando en Alejandría se edificó un templo, se lo consideró herético; y, de hecho, las ceremonias que en él se celebraban no tenían sentido alguno, pues hubieran debido cumplirse en el templo verdadero. San Juan Crisóstomo, después de la dispersión de los judíos y la destrucción de su ciudad, pudo decir muy justamente: "Los judíos sacrifican en todos los lugares de la tierra, menos donde el sacrificio es permitido y válido, vale decir en Jerusalén".
Por ello, para los hebreos, el aire de Palestina es el mejor: basta para hacerlo sabio al hombre. Su santidad es tan eficaz que cualquiera que more fuera de sus límites es como si no tuviera Dios. Por eso no se puede vivir en otro lugar y el Talmud excomulga a quienes coman el cordero pascual en un país extranjero.
Todos los judíos de la dispersión mandaban a Jerusalén el impuesto de la didracma, para el mantenimiento del templo. Una vez en su vida iban a la ciudad sagrada, como más tarde los musulmanes fueron a La Meca. Después de muertos se hacían transportar a Palestina y eran numerosas las embarcaciones que llegaban a la costa, cargadas con pequeños féretros que se transportaban a lomo de camello.
Es que sólo en Jerusalén y en el país dado por Dios a los antepasados los cuerpos resucitarían. Allá, los que hubieran creído en Iahvé, observado su ley y obedecido su palabra se despertarían ante el clamor de los últimos clarines y comparecerían ante el Señor. Sólo allá podrían levantarse a la hora marcada. Pues cualquier otra tierra que la que riega el Jordán amarillo es una tierra vil, podrida por la idolatría y privada de Dios.
Cuando la patria hubo muerto, cuando destinos contrarios esparcieron a Israel por el mundo, cuando el templo hubo desaparecido en las llamas y cuando idólatras ocuparon el suelo santísimo, la añoranza de los países pasados se perpetuó en el alma de los judíos. Todo había terminado. Ya no podrían, el día del Perdón, ver al chivo negro llevarse sus pecados al desierto, ni ver matar el cordero para la noche de Pascua, ni llevar al altar sus ofrendas. Y, privados de Jerusalén durante su vida, no serían llevados allá después de muertos.
Dios no debía de abandonar a sus hijos, pensaban los piadosos. Leyendas ingenuas vinieron a sostener a los exilados. Cerca de la tumba de los judíos fallecidos en el exilio, se decía, Jehováh abría largas cuevas a través de las cuales los cadáveres rodaban hasta Palestina, mientras que el pagano que moría allá, cerca de las colinas sagradas, salía de la tierra de elección, pues no era digno de permanecer donde se produciría la resurrección.
Esto no les bastaba. No se resignaban a no ir a Jerusalén sino como peregrinos lamentables que lloraban ante los muros derrumbados, tan insensibles en su dolor que algunos se dejaban aplastar por los cascos de los caballos cuando, gimiendo, besaban el suelo: no creían que Dios ni la ciudad bienaventurada los hubieran abandonado. Con Judás Levita, exclamaban: "¿Sión, has olvidado a tus desgraciados hijos que gimen en la esclavitud?"
Esperaban que su Señor, con su mano poderosa, levantara las murallas caídas. Esperaban que un profeta – un elegido – los llevara de vuelta a la tierra prometida. ¡Y cuántas veces se los vio, en el curso de los siglos – ellos, a quienes se reprocha aferrarse demasiado a los bienes terrenales – abandonar casa y fortuna para seguir un mesías falaz que se ofrecía para conducirlos y prometía el tan esperado retorno! Fueron millares los que arrastraron así Sereno, Moisés de Creta y Alroi, los que se dejaron exterminar en espera del día de la felicidad.
En los talmudistas, estos sentimientos de exaltación popular – estos místicos heroísmos – se transformaron. Los doctores enseñaron el restablecimiento del Imperio judío y, para que Jerusalén naciera de sus ruinas, quisieron conservar puro al pueblo de Israel, impedirle mezclarse y penetrarlo de la idea de que en todas partes estaba exilado, en medio de enemigos que lo mantenían cautivo. Decían a sus alumnos: "No cultives el suelo extranjero: pronto cultivarás el tuyo. No te apegues a ninguna tierra, pues, al hacerlo, serías infiel al recuerdo de tu patria. No te sometas a ningún rey, puesto que no tienes otro amo que el Señor del país santo, Jehová. No te disperses en el seno de las naciones: comprometerías tu salvación y no verías el día de la resurrección. Consérvate tal como saliste de tu casa: llegará la hora en que vuelvas a ver las colinas de tus antepasados, y estas colinas serán entonces el centro del mundo, del mundo que te estará sometido".
Así, todos estos sentimientos diversos que habían servido en otros tiempos para constituir la hegemonía de Israel, para conservarle su carácter de pueblo y para permitirle desarrollarse con una muy poderosa y muy elevada originalidad; todas estas virtudes y todos estos vicios que le dieron la mentalidad especial y la fisonomía necesarias para conservar una nación y que le permitieron alcanzar su grandeza y, más tarde, defender su independencia con férrea y admirable energía; todo esto contribuyó, cuando los judíos dejaron de tener un Estado, a encerrarlos en el aislamiento más completo y más absoluto.
Tal aislamiento ha sido el factor de su fuerza, afirman algunos apologistas. Si quieren decir que gracias a él los judíos persistieron, esto es cierto. Pero si se consideran las condiciones en las cuales permanecieron como pueblo, se verá que dicho aislamiento fue el factor de su debilidad y que sobrevivieron hasta los tiempos modernos, como una legión de parias, de perseguidos y a menudo, de mártires. Por lo demás, no fue exclusivamente a su reclusión que debieron tal sorprendente persistencia. Su excepcional solidaridad, debida a su desdicha – el apoyo mutuo que se prestaron – desempeñó un papel fundamental. Aun hoy en día, cuando en algunos países se mezclan en la vida política después de abandonar sus dogmas confesionales, es esta misma solidaridad la que les impide mezclarse y desaparecer, al conferirles posiciones a las que no son indiferentes.
Esta preocupación por los intereses mundanos, que marca un lado del carácter hebraico no dejó de actuar sobre la conducta de los judíos, sobre todo cuando hubieron abandonado Palestina. Y, al orientarlos en ciertas vías, con exclusión de tantas otras, provocó contra ellos animosidades más violentas y sobre todo más directas.
El alma del judío es doble: mística y positiva. Su misticismo va de las teofanías del desierto a los ensueños metafísicos de la Cábala. Su positivismo, o más bien su racionalismo, se manifiesta tanto en las sentencias del Eclesiastés como en las disposiciones legislativas de los rabinos y las controversias dogmáticas de los teólogos. Pero si el misticismo lleva a un Filón o a un Spinoza, el racionalismo conduce al usurero, al traficante de oro: hace surgir al comerciante ávido. Es cierto que a veces las dos mentalidades se yuxtaponen, y el israelita, como sucedió en la Edad Media, puede dividir su vida en dos partes: una dedicada al sueño del absoluto y la otra, al comercio más astuto.
De este amor de los judíos por el oro no podemos tratar aquí. Si se exacerbó hasta el punto de convertirse, para esta raza, casi en el único motor de sus actos y si engendró un antisemitismo violentísimo y durísimo, no por ello puede considerarse una de sus causas generales. Por el contrario, fue el resultado de dichas causas y veremos que fue en parte el exclusivismo, el persistente patriotismo y el orgullo de Israel lo que lo llevó a convertirse en el usurero odiado por el mundo entero.
En efecto, todas estas causas que acabamos de enunciar, si bien son generales, no son únicas. Las he llamado generales porque dependen de un elemento fijo: el judío. Sin embargo, el judío no es sino uno de los factores del antisemitismo. Lo provoca por su presencia, pero no lo determina por sí solo.
De las naciones en medio de las cuales han vivido los israelitas, del modo de vivir, de las costumbres, de la religión, del gobierno y de la filosofía misma de los pueblos entre los cuales se ha desarrollado Israel dependen los caracteres particulares del antisemitismo, caracteres éstos que cambian con la época y con el país.
BERNARD LAZARE
Periodista crítico político, anarquista y judío sefardita
Prefacio de su libro 'EL ANTISEMITISMO, SU HISTORIA Y SUS CAUSAS'
Edición Original (1894)
NOTA: El siglo XX ha supuesto el desarrollo y consolidación del sionismo y la recuperación del Estado de Israel. Hoy puede decirse que los judíos dominan el mundo financiero, político y cultural, sobre todo en Occidente. Por ello es interesante el texto, muy anterior a los últimos acontecimientos: la II Guerra Mundial, el Holocausto como liturgia (al leer el texto se comprende que los judíos no podían aceptar la propuesta de Hitler de regalarles una nueva patria en Madagascar, como tampoco aceptaron la Región Autónoma Hebrea de Stalin) y el camino sin retorno hacia la consecución del Gran Israel bíblico.
"El Infinito concibió un Deleite sin límite en Sí mismo y surgieron los Mundos y los Universos." "No creas que la luz la crean los soles. Los soles son la concentración física de la Luz, pero el esplendor que concentran está en todas partes". "Al igual que la luz de una estrella alcanza la Tierra centenares de años después de que haya dejado de existir, también el evento que ya ha sucedido en Brahman al principio se manifiesta ahora en nuestra experiencia material." Sri Aurobindo
Solzhenitsyn
“Los dirigentes bolcheviques que tomaron Rusia no eran rusos, ellos odiaban a los rusos y a los cristianos. Impulsados por el odio étnico torturaron y mataron a millones de rusos, sin pizca de remordimiento… El bolchevismo ha comprometido la mayor masacre humana de todos los tiempos. El hecho de que la mayor parte del mundo ignore o sea indiferente a este enorme crimen es prueba de que el dominio del mundo está en manos de sus autores“. Solzhenitsyn
Izquierda-Derecha
El espectro político Izquierda-Derecha es nuestra creación. En realidad, refleja cuidadosamente nuestra minuciosa polarización artificial de la sociedad, dividida en cuestiones menores que impiden que se perciba nuestro poder - (La Tecnocracia oculta del Poder)
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