17
La llamada llegaría de un momento a otro. Casi sumergido en la oscuridad, estiró el cuello, a la izquierda, a la derecha y otra vez a la izquierda. El hombre oyó el lento fragor de un vehículo que se acercaba. El haz de luz recorrió la negrura y lo atrapó por un instante en su guarida. Paralizado, se inclinó hacia atrás y cerró los ojos, sintiendo en las sienes un extraño calor húmedo. ¿Llegaría la llamada? El hombre se ajustó la cazadora con dedos torpes, se subió las mangas, se las bajó. Volvió a mirar la hora. Las cuatro treinta y tres, las cuatro cuarenta, las cuatro cuarenta y siete... Llegó por fin cuando pasaba un minuto de la hora. Las cinco y un minuto de la mañana. En Roma, la silueta baja y robusta respondió al primer timbrazo.
—¿Sí, sí? —repitió, pegándose el auricular a la oreja. El susurro era discordante.
—¿Qué pasó en la Via dei Giardini? ¿Quién fue el responsable? ¿Tienes los detalles?
—El jefe está muerto, igual que los otros dos y los guardias. El testigo ha desaparecido. Creemos que se encuentra en Roma.
—Un extraño giro de los acontecimientos. Es posible que él nunca pensara testificar, y sin embargo, ha usado como cebo una trampa.
—Esa mujer, Arbour, averiguó algo. Reforzó la seguridad.
—Sólo como precaución. No tenían nada. ¿Está en peligro alguna de nuestras fuentes?
—¡Dios mío, no, no sospechan nada!
—En la via dei Giardini sobrevivió uno de los dos hombres. ¿Qué sabemos de él?
—Está herido. Ayer salió para Nueva York.
—¿Nombre? ¿Aspecto?
—Nombre desconocido. Tenía una acreditación Cuatro Cero. Aspecto: incompleto.
—Pero ¿está en Nueva York?
—No conocemos su estado físico. Lo que sí sabemos es que recibió una llamada de alguien y poco después salió del hospital.
—¿Dirección?
—Al aeropuerto. Vuelo Roma-Nueva York.
—Una decisión de última hora, está claro. Comprobad las últimas incorporaciones en la lista de pasajeros. Mirad también si todo el mundo pasó por la aduana. Necesitamos una descripción física para mañana por la mañana.
—¿Los matamos?
—No hasta que averigüemos quiénes son. Los quiero vivos, sobre todo a la mujer —susurró una voz lejana. Hubo una breve pausa.
—Se me ocurre una explicación —dijo el hombre fornido de la cazadora mal entallada, imponiéndose poco a poco—. Póngase en su lugar. Su hermano ha muerto. Ella cree que lo han asesinado. Está consumida por el dolor, que es inmenso, como también lo es su ira. Busca a la única persona en quien puede confiar aparte de su hermano. Un hombre que conoció en otro tiempo, en quien confía..., quizás un amante o un viejo conocido. ¿Qué hace? —Silencio del otro—. Ella no puede acudir a la policía porque su hermano cree que la policía está en el ajo. Nos aseguramos de esto. Representa la traición.
—Déjame pensarlo. —Se produjo un largo silencio—. Esta reacción es racional. —La voz sonaba como un eco lejano con acento del Medio Oeste—. Lo cual significa que ella es previsible —añadió el eco.
—Sugiero eliminar al soldado. —El hombre de Roma aguantó la respiración y escuchó.
—No hasta que yo lo diga. Necesitamos sus sinergias. La mujer no sabe dónde se ha metido. El profesor tampoco. El soldado sí, pero necesita la ayuda de los otros dos para descubrir la verdad. Entre los tres lo resolverán.
—¿Por qué está tan seguro?
—Hemos interceptado una llamada desde Nueva York. Entretanto, nos ponemos cómodos, observamos y escuchamos.
—No podemos engañarlos con estratagemas.
—No tendremos por qué hacerlo. Recuerda, van a ciegas. No tienen pistas de los elementos involucrados ni de cómo pueden estar conectados. Si es preciso, se insinuarán promesas, intervendrán actores... Pero ya están sentenciados.
—De acuerdo. La información saldrá inmediatamente.
Justo cuando el hombre guardaba el móvil, se oyó un zumbido aéreo. Miró el reloj. En Nueva York aún faltaba un rato para la medianoche. Se produjo una llamada con instrucciones precisas a un especialista de la Gran Manzana, el tan cacareado hombre punta de la avanzadilla. Él sabría qué hacer, pues lo había hecho antes. Por eso le conocían como «el especialista». Su verdadero nombre no venía al caso. Había utilizado tantos que había perdido la cuenta. Simplemente, era un hombre de fiar que sabía entrar y salir de los recintos más fortificados e inexpugnables. El hombre invisible.
Instrucciones enviadas y los equipos en sus puestos. El hombre de Roma salió de detrás del árbol y bajó el bordillo despacio. Aparecían las primeras luces en las ventanas, dos en el lado más próximo, una enfrente, derramando su contenido en la calle. Mejor no quedarse más tiempo de la cuenta. Podrían hacer preguntas. Lo suyo era el anonimato y la coordinación. Había demasiado en juego.
18
Ella dudó y lo repitió con firmeza.
—¡He dicho que creo saber dónde pudo guardar Danny los códigos! —Curtis alzó la cabeza lentamente. Se volvió y le devolvió la mirada, incrédulo—. Tú lo has dicho, tenía que ser algo que el asesino o los asesinos nunca pudieran sospechar, y nada electrónico. —Respiró hondo, vaciló y luego sonrió—. Dante.
—¿Dante? ¿Qué es esto? —Curtis frunció el ceño, perplejo.
—Un escritor del Renacimiento italiano.
—¿De qué estás hablando?
Ella se volvió y lo miró.
—Compartíamos nuestro amor por Dante.
—¿Y?
—Tiene que estar en la Divina Comedia de Dante.
—¿Dónde?
—Dentro del libro.
—¿Quieres decir que Dante y tu hermano estaban investigando a esa gente, y que ahora que Danny está muerto el otro ha decidido contarlo todo en un libro? —Curtis miró a Michael desconcertado—. Mejor que lo localicemos.
—No hay por qué preocuparse. Aún tardarán —señaló Michael.
—¡Vaya, ahora eres un experto! Simone, si tú y aquí el señor experto podéis encontrarlo, también podrán ellos.
—Ellos no saben que lo tiene —dijo ella con una amplia sonrisa.
—¿Es esto un dictamen de experta?
—De experta en el Renacimiento italiano —precisó Simone—. Las valoraciones a menudo contienen hechos relacionados.
—Esto es una patochada —murmuró Curtis arqueando la espalda y notando las heridas—. Una comediante italiana y un ratón de biblioteca jugando a soldaditos entre dos continentes. No entiendo nada. ¿Por qué no vamos a ver a Dante y cogemos lo que necesitamos antes de que lleguen los asesinos de tu hermano?
—Porque está muerto, Curtis.
—Dios santo, o sea que lo encontraron. ¿Cuándo? ¿Cómo?
—Murió por causas naturales.
—Mejor que hagamos una doble comprobación. ¿Cuándo murió?
—Oh..., hace unos setecientos años.
Curtis empezaba a dar señales de estar harto.
—¿Qué? ¿De qué estás hablando?
—Danny y yo compartíamos nuestro amor por la poesía clásica italiana. Bueno, en realidad era mi amor, y cuando murió nuestra madre, le compré a Danny un ejemplar de la Divina Comedia para consolarlo... Él entonces tenía dieciséis años.
Los recuerdos volvieron en un instante. Fue en 1991. La última vez que la vieron viva, su cara pálida, tocada con un sombrero de tres picos, andando pesadamente hacia la cámara, miraba desde la pantalla, cruzaba la mirada con ellos, pero era incapaz de reconocerlos, de ayudarlos y consolarlos, pues era sólo una figura en una foto. Está viva porque se mueve y habla, porque estaba viva cuando se grabó la película; pero también muerta (la gente fotografiada siempre lo está, ya es un recuerdo).
—¿Está de veras ahí, Simone? —preguntó Danny, radiante a través de las lágrimas, hojeando el libro y mirando expectante a su hermana. Al principio, ella no contestó, y pasó la palma de su mano izquierda por los nudillos de la derecha de Danny.
—Mira, cariño, la muerte revela que no hay vida, sólo un sueño de vida —dijo despacio, haciendo pausas, escuchando el sonido de las palabras y su significado íntimo.
Él la observaba, ansioso.
—En Dante —a Simone se le llenaron los ojos de lágrimas—, ella nos ayudará a los dos a salvar el abismo entre expresión y pensamiento. Las palabras correctas te esperan en la orilla opuesta del río neblinoso. Ella nos guiará hasta esos pensamientos aún desnudos. —Los ojos de Danny estaban empañados por las lágrimas—. Nada la hará volver, cariño. —La débil voz de Simone vaciló—. Más allá de cualquier espiritualismo facilón, los muertos hablan. Nos aconsejan a través del recuerdo, mediante nuestro conocimiento tardío, aunque a menudo luminoso, de lo que nos habrían dicho.
Incluso ahora, estando su hermano muerto, la voz era apagada.
—Pasábamos horas leyendo a Dante e imaginando que los dos vagábamos por las profundidades del infierno y las vertiginosas alturas del paraíso. Para Danny fue una terapia. Se sabía todos los cantos de memoria, y a menudo creía que visitaba a nuestra madre en el Paraíso de la mano de Dante. Para él, la Divina Comedia fue una luz brillante en un universo oscuro.
—Simone... —interrumpió Curtis, muy consciente de lo delicado del momento—. ¿Por qué estás tan segura de que las pistas de Danny se esconden en Dante? ¿Te lo dijo personalmente? Quiero decir, si le sucedía algo, ¿dijo si había un plan B?
—Dijo que cuando llegara el momento, yo lo sabría.
Simone parpadeó, absorta en sus pensamientos.
19
—Simone...
—Estoy bien —soltó dando un respingo—. No, no lo estoy —susurró. En su voz se apreciaba angustia, pero también miedo y resolución.
Michael empezó a hablar, pero ella lo interrumpió.
—Bueno, sí... estoy...
Y ahora Michael se dio cuenta de que Simone estaba extrañamente ausente, como si no lo escuchara a él, sino a algo llegado de lejos.
—¿Hay luz en algún sitio? —preguntó Curtis buscando a tientas un interruptor en la pared.
—Está bien... Así es como debe ser —replicó Simone casi maquinalmente. Curtis encontró el interruptor y lo pulsó.
Michael tocó suavemente el fino codo de Simone, que sujetó entre el índice y el pulgar. Ella le dirigió una mirada intensa, sin parpadear. Con cuidado, para no alterar la expresión de angustia, le besó en la mejilla.
—Gracias. Es sólo que... —Se le quebró la voz. Guardó silencio. Michael esperó, pero Simone no volvió a hablar.
Danny Casalaro vivía en el piso de arriba de un complejo de cinco plantas de Greenwich Village. Por muy de postín que pareciera, durante todo el día y buena parte de la noche se oía el metro, dando la impresión de que todo el edificio se desplazaba lentamente.
Simone llevaba un impermeable, una bufanda blanca y negra alrededor del cuello y un vestido azul brillante cerrado en la garganta, lo que acentuaba su figura delgada y bien proporcionada. Las lágrimas en sus largas y negrísimas pestañas se habían comido el rímel. Los tres se pararon a la entrada del apartamento 2B.
Simone sabía que llegaría ese momento. La invadió un abrasador calor helado, seguido de una oleada de vértigo y desorientación. Sintió como si la tierra desapareciera bajo sus pies; tenía la boca seca y un nudo en el estómago. Con aire distraído, se pasó un dedo tembloroso por el ondulado pelo oscuro, descubriendo en el antebrazo una mancha de nacimiento. ¿Qué estaba sintiendo? Era difícil contarlo. De pronto, en algún lugar abajo, oyeron un cerrojo, un pestillo hizo un ruido resonante y una puerta se abrió de golpe. Un instante después, salió al pasillo un hombre maduro en zapatillas de pana. Tras él se derramaron sonidos de algún espectáculo deportivo, levitando una décima de segundo antes de disolverse en el aire enrarecido. Un chasquido, y el pasador volvió a su sitio. Se cerró la puerta. El hombre sacó la pipa y la llenó con cuidado. Con paso firme y tranquilo, bajó las escaleras hasta la calle.
Simone abrió el bolso y sacó una llave de un estuche metálico. La giró a la derecha, dudó un momento y volvió a girarla. Los fuertes latidos de su corazón neutralizaban los demás sonidos. El cerrojo de seguridad cedió, y los pasadores se deslizaron con suavidad. Empujó la puerta con la palma de la mano derecha. Curtis miró a Simone en la chillona luz de la entrada; ella tenía una mueca de dolor. No, no era una mueca, estaba mirando algo, conmocionada e incrédula. De repente soltó un grito ahogado. «Dios mío...», el horror se apoderó de ella. Mientras tragaba aire, todo su cuerpo tembló por la angustia. Curtis la agarró y la apartó de la posible línea de fuego.
Simone jadeaba. Él se volvió, intentando entender la causa de su histeria. Entonces lo vio. El desbarajuste que se ofrecía a sus ojos era indescriptible.
—Dios santo...
Curtis sacó el arma, una Heckler & Koch P7, durante mucho tiempo la preferida de los rangers del ejército. La brusquedad del movimiento le provocó un flujo de dolor en el cuerpo. Puso mala cara y forzó la cabeza hacia el hombro derecho; el dolor punzante le subió hacia el pecho y le bajó por el brazo hasta la boca del estómago, donde se alojó con un ruido sordo. Michael se le acercó instintivamente.
—No, gracias. Tengo que hacerlo yo solito. —Curtis avanzó; los inhibidores vendajes en la caja torácica y el pecho le resultaban cada vez más incómodos. Era muy consciente de las limitaciones físicas de su estado actual. Las heridas estaban cicatrizando, pero aún les faltaba bastante. Su mente tenía que funcionar mejor y más deprisa que su cuerpo, lo cual aceptaba a regañadientes dadas las circunstancias. Apretó la semiautomática—. Quedaos junto a la puerta — susurró mientras echaba a andar lentamente por el pasillo—. Y si oís tiros, salid cagando leches.
Volvió al cabo de un momento.
—Se han ido —dijo mientras guardaba la H&K P7 en la funda. Se dirigió a la puerta, pasó los dedos por el borde del marco y examinó la cerradura—. Simone —dijo tras un silencio—, quien sea sabía qué estaba haciendo. Danny tomó grandes precauciones para protegerse contra posibles visitas no deseadas.
»Éste es el sistema más sofisticado del mundo. Se llama Threat Con Delta y funciona con una combinación de llave biométrica y cilindro. —Hizo una pausa y miró a ambos—. Esto significa que el rastro auditivo puede darnos el día y la hora en que fue utilizada la llave electrónica. —Señaló el código de barras lateral—. Salvo en el caso de que registre cero, quiere decir que alguien fue capaz de anular el sistema sin dejar señales.
—¿Cómo es que Simone ha podido entrar sin tener acceso a los códigos? —preguntó Michael.
—Porque su llave anula el sistema mediante un microchip que lleva insertado.
—¿Quién hizo esto? ¡No puedo respirar! —Simone se quitó el impermeable y lo dejó caer al suelo—. Matan a Danny, ¡y ahora ellos registran el apartamento de arriba abajo! —«Ellos» era una amenaza que lo decía todo y no decía nada.
—¿Dónde tienes tu impermeable? —le preguntó Curtis.
Ella estaba pálida y asustada.
—¿Qué?
—Cógelo —le dijo en voz baja.
—Sí, claro. —Simone estaba aturdida—. ¿Por qué han entrado a la fuerza? Ya ha venido la policía.
—No podemos quedarnos aquí. No es seguro —repitió Curtis con tono más enérgico, haciendo que ella se volviese. Simone lo miró con aire distraído—. Debemos irnos enseguida. ¿Me has oído, Simone? ¡Ahora!
—Tenemos que encontrar el libro —replicó maquinalmente.
—Si es una obra tan conocida, comprémosla en una librería.
—No. Necesitamos el ejemplar de Danny.
—Si nos quedamos aquí mucho rato, tendremos problemas. Los que estuvieron aquí podrían regresar.
—¿Quién eres tú para darme órdenes? ¡No me voy sin el libro de Dante! —gritó, apartando la mano de Curtis.
—¡Simone, si nos quedamos, nos buscaremos problemas! —Aguardó la respuesta; ésta llegó con un vigor que lo cogió por sorpresa.
—No volverán, ¿no te das cuenta? Por Dios, ¿en qué mundo vives?
—Uno en el que lamento que hayas entrado tú.
—¡Escúchate a ti mismo, Curtis! Repartes palabras como si fuera dinero que no tienes.
—¿Qué insinúas, Simone?
—¿Es que soy histérica, incompetente? ¿No soy lo bastante lista para investigar la muerte de mi hermano?
—Simone, escúchame. Sólo quería decir...
—Curtis... —Michael se le acercó y le puso la mano en el hombro—, danos unos minutos para encontrarlo. Por favor... —El ranger clavó la mirada en su amigo mientras le palpitaba la mandíbula cuadrada.
—Cinco minutos, Michael. Yo vigilaré el rellano. No hay otra entrada.
El historiador de arcanos se bajó la cremallera de la cazadora. «¿Hace calor o soy yo?», se preguntó, pero decidió no decirlo en voz alta. Serían sus sensaciones.
—¿Simone?
Era una pregunta y una invitación, todo a la vez. Ella se quedó en su sitio, y acto seguido dio unos pasos al frente, como si hubiera cruzado un espejo. Todo y nada le resultaba familiar. El vestíbulo se estrechaba formando un corredor exiguo y sin muebles. En cada lado había dos puertas, dos habitaciones tirando a pequeñas, un retrete y un cuarto de baño que daba a un patio interior. Al final del primer trecho, el comedor había sido transformado en estudio por falta de espacio, y de la pared, clavado con chinchetas, colgaba el amarillento cartel de un circo de Volgorod de gira. Estaba amueblado con bastante mal gusto, mal iluminado, con una sombra perenne en un rincón y un jarrón de cristal en un estante inalcanzable. El jarrón, en otro tiempo el objeto más hortera del apartamento, era ahora el único superviviente, con su cáscara vítrea envuelta en una capa de polvo vaporoso. Tras llegar al comedor, el pasillo daba un giro brusco a la izquierda. Allí se escondía la cocina. El estudio-comedor estaba lleno de estanterías, pero también había libros en la mesa y en el suelo. Había una foto de Danny apoyada en varios volúmenes de clásicos rusos milagrosamente intactos. En la foto, se lo veía sentado en la misma pose que a veces adoptaba Chéjov, la cabeza ligeramente gacha, las piernas cruzadas, los brazos agarrados uno a otro, inscrita en su rostro una expresión extraña y distante incubada en los últimos meses de su vida. Danny siempre había dormido mal. El padre sostenía con ambas manos la hucha con forma de cerdito y la agitaba suavemente.
—¿Qué le gustaría a Danny si pudiera elegir algo en el mundo? —La aterciopelada voz de su padre siempre fue muy musical.
—Estoy ahorrando todo el dinero, papá. —Una pausa, una mirada. El padre pasaba el dedo índice por la columna vertebral de un cochinillo de alabastro con una ranura en medio.
—¿Para qué?
—Quiero comprar un río.
Al día siguiente, el padre le dio a Danny una cinta azul. El padre: ojos castaños, mirada inteligente, cabello oscuro, facciones marcadas, cabezota de sabio. Tenía algo muy difícil de expresar con palabras, una bruma, un misterio, la enigmática cautela de un hombre poseído por el genio. Para Simone, su padre fue siempre aquel desconocido que examinaba su pasado de forma mucho más espontánea de lo que haría con su futuro.
—Es una cinta mágica —dijo al fin tras observar un buen rato la expresión confusa de Danny—. Si la extiendes, será larga como un río. ¿Qué harás con ella, Danny?
Que un río pueda medirse con cintas... Danny tenía miedo de abrir la cinta y desenrollarla.
—Es un regalo importante, y hay que tratarlo con mucha responsabilidad —dijo el padre.
Danny se acercó y abrazó a su padre, mientras éste contemplaba, divertido, el maravilloso impacto y la transformación del niño: el hechizo y el júbilo al experimentar el placer de un descubrimiento.
Desde aquel día, Danny durmió con la cinta bajo la almohada. Y soñaba toda la noche.
—Simone... —Michael se le acercó.
Ella se volvió y entró en el estudio de Danny.
—Ayúdame a encontrar a Dante —pidió en tono urgente.
Simone tiró del cajón izquierdo del escritorio y hurgó frenéticamente entre los papeles.
—¡No está aquí! —exclamó—. Siempre lo guardaba en este cajón. —Lo cerró de golpe—. Ese montón de libros del rincón... El Dante de Danny tenía el lomo de cuero negro... ¿Por qué lo trajiste?
—En su voz había una tensión que él tardó en descifrar.
—¿A Curtis? —Michael se puso de rodillas, demoliendo el montón mientras sus ojos y sus dedos se movían como locos.
—Es un analfabeto. Pura mierda.
—Simone, estoy pasmado. Nunca pensé que la descendiente de una princesa italiana pudiera ser tan barriobajera —soltó Michael, buscando con afán en la pila de libros.
—Podemos resolverlo sin él, cariño. Por favor, dile que se vaya.
—No, no podemos, Simone. Esto es real. Por ahí andan tipos con armas de verdad que disparan balas de verdad y matan a personas de verdad.
—Es vulgar, cariño. No usa nuestro lenguaje.
—No seas tan dura con Curtis. ¿Lo has escuchado?
—Le he oído hablar con monosílabos. Con eso me basta.
—Simone...
—Michael, si yo estuviera escribiendo un libro, repintaría la escena, para que su obstinación pudiera ser desviada hacia su doble. Espectral o fantasmal, a menos que los fantasmas sean dobles..., uno andando, el otro intentando atraparlo.
—Vosotros dos tenéis mucho en común —dijo él.
—¡Lo he encontrado! —exclamó ella con agitación triunfal.
—Lo único que tenemos en común, aunque por razones distintas, es un gran interés por muchas plantas desérticas de aspecto militar, en especial varias especies de pita, que él probablemente llamará cactus sin más.
De repente, un ruido. Algo rozó ligeramente la pared. Curtis apretó la pistola y se apartó del hueco de la puerta. Los pasos eran sordos, pero ahí estaban. Nítidos y acompasados. Uno, dos. Uno, dos. Talón, dedos, tacón, puntera, subiendo la escalera de manera cautelosa pero fluida. Otro ruido. Clic, una puerta que se abría. Arriba. Dos plantas por encima. Puerta metálica maciza. Alguien la cerró con cuidado. Metal contra metal, arriba. Uno, dos, tacón, puntera, abajo. Dos individuos que no querían ser vistos. Asesinos. En cuestión de segundos aparecerían dos hombres, dos asesinos, en el apartamento de Danny. Les estaban esperando. Les habían tendido una trampa. Los cazadores estaban apostados. Empezaba la caza. Y ahora, ¿qué? «¡Maldita sea, Simone, ya te lo decía, no era seguro!» Una sombra. El asesino de abajo había llegado al primer rellano. En unos segundos estaría ante Curtis. También en unos segundos el hombre de arriba llegaría al descansillo entre la segunda y la tercera planta. Curtis estaría en el suyo. Con un rápido movimiento, abrió y cerró la puerta del apartamento de Danny a su espalda, y se desplazó hacia el pasillo, empuñando el arma.
—Curtis... —Michael apareció en el otro extremo de la habitación. Simone estaba a su lado.
—Hemos... —Simone jadeó involuntariamente. Curtis alargó el brazo y le tapó la boca con aspereza. No había tiempo para pensar. Revisar e improvisar.
—En la cocina hay una ventana. Utilizadla para llegar a la escalera de incendios —les susurró.
—¡Desde la ventana de la cocina no se llega a ninguna escalera de incendios!
—Sí se llega, Simone, si puedes caminar por la cornisa dos metros a tu derecha.
—¿Quieres que camine por la cornisa suspendida a veinte metros...? —Simone farfullaba palabras entrecortadas.
Un chirrido. Alguien intentaba abrir la cerradura en silencio. Desconcertada, Simone clavó la mirada en la puerta. Curtis se volvió, extendió los brazos y con la rapidez de una cobra empujó a Michael y a ella fuera del campo visual en el preciso momento en que se abría la puerta, con dos haces de luz acompañando dos toses rápidas y dos explosiones apagadas. Curtis empujó la puerta del pasillo, se agachó y la cerró al instante. Pasos, uno, dos, y luego varios disparos amortiguados seguidos de una luz blanca, cegadora. Él respondió abriendo fuego. La detonación de su arma era ensordecedora. El marco de la puerta se hizo añicos. Como si estuviera en trance, Simone dio un paso hacia el centro del pasillo.
—¡Pégate a la puta pared! ¡Vamos! Yo los mantendré a raya. —Curtis se volvió un poco a la derecha, apretó el gatillo y oyó que otros dos hacían lo mismo. Otra ráfaga de balas arrancó la parte superior de la puerta.
«Un fusil de asalto G36 con silenciador y visión infrarroja», pensó. Un arma propia de un grupo de Operaciones Especiales.
Se volvió y corrió hacia el salón, abriendo y cerrando de golpe las dos puertas de los dormitorios para causar efecto. Al fondo oía a Michael intentando abrir la ventana de la cocina haciendo palanca. Identificar y luego matar: ése era el estilo de las Operaciones Especiales extraoficiales. Uno de los asesinos se puso en cuclillas y movió lentamente la cabeza hacia el rincón del arco de entrada. Curtis apuntó y disparó. Falló por un pelo. Tres escupitajos, uno tras otro, dieron en la pared de su izquierda. El humo se mezclaba con el yeso pulverizado.
Entonces Curtis comprendió que las armas de Operaciones Especiales sólo podían significar una cosa. Esos tipos eran un equipo «de limpieza». Una respuesta rápida. Entrar y salir. De cuatro a seis hombres.
—De cuatro a seis —repitió en voz alta.
De pronto, recordó algo y se le heló la sangre. Al otro lado de la puerta del pasillo había dos hombres. ¿Y los otros? ¡Michael! ¡Simone! ¡Dios mío! Estarían esperándoles abajo. Al decirles que tomaran la salida de incendios había firmado su sentencia de muerte. Y ahora, ¿qué?
«No pierdas tiempo. No pienses, actúa.» Pasos al final del pasillo. Dedos, talón, uno, dos. Cruzaron una puerta. Fuego de armas automáticas. Primer dormitorio. La madera hecha pedazos alrededor de la cerradura. La puerta cedió. Un asesino se precipitó dentro, el otro cubrió el corredor. Campo libre. Curtis se agazapó. Otra tanda de disparos. Una explosión hizo temblar la pared. ¡Ahora! Curtis embistió hasta chocar con la pared más alejada del pasillo. Tiroteo. Notaba el calor abrasador de las balas rozando su sien. Giró a la derecha y disparó, y luego a la izquierda y volvió a disparar, con la pared como punto de referencia. Del asesino que cubría el pasillo llegó un aullido desgarrador. El arma abajo. Manchas de sangre. La bala le había dado en la muñeca. Los dedos retorciéndose espasmódicamente tras el impacto. «¡Michael, Simone! ¡Dios mío, lo lamento!» Curtis se alejó del dormitorio. «¡La cocina! Vete a la cocina. Páralos.» Parar, ¿a quiénes? La figura del segundo sicario cruzó el marco de la puerta, salió al pasillo y apuntó a la cabeza del ranger con un H&K G36. El hombre apretó el gatillo. «Se acabó», pensó fugazmente Curtis... pero oyó la dulce irrevocabilidad de un agudo chasquido metálico. La recámara estaba vacía. Curtis giró sobre sí mismo, levantó el arma y disparó... pero oyó un escalofriante chasquido metálico. Su recámara también estaba vacía. El asesino y su colega herido retrocedieron por el pasillo y salieron corriendo por la puerta. Habían escapado. Cuando una operación acababa mal, había que evacuar. «¿Dónde están?» Un escuadrón de Operaciones Especiales con un objetivo civil era un trabajo de dos minutos como máximo. Cuatro hombres contra unos desprevenidos Michael y Simone tardarían mucho menos. ¡Chirrido de neumáticos! ¿Cómo era posible? ¿Por qué no gritaban? Curtis se apresuró a la cocina. «¡La ventana! Está cerrada. ¿Qué demo...?» Crujió una puerta a su espalda. Se volvió al instante. Desde un armario de limpieza asomó la cara de Michael, y su brazo alrededor de Simone Casalaro. Ella estaba temblando y tenía la cabeza pegada al hombro de Michael. Sollozaba en silencio, sin dar crédito.
—Danny la había cerrado con candado —susurró Michael.
Durante unos momentos, los tres se quedaron inmóviles en un círculo, sintiendo el cansancio y la esperanza que se daban mutuamente. Al final no había liberación ni clímax, sólo conclusión. Curtis dejó pasar unos minutos, hasta que disminuyeron los temblores y empezaron los sollozos y gimoteos.
—Aquí tenéis la respuesta —dijo—. No podemos quedarnos en el apartamento. No es un lugar seguro. —Y luego añadió—: Volvamos al hotel.
Simone no podía alejar de su mente la mirada ni la voz de Curtis. Había en ellas demasiada verdad para rechazarlas insensatamente.
La ciudad se hallaba envuelta en una noche negra como la brea. A lo lejos, un reloj dio las doce. El inmenso cielo, bañado en un rosa apagado, se iba oscureciendo. Una luna escurridiza y lustrada apareció sin apenas rozar el firmamento. Fuera, el viento soplaba con un bramido furioso, pero dentro todo estaba quieto. La sequedad del aire producía un asombroso contraste entre la luz y las sombras. Fulgor y detalles por un lado, una oscuridad absorbente por el otro.
20
—Éste es el hombre que tiene el futuro del sistema financiero mundial pendiente de un hilo —siguió el hombre
—Toda una declaración —dijo Edward McCloy, representante del cártel bancario más importante del mundo, un hombre de cincuenta y pocos años, complexión e inteligencia normales. Vestía camisa blanca de manga larga y pantalones negros de algodón. Debía el puesto a su tío, John J. McCloy, ya fallecido, antiguo presidente del Chase Manhattan Bank y de la Fundación Ford, controlada por Rockefeller, y antiguo miembro de la Comisión Warren. Edward McCloy se graduó en un pequeño college de Yale y estuvo a punto de ser nombrado miembro de la prestigiosa sociedad secreta Skull & Bones.
—A mí, personalmente, me parece muy extraño —resopló un tercer individuo— que algo así pueda pasar estando JR de guardia. —Henry L. Stilton era director adjunto de la CIA. El hombre al que se refería como JR era John Reed, presidente de Citibank—. A estas alturas, no podemos siquiera empezar a entender las consecuencias de todo esto. Stilton, alto y desgarbado, iba impecablemente vestido. En su anodino rostro se distinguía el mentón hendido y unas cejas pobladas. Con apenas sesenta años, había sobrevivido a tres administraciones. Sacudió la ceniza de su puro habano y paseó por la mesa una mirada desafiante, como si esperase que lo contradijera al menos uno de los presentes en la sala.
—Henry, espero que no insinúes que en nuestras medidas de seguridad hay deficiencias o falta de supervisión. —John Reed tenía una voz de barítono profunda y melosa, acentuada por años de tabaco y bebida.
—Bueno..., no sé, Bud. Pero ¿cómo lo llamarías tú? Tienes más agujeros que un colador. No lo tomes como algo personal. Me ciño estrictamente a los hechos.
En la sala había otro hombre, pero de momento su opinión no importaba. Estaba sentado discretamente, escuchándolo todo. Oficialmente, era un ex secretario del Tesoro. Extraoficialmente, consejero de un grupo de influyentes inversores, cuya identidad era un secreto celosamente guardado y cuyo dinero hacía girar el mundo.
Reed arrugó la nariz y parpadeó unas cuantas veces.
—El sistema es hermético. Nadie pudo preverlo. Fue chiripa. No podría volver a hacerlo —remachó.
—Lo repites hasta la saciedad, Bud. Pero aquí está el quid de la cuestión, ¿no? —replicó Lovett, cruzando y descruzando las piernas—. No tiene por qué volver a hacerlo porque ya lo ha hecho una vez... Los consultores con honorarios de escándalo y jerga estrambótica que te montaron el sistema están navegando en un río de mierda. Puedes llevar esto al banco, eso sí, a condición de que Scaroni esté bien lejos.
—Creo que con las drogas, las sustancias químicas y los sueros de la verdad de que dispone la Agencia podríamos despachar la cuestión. —Con su opinión, McCloy estaba siendo impreciso adrede. Pecaba de cauteloso.
—No, no podemos, Ed. Recuerda que es uno de los nuestros. Si fuera listo o trabajase para alguien, invertiría el funcionamiento de la secuencia. Lo cual significa que no sabemos si lo que hay programado en esa cabeza es una ganancia inesperada o una gilipollez.
—Gracias por venir, señor secretario. —Taylor se volvió y se dirigió al hombre sentado a su derecha—. El problema que tenemos entre manos es muy urgente. Si no fuera así, no lo habríamos molestado.
—Gracias por su deferencia.
—No hay de qué. Señor, ¿quiere formular alguna pregunta antes de que prosigamos?
Taylor se dirigía al antiguo secretario del Tesoro, David Alexander Harriman III, abogado, banquero de inversiones y filántropo. Varias arrugas en torno a los ojos y la boca delataban un rostro demacrado, que parecía una máscara, tras varias operaciones de cirugía plástica. Algunos creían que rondaba los ochenta años. Otros, que no pasaba de cincuenta y tantos. Pero su edad nunca estaba en el orden del día. Harriman era la avanzadilla de algunos individuos de identidad secreta que se contaban entre los más poderosos del mundo. Ésa era su tarjeta de presentación. La única que necesitaba.
—Bueno, sí, caballeros, creo que sí —dijo Harriman. Aunque su acento era indudablemente del Medio Oeste, hablaba con la elocuencia y el tono de quien se ha educado en los mejores internados del mundo—. Quizá sería buena idea empezar por el principio.
—Muy bien, señor. —Taylor asintió a todos los presentes.
—Señor secretario... —entonó el vicepresidente.
En las comisuras de la boca de Harriman se formaron unas arrugas condescendientes. Fue sólo un instante.
—Robert. —Hizo una seña a Taylor, invitándolo a hablar.
—Gracias, Jim.
—Hace diez días, un antiguo empleado del gobierno llamado Paulo Scaroni anuló los múltiples y sofisticados sistemas de seguridad y se hizo con los fondos de los programas comerciales extraoficiales dirigidos por el gobierno.
—Secretario, ¿está familiarizado con eso?
—Vagamente. Los nombres no tienen importancia para mis clientes. Sólo los hechos y el resultado final. Quizá, con el fin de ser más concretos, caballeros, podrían ponerme al corriente..., en términos muy generales, pues me he quedado al margen a propósito. Ya saben, toda precaución es poca.
—Es un nombre anodino de algo dificilísimo de definir y que es máximo secreto —dijo Lovett —. Consistía sobre todo en traer dinero procedente de toda clase de actividades. —Harriman torció el gesto.
—Rob, ¿cómo ha dicho?
—Señor secretario, el objetivo de este programa de instrucción era de carácter macroeconómico.
—Muy bien. ¿Y qué más?
—Significa que se estaban localizando dólares acumulados en las décadas de los cuarenta y los cincuenta. —Lovett estaba a todas luces buscando una salida. También él pecaba de cauteloso.
—Lo cual es una bonita forma de decir que todo tenía que ver con repatriar unos activos antes robados por alguien —terció Taylor.
—Gracias, Jim. Ahora lo entiendo..., igual que la bendita Virgen. Sólo que cuando los países roban bienes valiosos en tiempo de guerra se dice que saquean, pero cuando los vencedores cogen estos mismos bienes, lo llaman «recuperación».
—Muy agudo, señor secretario.
—¿Cómo fueron repatriados exactamente estos fondos?
—Mediante cuentas paralelas o cuentas espejo al margen de los libros de contabilidad.
—¡Vaya operación, caballeros! Han estado ustedes especulando con el dinero del gobierno. Los felicito —añadió Harriman en tono de burla—. Dos cuentas. Una para el examen público y otra sólo para ser vista en privado.
—Esto equivale a decir que tú y JR estabais llevando dos series de libros —añadió Stilton.
—Algo así.
—Dime, Bud. ¿Qué serie de libros nos estás enseñando?
—No recuerdo que te hayas quejado nunca, especialmente en vista de los espectaculares beneficios que estaba generando la Agencia con un riesgo minúsculo.
—El comercio paralelo consiste en eso —dijo Stilton.
—Por Dios, Henry. Pareces un párvulo. Nadie presta dinero, ni siquiera para un coche, sin el aval o la garantía subsidiaria, ya se trate de comprar y vender un vehículo o un país.
—Todo el mundo quiso estar en el ajo. Nadie estaba dispuesto a quedarse fuera —dijo Reed con tono categórico.
—Bud, cuando dices todo el mundo, ¿incluyes a la CIA? —preguntó McCloy.
—Tú lo has dicho.
—¿Al FBI?
—También.
—¿Al Tesoro de Estados Unidos?
—Por el amor de Dios, todo el mundo significa todo el mundo. Se apuntaron todas las entidades gubernamentales, entre ellas la Reserva Federal, instituciones financieras internacionales e inversores acaudalados —dijo el irritado presidente de Citibank.
—¿De cuánto dinero estaríamos hablando? —preguntó el secretario.
—¿Una cifra aproximada? Unos doscientos billones de dólares.
—¿De dólares? —intervino McCloy.
—Sí, de dólares estadounidenses. 223.104.000.008.003 es la cantidad exacta.
—Entiendo. Y éste es el dinero que ha sido robado por un antiguo empleado del gobierno de Estados Unidos.
—En esencia, sí —respondió Reed, con un gesto de desagrado.
—¿Por qué no decir «sí» sin más? —replicó Harriman.
—¿Y has tardado diez días en contárnoslo? —Stilton, atónito, miró alrededor en busca de apoyo moral.— Henry, salvo en los beneficios, nunca antes habías mostrado verdadero interés en ello.
—Porque tú antes no la habías fastidiado. —Hubo una larga pausa—. Y éste es el dinero que has perdido tú, Bud.
—No lo hemos perdido. Está expropiado temporalmente. Descifraremos su clave y lo recuperaremos.
—¿Y cómo piensas hacerlo? —Stilton exhaló el humo por la nariz mientras clavaba la mirada en su compañero.
—Estamos trabajando las veinticuatro horas del día, volviendo sobre sus pasos y rastreando los códigos binarios a través de las copias de seguridad del sistema. En toda la operación tardó siete minutos. Evidentemente, tenía prisa. Quizá cometió algún error, en cuyo caso volveríamos a tener el dinero.
—Tu gente debe de creer que ese tipo es idiota, Bud. Pero si fue capaz de saltarse parte del sistema y anular cada uno de vuestros indicadores de seguridad de mierda, de un sistema supuestamente inexpugnable, ¿qué te hace pensar que te dejó una rendija para que puedas meterte a hurtadillas y morderle el culo? —Stilton descruzó las piernas para mayor comodidad de la bragadura.
—Mira, Stilton, si eres tan listo, ¿por qué no reservas una cámara de tortura? Quizás a base de hablarle consigas que se rinda.
—Ya basta, caballeros. Creía que aquí todos éramos adultos. Se supone que mantenemos conversaciones inteligentes y, en épocas de crisis, buscamos soluciones comunes. —El silencio duró una décima de segundo. Se aclararon gargantas, se intercambiaron miradas alrededor de la mesa.
Quien tomara a David Alexander Harriman III a la ligera lo haría por su cuenta y riesgo.
—Caballeros —intervino Reed—, hay varios problemas que debemos abordar. Un porcentaje de los ingresos derivados de esta actividad secreta...
—O sea, fondos de reptiles —interrumpió Harriman.
—Sí, señor secretario..., fondos de reptiles utilizados para financiar un amplio abanico de actividades clandestinas.
—Y ahora este dinero no está, pero las obligaciones del gobierno siguen pendientes de pago — añadió Harriman.
—Al igual que la participación del Tío Sam en los beneficios comerciales que se abonan automáticamente en el Fondo de Estabilización Cambiaria —añadió Taylor con gravedad.
El secretario del Tesoro se incorporó.
—¿Cuánto tiempo creen que necesitará el gobierno de Estados Unidos para averiguar qué hay detrás de esto? —Miró a Taylor—. A ver si puedo rellenar los espacios en blanco, Jim. —Golpeteaba, impaciente, en la mesa con el extremo del lápiz—. Éste es el dinero que habría usado el gobierno para reforzar la economía americana mediante, entre otras maniobras, la manipulación del precio del oro... Cabría añadir que la economía estadounidense está a punto de incumplir todos los compromisos con sus acreedores internacionales, lo que hará que nuestro dólar no tenga ningún valor y condenará a nuestro país a una situación tercermundista.
El silencio en torno a la mesa era sepulcral.
—He estado sentado, escuchando a los cinco describir una operación que llevaba en marcha más de una década y en la que han estado implicados organismos del gobierno, redes de inteligencia, dinero público y privado y quién sabe cuánta gente más. ¿Estoy en lo cierto? —dijo el secretario.
—Adelante. ¿Cuál es su pregunta? —Bud Reed estaba pálido.
—Mi pregunta es elemental. ¿Qué han utilizado como garantía para dar un sablazo al gobierno y financiar toda esta operación valorada en billones de dólares? —Silencio, no habló nadie—. Bud, ¿por qué tengo la desagradable sensación de que están ustedes a punto de soltarme una trola enorme?
—Señor secretario —el hombre de Citi rompió por fin el silencio—, usted comprende que el nombre y la operación que voy a revelarle siguen siendo materia reservada, por recomendación de los jefes del Estado Mayor y de una orden ejecutiva ininterrumpida de cinco presidentes consecutivos.
—Todo un árbol genealógico, ¿verdad?
—Señor, creo que estará de acuerdo una vez que sepa lo que hay implicado, y que se entendió que las proporciones de la propia operación y su objetivo global respondían al interés nacional de Estados Unidos —explicó el hombre de la CIA.
—Esos activos son grandes cantidades de oro robadas por los japoneses durante la Segunda Guerra Mundial. La posición oficial del gobierno ha sido negar categóricamente todo vínculo con esta base del activo —dijo Lovett.
—Lila Dorada —susurró teatralmente Reed.
—Dios mío... A ver si lo he entendido. —Harriman se puso en pie y dio unos pasos—. Han utilizado inmensas cantidades de lingotes de oro con el sello de una triple A como garantía en una operación extraoficial que tiene, como acreedores, a todos los organismos gubernamentales del país, por no mencionar a diversos inversores extranjeros. Y ahora que el dinero ha desaparecido, han perdido la garantía, pero todavía están obligados a pagar el capital y los intereses de doscientos veintitrés billones de dólares... —Su voz se fue apagando.
Todos asintieron en silencio.
21
Simone abrió con cuidado el libro. En la primera página, Danny había escrito algo. Leyó la frase. «¿El infierno tiene geometría?» En el margen había un garabato que representaba un infierno en forma de cono con un Satán diminuto en el centro. Tras él, crecía un árbol con la forma de sus alas. Por un instante Simone pensó que veía el fantasma de Danny de pie frente a ella, con sus vaqueros de pata de elefante, haciendo girar el lápiz cada vez más deprisa.
—¿Qué estamos buscando? —preguntó Curtis.
Simone volvió en sí.
—La Divina Comedia sigue siendo uno de los pilares sobre los que se alza la tradición europea—dijo con voz trémula—. Es un poema narrativo perfectamente planificado, rigurosamente simétrico. Habla del descenso del poeta al Infierno y de cómo atraviesa el centro del mundo y asciende al monte Purgatorio. Desde el monte Purgatorio sigue hacia el Cielo hasta llegar ante Dios.
—Sin duda buscando los códigos de Danny —masculló Curtis para sí.
—Por favor, ¿podemos continuar? —pidió Simone, sentada en un brazo del sofá y con el libro en el regazo.
—Desde luego.
—El significado del poema se representa de manera simbólica y numérica, describiendo la unión final de la voluntad humana individual con la voluntad universal, que, según Dante, presidía toda la creación.
—Y aquí es donde aparece Octopus, ¿no? —dijo Curtis con obvia condescendencia.
Simone prosiguió con voz tranquila, pero mostrando su creciente irritación.
—El poeta cuenta en primera persona su viaje por los tres reinos de los muertos, que tiene lugar durante el Triduo de Semana Santa, desde el Viernes Santo hasta el Domingo de Resurrección, en la primavera de 1300. El poeta se pierde en un bosque. Trata de huir, pero cada vez que lo intenta se lo impide una fiera. Primero un leopardo, después un león y finalmente un lobo. Todo esto, como el resto del poema, es muy simbólico. Por fin, Dante es rescatado después de que su amada Beatriz interceda en su favor.
—No podía decir simplemente lo que le pasaba por la cabeza. Habría sido pedir demasiado —señaló Curtis con aspereza.
—¡Esto es literatura, Curtis, no un periódico que uno lee camino del trabajo y luego tira como un par de zapatos viejos!
—Muy bien, Simone —masculló Curtis, sacudiendo la cabeza.
—Su guía por el Infierno y el Purgatorio es el poeta latino Virgilio, y en el Paraíso es Beatriz, el ideal de mujer de Dante. Virgilio conduce a Dante por los nueve círculos del Infierno. Los círculos son concéntricos, y cada uno representa los distintos niveles de maldad. El final del Infierno de Dante es el centro de la Tierra, donde se mantiene atado a Satán.
—Como he señalado antes —dijo Curtis entre dientes—, Dios es lo único seguro.
Ella no lo oyó. Durante un buen rato observó el garabato como si estuviera en trance, intentando recordar algo.
—¿Qué te parece esto, Michael? —Simone le señaló el dibujo de Danny.
El silencio duró exactamente diez segundos.
—¡Dios mío! ¡Lo increíble está siempre enraizado en lo creíble! ¿No lo ves? Un Árbol de la Vida —exclamó Michael señalando el dibujo de las alas de Satán—. Los textos de Dante concuerdan con lo que podría denominarse Cábala cristiana. —Se quitó la chaqueta y la dejó distraídamente en el respaldo de la silla. Simone se desprendió de la cadena que llevaba al cuello y mostró un espléndido colgante.
—Fue un regalo de Danny. Se lo vendió un hombre que conoció en Palestina.
—Entonces, Danny sabría algo de misticismo y de la Cábala, ¿no, Simone? —preguntó Michael.
—¿Qué es esto? —inquirió Curtis.
—El Árbol de la Vida es un concepto místico de la Cábala judía que se utiliza para entender la naturaleza de Dios y el modo en que de la nada creó el mundo —explicó Simone.
»Las estructuras numéricas reunidas en la Divina Comedia son demasiadas para ser una simple coincidencia. Esto concuerda completamente con el esquema cabalístico de la Salvación en términos cristianos —añadió.
—Por favor... —soltó Curtis, visiblemente irritado. Michael entornó los ojos.
—Durante siglos, los números representaron tanto ideas matemáticas como símbolos metafísicos —prosiguió Simone—, y estaban íntimamente entrelazados. Para los egipcios, los romanos y los griegos, simbolizaban los principios del mundo natural y los misterios del reino divino. —Le brillaban los ojos.
—Sí, gracias. Ya basta. Ahora pensemos. Si eres Danny y sabes que corres peligro, ¿cómo pasas información codificada? No pudo ser codificada de manera tradicional, pues él sabía lo que estaba en juego. Así que la ocultó en la Divina Comedia de Dante, sabiendo que nosotros desentrañaríamos el misterio.
—Entonces, realmente crees... —terció Simone.
Curtis soltó un gruñido profundo.
—Digamos, sencillamente, que estoy en medio de una intensa experiencia religiosa. —Metió una mano en el bolsillo y extrajo un bolígrafo y una hoja de papel. La dobló por la mitad y dibujó algo—. Los bancos y las cámaras acorazadas funcionan con un sistema de claves. Estas claves pueden valerse de números, letras o una combinación de ambos. Descartando el hecho de que tu hermano quizás escondiera físicamente, entre las páginas de un libro, un trozo de papel con un código que hemos pasado por alto.
—Un libro no —le corrigió Michael—, este libro. —Tocó con el pulgar la gastada cubierta—. Aunque los expertos hayan intentado ocultar las pruebas, te garantizo que Dante era un filósofo cabalista.
—¿Y eso qué importa? —preguntó Curtis, impaciente.
—Para los cabalistas, el estudio de los números era un ejercicio religioso —contestó Michael.
—De hecho, Dante les rinde homenaje diseminando por el poema una verdadera plétora de delicias numéricas —señaló Simone—. Sin embargo, la Cábala no se menciona en la Divina Comedia —añadió con voz adormilada.
—Esto es porque Dante estaba obligado por un voto de silencio en la hermandad secreta de los cabalistas en Italia —replicó el historiador de arcanos—. Hacia el 195 después de Cristo, Clemente, obispo de Alejandría, escribió a Teodoro, uno de sus canónigos, sobre un asunto muy delicado. Tenía que ver con una hermandad secreta no identificada que, según explicaba Clemente, era un grupo herético que se había encontrado con los escritos secretos de los cabalistas. Además, el obispo confirmaba que el secreto de los cabalistas era leído y revelado sólo a aquellos que estaban siendo iniciados en los grandes misterios.
—¿Los grandes misterios?
—Clemente no era tonto. Sabía muy bien que los egipcios y los griegos ocultaban conocimiento secreto en sus escritos e imágenes. Conocía los textos herméticos, los significados místicos contenidos en los números y las proporciones.
—En los cómics o en las teorías cósmicas siempre llega ese momento en que de repente empiezan a aparecer fórmulas matemáticas, que enseguida lo dejan a uno ciego —soltó tranquilamente Curtis, poniendo los ojos en blanco mientras, fuera, caía la nieve con una elegancia monótona y estéril.
—La Divina Comedia se compone de tres Cantos: Infierno, Purgatorio y Paraíso, que constan a su vez de treinta y cuatro, treinta y tres y treinta y tres cantos, respectivamente —explicó Simone—. El primer canto sirve como introducción a la Divina Comedia, de modo que cada cantiche tiene una longitud de treinta y tres canti.
»Treinta y tres cantiche, número 33, Árbol Cabalístico de la Vida. Hay treinta y dos caminos internos en el Árbol, y el camino exterior número treinta y tres es el que conduce a Dios. En el Infierno, Dante está espiritualmente dormido y perdido en un bosque oscuro. Se encuentra con Virgilio, el más grande de los poetas latinos. —Curtis se inclinó hacia delante, escuchando con atención—. Virgilio está interpretando la función que en las escuelas de la Cábala se conoce como «conductor de almas».
—Virgilio conduce a Dante a través del Infierno —aclaró Michael, que anotó rápidamente los diversos niveles del Infierno de Dante—: Hay nueve Círculos, más el Pozo de los Gigantes; 9 + 1 = 10. —Hizo una pausa—. Fíjate ahora en esta simetría. En el Árbol de la Vida existen diez sefirot o atributos. —Lo dibujó—. El Árbol también tiene una estructura de 9 + 1 = 10: Corona + Sabiduría + Conocimiento; Amor + Discernimiento + Compasión; Entereza Duradera + Majestad + Fundamento. El Reino está solo.
—Si Dante está haciendo una referencia críptica al Árbol de la Vida, entonces los treinta y dos caminos internos conducen inevitablemente al treinta y tres externo y a Lucifer, el Portador de Luz. Los treinta y tres cantos describen la experiencia de Dante en el lugar metafísico de la Tierra. — Simone Hizo una pausa—. Por no mencionar el elemento alquímico de la Tierra de Aristóteles.
—Ahora Virgilio guía a Dante por el Agua alquímica y hasta los alrededores del Purgatorio — siguió Michael—. Al final, tras encontrarse con cuatro clases de Penitentes Tardíos, llegan a la Puerta de San Pedro. Los penitentes y la puerta están ubicados en el elemento alquímico del Aire. Dante se queda dormido y sueña por primera vez. Se encuentran con el guardián, un ángel que golpea a Dante tres veces en el pecho y le pinta siete letras P en la frente. Esto es a todas luces un ritual de iniciación. En términos de misterio religioso, ha entrado en el Pronaos del Templo. Se ha trasladado al elemento alquímico del Fuego.
—Como Conductor de Almas, la tarea de Virgilio consiste en llevar a Dante al punto en que su Iniciador asuma el control —dijo Simone—. Se trata de Beatriz. Es muy significativo que el Iniciador de Dante sea una mujer. Aquí hay algo más que el masculino exterior compensado por el femenino interior, que un poeta entrando en contacto con sus sentimientos. Beatriz está ejerciendo el papel de Isis, la Reina del Cielo y la Sabiduría en los misterios helenísticos. Michael se volvió hacia Curtis.
—Esto es lo que Clemente descubrió e intentó evitar desesperadamente: que el secreto cabalístico sólo fuera leído y revelado a quienes estuvieran siendo iniciados en los grandes misterios de los poderes mágicos y los símbolos metafísicos.
—¿No lo ves? —exclamó Simone—. Lo increíble está siempre enraizado en lo creíble. La estructura de la Divina Comedia concuerda perfectamente con la Cábala.
—Si Dante tenía en mente la Cábala, también conocería el número místico cabalístico 142857, que deriva de un antiguo dibujo de nueve líneas llamado eneagrama. En sentido figurado, el eneagrama es un mandala new age, una puerta mística de entrada a la tipificación de la personalidad. El dibujo se basa en la creencia en las propiedades místicas de los números siete y tres. Consta de un círculo con nueve puntos equidistantes en la circunferencia. Los puntos están conectados mediante dos figuras: una conecta el uno con el cuatro, con el dos, con el ocho, con el cinco, con el siete, y otra vez con el uno. La otra conecta el tres, el seis y el nueve. La secuencia 142857 se basa en el hecho de que dividir siete entre uno produce una repetición infinita de dicha secuencia.
—Danny mencionó que la cuenta secreta sólo podía abrirse mediante una combinación de cifra y palabras —explicó Simone—. La cifra podría ser 142857. Seguro que ya sabéis cuáles son las palabras.
—Árbol de la Vida —dijeron los tres al unísono.
Los primeros rayos de luz comenzaban a filtrarse, trazando curvas sinuosas. Unos pasos apresurados en la calle, el impermeable con hombreras de gotas. Una Nueva York siempre viva, incluso a esa hora temprana o tardía, llena de sonidos confusos, de cantos y silbidos, que se elevaban por encima de la luna. Se acercaba el alba, y todos los árboles se inclinaban hasta el suelo, doblando las rodillas en silenciosa adoración.
Michael dejó la ventana entreabierta y oyó la música de una banda tocando en algún sitio, no muy lejos.
22
—Fuera de estas cuatro paredes, ¿alguien sabe algo de esto? —preguntó Harriman, el antiguo secretario del Tesoro.
—Un antiguo periodista desempleado —repuso el hombre de la CIA.
—Esto es un oxímoron, Henry. ¿Estaba haciendo algo útil antes o después de desvelar los hechos?
—He dicho «un antiguo desempleado» porque está muerto —aclaró con gravedad el de la CIA —. Encontraron su cadáver en la habitación del hotel donde se hospedaba. El informe final está pendiente.
—¿Pendiente? —preguntó el secretario—. ¿Cuándo murió?
—Hace nueve días. Según la policía, fue un suicidio.
—¿Estuvimos implicados en la operación?
—¿Es una pregunta?
—Eso parece.
—Antes nunca querías saber nada.
—¿Hay eco o estoy oyendo voces? Quiero saber por qué antes no la habías cagado tanto como ahora.
— Se supone que era una operación «en mojado» llevada a cabo por la Sección Consular — replicó Lovett.
—Sólo que...
—Sólo que alguien se nos adelantó.
No hubo ninguna reacción. El hombre del Departamento de Estado sacó un sobre de papel manila del bolsillo superior de su chaqueta hecha a medida. Lo abrió y entregó el contenido al secretario del Tesoro. Harriman lo examinó entre suspiros. «Dios santo...» Era la fotografía de un cadáver desplomado en una bañera y con las muñecas ensangrentadas. Había una botella medio vacía de una bebida no identificada derramada por el suelo. Se la devolvió a Lovett sin decir palabra.
—¿Alguien nos la ha jugado? —La idea de una posibilidad tan burda persistió en el ambiente.
—Es muy poco probable. Las personas al corriente están en esta habitación —dijo Lovett acto seguido—. Y todos los presentes tendríamos mucho que perder si esto estallara.
—¿Qué hay de nuestros agentes sobre el terreno? —preguntó Harriman.
—Negativo —repuso Lovett—. Era una operación secuencial. Lo cual significa que estaban trabajando siguiendo órdenes ciegas. Compartimentación total de los datos.
—Con todo, el periodista está muerto.
—Y el contacto se ha perdido —añadió Lovett.
—¿Cuánto sabía?
—Bastante, o al menos eso pensaba alguien —señaló el banquero—. Supongamos que se asustaron. —Intentó sonreír pero no pudo.
—Exactamente, Ed. Se asustaron. Así que van y matan a un hombre por si acaso sabía algo. — Empujó la foto en dirección a Edward McCloy.
—¿Es tu valoración profesional, Ed? —Se mordió el labio y asintió en dirección a McCloy.
—Me aventuraré y les diré lo que imagino que pasó —terció el antiguo secretario del Tesoro, que hizo una breve pausa—. Seguro que nadie vio ni oyó nada. Y también que la puerta estaba cerrada por dentro, y que quien lo hizo no dejó huellas ni se encontraron trazas de veneno en el cadáver. ¿Qué tal voy, Henry?
—Rozando la perfección.
—Eso mismo creo yo —dijo el antiguo secretario. Su reputación era tan turbia como diáfana su mirada.
—Si presuponemos que ninguno de nosotros es responsable, dejemos un rato a quien lo hizo. — Lovett se levantó y caminó hasta la pared más alejada—. ¿Cuánto sabíamos sobre las actividades del periodista?
—Le hicimos advertencias serias hace unos tres meses —dijo Stilton.
—¿Cómo?
—¿Debo explicarlo con detalle, JR?
—No, me lo imagino... —contestó Reed.
—Ha dicho que estaba investigando. ¿Toda la operación o ciertas partes de la misma? —inquirió el antiguo secretario.
—Empezó con los aspectos económicos de PROMIS y luego lo amplió a programas comerciales derivados, bancos y operaciones en el extranjero. Entonces es cuando tomamos medidas drásticas.
El secretario soltó un silbido suave, in crescendo, del tipo que emite un hombre al que han cogido por sorpresa.
—Operaciones en el extranjero es un concepto muy amplio. Conlleva demasiadas operaciones en demasiados países.
—¿Significa esto que habría necesitado dinero?
—Exacto.
—Pero ha dicho que estaba sin empleo. —Miró directamente a Stilton—. ¿De dónde venían sus fondos?
—No lo sabemos. Pero sí parece que llevaba una vida modesta. Tenemos todos sus extractos de cuentas, facturas de teléfono, impuestos, alquiler, todo.
—Un periodista que vive al día no hace operaciones en el extranjero. Es demasiado para su bolsillo. ¿Cuántas veces ha estado fuera del país en los dos últimos años?
—Cero. Ninguna. Nada de valor. Nada de nada. Por eso creemos que actuaba solo. Hace unos seis meses intentó pedir prestados veinte mil dólares al First National Bank.
—¿Y?
—Su solicitud fue rechazada. —Stilton cogió una carpeta amarilla y sacó de ella un folio—. Ningún empleo remunerado.
—No obstante, alguien consideró prudente quitarlo de en medio y hacer que pareciera un suicidio.
—¿Hay alguien de quien debamos preocuparnos? ¿Alguien que esté metiéndose en nuestro territorio? —preguntó Henry Stilton.
—Es una teoría interesante. —Lovett miró a Harriman y a Taylor.
—En el transcurso de su investigación, ¿con cuántas personas habría establecido contacto el periodista? —preguntó Harriman.
El hombre de la CIA cogió otra carpeta, ésta de un amarillo brillante, y extrajo de ella otro folio.
—Ciento ocho —contestó. Harriman asintió en silencio.
—Supongamos que una de estas personas se enteró de algo, o sospechó algo —dijo Taylor—. Algo valioso, que pudiera proporcionarle..., proporcionarles, una riqueza incalculable... ¿Estamos de acuerdo?
—Se sabe que el chico siempre llevaba consigo una maleta llena de documentos, enfrentando a una parte interesada con otra —dijo Lovett.
—Un sistema ideal para que te maten —apuntó Reed.
—¡Hay que admitir que el muchacho tenía huevos! —exclamó Stilton—. Un gilipollas, pero con huevos.
—Veo que la virilidad es una cuestión importante para ti, Henry —dijo McCloy con una sonrisita de complicidad.
—Sin embargo, según el informe de la policía, la habitación de Shawnsee estaba vacía —lo interrumpió Lovett—. Ni maleta ni documentos —añadió con tono categórico—. Lo que sí sabemos es que realizó más de sesenta llamadas telefónicas a dos personas en sus últimas treinta y seis horas de vida. —Hizo una pausa significativa—. A alguien de Arlington.
—¿La CIA? —gritó McCloy.
—Ésta es la primicia que buscábamos —dijo Reed con tono burlón.
—Ya probamos por ahí, pero no hubo suerte. La pista se pierde en la puerta. Una ruta localizable sólo hasta un único complejo telefónico en Arlington, la autorización verificada mediante código, y una llamada realizada sobre la base de la seguridad interna. Ni diario, ni cinta, ni referencia de la transmisión —agregó Stilton con tono sombrío. Lovett se dejó caer en la silla.
—La autorización siempre puede localizarse a través del código. En este caso, el destinatario o director de Operaciones Consulares —dijo Harriman.
—Salvo que alguien se tomara la molestia de evitar las Operaciones Consulares desviando la llamada a otra entidad situada fuera de la Agencia. —Hizo una pausa y observó el bloc que tenía delante.
—¿Fuera de la Agencia? ¿Y dónde estaría esta entidad? —preguntó Lovett.
—En la cuenca del Pinto —respondió Stilton, reclinándose en la silla.
—¡La cuenca del Pinto! —exclamó Reed—. Qué demonios... —Se detuvo a media frase. Miró a Lovett—. Scaroni. Ese hijo de puta...
—Hay un detalle que aún no hemos examinado —terció Taylor, interrumpiendo el último arrebato—. Supongamos que le pagamos. Él devuelve el dinero a cambio de una recompensa económica ingresada en cuentas ciegas de Zurich, Berna, Bahamas o las islas del Canal, donde le resultarían accesibles. Le procuramos todos los códigos y contracódigos necesarios para que pueda verificar los depósitos cada vez que lo desee. Recuperamos el dinero. Él sale de la cárcel y al instante pasa a ser el hombre más rico del mundo. Sin resentimientos. Podríamos incluso ponerlo por escrito.
—Con una condición —señaló Reed—. Que lo mantenga en secreto.
—Scaroni no aceptará. La riqueza se mide con el tiempo que uno tiene para disfrutarla. Sabe que no dispondrá ni de cinco minutos —dijo Harriman—.¿Confiaría Scaroni lo bastante en el periodista para dejarle tener la cuenta bancaria como respaldo? Por si le pasaba algo...
—Negativo —replicó el hombre del Departamento de Estado.
—Estoy de acuerdo —afirmó Stilton—. Es un juego de alto riesgo. Uno no comparte información con gorrones al acecho.
—Y desde luego mantiene el círculo de confianza en el mínimo común denominador. Es decir, en uno mismo. —Taylor se puso en pie.
—De modo que volvemos a estar en el punto de partida —terció Reed.
—La verdad, Bud, sin ese dinero estamos en un río de mierda —lo corrigió Harriman.
—Alguien más está intentando encontrar el dinero. La diferencia es que ellos llevan más tiempo buscando, y probablemente saben bastante más que nosotros —indicó Taylor.
—Como apunte final, caballeros, sólo decir que, a menos que encontremos el dinero perdido, el sistema financiero mundial se irá a pique. Esto provocará la mayor quiebra económica de la historia, superando en mucho a la desintegración de la Banca Lombard en 1345, que acabó con buena parte de la civilización europea —susurró Harriman con su acento del Medio Oeste.
La reunión había terminado, y los asistentes empezaron a despedirse. David Alexander Harriman III se acercó tranquilamente a James F. Taylor mientras los demás se estrechaban las manos con gravedad.
—He dado a mi chófer el día libre. ¿Le importaría llevarme a la oficina? —dijo en voz baja.
—Será un placer —contestó el vicepresidente de Goldman Sachs.
El sedán circuló por Way Street, una zona residencial de las afueras de Washington, aminoró la marcha en un cruce, dobló a la izquierda y enseguida se fundió en el tráfico de la autopista. Los dos hombres hablaron breve y superficialmente, echándose frecuentes miradas. De pronto se quedaron callados.
—Mantengamos informado a nuestro hombre en Roma. Nos vendrá bien.
—Es un idiota —replicó Taylor, mirando a Harriman.
—Y un fanático. En algún momento quizá necesitemos que nos cante El himno de la batalla de la República mientras se pone por nosotros en el punto de mira. —Volvieron a quedarse callados.
—¿Y qué hay de la hermana y los otros dos?
—Esperamos y miramos con paciencia y discreción. Podemos aprender mucho. Siempre hay tiempo para actuar.
—Estoy de acuerdo. Hasta ahora no han conseguido nada —susurró Taylor.
Harriman sacudió la cabeza.
—Creo que sí han conseguido algo. Lo que pasa es que aún no lo saben —precisó mirando al frente.—
¿Por qué tengo la sensación de que sabe usted más de lo que cuenta?
—Por ahora es sólo esto..., una sensación —fue la respuesta del anciano. Taylor entornó los ojos, examinando el semblante del otro en busca de pistas.
—¿Puede aclarármelo?
—El hombre invisible.
—¿Está aquí?
—Llegó hace unos días de París.
—¿Aquí?
—Allí.
—Pero ¿cómo hizo usted...?
—Informantes en Roma. ¿Cómo si no?
—Uno no interroga a los informantes tan a fondo.
—Ya lo creo que sí.
—Entiendo —dijo Taylor haciendo una mueca—. Pero ¿y Scaroni?
—Me sorprendería. Es un peón. Quien sea, vino de algún sitio..., y se esfumó.
Taylor le contestó con un silencio. Su rostro expresó preocupación y desdén.
—¿Para quién? —Taylor volvió a guardar silencio. Se recostó en el asiento, estiró las piernas y miró por la ventanilla.
Una ligera llovizna acariciaba suavemente el techo del sedán, salpicando el parabrisas. Echó un vistazo al hombre sentado a su lado. Harriman estaba absorto en sus pensamientos.
—Oigo a un hombre del pasado, un hombre que nunca fue. —Se puso a recitar una vieja nana—: «Mientras subía la escalera, me encontré con un hombre que no estaba allí. Hoy otra vez no estaba...»
—«Ojalá, ojalá él hubiera venido a jugar.» —Taylor sonrió, burlón, tras citar incorrectamente el último verso.
—Jim...
—¿Señor secretario?
—Por ahora no mencionemos Roma. Hasta que las cosas estén más claras.
James F. Taylor esbozó una leve sonrisa. Su madre, la de la «F» de la inicial, lo hubiera aprobado.
Continúa aquí.
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