31
Pingfan, Manchuria, 2 de febrero de 1944
Mi querida Katherine, ya me queda poco. Cuando recibas esta nota, habré muerto con la ayuda de Dios. El tifus y la tuberculosis han devastado mi cuerpo hasta volverlo irreconocible. Los guardianes me han roto las piernas y todos los dedos menos dos, el índice de la derecha y el pulgar de la izquierda. Pero no puedo quejarme. Uno de los guardias jóvenes, al ver mi lamentable estado, me ha dado cada día quince gramos extra de pan. Ya sé, no parece mucho, pero aquí, en Pingfan, cuatro migas son una comida. Me gustaría contarte muchas cosas, aun sabiendo que no volveré a verte.
En general, hemos tenido suerte. Nos hemos querido profunda y generosamente. ¿Qué más podíamos pedir? Todos los instantes que me queden en esta tierra los pasaré pensando en ti y en Louise. Dios mío..., cuánto me gustaría veros, aunque sólo fuera un instante. Cuida de ella y dile que la quise mucho.Había vivido en Shefferville con sus progenitores hasta que el padre fue enviado a la guerra. Era piloto de la Royal Canadian Air Force. De golpe, el mundo de Louise se vino abajo. Después de la guerra, su madre se trasladó a la ciudad de Québec y conoció a un ex marine que se había hecho soldado tras haber perdido su granja, y regresó en tan malas condiciones que le diagnosticaron síndrome de estrés postraumático. Empezó a beber, primero con moderación. Cuando los empleos se desplazaron al sur, perdió la ayuda del ejército. Los tres vivían de la pensión de viudedad de la madre y una pequeña dádiva de desempleo a cargo del gobierno. Lo de la bebida empeoró. Comenzó a pegarles, primero un poco, luego más... Tenía días buenos y malos. Louise acabó siendo una experta en distinguirlos, aprendió las sutilezas. Fue duro para una niña
.
Era el Día de la Madre. Louise dejó de soltar risitas y saltó de pie a un banco de arena. La madre miró a su pequeña y con el dedo le hizo señas para que se acercara.
—Aquí —dijo señalando el gran bolsillo del bolso.
La niña contuvo la respiración, e inmediatamente metió las manos en el bolso. De pronto, un chillido.
—¡Mamá! —Desenvolvió ruidosamente con dedos temblorosos. Era una piruleta enorme con forma de corazón. Sopló otra ráfaga de viento.
—¿Por qué lo has comprado? —Una mano que golpea. Un ruido sordo. Alguien que se cae. Otro golpe.— ¡Es el Día de la Madre! —Oía los sollozos ahogados de su madre.
Pese a su propio miedo, Louise intentó, titubeante, consolarla y protegerla. La madre, tumbada boca arriba en el salón, se estremeció al notar el cuerpo de la niña. De pronto se acabó el escalofrío y surgió una mirada perdida. Y de nuevo volvió la calma. La voz de la madre resonaba en los recovecos más profundos de la memoria.
Al cabo de ocho meses pasando de un pariente a otro, fue enviada a un orfanato católico de Montreal, después a un orfanato protestante y luego a otro del gobierno. El calor, la fetidez, los insultos, la depravación, los gritos, todo reverberaba en los asquerosos corredores y los cuartos traseros más alejados. Siempre durmiendo en el peor catre. Siempre con lo poco que le había robado a ella. Era una adulta en un cuerpo de niña. La mandíbula apretada, los ojos hundidos. Sola en un continente inmenso, en un mundo desconocido. Su resolución la empujaba a seguir adelante. La resolución de un adulto en un cuerpo de niña.
—¿Cuántos años tienes? —El hombre rondaba la cincuentena, era bajo, gordo y calvo, y tenía una mirada afable e inquisitiva.
—Diecisiete —contestó ella, frotándose los nudillos de la mano derecha.
Él la miró de arriba abajo.
—¿Qué sabes hacer?
—Cocinar y limpiar.
El hombre suspiró.
—En fin, no tiene nada de malo.
Louise consiguió un trabajo en un château ruinoso situado en uno de los barrios más pobres de Montreal. Primero limpiar y luego cocinar. El cocinero oficial era un bebedor empedernido, y pronto Louise estuvo cocinando por los dos. Una mañana, el cincuentón, calvo y de mirada inquisitiva, le dijo que nunca había comido tan bien desde la muerte de su mujer. Louise se quedó allí un año y ahorró cada centavo que ganaba. Quiso la suerte que hubiera una biblioteca pública delante del château. Durante las pocas horas de tiempo libre, leía y leía.
Un día cumplió realmente los diecisiete y fue a la Universidad McGill. En aquella época, los huérfanos del ejército canadiense eran admitidos sin examen de ingreso y tenían la matrícula gratuita. La mayoría de «esa gente», como les llamaban, abandonaban los estudios enseguida. «Demasiado para su coco», decían. Esa adulta en un cuerpo de niña se convirtió en una adulta hecha y derecha, «demasiado sensata para su edad», según algunos. Otros decían simplemente: «No queremos a la gente como tú.» Siempre se contuvo, menos aquella vez.
—¿Conocéis su verdadera historia? —Era una reina de la moda, alta, delgada, rubia, hija de un poli local—. Su madre huyó con un marinero borracho.
Risas.
—Vaya, ¿te hemos roto el corazón?
Un cebo. Louise no representaba ni una mota en la felicidad de ellas. La desgracia de una vida de exclusión. Para saberlo hay que ser desgraciado. La felicidad no está para identidades. Todas las familias desdichadas son iguales, pues cuentan con ser siempre desdichadas. Louise se contuvo otro rato. Notó que su corazón aminoraba el ritmo. Vio formarse la bruma roja frente a sus ojos. Y se volvió invulnerable. Vio a su madre sonriendo.
—Me temo que esta vez habéis ido demasiado lejos —dijo Louise con tranquila determinación.
La damita cometió el error de dar un paso en dirección a Louise. Antes de saber qué había pasado, tenía el pelo rubio en la cara, la cabeza entre las piernas, los brazos caídos a los lados del cuerpo, y a Louise de pie, limpiándose de los puños la sangre de la rubia. A partir de entonces, dejaron de llamarla «esa gente» y pasó a ser Louise.
A Louise Arbour se le apareció un mundo nuevo. En Montreal amplió su círculo de amigos, y la vida universitaria llegó a ser su vida. Enseguida se sintió atraída por el Derecho, y comprendió que la mayoría de las leyes están determinadas por las fuerzas económicas y las cuestiones internacionales.
Un día, un hombre le ofreció un trabajo en un famoso bufete de Ottawa con el patrocinio del gobierno canadiense. Seis meses al año era estudiante. Los otros seis, una profesional remunerada en una prestigiosa firma de abogados. Los seis meses se convirtieron en un contrato de tres años. Ahora tenía veinticinco y era licenciada en Derecho. En el anuario de su graduación, en el margen a la derecha de su nombre, escribió: «Quiero representar a los que no tienen voz.»
El lenguaje, incluso el más brillante, es una especie de déficit de razón en nuestro mundo de empobrecimiento y autocomplacencia. Louise encendió un cigarrillo y notó la soledad en la negra noche. Shimada. «S-h-i-m-a-d-a. A..., no, K de kilo, Sylvia, no Q de queso, I-R-A.»
—Señora Arbour, en este edificio no se puede fumar. —Su pasante sonrió, incómoda.
—¿Por qué no?
—No lo sé —tartamudeó.
—Sylvia, ¿siempre obedeces estas normas absurdas?
—Yo no fumo, señora.
—Pues quizá deberías empezar. Es bueno para el cutis y para el sentido común.
La aristocracia de la percepción. «S-h-i-m-a-d-a. No puedes negar tu pérdida sin nombrarla y volver a sufrir. El autor es el destino, el que establece la trama. Ella persigue una percepción, un sentido de lo que ha ido mal, una marca profunda de la ley moral. Todas las familias felices son felices, cada una a su manera. La
felicidad y el paraíso..., seguramente no es que no vaya a durar, sino que no puede durar. El paraíso y la pérdida son recíprocamente esenciales porque, si no puedes perderlo, no es paraíso.»
La invadió un frío viento de angustia. Vuelve a estar en su ciudad natal, sosteniendo la mano de su padre. Mira el collage de colores que tiene delante. Es morado a lo lejos, azul eléctrico al acercarse, azul diamante entre los árboles. Cada color concierne a la muerte o al recuerdo de una pérdida. Una ráfaga de aire, un fantasma ciego, pasa rozando un paseo entarimado en la playa. Se hincha y se desliza en sus honduras, agarrando a un anciano oriental que está sentado en un banco de madera, que masculla algo entre dientes... Pero esta imagen se desvanece bruscamente, fundiéndose en el complicado entorno, y luego desaparece una y otra vez. Y todo vuelve a quedarse quieto. Le cruza la memoria algo parecido a una estrella fugaz. No hay clausura, y esto es más de lo que su razón puede controlar, pues se sobresalta al darse cuenta de que, en un mundo donde es posible tal inhumanidad, no cabe esperar ninguna conciencia, y por tanto ninguna toma de conciencia. Necesitamos estas estrategias desesperadas sólo para lo verdaderamente imperdonable. El dolor no compensado según un orden de sentido. ¿Por qué? Criaturas inocentes destrozadas por la crueldad del azar... Todas las familias desdichadas son iguales, y sus historias son las mismas: una imagen descomponiéndose en el espejo. Otra ráfaga de viento. Ésta es más comedida, una ligera brisa que agita los geranios del balcón y desaparece en un cegador paisaje lejano.
En la débil luz de la lámpara, Louise Arbour sostenía la última nota de su padre, preservada para la eternidad con una funda de plástico. La pretensión de olvidar distorsiona todo lo que decidimos recordar de manera consciente. Tiempo y espacio, y una paz curiosa, como si se acabara el mundo, como si se detuviera el tiempo... De pronto, empezó a llorar. Al fin exhaló un suspiro, se enjugó las lágrimas y sacudió la cabeza, reprimiendo otra avalancha de gimoteos. Cogió el teléfono de su estudio privado y marcó una extensión.
—Oui, madame?
—Quel est le rapport de situation sur notre homme?
El guardia miró la pantalla de plasma que tenía delante.
—Está sentado en la cama.
—Son las cinco y diez de la madrugada. ¿Qué está haciendo?
—Parece que está meditando.
—¿Cuántas personas lo protegen?
—Una docena, señora Arbour.
—Mañana quiero hablar con Shimada. Bonne nuit, monsieur.
—Oui, madame.
—Ya sabéis quién es el siguiente al que llamaremos, ¿no? —dijo Curtis sin apasionamiento.
—Ya es la hora. El hombre merece la que va a caerle —señaló Cristian sin mirar a nadie en concreto. Curtis cogió su teléfono especial y marcó un número. Con deslumbrante claridad, el destino, o acaso era Dios, estaba instando a John Reed a que captara el momento en el momento, el latido en el latido, la conciencia en la conciencia, una toma de conciencia no del yo solo sino del mundo, y el yo en el momento de la percepción... En resumen, que entrara en razón.
—¿Sí?
—Buenos días, señor Reed.
—¿Qué?
—Sólo he dicho «buenos días». Hay una crisis que requiere su atención inmediata.
—¿Taylor?
—No, y espero que no vuelva a mencionar ese nombre.
—¿Quién demonios es usted? —bramó Reed al auricular.
—Alguien que tiene algo que quizá le interese.
—¿De qué está hablando? ¿Es un bromista?
—Octopus, señor presidente.
—¡Dios santo! —respondió la voz repentinamente baja de Reed. Aunque se controló al instante, ya era demasiado tarde.
«Roger uno», pensó Curtis. Haz un croquis a partir de insinuaciones, sin pensar. ¿Cómo lo hacía? ¿La voz? ¿El tono? ¿Pausas o silencios? De momento tenía un nombre nuevo, alguien llamado Taylor, alguien lo bastante importante para estar incluido en las compañías de Reed. «No te pares. Que siga desconcertado y a la defensiva.»
—No tengo ni idea de qué está diciendo. ¿Y cómo diablos conoce mi número privado? ¿Qué intenta venderme?
—Usted lo ha dicho, estamos vendiendo mercancías, no aparatos. Mercancías que le llevan a una carretera de ladrillo amarillo. Mercancías que pueden traer a Dorothy de vuelta a Kansas.
—Ahora, escúcheme, gilipollas. Su melodrama no me asusta en lo más mínimo. He visto coños que le encresparían el pelo del culo hasta volverlo una bola rizada. Hable claro. No tengo paciencia para estupideces.
—Bien, señor presidente, vayamos al grano. Periodista muerto. Shawnsee, Oklahoma. Fechas, buzones muertos virtuales, CTP, abuso de información privilegiada, cuentas bancarias secretas, nombres de destinatarios para los agentes del gobierno... Y mucho más.
En el otro extremo de la línea se produjo una larga pausa.
—Déjeme adivinar... —dijo el banquero— cuál de los tres patanes puede ser usted. No es ninguna chica, así que quedan otros dos. Su voz es demasiado controlada y profesional para ser el desenterrador, de modo que, por eliminación, debe de ser el señor Fitzgerald, a menos que me llame el propio Cristian Belucci. No, conozco su voz, y usted no es él.
Curtis se reclinó en el sillón, con el pulso acelerado, los pensamientos entrechocando, ningún juicio, sólo caos.
—Como he dicho, un periodista ya fallecido reunió pruebas condenatorias que podrían volar la cabeza de Octopus. Él lo tenía. Ahora lo tenemos nosotros.
—Así que lo mataron ustedes.
—Eso sería inhumano. Hicimos la parte difícil.
—¿Cuál?
—Descubrimos el modo de abrir la cuenta y extraer la información de una caja de seguridad anónima. Fue el fruto de cinco años de investigación.
—¿De ustedes?
—De él. Pero claro, usted esto ya lo sabía, ¿no?
—¿Cuánto tiempo calcula que podrá conservarla antes de que la recuperemos?
—¿Recuperarla? ¿Está insinuando que es suya, señor Reed?
—Un raciocinio endeble, señor Fitzgerald. Ahora escuche con atención. Tenga lo que tenga, nosotros lo queremos.
—¡Nosotros! Oh, no, señor presidente. Nosotros no, ¡ellos! Ellos lo quieren y están dispuestos a pagar una recompensa considerable por el privilegio de chantajearlo a usted.
—¿«Ellos»? —dijo Reed.
—Ellos, señor Reed.
—¿Quiénes son «ellos»?
—Ellos son ellos.
—¡Deje de tocarme las pelotas y hable claro, muchacho!
—Ellos. Un poderoso conglomerado financiero. Una corporación con recursos ilimitados. El dinero no importa, sólo la información.
¿Por qué había dicho «ellos»? ¿A qué venía? La tercera persona del plural siempre sonaba misteriosa. Los trucos de un interrogador experto. Reed picó el anzuelo.
—¿Quiénes son «ellos»? —insistió.
—Ya se lo he dicho, un conglomerado..., interesado en un acuerdo económico. Mucho dinero.
—Curtis tenía de nuevo el control, y Reed estaba preparado para escuchar—. Gente a sueldo del gobierno que entra y sale, agentes, antiguos agentes y mafiosos, personas con habilidades muy valoradas y muy bien remuneradas cuando trabajan para el bando equivocado. Agentes independientes que trabajan por su cuenta y no se conocen unos a otros, si bien están coordinados mediante una serie de controladores, quienes a su vez son controlados desde arriba. —«Para describir tu operación utiliza su propia medicina»—. Fueron tratados injustamente una vez, hace tiempo, y ahora quieren ser compensados con creces.
—¿Es esto lo que Scaroni le ha contado?
«¿Scaroni? ¿Es éste el nombre de una seductora mezcla de lija frotando granito con una pizca de miel?»
—Tenemos fuentes de gran alcance.
—Entonces sabrá que Scaroni es un ex agente de la CIA. Ex porque estaba sucio incluso para los pervertidos patrones de la Agencia.
Curtis intentaba apoyarse en algo concreto.
—Scaroni no preocupa a nuestra gente. Al fin y al cabo, está en la cárcel..., y bajo control.
Reed dominó su asombro.
—¿Qué tiene que ver esto conmigo?
—Muy poco, salvo que usted resulta ser parte de la organización culpable, y uno de sus eslabones más débiles.
—¿Tiene idea de a quién se está enfrentando?
—Creo que sí.
—Está usted loco. Es hombre muerto.
—Las amenazas no nos asustan. Y sí, estoy lo bastante loco para sacar a la luz a Octopus y los billones de dólares en fondos ilegales con ganancias blanqueadas en cuentas del Citi. Imagine cómo quedaría su reputación. Después de eso, ¿cuánto tiempo sería capaz Octopus de mantenerlo ahí?
—Esto es una locura. De pronto, usted aparece e intenta intimidar al presidente de la segunda institución financiera más importante del mundo.
—Que en su tiempo libre trabaja además para un poderoso conciliábulo de criminales. —Hizo una pausa, y luego volvió sobre ello, esta vez mostrándose más comprensivo y con ganas de llegar a un arreglo—. Por favor, señor Reed. Sólo somos unos intermediarios que intentan ganarse la vida.
—¿Está sugiriendo un arreglo?
—Basado en la comprensión mutua.
Hubo una larga pausa.
—¿Durante cuánto tiempo han estado ustedes planeando esto? —La voz era puro hielo, un muelle listo para saltar a la primera oportunidad. Curtis sabía que debía ir con cuidado.
—El tiempo no tiene importancia.
Reed no le hizo caso y siguió insistiendo.
—¿Un mes? ¿Dos? ¿Un año? ¿Dos años? ¿Tres? ¿Cuatro? —Se detuvo en cuatro—. ¿Hasta dónde han llegado? ¿Creen que nosotros no podemos averiguarlo?
La pregunta era un arma de doble filo, lo bastante vaga para suscitar una suposición que conduciría a indirectas y errores mayúsculos, y lo bastante concreta para quienes conocieran la respuesta correcta.
—Lo bastante lejos para saber que podemos negociar desde una posición de fuerza, señor Reed.
—Bueno, entonces escuche esto. Alguien más está echando brotes en su territorio.
—¿Quién?
—El Bank Schaffhausen. No era nuestra operación. Si está sugiriendo que tiene otro comprador, entonces alguien nuevo se ha incorporado a la subasta. Tres es multitud, y usted está jugando una partida que no puede ganar —señaló el banquero con tono sombrío.
Curtis se quedó helado. ¿Qué había querido decir? ¿Estaba mintiendo? Probablemente no. La voz de Reed era firme. Hablaba en serio. De hecho, Schaffhausen no era la operación de Octopus. Entonces, ¿de quién? Aquél era un momento clave. Curtis notaba que la verdad estaba engatusándolo desde algún sitio inalcanzable. Quedaban muchos cabos sueltos. El presidente de Citibank se apoyó en la pared. Había algo en esa llamada que le hacía arrugar la nariz. Al principio le entró el pánico, pero después fue frío y analítico. Tenía una bien ganada reputación. Era más fácil ver al presidente de Estados Unidos que a John Bud Reed. Menos de cinco minutos después de haberse marchado el asesino francés, recibía una llamada, aparentemente de alguien que quería venderle la misma información que él intentaba sacarle a Scaroni mediante Jean-Pierre. ¿Estarían trabajando juntos Jean-Pierre y ese gilipollas? ¿Para quién? ¿Para el Consejo? Le dio un escalofrío. ¡Imposible!
—¡Ridículo! —exclamó en voz alta.
—¿Perdón? —dijo Curtis representando su papel a la perfección.
—No he dicho nada.
Tenía la vaga sensación de que de pronto todo se había vuelto del revés y que, para comprender, debía mirar las cosas en orden inverso. Era algo oscuro y amenazador, y sin embargo suave y silencioso. Y ahí estaba él, en una especie de estupor, de desamparo, intentando juntar las piezas para evitar el espantoso impacto. «Si creen que me utilizarán como chivo expiatorio...» Volvió a estremecerse. «¡Basta!» ¿Había algo de lo que debiera preocuparse? No. Él era John Reed. Sí, había algo que le preocupaba. Una forma, todavía no definida, se había deslizado en su existencia. Había un problema, una crisis, que no se resolvería por sí sola. «Hay una crisis que requiere su atención inmediata. Desde luego que sí.»
—¿Perdón?
—¡No he dicho nada! Deje de parlotear. Estoy pensando. —«Si realmente van a por mí, tengo que protegerme, al menos hasta que pueda mandar el asunto a paseo.» Aquello apestaba. Reed estaba resuelto a averiguar qué se cocía. «Que siga al teléfono»—.¿Cuál es su juego?
—Nada que no pueda resolverse de forma amistosa.
—¿Qué insinúa?
—Podemos relacionar esta valiosa información con diversas soluciones mutuamente beneficiosas a las que se ha llegado de manera creativa.
—¿Cómo?
—Un intercambio. Al fin y al cabo, todos buscamos lo mismo.
—No sé por qué, pero lo dudo.
—Sus palabras me duelen, señor Reed. Mire, nosotros buscamos lo que algunos llamarían ventajas económicas injustificadas basadas en información privilegiada, igual que ustedes. Secretos, si lo prefiere.
—Escúcheme bien. CitiGroup es una entidad financiera. Su información está a disposición del público a través de la Comisión de Seguridad. No estamos ocultando nada.
—¿En serio? Entonces quizá pueda explicarme el significado de las siguientes cuatro palabras: treinta cuentas, CTP, CitiGroup. ¿Cuántos dólares hay ahí, señor Reed? —Éste se recostó en el sillón desde donde disfrutaba de una impresionante vista del río Hudson.
—Hay poco que usted no sepa.
—Tenemos nuestras fuentes. —Desde luego, aquel hombre esperaba que Curtis supiera mucho más de lo que sabía.
—Un muerto de hambre convertido en cadáver —soltó Reed, burlándose por lo bajo—. No sabe nada y me está chantajeando. —Estaba recuperando la confianza en sí mismo.
Curtis hizo una pausa para explorar y descartar opciones, como un adicto al ajedrez que juega dos partidas simultáneas. «No puedo perderlo ahora. El hilo de Ariadna... ¿adónde lleva? ¿A la no rendición de cuentas? ¡Eso es! Puede que Reed ejerza cierto control o que sea uno de los muchos del escalafón, que responda ante otro que a su vez tenga su propio escalafón. Conectado todo con un hilo invisible..., y tapado con una cortina negra... No rendir cuentas. Creación de dinero sin ningún sistema de supervisión que lo ponga en evidencia.»
—¿Qué quiere? —Reed rompió el silencio.
—Una cooperación mutuamente beneficiosa. Ustedes van tras ciertas cosas, y nosotros quizá podamos ayudarles, siempre y cuando podamos confiar en ustedes. Recuerde, señor Reed: se trata de ventajas económicas basadas en información privilegiada. Y usted se halla en una posición privilegiada para acceder a esta información.
—Siga.
—Si la parte agraviada llega a apoderarse de lo que hemos reunido, ya sabe a qué información me refiero..., cuentas bancarias secretas, CTP, nombres de destinatarios..., a saber qué podría hacer con ello. Naturalmente, ciertos datos perjudiciales, documentos vitales, si prefiere, relativos a usted, podrían simplemente desaparecer. —Su voz se fue apagando.
—¿Un dossier incompleto?
—En lo que concierne a nuestro cliente, para empezar esta información podría no estar aquí. ¿Quién va a decir nada?
Hubo una pausa muy larga. De pronto, Reed, con tono pausado y grave, dijo:
—Su oferta podría interesarme.
«Un hombre asustado dispuesto a cambiar de bando. Cuidado. Elimina el entusiasmo de tu voz. Sonido indiferente. Se supone que eres un emisario.»
—Aplaudo su decisión. Estoy en condiciones de transmitirla a mis superiores, que a su vez la harán llegar a otros que llegarán a las conclusiones apropiadas. —Curtis volvió a callarse, esperando que Reed diera el primer paso.
—¿Sigue ahí?
—Sí, claro. Quizá como signo de buena voluntad, esté usted dispuesto a darnos alguna información útil.
Reed estaba siendo arrinconado y lo sabía, pero, dadas las circunstancias, poco podía hacer al respecto. Era una partida de ajedrez, e iba perdiendo.
—Scaroni fue un montaje. Está en la cárcel porque acabó en posesión de algo que de entrada no era suyo. Hasta que no lo recuperemos, no saldrá.
«¿Scaroni? ¿Un montaje? ¿De quién? ¿Dónde estaba el beneficio? ¿Cuánto se supone que sé?» Curtis intuyó que de momento debía eludir esa clase de preguntas.
—Hasta ahora no me ha dicho nada que no supiera —dijo Curtis—. Tal vez pueda echarle una mano. —Ése era el momento crucial—. Octopus... ¿a cuántos conoce personalmente?
Reed no dijo nada. Curtis contuvo la respiración.
—¿Y qué hay de Taylor?
—Un nuevo rico. Una joven promesa.
—¿Qué más puede contarme?
—Pensaba que ya lo conocía.
—Lo que nosotros sepamos o pensemos da igual, señor Reed. Quiero oír lo que usted sabe.
Veamos cuán a fondo hemos penetrado en la organización.
—Es presidente de Bilderberg y vicepresidente de Goldman Sachs.
Curtis quiso gritarle: «¿Qué? Bilderberg, Goldman Sachs, CitiGroup, Octopus, el complejo industrial-militar, la CIA, el ejército, los servicios de inteligencia, el FBI, bancos, gobiernos... ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué buscan?» Pero se dijo: «Contrólate. No dejes que se escape ahora.»
—¿Y los demás?
—Son todos hombres de carrera: militares, Inteligencia, negocios.
—FBI, CIA, NSA, ONI, DIA, Pentágono, complejo industrial-militar, lo que realmente significa connivencia industrial-militar. Sí, ya lo sabemos.
—Está claro que han hecho ustedes los deberes —replicó Reed con aspereza.
—¿Quién en concreto?
—¿No lo saben?
—Vamos, señor Reed, su interrogatorio empieza a aburrirme. Simplemente quiero comprobar hasta qué punto es usted sincero. —El ritmo estaba claramente de su lado. «Sigue...»
—Hay varios niveles. Los peldaños inferiores son burócratas gubernamentales de grado intermedio. Subiendo por el escalafón encontramos a planificadores militares de alto rango y sus controladores, luego el Consejo Asesor de Inteligencia...
—¿El Consejo? —dijo Curtis.
Reed prosiguió:
—La mayoría tiene una gran influencia local. Es así como lo queríamos.
—¿Por qué?
—Porque nos conviene. —Hizo una pausa—. Y porque casi nadie conoce la historia real.
«¿Qué historia? ¿Qué secreto es digno de tal conspiración?»
—Nosotros lo sabemos y ustedes lo saben —dijo Curtis con rotundidad, disimulando su asombro ante lo que estaba oyendo—, pero otros tal vez no lo vean igual. Sobre todo si llegan a saber la verdad.
—Esto no habría sido un problema si Scaroni no hubiera dado con las cuentas bancarias.
Curtis hizo todo lo posible para ser coherente.
—¿Están ustedes cerca de averiguar dónde él...? —Hizo la típica pausa de quien no quiere que una información valiosa como aquélla se divulgue por la línea telefónica—. Ya sabe... —El resto quedó sin decir. Espacios en blanco llenados por quienes contaban con que Curtis sabía.
—Más cerca, no cerca. A menos que recuperemos lo que cogió... —repitió mecánicamente.
«¡Sí! ¿Qué cogió? ¿Y qué pasó? ¿Por qué no me lo cuenta sin más? ¿Por qué no sé leer el pensamiento? ¡Dígamelo, maldita sea!» Pero todo lo que Curtis dijo fue:
—Entiendo. Volveré a llamarle.
Curtis Fitzgerald, ranger del ejército y miembro de las Fuerzas Especiales de Estados Unidos, colgó el teléfono y apoyó en la pared su asustado cuerpo. La conversación con Reed había sido una misión peligrosa. Lo que había descubierto le ponía los pelos de punta. En la vida hay cosas que deberían permanecer en sus agujeros negros, cerradas con candado y sin salir a la luz. Lo que acababa de averiguar encajaba en esa categoría.
32
—¿Cómo demonios nos hemos metido en este lío? —El ranger sacudió la cabeza.
—¿Curtis? —Simone lo miraba con los ojos abiertos como platos.
—Dios, lo siento, Simone. —Y volvió a negar con la cabeza.
—¿Qué ha dicho? —terció Cristian.
—Digámoslo así —contestó Curtis, cerrando los ojos—. Qué debemos pensar si el presidente del poderoso Grupo Bilderberger, que además resulta ser vicepresidente de Goldman Sachs...
—Éste sería James F. Taylor —interrumpió Cristian.
—... se sienta en el mismo Consejo de Directores como presidente de CitiGroup, estando ambas entidades de algún modo vinculadas a Octopus...
—Todo es parte del complejo industrial-militar —concluyó Cristian.
—Cuyos integrantes son altos cargos del FBI, la CIA, la NSA, la ONI, la DIA, el Pentágono, el Departamento de Defensa... —añadió Michael, componiendo la frase entera.
—Por no mencionar los bancos y el gobierno, conectados a los programas comerciales paralelos de creación de dinero —señaló Cristian.
—Vaya grupito...
—Hay más. Reed me ha dicho que Bank Schaffhausen no era una operación suya.
—Entonces, ¿es que hay alguien más? ¿Alguien desconocido para ellos y nosotros?
—Así es —respondió Curtis con gravedad.
—Cristian... —Curtis miró de reojo a su amigo—. Saben que nosotros estamos aquí y que tú estás implicado. Te he puesto en peligro.
El banquero echó el cuerpo hacia delante en la silla. Prendió una cerilla, encendió un cigarrillo, rodeó el sofá y se sirvió una copa.
—Casi todas mis razones para vivir murieron con mi esposa, hasta ahora. No me quitéis ésta, por favor. —Hizo una pausa—. En cualquier caso, soy demasiado importante para que me hagan nada. —Sonrió—. Bien, ¿qué hay de ese otro grupo?
—«Alguien nuevo se ha incorporado a la subasta.» Éstas han sido sus palabras. También ha dicho que la mayoría tiene mucha influencia. Que así lo querían ellos —explicó Curtis—. Le he preguntado por qué, y ha contestado que les conviene porque casi nadie conoce la historia real.
—¿Qué historia?
—No lo sé.
—¿Por qué no le pediste detalles?
—Se supone que conozco la respuesta.
—Peldaños inferiores, el escalafón, sus controladores, y luego el Consejo de Directores. El clásico tinglado de toda sociedad secreta —añadió Cristian.
—¿A qué se refiere? —inquirió Simone.
Cristian suspiró ruidosamente y apagó el cigarrillo en el cenicero.
—La organización se estructura en círculos concéntricos, con la capa exterior siempre protegiendo al miembro interior más dominante que coordina las operaciones. Todo esto, desde luego, es un eufemismo para la creación de una red global de cárteles gigantescos más poderosos que los propios países, a cuyo servicio están, en teoría, una araña virtual de intereses industriales, económicos, políticos y financieros.
Curtis pensó que fuera cual fuera la historia real que Reed y los del Consejo estuvieran ocultando, el mundo de la codicia y la corrupción era la norma, y no una anomalía. Tenía un diseño de múltiples capas, en círculos concéntricos, repleto de personajes cuya brújula moral estaba tan jodida que Curtis se preguntaba cómo llegaban a distinguir el mal del mal entre ellos.
—Esto es gordo y feo. ¿Alguien recuerda la película La masa devoradora? ¿O soy el único lo bastante viejo para recordar el estreno? —dijo Cristian.
—Yo la vi en reposiciones un cuarto de siglo después —señaló Curtis sonriendo de oreja a oreja.— Compórtate con las personas mayores.
—Lo siento. Esto da más miedo que la película. Reed ha admitido una cosa curiosa, casi como una ocurrencia tardía. Ha dicho que Scaroni está en la cárcel porque era un montaje, y que no habría pasado nada si no hubiera dado con las cuentas bancarias... Por lo visto, se apoderó de dinero que para empezar no era suyo. «Hasta que nosotros no lo recuperemos, no saldrá.» Éstas han sido sus palabras.
—¿Qué dinero hay que recuperar?
—No lo sé. En ese momento deseé ser capaz de leerle el pensamiento, pero no funcionó.
—Siempre buscando lo difícil... —soltó Michael con sorna.
—El omnipresente nosotros —añadió Cristian en voz baja—. Debemos buscar ayuda. Conozco a gente del gobierno, senadores y congresistas importantes, gente de la nueva administración que me debe favores. Pueden ayudarnos. Dejadme hablar con ellos.
—No, no podemos acudir al gobierno hasta que sepamos a qué nos enfrentamos. El FBI, la CIA, la Oficina de Inteligencia Naval, todos están metidos. Mucho dinero y ninguna rendición de cuentas. El gobierno de Estados Unidos y Octopus. Connivencia industrial-militar y robo a lo grande. Ni hablar. No hasta que sepamos exactamente con quiénes estamos lidiando y en quiénes podemos confiar. Cada vez nos falta menos para averiguar de qué va todo esto. Otro paso clave, y sabremos qué historia real hay detrás de esta gente, por qué los más importantes y poderosos hacen causa común. —Curtis no alzó la voz. No tenía por qué. Bastó con su tono sepulcral. Cristian lo entendió —. Tengo la sospecha de que Reed no es el guardián de la cripta, sino que rinde cuentas ante alguien.
»La única forma de resolverlo es tirando de ellos hacia fuera —señaló Curtis—. Tú lo has dicho, círculos concéntricos con la capa exterior protegiendo siempre a los miembros interiores más dominantes.
—¿Qué estás proponiendo?
Curtis miró primero por la ventana y luego a Cristian.
—Cuanto mayor sea el cebo, mayor será el pez —dijo tras una breve pausa—. Estamos columpiándonos sin saberlo ante algo que, sea lo que sea, se muestra activo. Reed está preocupado, y supongo que los demás también. En cuanto tengamos los nombres, podremos tirar de ellos individualmente. Puedo hacerlo. Lo he notado cuando lo tenía arrinconado. Él ha reaccionado como si fuera un espectador, alguien lo bastante involucrado para tomar decisiones..., pero no el que las toma.
—¡Bienvenido al verdadero club de los elegidos! —exclamó Cristian—. ¿Te gustaría saber por qué? Porque la mayoría de esas personas ha necesitado más de un tercio de siglo de duro trabajo, contactos e incontables millones, para estar donde ahora están. Con independencia de lo que les asuste, simplemente no tienen tiempo suficiente para empezar de nuevo, razón por la cual permanecerán unidos, excretando los restos de las partes en descomposición, los proverbiales eslabones débiles, pero siempre trabajando juntos hacia el objetivo común que tengan en el punto de mira.
—¿Y qué hacemos con Scaroni? ¿Intentamos contactarlo? —preguntó Simone.
—No, no descubramos nuestro juego. Dejemos que venga él. Lo ha hecho una vez y volverá a hacerlo.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Tiene una historia que contar. Hoy ha sido el primer capítulo.
Cristian miró el reloj.
—El resto deberá esperar a mañana. Tengo una reunión a primera hora y ya hace rato que debería estar acostado. Buenas noches a todos.
Frej Fenniche, funcionario superior de Derechos Humanos y segundo de Louise Arbour, se arregló la corbata mientras, con un maletín azul oscuro en la mano izquierda, subía la escalera de mármol de un edificio de oficinas situado en el centro de Washington. Llegó con cautela al descansillo de la tercera planta. Ninguna de las tres puertas tenía una placa. Frej se quedó quieto un momento, sin saber muy bien cómo seguir. Se acercó a la puerta de enfrente, pegó la oreja al macizo panel de madera y escuchó los apagados sonidos de dentro. De pronto oyó un clic a su derecha. La puerta quedó entreabierta. Frej se volvió con rigidez y entró en la débil luz que asomaba.
—Hola —dijo vacilante, al tiempo que empujaba cuidadosamente la puerta con la palma de su mano sudorosa.
—Por aquí —fue la respuesta procedente de algún lugar invisible.
Siguiendo el sonido, Frej Fenniche dio unos golpecitos en la puerta, volvió a ajustarse la corbata y entró.
—Hola, jefe. Tiene un aspecto estupendo —dijo con aire desenfadado. Intentó sonreír, pero no surtió efecto. El hombre se volvió. Lucía un traje de raya diplomática, bien entallado. Rezumaba confianza en sí mismo. Era importante y poderoso, quizás importante por ser poderoso, pero, claro, para muchos de sus seguidores era el poder lo que lo hacía importante.
—¿Trae la información? —preguntó el jefe con voz monótona.
—Sí. —Frej abrió el maletín, que contenía dos folios con las letras HCM, material muy confidencial, impresas en la parte superior. Estaban firmados y fechados por la alta comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, la honorable Louise Arbour. El hombre esbozó una sonrisa.
—Buen trabajo, Frej.
—Encantado de estar a su servicio —fue la aliviada respuesta del segundo de la alta comisionada.
—Ajá. —El jefe alcanzó una bolsa de tela gruesa, que entregó lentamente a Frej Fenniche—. Aquí tiene una parte de su recompensa.
Frej abrió la cremallera de la bolsa. Estaba llena de billetes de cien dólares pulcramente ordenados en paquetes de cien, hasta completar diez mil por paquete.
—Doscientos cincuenta mil dólares, tal como quedamos.
—Sí, jefe. Gracias.
—¿Qué va a hacer con el dinero?
—Tal vez me retire. O a lo mejor me compro un restaurante o un pequeño hotel en la Riviera. Bueno, adiós y buena cacería. —Su voz había adquirido un temblor lírico. Frej se dio la vuelta y echó a andar hacia la puerta—. ¿Ha dicho que era una parte de la recompensa? —preguntó ladeando inquisidoramente la cabeza hacia el jefe—. ¿Es que hay otra parte? ¿Quizás un plus por el trabajo bien hecho? —Rió calladamente.
—Sí, un plus. Has elegido bien la palabra —replicó el jefe, volviéndose, pistola en mano.
Frej, horrorizado, dio un grito ahogado.
—¿Qué..., qué está haciendo? —fueron sus palabras.
—Debo decir, Frej, que lo que le falta de visión lo compensa con ambición.
—Pero yo le he dado lo que quería. ¡Lo he hecho bien!
—Así es. Pero, por desgracia para usted, vendió al mejor postor.
—¡Yo soy su fiel servidor! ¡Estoy de su parte! —replicó Frej, retirándose despacio de la mesa.
—¿Quién me asegura que mañana no ofrecerá esta valiosa información a Octopus por una cantidad superior? —El jefe hizo una pausa para tomar un sorbo de agua.
—¿Qué?
El jefe disparó un solo tiro a la parte superior de la garganta de Frej.
En algún lugar de Roma, el pálido espectro de Shimada, el último miembro de la unidad japonesa de experimentación médica, conocida como Unidad 731, se incorpora despacio en su pequeña cama. Tiene las flacas piernas embutidas en un pijama demasiado largo para su cuerpo. Apenas si ha dormido una hora. La noche es azul grisácea, fría y sin luna. La habitación flota en la oscuridad con la especial intensidad que uno percibe de noche. La lámpara, la mesa, unas zapatillas pulcramente dispuestas, hasta que aparece de pronto un trocito del objeto plateado y se enjaula en el marco de una ventana solitaria. Durante unos instantes, el espejo en la pared refleja el pelo blanco de su cabeza.
Fue hace mucho tiempo. La mañana invernal titilaba bajo la lluvia. Las hojas de los sauces llorones de Manchuria se agitaban en el viento; las densas sombras del follaje temblaban en un camino pulcramente abierto. Las imponentes verjas. Inmensas nubes color de fuego. Los arbustos, la valla de alambre, la oscuridad, las relucientes instalaciones. Ambiente soporífero. Gente por todas partes. Autobuses de anchas caderas rodando por la única carretera pavimentada de todo el complejo, alejándose en el inquieto destello del día. Anchos neumáticos que dejaban huellas plateadas en los charcos del asfalto, la agrietada superficie acurrucada en las arrugas. Los charcos parecían agujeros en la arena oscura, aberturas a otros cielos que se deslizaran bajo tierra. Aquí y allá, una luz roja brillaba sobre una puerta. No entrar. A lo lejos, un trueno negro se hinchaba en
pliegues de terciopelo. Junto a una de las columnas, cerca del cuerpo de guardia, una mujer de un amarillo cadavérico, rostro estrecho y piernas cortas, de unos treinta años y visiblemente enferma, esperaba sentada en un taburete. Ella también buscaba a tientas algo invisible en el aire. Entre las columnas pasaban guardias sin demasiado entusiasmo, gritando de vez en cuando órdenes en japonés, golpeando de vez en cuando a alguien con la culata del fusil. Cayó un anciano chino. Lo devolvieron a la fila a puntapiés. Magullado y golpeado, el hombre siguió resoplando mientras se le formaba un hilillo rojo y brillante en el extremo de su larga y huesuda nariz. Alzó la vista y vio a Shimada, pálido como una máscara de yeso, las blancas cejas reunidas en la frente arrugada, los finos labios apretados sin hostilidad. Se oyó algún disparo cercano, cada descarga retumbando en el cielo, y más allá de la tenue niebla plateada de los árboles, muy por encima de las estructuras prefabricadas que ocultaban algunas de las peores atrocidades conocidas.
La memoria es un acto de voluntad. Shimada miró hacia arriba. ¿Dónde estaba? Llegó la imagen del último y ruidoso autobús; el interior estaba lleno de siluetas negras que desaparecían en la oscuridad de su frágil memoria. Y cuando el vehículo, crujiendo y temblando, se paró a unos trescientos metros, alcanzó a oír a las golondrinas dáuricas yendo a recibir a los recién llegados. Al cabo de unos minutos, ella siguió el mismo camino, con las cortas piernas colgando en el aire, demasiado débil para andar. Dos guardias se la llevaron a toda prisa, agarrándola por los escuálidos codos. Bajó su mirada, cansada. Después, inclinándose, sollozó en silencio. La cama emitió un crujido apagado. En algún lugar, un reloj de torre con su equilibrio habitualmente embelesado dio cinco veces su mensaje. Shimada levantó la mano derecha, abrió los dedos y la dejó caer despacio en el
aire. El tiempo, cruel transcurso y deterioro, es también una forma de conocimiento, el nacimiento de una conciencia que se sabe temporal. La vergüenza, la desaparición de una forma sin vida, es una disolución del yo. Son las ruinas del yo, una acción que sólo deja restos desperdigados. Dolor y paranoia. Reconoció el paisaje, aunque no la condición física. La referencia se convirtió en manía: una definición de realismo poco sentimental.
Shimada se puso de pie y sacudió la cabeza, reprimiendo las lágrimas. El reloj hacía tictac. En el cristal azul de la ventana se solapaban unos primorosos dibujos de escarcha. Todo estaba en calma. Cerró los ojos con fuerza, ahuyentando las lágrimas. Volvió a abrirlos y cerrarlos, y tuvo la fugaz sensación de que la vida primitiva yacía desnuda frente a él, horrenda en su tristeza, humillantemente vana, estéril, desprovista de los milagros del amor.
El sedán azul oscuro tomó la última curva de la carretera que se extendía cuesta abajo por el campo y adelantó, como una bala, un Mini atrapado en el barro de un camino vedado aún sin terminar. Los quejidos espasmódicos del pequeño vehículo se desvanecieron en la fría noche de Washington junto con sus ocupantes: dos jovencitas estudiantes de secundaria de linaje intachable y con unos sombreros que parecían coliflores. El impreciso resplandor de luna se abrió paso en el agobiante fondo negro.
Stilton se relajó, estiró el cuello y apoyó la cabeza en el asiento de piel, con los ojos entornados y fumando. Contempló las volutas de humo confundirse con las sombras reflejadas en el cristal, con una rodilla alzada y rascándose distraídamente la ingle con una mano, mientras abría y cerraba la otra en torno a un objeto plateado con esferas azules. Comprobó la hora en su reloj de pulsera. Cogió el teléfono y tecleó cuatro números. No habían transcurrido ni tres segundos cuando preguntó con voz firme:
—¿Algún mensaje?
—No, señor —respondió, alarmada, la secretaria.
—De acuerdo —dijo el director adjunto de la CIA. Apagó el teléfono antes de terminar la frase, presa de un repentino ataque de ira y confusión. Menos de cuatro minutos después sonó su teléfono.
—Estoy preocupado por Arbour. Podría hacernos mucho daño —dijo Stilton. Las arrugas de su rostro parecían más profundas a la luz de la luna.
—No hay de qué preocuparse. Shimada es nuestro.
—¿Cómo está tan seguro? Las medidas de seguridad de la Interpol serán extraordinarias.
—Los privilegiados disfrutan de aplazamientos, Henry. Sencillamente, cambiamos las condiciones del acuerdo.
—¿Cómo? —preguntó Stilton, enderezando la espalda y los hombros.
—Tenemos línea directa con su campamento.
Stilton se miró en el espejo y comprobó que su piel tenía un saludable tono rojizo.
—Pero...
—A propósito, Henry... Confío en que Octopus no sospeche nada de su traición, ¿eh?
El director adjunto de la CIA sintió que un escalofrío recorría su espalda.
—Eso delo por hecho, jefe. —Stilton tragó saliva.
—No. Mejor delo usted por hecho. Buenas noches, Henry. Felices sueños.
Tras un clic, se cortó la comunicación.
33
Con los hombros encorvados, Shimada pareció emerger de un trance y no dirigió ninguna mirada extraviada a nadie en concreto. Louise entró con cautela en la minúscula habitación y la recorrió rápidamente con los ojos. El aire estaba impregnado de un extraño olor a piel de manzana oxidada. Shimada se puso en pie e hizo una torpe reverencia.
Louise se acercó y le tocó el antebrazo en un gesto expresivo. Al estar las cortinas corridas, la única provenía de era una lámpara de mesa que Shimada había dejado en el suelo. Louise se sentó en el borde de la cama y, con un movimiento de la mano, invitó al hombre a hacer lo mismo. El antiguo carcelero japonés permaneció de pie, inmóvil.
—Me alegra mucho conocerlo.
El tono de Louise era cálido y seductor. Miró vacilante a su compañera, que tradujo. Shimada escuchó con la cabeza ladeada. Después se sentó agarrándose las rodillas con las palmas de las manos. Louise lo acarició con los ojos.
—¿Está usted cómodo? —le preguntó rozándole el brazo.
El contacto fue una descarga eléctrica. Al principio, Shimada no respondió. Se quedó mirando el suelo. Una bombilla carmesí ardía sobre una puerta negra. Después se levantó muy lentamente, con la espalda en forma de signo de interrogación, y dio unos vacilantes pasos al frente. Luego se lo pensó mejor, se volvió y regresó. Por fin se detuvo.
—Por favor... —dijo Louise con voz suave—. He venido como amiga. No quiero hacerle daño, sólo protegerlo y ayudarlo.
Shimada la escrutó con la mirada. Entonces se sentó y cerró los ojos, consolándose un instante en la oscuridad, quizá persiguiendo algún pensamiento. Louise se sentó a su lado, casi pegada a él, pero con suficiente espacio entre ellos para la intimidad del momento.
—No he venido a interrogarlo, señor Shimada. —Aguardó a que la intérprete hiciera su labor —. He venido a verlo porque quiero compartir con usted algo muy personal. En la vida, a veces hay vínculos que no se pueden romper nunca, como el amor y la bondad. A veces, uno encuentra a esa persona que permanecerá a su lado para siempre. —Hizo una pausa.
»Me gustaría compartir algo muy íntimo sobre mi infancia. Usted es la única persona que puede ayudarme en esta búsqueda. —Shimada alzó despacio la cabeza y la miró, con la sorpresa inscrita en su cara marchita. Apartó la mirada un momento. Louise le habló de su padre, de su última carta, y de un guardia gracias al cual el encarcelamiento fue un poco más llevadero.
—No he perdido la fe en la humanidad, señor Shimada. En el fondo, creo que la gente quiere ayudar a los demás, no hacerles daño.
Shimada escuchaba con atención. Aquello era todo lo que ella sabía. Con el corazón latiéndole violentamente, Louise describió a su padre, le enseñó al japonés una fotografía suya y luego le hizo una pregunta.
—¿Conoció a este hombre? Era blanco, con ojos afables y bondadosos. Estuvo en el campo en la misma época.
Shimada permanecía quieto, analizándole el rostro, interrogándola con sus propios ojos. Los dos unidos en ese instante por la vergüenza de la muerte.
—Quiero contarle un secreto que he guardado toda mi vida en mi baúl de tesoros. Después de todos estos años, oigo la risa de mi padre en sueños..., cuando no sus gritos imaginarios.
Louise perdió la mirada en algo ajeno a las palabras, a los sonidos, a la realidad... Parpadeó y observó una sombra alargada que se partía en el borde de una grieta y se deslizaba sin temor hasta la pared más alejada. Por un momento tuvo miedo de mirar al hombre, que estaba viejo, enfermo y solo. Por un momento se permitió un silencio descaradamente sincero y largo, en una especie de expectativa acongojada, mientras los recuerdos y las emociones seguían su curso.
Shimada se inclinó hacia delante, los huesudos codos en las rodillas, las manos ahuecadas bajo el mentón, la mirada perdida. Respiró hondo bajo el impulso de la hermosa mujer que tenía delante. Algo empezó de pronto a tomar forma en los recovecos más profundos de su memoria. Louise sonrió entre las sombras. Él dijo algo en voz baja. Sonó como una palabra o dos sílabas de otra, como si terminase una frase larga. La intérprete se quedó tan sorprendida que le pidió que lo repitiera. Así lo hizo Shimada. La mujer tradujo. Él sacudió la cabeza, y por la mejilla le rodó una lágrima. El japonés sacó un pañuelo y se secó los ojos y las mejillas. Se oía el tictac del reloj. Cerró los ojos con fuerza, pero sus pensamientos se escurrían hacia ese rincón de la memoria donde los soldados regresaban de entre los muertos. Louise habló de repente.
—Pídale que lo repita, por favor. —Creía no haberlo entendido.
Él estaba sentado con las manos en el regazo y unos ojos tristes.
—Poco antes de que las tropas británicas invadieran Pingfan, algunos de nosotros fuimos trasladados a otra unidad secreta, cargados con tesoros robados que habían estado escondidos en unos depósitos. Algunos de mis amigos fueron enviados a Irian Joya, en Indonesia. A mí me mandaron a Rizal, en Filipinas.
—¿Qué tesoros? —preguntó Louise con tono suplicante.
—Principalmente oro. Mi memoria ya no es la que era, pero aún recuerdo el mapa del lugar donde lo ocultamos todo.
—¿Qué tesoros? —insistió Louise, retorciendo las manos en las bordadas costuras de su larga falda.
—Se llamaba Lila Dorada. —Shimada soltó un suspiro de alivio, dolorosamente consciente de que, en ese momento, lo invadía una alegría desconocida.
—Interrúmpele —exigió una voz áspera al teléfono.
—Sí, señor. Enseguida.
—¿Jefe? —Era el tono de un hombre ansioso por complacer.
—¿Qué ha pasado?
—Creíamos que estaba atado y no lo estaba.
—¿A qué se refiere, coronel?
—Fitzgerald está vivo.
—¡Ya lo sé! ¿Cree que soy idiota?
El coronel tragó saliva, tomando la crítica como un viejo boxeador que encaja un golpe: se encogió y cerró los ojos un instante.
—Aún podemos...
—Olvídese de Fitzgerald. Quiero a Shimada.
—Pero no...
—Está en Roma, Villa Stanley —dijo el hombre al que llamaban jefe—. Quiero que utilice a los mismos hombres que en Colombia. —Colgó el teléfono.
—Recójame en el sitio de siempre dentro de una hora —ordenó una voz al auricular.
El hombre del otro extremo de la línea asintió, aliviado.
—Gracias. Sabía que estaría de acuerdo conmigo.
—Gracias a usted por hacérmelo ver, Bud —dijo un hombre elegantemente vestido que se ajustaba las gafas.
—Dentro de una hora —repitió Bud Reed, con los ojos brillándole—. Mañana por la mañana haré la transferencia habitual.
—Cómo no... Usted siempre ha sido muy generoso con el dinero.
—Se lo merece. Es el mejor.
Colgaron el teléfono a la vez.
En Nueva York, un Mercedes S-600 negro se detuvo sigiloso a unos setenta metros de una verja separada de la zona de carga por molduras de acero. La atendía un soñoliento y mal pagado guardia, cuya visión del coche resultaba obstruida a la izquierda por unos voluminosos fletes de buques que iban a ser cargados al día siguiente, y a la derecha por la sombra de una grúa fija. El área estaba desierta, y la hilera de almacenes, a oscuras por orden municipal. La garita del guardia, de madera oscura con postigos verdes, parecía una estructura modificada en forma de A. Era la hora perfecta para una reunión alejada de miradas curiosas o de cualquier trasiego de mercancías. En diagonal, apenas a cien metros del Mercedes aparcado, estaba la oficina, cerrada con candado y con todas las luces interiores apagadas. El hombre al volante apagó el motor, pero no hizo ningún movimiento para apearse. En cambio, ajustó los retrovisores para ver mejor, confiando en que la persona que estaba esperando aparecería de un momento a otro. No había pasado un minuto cuando se oyeron unos golpecitos en la ventanilla del pasajero. El conductor abrió la puerta y dejó entrar al otro.
—Esto parece una nevera —dijo el hombre, limpiándose la humedad de las gafas.
El conductor le tendió la mano.
—Me alegra tenerlo en mi equipo.
El hombre se la estrechó en silencio.
—Dígame, ¿qué le ha hecho cambiar de opinión?
—Su perseverancia. —El francés respiró hondo.
—No había otro modo, Jean-Pierre —dijo el banquero, convencido de sus palabras.
—Dígame, Bud, ¿se lo ha dicho a alguien más? —Dobló las gafas y las guardó.
—¿A quién demonios se lo voy a decir? Llámelo obsesión por las referencias. Ya no sé de quién fiarme.
—¿Qué hay del Consejo?
—No, allí hay algo que falla. —Se quedó en silencio unos instantes.
—¿Lo sabe el Consejo?
Reed negó rotundamente con la cabeza y dijo:
—Quería preguntarle algo. Poco después de que usted se marchara, recibí una llamada de un hombre que afirmaba tener acceso a los papeles y documentos del hombre muerto. Dijo que alguien estaba dispuesto a pagar un montón de dinero para chantajearnos. ¿Por qué diría eso? —Miró con patetismo al francés.
—Supongo que cuando dice «chantajearnos» se refiere al Consejo.
—Hijo de puta...
—Está muy claro. Scaroni tiene el dinero y ese otro los documentos. Ya lo ve, Bud, su estupenda estrategia se viene abajo.
—¡La estrategia es sensata! —Reed golpeó el reposabrazos.
—¿Ah, sí? Quizá sea ingeniosa, pero no sensata.
—No es lo que se imagina —dijo Reed, respirando con dificultad—. Octopus está formado por un selecto grupo de personas y corporaciones muy poderosas. Pocos son los invitados. —Hizo una pausa para recobrar el aliento—. Esto es sólo una parte. Hay otras dos condiciones.
—Lo sé muy bien, Bud. Gracias —lo interrumpió Jean Pierre.
—Imposible. Usted no forma parte de...
—¿Del Consejo? ¿De Octopus?
—Entonces, ¿cómo...? —Se detuvo en mitad de la frase y clavó la mirada en el francés.
—¿Quién mejor para telegrafiar todos sus movimientos que un ex agente psicópata de la Agencia que se metió en su impenetrable sistema y se llevó billones de dólares? PROMIS está vivito y coleando, Bud, y sólo Scaroni pudo provocarlo. Él es nuestro infiltrado.
Reed se quedó boquiabierto, pero se recuperó enseguida y lanzó la mano derecha al cuello del francés. Con unos reflejos rapidísimos, Jean-Pierre desvió el golpe con la mano izquierda mientras propinaba un fuerte uppercut a la barbilla de Bud con la derecha. Reed dio un grito y se desplomó en el asiento. El hombre con un doctorado en la Sorbona sacó un arma, una Heckler & Koch P7 con silenciador incorporado. Esperó a que Reed volviera en sí.
—¿Qué promesas le hizo al hombre del teléfono? —Para Jean-Pierre, la realidad consistía en dos pares de ojos y dos pares de manos. Él era el especialista, el asesino. El mundo había desaparecido. Sólo quedaban él y su víctima.
Reed se fijó en la pistola.
—¿Qué está haciendo? —chilló—. ¿Qué dice?
—¿Cree que no lo sabemos? Bud, su cooperación mutuamente beneficiosa basada en información privilegiada nos coloca en una situación muy incómoda. Si uno traiciona los principios de la acumulación de dinero y poder, los otros le traicionan a él. Resumiendo, se ha convertido usted en alguien de poco fiar.
—Era una táctica para sonsacarle. Yo nunca traicionaría al Consejo.
—A mí me da igual el Consejo —replicó lentamente el francés.
—¿Quién es usted? —gritó Reed con odio en la voz, apretando sus grandes puños.
—Las armas vencen a los puños —contestó el francés, apuntando la pistola en su cabeza. Miró su caro reloj. Pasaban siete minutos de la medianoche—. Pongamos al día las noticias económicas. Encienda la radio, por favor.
Reed lo miraba con incredulidad.
—¡Venga! —ordenó con frialdad.
—Y hablando de Rusia, Jonathan...
—Nuestro presidente consiguió su alto el fuego en Somalia. Pero no todo ha sido cosa suya. Un nuevo protagonista se ha sumado a Estados Unidos y Rusia en su guerra global contra la piratería. Yo lo llamaría G-Macarroni, pero los italianos me demandarían con razón.
—Otra noticia destacada es que, por primera vez en la historia, China ha enviado barcos de guerra a patrullar el golfo de Adén en el combate contra los piratas. Mark, explícanos esto.
—Bien, veamos. Es la primera vez que buques de guerra chinos se han aventurado más allá de los océanos Pacífico e Índico. Estados Unidos, Rusia y China están tomando medidas para controlar los mares alrededor del Cuerno de África y el estrecho de Ormuz. Está bastante claro que ciertas partes del obsoleto mapa son vigiladas conjuntamente por las tres grandes potencias. Están moviéndose para controlar el petróleo de Oriente Próximo, el sesenta por ciento de todo el petróleo conocido del planeta. Sospecho que hay un acuerdo triple y muy secreto en virtud del cual muchas decisiones sobre quién vive y quién muere se tomarán así.
»No obstante, lo que da más miedo es que la OPEP acaba de recortar la producción diaria en más de dos millones de barriles y el precio del petróleo sigue bajando. Quienquiera que esté dirigiendo la operación no puede controlar la implosión económica...
»El Período de Estancamiento Desigual, descrito durante tanto tiempo y con tanta precisión, se parece a un crac inicial abrupto, seguido de un aplanamiento y quizá de una tenue señal de recuperación antes de caernos por el precipicio. La reacción ante las medidas de la OPEP me dice que tenemos poco tiempo.
—Gracias, Mark, volveremos después de la publicidad.
—Mire, nunca podría aceptar su misión porque Scaroni me conoce —dijo el francés levantando la voz—. Ya cumplí el contrato sobre Daniel Casalaro.
—Y cobró por ello —replicó Reed.
—Dos veces. —Sonrió—. En honor a la verdad, antes de morir merece usted saber que trabajo para otro agente pagador. —Reed saltó del asiento echando chispas—. Ya ve, Bud, que lo único nuevo en el mundo es la historia que usted no conoce.
Como último acto de rebeldía, el banquero se lanzó hacia delante antes incluso de oír el estallido que acompañaba al tiro. El asesino, con un estilo muy afinado, disparó el arma dos veces seguidas. Los tiros resonaron brevemente en el mullido interior del lujoso Mercedes. Reed se desplomó sobre el volante, con ojos de búho.
—El nombre es... —El francés se inclinó y se lo susurró al oído.
Reed ladeó el cuello y se apoyó en el volante. Quería repetirlo, gritarlo, pero de pronto manó la sangre y Jean-Pierre sólo oyó la voz ronca y ahogada de un hombre muerto. Su cuerpo cayó hacia delante con los ojos abiertos. Reed miraba a su verdugo desde el más allá.
Continúa aquí.
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