Por Juan Manuel De Prada
Basta volver la vista atrás veinte años para entender cuál era la Rusia que anhelaba el NOM con su habilidad característica para la intoxicación, el Nuevo Orden Mundial y sus corifeos presentan a Putin (¡horreur!) como una suerte de zar protervo entreverado de chulo profesional, dispuesto a pisotear el Derecho y a atizar guerras con tal de imponer su megalomanía imperialista. Para evitar que la pobre gente cretinizada se entregue a la nefasta manía de pensar, el NOM mantiene bien provistos de tópicos burdos los diversos comederos donde hociquea la «ciudadanía»: en el comedero conservador, conviene repetir a cada poco (¡paveur!) que Putin fue un agente del KGBrrrrr; en el comedero progresista, que Putin es (¡espanteur!) un tremendo homófoborrrrr. Parece increíble que tales caracterizaciones grotescas puedan resultar efectivas; pero el NOM sabe que las meninges de sus súbditos fueron arrasadas hace mucho tiempo; y que las especies más zafias pueden arraigar en los cerebros reducidos a fosfatina.
Basta volver la vista atrás veinte años para entender cuál era la Rusia que anhelaba el NOM. Arrasada por el bolchevismo que había tratado de exterminar hasta el último vestigio de la Rusia tradicional, había caído en manos de gobernantes ineptos, títeres de intereses extranjeros que, con la excusa de desmantelar el comunismo, se dedicaron a poner Rusia en almoneda. En aquel desmantelamiento de la Unión Soviética, la Rusia tradicional fue sometida a todo tipo de vejaciones, entre ellas la declaración de independencia de Ucrania, con regiones que, allá en la noche de los tiempos, habían sido fundadas y pobladas por rusos, o que habían sido ganadas por rusos en combate contra el turco (como Crimea, que luego sería el último reducto blanco frente al bolchevismo). Pero aquella Rusia puesta de rodillas, resignada a convertirse en lupanar, vomitorio o chatarrería del NOM, recupera su dignidad con Putin, que hace suyo el proyecto de revivificación de la tradición rusa impulsado por hombres como Solzhenitsyn, que habían sufrido (¡y cómo!) en sus propias carnes el comunismo y que, sin embargo, no consideraban que la alternativa a aquella ideología criminal que había triturado el alma de Rusia fuese el deletéreo liberalismo occidental (que Solzhenitsyn, por cierto, condenó con igual acritud que el comunismo). Esta revivificación de la tradición rusa exigía, en primer lugar, una recuperación de su fe y cultura milenarias, acompañada de un renacimiento demográfico que combatiese el estado de desmoralización y desencanto que postraba a la sociedad rusa. También de un restablecimiento de las fronteras de Rusia que, a la vez que rechazase los abusos imperialistas de la Unión Soviética, reintegrase pacíficamente parte de Ucrania y Bielorrusia, que son cunas históricas de Rusia. Todo este vasto plan de revivificación de la tradición rusa (tal vez el mayor desafío con que se ha tropezado el NOM) ha tratado de hacerlo realidad Putin, con las limitaciones y las interferencias de intereses espurios propias de todas las empresas humanas, aun de las más nobles.
Imaginemos (pero no es preciso tener demasiada imaginación) que el día de mañana una España hundida en la bancarrota, convertida en carroña para la pitanza de los especuladores globalistas, se desmantela y varias de sus regiones se segregan. Imaginemos que, desde el condado de Treviño o desde el cinturón industrial de Barcelona, surge un movimiento hispanófilo que se rebela contra la opresión de un régimen que trata, bajo máscara democrática, de arrasar sus raíces. Me gustaría que entonces hubiese en Madrid un gobernante valiente como Putin, que no mire para otro lado (aunque, bien lo sé, para esto último es preciso tener demasiada imaginación).
Basta volver la vista atrás veinte años para entender cuál era la Rusia que anhelaba el NOM con su habilidad característica para la intoxicación, el Nuevo Orden Mundial y sus corifeos presentan a Putin (¡horreur!) como una suerte de zar protervo entreverado de chulo profesional, dispuesto a pisotear el Derecho y a atizar guerras con tal de imponer su megalomanía imperialista. Para evitar que la pobre gente cretinizada se entregue a la nefasta manía de pensar, el NOM mantiene bien provistos de tópicos burdos los diversos comederos donde hociquea la «ciudadanía»: en el comedero conservador, conviene repetir a cada poco (¡paveur!) que Putin fue un agente del KGBrrrrr; en el comedero progresista, que Putin es (¡espanteur!) un tremendo homófoborrrrr. Parece increíble que tales caracterizaciones grotescas puedan resultar efectivas; pero el NOM sabe que las meninges de sus súbditos fueron arrasadas hace mucho tiempo; y que las especies más zafias pueden arraigar en los cerebros reducidos a fosfatina.
Basta volver la vista atrás veinte años para entender cuál era la Rusia que anhelaba el NOM. Arrasada por el bolchevismo que había tratado de exterminar hasta el último vestigio de la Rusia tradicional, había caído en manos de gobernantes ineptos, títeres de intereses extranjeros que, con la excusa de desmantelar el comunismo, se dedicaron a poner Rusia en almoneda. En aquel desmantelamiento de la Unión Soviética, la Rusia tradicional fue sometida a todo tipo de vejaciones, entre ellas la declaración de independencia de Ucrania, con regiones que, allá en la noche de los tiempos, habían sido fundadas y pobladas por rusos, o que habían sido ganadas por rusos en combate contra el turco (como Crimea, que luego sería el último reducto blanco frente al bolchevismo). Pero aquella Rusia puesta de rodillas, resignada a convertirse en lupanar, vomitorio o chatarrería del NOM, recupera su dignidad con Putin, que hace suyo el proyecto de revivificación de la tradición rusa impulsado por hombres como Solzhenitsyn, que habían sufrido (¡y cómo!) en sus propias carnes el comunismo y que, sin embargo, no consideraban que la alternativa a aquella ideología criminal que había triturado el alma de Rusia fuese el deletéreo liberalismo occidental (que Solzhenitsyn, por cierto, condenó con igual acritud que el comunismo). Esta revivificación de la tradición rusa exigía, en primer lugar, una recuperación de su fe y cultura milenarias, acompañada de un renacimiento demográfico que combatiese el estado de desmoralización y desencanto que postraba a la sociedad rusa. También de un restablecimiento de las fronteras de Rusia que, a la vez que rechazase los abusos imperialistas de la Unión Soviética, reintegrase pacíficamente parte de Ucrania y Bielorrusia, que son cunas históricas de Rusia. Todo este vasto plan de revivificación de la tradición rusa (tal vez el mayor desafío con que se ha tropezado el NOM) ha tratado de hacerlo realidad Putin, con las limitaciones y las interferencias de intereses espurios propias de todas las empresas humanas, aun de las más nobles.
Imaginemos (pero no es preciso tener demasiada imaginación) que el día de mañana una España hundida en la bancarrota, convertida en carroña para la pitanza de los especuladores globalistas, se desmantela y varias de sus regiones se segregan. Imaginemos que, desde el condado de Treviño o desde el cinturón industrial de Barcelona, surge un movimiento hispanófilo que se rebela contra la opresión de un régimen que trata, bajo máscara democrática, de arrasar sus raíces. Me gustaría que entonces hubiese en Madrid un gobernante valiente como Putin, que no mire para otro lado (aunque, bien lo sé, para esto último es preciso tener demasiada imaginación).
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