43
Robert Lovett pulsó suavemente el timbre, que fue seguido de un brusco «bum» cuando los otros se amontonaron a su espalda. Se sonó la nariz en un pañuelo y no pudo reprimir un convulsivo bostezo. Los saludó discretamente una voz algo apagada, a la que siguieron unas pisadas firmes. Un chasquido. La llave giró y se abrió la puerta.
—Caballeros. —Era más una orden que una invitación.
Los cuatro hombres entraron en el estudio en silencio. David Alexander Harriman III encendió la luz, y las sombras negras desaparecieron, proyectando su tono pardo en el linóleo rosado, en los estantes de madera que cubrían las paredes y en las hileras de libros. Por las ventanas de cristal cilindrado entraba la suave luz de una luna nueva, reflejando la tenue incandescencia de la noche. Un páramo silencioso. Una noche para recordar.
—Supongo que se han enterado. —Harriman tiró sobre la mesita de caoba una edición de última hora del Washington Post. Miró a Lovett—. Creo que tendría mejor aspecto si durmiera un poco.
Lovett se sentó en un mullido sillón y volvió a sonarse la nariz.
—Han sido unos días muy largos —dijo.
—Esta mañana he leído lo de Belucci. Dicen que es un atraco —comentó Ed McCloy, representante del cártel bancario—. ¿Son los mismos que se cargaron a nuestro Reed? —preguntó tirándose enérgicamente de una oreja.
—No, Ed, a Reed nos lo cargamos nosotros, y a menos que tú sepas algo que nosotros no sepamos, lo de Belucci fue obra de otro —explicó Henry L. Stilton, director adjunto de la CIA, inclinándose hacia delante y quitándose un cojín de debajo.
—¿Qué sabes, Henry?
—Está en el Mount Sinai. Según los rumores, su estado oscila entre grave y crítico.
—De momento no irá a ninguna parte. A ver si el destino nos echa una mano. De lo contrario...
—Se aclaró la garganta—. Entretanto tenemos asuntos que atender. —Harriman cogió un vaso, echó en él un par de cubitos de hielo y lo llenó de bourbon. Su tono era reposado y despreocupado—.¿Robert?
Los cuatro hombres contuvieron la respiración cuando Robert Lovett, oficialmente analista de alto rango del Departamento de Estado, aunque más conocido como agente encubierto en la Unidad de Estabilización Política (una rama de los servicios de inteligencia conocida como Operaciones Consulares), explicó sus conclusiones sobre el diagrama de conexiones de Danny Casalaro, incluidas las ciento ocho fuentes con las que el fallecido periodista había contactado durante su investigación.
—Se han analizado y descartado ciento cuatro por diversas razones. Tres habían muerto por causas naturales, y lo que sabían o sospechaban las demás, todas legítimas, tenía relativamente poca importancia. Hemos examinado a conciencia diarios telefónicos, cargos de tarjetas de crédito, extractos bancarios, relaciones personales y profesionales, cualquier cosa que pudiera revelar algún conocimiento previo de la situación real. Nada.
—¿Y los cuatro restantes? —preguntó el antiguo secretario del Tesoro con ojos perspicaces.
—Uno es Scaroni. El otro, Mike O’Donnell.
—La mano derecha de Belucci —añadió James F. Taylor, que lucía un jersey blanco de cuello vuelto bajo una chaqueta de tweed.
—¿Alguna novedad al respecto? —inquirió Harriman vagando la mirada de un lado a otro.
—Mientras hablamos está siendo interrogado —dijo un hombre de la Unidad de Estabilización Política.
—Estupendo. Ténganos al corriente.
—El tercer hombre es un fiscal honrado. El pasado año encabezó la acusación del gobierno contra los narcotraficantes colombianos...
—Algunos de los cuales tuvieron la mala pata de ser grabados por el FBI mientras pasaban su mercancía a agentes camuflados —señaló Stilton—. Conozco a ese hombre. Unos tipos de la mafia intentaron comprar su silencio, y los metió en la cárcel.
—Hay algo que debes saber, Henry. Está previsto que este fiscal testifique a favor de Scaroni en el juicio.
Harriman se puso en pie y esbozó una sonrisita.
—Siempre hay un alma cándida que cree que un hombre puede cambiar el rumbo de las cosas. Y entonces hay que matarlo para sacarlo de su error. —Miró a Stilton—. Es el fastidio de la democracia.
—Creo que deberíamos hacer una visita a ese fiscal —dijo Taylor.
—Espero que el siguiente sea nuestro topo de la CIA. —Harriman no iba a aflojar.
—He dejado lo mejor para el final —dijo Lovett, lleno de sombría satisfacción.
—¿Quién? —insistió Harriman.
—Hagamos memoria. No lo encontrábamos porque había una ruta que sorteaba Operaciones Consulares, una autorización verificada por código y una llamada realizada sobre la base de la seguridad interna. —Lovett se desabrochó la americana marrón de lana y poliéster.
—No había diario, cinta ni referencias de la transmisión. Sí, me acuerdo —señaló McCloy.
—Pero encontramos el punto débil. —Miró alrededor con aire satisfecho—. Las líneas con autorizaciones por código tienen un nivel 28A-40J de acreditación. Ésta es su denominación técnica. Es el caso sólo de las personas con Tres Cero y Cuatro Cero.
—Salvo por razones de seguridad, no se identifican con nombres sino con números —dijo Stilton—. ¿Cómo lo conseguiste?
—Aislamos a todos los candidatos potenciales Tres Cero y Cuatro Cero y comprobamos su paradero en el momento de la llamada. Esto nos proporcionó una contraseña de conocimiento cero a efectos de verificación. Como es sabido, caballeros, para los casos de emergencia nacional existe en intranet un sistema de verificación de acceso limitado creado para operaciones conjuntas con otras agencias. Gracias a este sistema, obtuvimos un listado abreviado de personal que nos brindó una confirmación de máximo nivel. Tras una simple solicitud a los Servicios de Inteligencia Conjuntos, conseguimos una fotografía digital de las dos únicas personas que pudieron haber hecho la llamada. Una estaba siendo sometida a una operación de apendicectomía, hecho confirmado por el personal médico de Bethesda y cámaras de circuito cerrado, tanto en Langley, donde el hombre sufrió el ataque mientras andaba por el pasillo, como en Bethesda.
—¿Y el otro?
—El otro es una acreditación Cuatro Cero de nuestra subestación de Nueva York.
—¿Sabes, Robert? Casi he entendido todo lo que acabas de decir. —Harriman ladeó la cabeza —. El nombre, por favor.
—Brandon Barry Kumnick. —Lovett sacó una fotografía del sobre de papel manila. El ex secretario de Estado alcanzó el teléfono.
—¿Jean-Pierre?
—Oui?
—Soy David Harriman. Tengo una misión que requiere su atención inmediata.
—Estoy a su servicio, señor secretario.
—Será recompensado con generosidad.
—Como de costumbre, tratándose de usted.
—Recibirá la foto de un hombre. Averigüe qué sabe. Luego elimínelo. Lo antes posible.
Harriman se acercó a la unidad de entretenimiento que había de pared a pared y encendió el televisor.
—Stephanie, ¿qué cuentan las fuentes de la Casa Blanca?
—Lou, si alguien tenía dudas de que este voraz mercado bajista estará con nosotros mucho, mucho tiempo..., los acontecimientos de esta semana deberían disiparlas por completo. Primero, sólo ayer, el Dow Jones llegó a un nuevo mínimo en veintiséis años, superando los mínimos de los peores días de la crisis bancaria del año pasado. Segundo, esta semana Martin Ship, presidente de la Reserva Federal, ha revelado que las promesas iniciales de que este año la economía estadounidense iba a crecer quedarán en nada. Al revés, ahora avisan de que la economía de Estados Unidos seguirá hundiéndose hasta niveles que no se veían desde la Segunda Guerra Mundial. Tercero, los inversores han rechazado el plan de estímulo del gobierno al votar con los pies: en los dos meses transcurridos desde que el presidente asumiera el cargo y empezara a exponer sus planes para estimular la economía, los precios de la Bolsa han bajado más de un cuarenta y uno por ciento.
—Stephanie, ¿hay alguna luz de esperanza en todo esto?
—Bueno, veamos. Las acciones de General Motors caen un veintidós por ciento, a 1,56 dólares, niveles que no se veían desde hace setenta y un años, lo que coloca su capitalización de mercado por debajo de cien mil millones de dólares. Esto va a doler.
—¿Y los bancos?
—¿Luces de esperanza en los bancos, Lou? Las acciones de Bank of America han alcanzado un nuevo mínimo, y las de CitiGroup se han desplomado llegando al nivel más bajo en veintiocho años, mientras los dos gigantes financieros se enfrentan a su desaparición ante la incapacidad del gobierno para mantener a flote el barco que se hunde. Perdón por el juego de palabras.
—Gracias, Stephanie.
—En el ámbito internacional, hoy se ha disuelto el gobierno de coalición de Letonia, lo que agrava las turbulencias políticas del país báltico, en un momento en que su economía se halla sumida en una grave crisis y los inversores están cada vez más preocupados por la situación en Europa oriental. En enero, Riga, la capital, se vio sacudida por protestas contra la política económica. El hundimiento del gobierno letón se produce sólo semanas después de que dimitiera el gobierno de Islandia ante la abrumadora crisis que ha desmantelado la economía de la isla, y menos de una semana después de que el presidente lituano y el primer ministro estonio presentaran su dimisión tras perder la votación de una moción de confianza.
—Están viendo la Crónica de Lou Dobbs en la CNN.
De repente, todo se difuminó en un orden silencioso, pero allí estaban los cinco, en la intensa negrura de una noche de invierno a altas horas, sentados en el estudio y paralizados por lo que acababan de oír en la tele.
—Si no encontramos el dinero, nada de eso tendrá la mínima importancia —soltó Harriman con las manos a la espalda y cara de asco.
—Estamos haciendo lo que podemos —dijo Edward McCloy, encogiéndose de hombros.
—Ed, llevamos una década comprando empresas de todo el mundo mediante fusiones y adquisiciones, utilizando testaferros, acaparando los mercados mundiales y manipulando precios con cuentas espejo al margen de los libros de contabilidad. Y todo mediante un programa de creación de dinero llamado CTP. Con la economía mundial viniéndose abajo, nuestra inversión inicial ha perdido su valor, y nuestra garantía subsidiaria ha sido requisada porque un antiguo empleado del gobierno que verificaba un programa informático se encontró con cuentas secretas que contenían billones de dólares en fondos de reptiles slush funds. Así que ya lo ves, Ed, tenéis que hacerlo mejor.
44
—No puedo seguir con esto, Curtis. Tarde o temprano lo descubrirán. Y no soy un servicio de información telefónico. Sabiendo lo que sabes, me sorprende que todavía respires.
—En cuanto a si llego o no a la semana que viene, en Londres las apuestas están tres contra cinco.— Corta el rollo... Vaya día más asqueroso, y aún no ha empezado. Un perro callejero se me ha meado encima y una paloma se me ha cagado en la manga de la camisa.
—Dicen que trae buena suerte.
—¿Qué demonios es esto de llamarme a las siete de la mañana?
—Ya conoces el refrán, a quien madruga Dios le ayuda. Barry, tú siempre has estado al pie del cañón desde que te conozco...
—Hace diecisiete años, lo sé. Siempre me dices lo mismo cuando necesitas un favor. A este ritmo, aunque aparezcas ante mi puerta con el mono de pavo real de Elvis, seguirás estando en deuda conmigo.
—Calla un momento, mira el panorama y encuéntrame un hilo. Casalaro, Octopus; dieciséis testigos japoneses de la Segunda Guerra Mundial, el Vaticano, oro, Lila Dorada; CTP, Reed; y ahora Cristian Belucci con el regalito de un asesino psicópata francés que recita poesía. Sin embargo, no hay ninguna lógica que vincule alguno de estos elementos a una causa común. Reed es parte del cártel...
—Era.
—Reed formaba parte del cártel con algunos capullos poderosos, pero alguien creyó oportuno quitarlo de en medio. Nada tiene sentido. ¡Es un galimatías!
—Curtis, chico, tómate un calmante. Yo lo hago, y obran milagros. ¿Cómo crees que he conseguido estar enterrado aquí tanto tiempo?
—Tómate tú el calmante, Barry. Y luego Belucci, vicepresidente del Banco Mundial y uno de los hombres más ricos del mundo, es tiroteado en su garaje en mitad de la noche. Su Bentley está intacto, así que descartemos el atraco.
—No obstante, la prensa está dando la lata con el rollo del caco que quiere robar a un banquero y la pifia.
—Exacto. Lo que me preocupa es la secuencia de los hechos, Barry. Aunque Reed y Belucci están en polos opuestos, los dos atentados son demasiado seguidos.
—Dos banqueros. Ambos ricos, ambos en puestos destacados, aunque, como es obvio, si hablamos de Cristian Belucci la riqueza es un término relativo. Fue cuestión de horas, ¿no?
—Menos de un día. Están igualmente en las antípodas. Sin embargo, la matriz de probabilidad me dice que quien mató a Reed también disparó a Belucci. ¿Por qué?
—¿Un asesino en serie de banqueros? ¿Un propietario contrariado?
—¡Barry!
—Vale. Me pides un hilo. No creo que a las siete de la mañana pueda darte ninguno, pero sí algo parecido. —Kumnick se reclinó en la silla giratoria y luego se olió la manga de la camisa—. Asqueroso.
—¿El qué?
—La mierda de pájaro. Huele a vomitona de bebé de tres días, pero, claro, como no tienes hijos, tú de eso qué sabrás. —Puso los pies sobre la mesa—. La primera vez que me hablaste de Danny Casalaro dijiste que estaba a punto de vincular a algunas de las personas más ricas del mundo con una red de actividades criminales llevadas a cabo a lo largo de los últimos sesenta años. ¿Cuál es la premisa? Que unos cuantos de estos tíos ricos lo querían muerto, ¿no?
—Ésta es la premisa, de acuerdo —admitió Curtis—. Al principio no me lo creí. Pero tras analizar las notas de Danny, descubrimos una red de engaños que no estábamos buscando.
—¿Por eso llamaste a Reed?
—Sí, para hacer salir a la luz a los demás, sin esperar encontrarme un cártel global de gente del gobierno, servicios de inteligencia, mafia y criminales que no se conocen entre sí pero que están coordinados por una serie de controladores, que, a su vez, están coordinados desde arriba en su escalafón. Y encima de todos, Octopus. Así los llamaba Danny.
—Ocho pies, ocho corazones. No puedes ser asesinado y morir de inanición. Me gusta el simbolismo.
—Y entonces le dije a Reed que la información interesaba a otro grupo capaz de volarle la cabeza a Octopus.
—Éste es el escenario de fondo, ¿no? La lógica está ahí. Danny lo tenía. Ahora lo tienes tú. Eres el intermediario, y lo que quieres es dinero. Descubres algo importante. No es nada personal —dijo Kumnick con total naturalidad.
—Reed estaba dispuesto a ceder. Y entonces van y lo matan.
—Como si alguien estuviera mirando y escuchando —añadió Kumnick.
—Si estaban vigilándolo, entonces sabrían que estaba dispuesto a ceder —dijo Curtis pensativo, con una voz que denotaba algo más que incertidumbre.
—Alguien en alguna parte estaría alerta. Reed era un peso pesado. No podían permitirlo, está claro, Curtis. Alguien del Consejo entendió enseguida quiénes eran sus miembros vulnerables.
—Y entonces disparan a Cristian. No había pasado un día.
—Tuvo que haber una polinización cruzada en algún sitio.
—¿Una qué? —soltó Curtis.
—Te robaron el escenario, muchacho. Estaban mirando y escuchando. Si Reed forma parte del Consejo, y el Consejo forma parte de Octopus, entonces otro grupo está utilizándote para que te hagas con el control de los asuntos de Octopus. Ojo por ojo, diente por diente. Reed, y luego Cristian. El ataque a Belucci lo demuestra, a menos que le disparases en el garaje para no dejar rastros mientras alguien como tú y con tu acento estaba en el despacho de Armitage hablando de Lila Dorada.
—Barry, en mi vida he conocido a nadie con un humor tan enfermizo.
—¿Cómo crees que aguanto el día?
—¿Con drogas?
—Y mi pervertido sentido del humor. Te tienen exactamente donde quieren, sólo que tú no sabes nada de ellos, y todos sus actores principales y secundarios están desplegados.
—Encaja. Algo simplón, pero encaja.
—Hay más, al menos desde mi posición estratégica. Es de veras interesante.
—Soy todo oídos —dijo Curtis.
—Octopus y los de arriba.
—¿Quién demonios es más poderoso que esa gente?
—Escúchame, Curtis. De momento, sólo es una teoría, llena de adjetivos viriles y bravatas. A ver si podemos separar lo que es importante de lo que es simplemente cierto. Tú eres de las Fuerzas Especiales, ¿no? Quiero decir, ésta es tu formación.
—Décimo Grupo de las Fuerzas Especiales.
—¿Cuál es el emblema de la unidad?
—Un Caballo de Troya rodeado por tres flechas que giran en círculo.
—¿A qué te dedicabas?
—A interrogar a los presos y simpatizantes más duros de Al Qaeda. HVS, es decir, sujetos de alto valor. —Hizo una pausa, como si le hubiera alcanzado un rayo—. Operación Caballo de Troya.
—Exacto. Tu anterior destino estaba en Fort Devens, Maryland...
—Sede del Centro de la FEMA, conocido como Centro Troyano —precisó Curtis, cuyos pensamientos iban tras las palabras de Kumnick.
—¿Ves el patrón? Simbolismo: mientras Troya dormía, los griegos entraron metidos en el caballo. Una vez dentro de la ciudad, salieron y masacraron a la gente. ¿Me has seguido hasta aquí?
Curtis asintió despacio con una sombría resolución en el rostro.
—Hasta aquí.
—Ahora rellenemos los espacios en blanco. Mientras andabas por ahí intentando desenmarañar todo esto, alguien muy poderoso se ha cruzado en tu camino.
»Tenías a un observador de primera y ni siquiera lo sabías, artillero... Era la póliza de seguros del japo... Sólo que alguien introduce de forma discreta y silenciosa a su propia gente en la operación y lo vuelve todo del revés. Alguien que sabía lo que se proponía el Consejo y por qué. Alguien con sus propias razones para mantener al anciano con vida.
—Mientras Norteamérica duerme, se está construyendo el Caballo de Troya conocido como FEMA.— Ley marcial y toda esa gilipollez del fin del mundo —añadió Kumnick.
—Cuidado con el reformador moralista —señaló Curtis haciendo crujir los nudillos de su mano derecha.
—Aún no he terminado. Recuerda el simbolismo —dijo Kumnick—. Un Caballo de Troya rodeado por tres flechas girando en un círculo. Ahora proyecta su imagen simbólica en un significado verbal.—Un Caballo de Troya que surge de las tres flechas girando en un círculo... ¡Dios santo! El logotipo de la Comisión Trilateral. El gobierno mundial.
—Exacto. Tres flechas girando que representan tres mercados dirigidos por los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas —dijo Kumnick.
—Las Américas.
—Es decir, Estados Unidos.
—Asia.
—Esto sería China.
—Europa, representada en la ONU por Rusia, Reino Unido, Francia.
—Mientras la economía mundial se viene abajo y queda para el arrastre, controlas a la población en tres frentes: las Américas, Asia y Europa. Y mediante tres mercados: Hong Kong, Wall Street y el ámbito económico europeo. Éste sería el primer nivel de control.
—Los presidentes y primeros ministros dirigen países individuales bajo tres mercados de la Comisión Trilateral, controlados realmente por las quinientas empresas de Fortune —agregó Curtis pensando en voz alta.
—Ésta sería tu Sociedad Anónima Mundial. Segundo nivel de control.
—Cuanto más fuertes sean las quinientas empresas de Fortune, más fuerte será su mercado.
—El mercado es Octopus —terció Kumnick—. Tres flechas, tres mercados, tres áreas. Tres. El número sagrado de la trinidad.
—¿También tú? —protestó Curtis, pensativo—. Encaja. Una teoría simplona de la conspiración, pero encaja.
—Esto es diferente porque estamos enfrentándonos a personas reales y crímenes reales. Por no hablar del lamentable hecho de que los medios de comunicación utilizan la expresión «teórico de la conspiración» para estigmatizar a todo aquel que hable de ella. Bien, ¿qué tal si de la conspiración extraemos una teoría? Después de todo lo que dijiste de Octopus, hice algunas comprobaciones.
—Adelante, hijo de Elvis.
—¡Imagínate! —Suspiró—. Los tres mercados en uno bajo el control de la Comisión Trilateral. ¿Qué te sugiere esto?
—La teoría del gobierno sobre el Nuevo Orden Mundial.
—Correcto. Para poner en marcha cada mercado habría que controlar, poseer o influir en cuatro cosas: servicios de inteligencia, fuerzas armadas, bancos e inteligencia artificial. Adquirir legalmente los cuatro sería difícil...
—¡A menos que se formara un Octopus de hombres que trabajaran con vistas a ese objetivo!
—¡Santo Dios...! —interrumpió Curtis en estado de shock.
«Toda esta sopa de letras de agencias participa en la actividad de generar beneficios espectaculares corriendo muy poco riesgo... Es un método de creación de dinero que ningún sistema de supervisión o rendición de cuentas es capaz de poner en evidencia... De todos modos, quien lo pusiera en marcha tenía que estar en un nivel alto», pensó Curtis, y prosiguió:
—Pero no se puede hacer sólo por la fuerza.
—Tampoco haría falta —replicó el analista de la CIA con una acreditación de máxima seguridad—, si tienes en las yemas de los dedos la más sofisticada inteligencia artificial del mundo.
—PROMIS.
—Exacto.
—Al final es esto, ¿no? —dijo Curtis, cerrando los ojos y masajeándose la parte posterior del cuello con la palma de la mano derecha. Por su cabeza cruzaron imágenes reales e inventadas—.Barry, ¿puedes concederme alguna otra prebenda?
—Eres un caradura, Curtis —soltó el analista, con los ojos prácticamente girando en las órbitas —. Ésta es la última vez. Y no quiero volver a oír que me llevaste a cuestas dieciséis kilómetros con mi pierna rota por las montañas de Waziristan para ponerme a salvo. Punto final, ranger. Se te ha acabado el crédito.
—Gracias, amigo. Estoy en deuda contigo.
—Curtis, cada vez que dices esto me meto en un lío.
—PROMIS era un proyecto supersecreto salido de la NSA.
—En Vint Hill Farm, Manassas, Virginia. —Hizo una pausa, meditando sobre algo obviamente importante y delicado—. Con cierto solapamiento por parte de la Agencia. Pero ¿por qué preguntas? Yo ni siquiera quiero saberlo.
—Barry, será el último favor que te pida. Tienes la palabra del Décimo Grupo de las Fuerzas Especiales. Necesito...
—Oh, no —le interrumpió Kumnick—. Curtis, el sudor frío y la urticaria me tienen frito. Figúrate lo que sería este favor de despedida.
Curtis se quedó callado, tenía la cara y el cuello perlados de sudor. Podía tocar la verdad con la punta de los dedos, pero necesitaba desesperadamente...
—... el nombre del capitoste de Langley que lo hizo.
—¿Qué? ¡Ni hablar! Es una acreditación Delta. ¿Sabes cuál es el castigo por buscar sin autorización en los archivos Delta? Treinta años de cadena perpetua. Me resultaría más fácil sacar de este edificio al Yeti, a E.T. o al maldito monstruo del lago Ness que conseguirte esta información.
—¿Has acabado? —Curtis echaba chispas por los ojos.
—Me temo que el que ha acabado eres tú. Lo llaman el hombre invisible. ¿Sabes por qué?
—¿Porque bebe pociones mágicas y anda por ahí con una bolsa sobre la cabeza?
—Porque en el mundo apenas un puñado de personas le han visto la cara, y tú quieres que te lo sirva en bandeja y extienda una velluda alfombra roja de bienvenida para que puedas interrogarle sobre PROMIS. ¡Eres aún más temerario de lo que creía!
—¿Puedes hacerlo o no?
—¡Corres hacia un potencial desastre sin tener un plan! No piensas en el futuro; qué coño, no piensas y punto. Para abrir la cerradura de criptonita que guarda este nombre, yo debería vérmelas con datos codificados y no con personas de carne y hueso, Curtis. No hay ningún factor humano implicado en esta búsqueda, ni porosidad de la razón humana, ni mirillas para ver en el cerebro. Las personas se pueden equivocar y tienen sentimientos; las máquinas trabajan exclusivamente con datos codificados.
El ranger se sentía como si de repente la gravedad hubiera triplicado su fuerza.
—¿Qué me dices, pues?
—Que no puedes llegar a esta información a lo bruto, si esto es lo que pensabas que yo haría. Mis posibilidades de sacar su nombre a la luz oscilarían entre escasas y nulas. Bueno, las escasas acaban de abandonar el edificio.
Curtis oyó las palabras de su amigo como si hubieran sido pronunciadas desde muy lejos. Durante unos instantes no hablaron. A Curtis le quedaba una bala. Sería una partida de todo o nada.
—Barry, ¿te imaginas volver al pasado con el conocimiento del presente?
—¿Qué quieres decir?
—En Afganistán te salvé la vida arriesgando la mía. En teoría era algo insensato. Dieciséis kilómetros sobre el terreno más accidentado de la Tierra, sin comida ni agua, con un M-16 medio descargado en bandolera y tú a la espalda con una pierna rota, huyendo de caudillos locales, combatientes talibanes y terroristas de Al Qaeda, todos armados hasta los dientes. Si no puedes darme lo que necesito, lo entenderé —dijo con calma, en su tono de resignación ante lo inevitable—.Pero si tuviera que volver a hacer lo que hice por los dos, sabiendo lo que sé ahora, lo haría igualmente, porque los compañeros de armas se ayudan unos a otros.
En el otro extremo de la línea, la pausa fue atrozmente larga. Kumnick estaba ahí. Curtis alcanzaba a oír su respiración profunda. De pronto exhaló ruidosamente, y el ranger soltó un suspiro de alivio.
—¿Aún tienes tu BlackBerry?
—Sí.
—Dame un par de horas.
—Gracias. Lamento haber sacado...
—No —lo interrumpió el analista—. Yo sí lo lamento. Si no hubiera sido por ti, hoy no estaría aquí. Te lo agradezco. Es lo menos que puedo hacer por ti.
45
—Qué pasa, colgado cara de vainilla, hijoputa tocapelotas —soltó el conductor, que lucía una evidente cicatriz en la mejilla derecha. Los efectos de la droga se reflejaban en sus pupilas dilatadas. Los tres matones tenían un modo especial de estar de pie, las rodillas algo dobladas, los miembros superiores sueltos y oscilando ligeramente. Sus cuerpos parecían armas contundentes.
—No te importará que yo y mis colegas aparquemos aquí la mesa de autopsias, ¿verdad? —Se echaron a reír—. Es que hoy es uno de esos días en que mi culo negro sólo quiere estar tranquilo.
—¿Lo pillas? —dijo el más bajo de los tres, enjuto y nervudo, claramente tenso, con una mirada impetuosa en su rostro desafiante.
—Y todos los hijoputas están dando la vara, mierda... ¿Entiendes lo que te digo? —El tercer negro, rechoncho, con dos incisivos de oro y macizas cadenas doradas al cuello, extendió las piernas, cruzó los brazos y miró a Curtis de arriba abajo.
—No quiero problemas con vosotros, tíos —dijo Curtis con actitud despreocupada y la mente en alerta máxima.
—Eh, no me vengas con tu jodida mierda. Estás en nuestro territorio. Para entrar aquí hay que pagar peaje, ya me entiendes.
—Yo yo yo yo. Bang, bang, derrapa, derrapa, negrata, danos el bling bling, porquería.
—Creo que no habla inglés. ¿Por qué no le enseñas un poco? —dijo el conductor de la cicatriz a su amigo musculoso.
Los tres se rieron escandalosamente, entrechocando las palmas y haciendo gestos con el cuello para decirle a Curtis sus intenciones de cortarle el suyo.
—No quiero problemas con vosotros, tíos —repitió. La voz de Curtis era acero en hormigón, su mente iba acelerada, captando todos los detalles de sus agresores.
—Es sólo un chulo sin putas. Golpea. —Los sonidos de fondo del rap se sumaban a la morbosidad del momento.
Esquizofrenia, ¿cuántos de vosotros la sufren?
¿Cuántos hijos de puta pueden decir que son psicóticos?
¿Cuántos hijos de puta pueden decir que su cerebro tiene la raíz podrida en el tiesto?
¿Lo veis como yo, o no?
Si es que sí, sabréis de qué estoy hablando.
Cuando se te está pudriendo la lengua en tu boca de algodón,
Cuando acabas siendo tan dependiente de la hierba,
Llegas a gastarte mil dólares en la máquina...
Haz lo que quieras... Yo me quedaré aquí sentado y sólo liaré, Dios mío, canutos.
Fuma mi hierba... Y si me mandas a la mierda, que te jodan.
Te daré una patada en el culo... No digas gilipolleces y estaremos de puta madre...
El más bajito de los tres negros avanzó hacia Curtis, con las manos en los bolsillos del abrigo. De pronto sacó una navaja automática y arremetió contra él. Con la mano izquierda, el ranger agarró el brazo del chico cuando se acercaba con un movimiento circular, lo retorció en el sentido de las agujas del reloj y luego le asestó un golpe duro y seco en la parte interna de la muñeca. El matón soltó la navaja en el preciso instante en que Curtis daba un paso adelante y estrellaba su cabeza contra la nariz del agresor, que dio un gañido mientras se caía y empezaba a manarle sangre de las fosas nasales. El segundo negro se le acercó en silencio y sin avisar. Curtis lo cogió de la solapa aprovechando su impulso y tiró de él hacia delante. Levantó su mano libre y agarró la garganta del hombre, acero en la carne, clavando los dedos, cortándole el aire con una llave al cuello. Al matón se le doblaron las rodillas al tiempo que Curtis estrellaba el codo derecho en su cara. Estuvo por un momento de espaldas al jefe, un negro fornido. «Una sombra.» Curtis se dio la vuelta, y siguió girando por instinto. El negro lo embistió, las enormes manos pasaron a un milímetro de la cabeza de Curtis, rozándole la oreja. Y entonces el ranger, con rapidez felina, lanzó el pie izquierdo e impactó en el riñón del adversario, incrustando en la carne su bota con puntera de acero y estampándole el puño en la garganta. El negro se desplomó al suelo.
Curtis miró alrededor. Aparte del Cadillac con sus altavoces incorporados, la calle estaba desierta. «Me muero por salir de aquí», farfulló. Comprobó el número que le había dado Kumnick. Era una manzana más arriba. El edificio era viejo, aunque, bien mirado, mostraba un aspecto sorprendentemente decoroso. Curtis puso la mano en la baranda y subió a toda prisa los siete escalones hasta el descansillo.
El nombre, Sandorf, A., estaba bajo una ranura de correo de la quinta, una campana debajo de las letras. Se requería discreción. Nada de polis. Entonces se acordó. Estaba en Harlem. Nadie en su sano juicio se atrevería a patrullar ese olvidado lugar. Buscó en el bolsillo y sacó una llave fina, plana salvo las cinco diminutas elevaciones entre los resaltes. Era una llave maestra, diseñada para usarla en cerraduras de resorte, con la suficiente fuerza para que la clavija superior saltara un instante y ello permitiera pasar la línea de corte. En ese mismo instante, antes de que el muelle empujara la clavija otra vez hacia abajo, la llave giraría. Curtis situó la llave maestra frente al ojo de la cerradura, la introdujo hasta mitad de recorrido, la golpeó con la palma de la mano derecha obligándola a penetrar y la giró al mismo tiempo. La cerradura hizo un ruidito seco, y la puerta se abrió. Entró sin hacer ruido y cerró a su espalda. No podía coger el ascensor, pues el ruido podía alertar a Alan Sandorf. «Lo llaman el hombre invisible.»
Curtis no quería arriesgarse a que el hombre invisible se le escapara. PROMIS. El hombre tenía que saber algo. Dio el primer paso, con cautela. La vieja escalera crujió. Subió los escalones rápido y en silencio, de dos en dos o de tres en tres; la idea de un hombre invisible lo impulsaba hacia delante y hacia arriba. No habían pasado treinta segundos y ya estaba en la última planta. El apartamento de Sandorf se hallaba al final del pasillo. «Otro callejón sin salida.» Curtis frunció el ceño. Se quedó quieto unos segundos, recobrando el aliento. Estaba a punto de llamar al timbre que había a la derecha de la puerta, pero se lo pensó dos veces. Si por algún motivo Sandorf no quería dejarle entrar, el tono atraería una atención no deseada. Volvía a ser un hombre blanco en pleno Harlem. Él era la atención no deseada. Curtis se acercó a la puerta y llamó con delicadeza. Al principio oyó un sonido extraño, que luego fue adquiriendo intensidad. Alguien se aproximaba. De pronto, el sonido se desvaneció. Dentro del apartamento había alguien escuchando. Curtis oyó un chasquido, y se abrió la puerta. El silencio fue breve.
—¿Sí? —dijo un negro más bien bajito haciendo un mohín. Tenía una voz grave que podía muy bien ser la de un barítono. Rondaba la cincuentena y era delgado y con barriga cervecera; parecía ligeramente arrugado por el sueño, y llevaba zapatillas de felpa y una bata de seda con ovejas verdes.
—¿Alan Sandorf?
—Eso depende de lo que esté buscando.
—Sabiduría.
—¿Perdone? —Empujó la puerta para abrirla del todo—. Mire. Como ve, se ha equivocado de sitio. —Curtis se paró en el umbral del salón. Era una buhardilla grande y llena de trastos. Parecía más un rastro que el habitáculo de alguien.
—Tiene personalidad. Parece el cuartel general del New York Times —dijo Curtis.
—¿Es eso lo que lee usted?
—A veces.
Sandorf soltó un bufido.
—Leer el Times es como asistir a las exequias de un gramático famoso —replicó el negro.
—¿Ésta es la valoración que hace de mí, Alan?
—Las valoraciones contienen a menudo hechos afines. —Se volvió sobre su talón derecho y miró de frente a Curtis—. Seguro que me entiende.
—Yo...
Sandorf levantó la mano.
—Tome asiento, hijo.
Curtis miró al hombre con curiosidad imperiosa.
—PROMIS. ¿Cuánto de ello es real y cuánto un mito?
Sandorf apoyó la espalda en la pared y examinó al visitante.
—¿Qué quiere? —preguntó en un susurro socarrón, levantando la ceja derecha.
—Lo llaman el hombre invisible, Alan. El genio que hay detrás de PROMIS. —Hizo una pausa —. Por favor, tengo que saber qué puede hacer PROMIS. Qué ha hecho.
—Sepa que se ha metido en una operación del gobierno delicadísima. Esto es lo esencial.
—Mis cicatrices dan fe de ello.
—Muy bien. —Se encogió de hombros—. Es su funeral —dijo el negro con aire despreocupado mientras se dirigía al centro de la estancia.
—Por definición, los mitos no pueden resolverse, pero es posible comprender e integrar los hechos. —Se sentó en el sofá con pausado deleite—. Imagínese que posee un software capaz de pensar y de comprender todas las lenguas del mundo, que proporciona mirillas para las cámaras más secretas y recónditas de los ordenadores de los demás, que puede introducir en ellos datos a escondidas, entrar por la puerta de atrás en cuentas bancarias ocultas y luego retirar el dinero sin dejar rastro. Esto podría rellenar espacios en blanco situados más allá del razonamiento humano, y también prever las acciones de la gente..., mucho antes de ser llevadas a cabo. Y todo con un margen de error del uno por ciento. ¿Qué haría usted? Seguramente lo utilizaría, ¿no?
—¿Y ellos?
—Mire, muy pocos entienden qué es PROMIS. Es muchas cosas para mucha gente. Piense en la pintura. Para el científico, un copo de nieve es un copo de nieve. Pero, para un artista, puede ser un dibujo complicado o un conjunto de superficies curvas. PROMIS es un producto. Por debajo es algo más importante y más personal, o sea, la actitud del artista ante el mundo invisible en general: una cuestión de actitud mental. La ceguera, la proverbial prerrogativa del amante, contribuye al resultado final igual que la visión. Sólo mediante una combinación de amor y ceguera cabe apreciar plenamente el efecto completo de PROMIS, estética pura.
—¿Para qué se usaba al principio?
—Lo concebí para seguir la pista de casos judiciales a través de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, integrando ordenadores de montones de fiscalías en todo el país. Cuantos más datos se cargaban, con más precisión podía el sistema analizar y predecir el resultado final.
Curtis advirtió que en la voz de Sandorf había un tono de queja, pero ningún rastro de ocultación o engaño. Estaba diciendo la verdad. Los que en una conversación normal dicen la verdad dan por sentado que se les va a creer. Sandorf lo daba por sentado.
—¿Cómo funciona? —inquirió Curtis.
—En realidad, es muy sencillo. Se introduce en el software toda la información sobre alguien, antecedentes educativos, militares, criminales, profesionales, historial crediticio, básicamente todo aquello a lo que se pueda llegar, y luego el software se encarga de hacer una evaluación y de procurar unas conclusiones basadas en la información disponible. Cuanta más información tengamos, mejores predicciones efectuará el software. —Sandorf rio bajito. Se levantó y fue cojeando hasta la cocina—. ¿Le apetece un café?
—Claro, por qué no. Solo, por favor.
—PROMIS puede predecir literalmente lo que hará un ser humano basándose en la información que tiene de la persona —gritó desde la cocina—. El gobierno y los espías enseguida identificaron las aplicaciones financieras y militares de PROMIS, en especial la NSA, que cada día recibía millones de bits de inteligencia en sus centros, con un anticuado Cray Supercomputer Network para
registrarlos, ordenarlos y analizarlos. —Llevó una taza de café a Curtis. Éste tomó un sorbo y casi sintió náuseas—. ¿Está bueno?
—Ajá —contestó Curtis sin saber cómo deshacerse del asqueroso terrón que tenía en la boca.
—No se corte, en la cocina hay más. —Sandorf se sonó la nariz con un pañuelo, que luego examinó con cuidado—. En resumidas cuentas, quien contara con PROMIS, una vez que éste estuviera acoplado con inteligencia artificial, podría predecir los futuros sobre activos físicos, la evolución de la propiedad inmobiliaria, incluso los futuros movimientos de ejércitos enteros en el campo de batalla, por no hablar de hábitos de compra de los países, costumbres ligadas a las drogas, estereotipos, tendencias psicológicas. Todo en tiempo real y basándose en la información introducida.
—Interesante, pero esto no es lo que tenía usted en mente cuando lo creó, verdad?
—Mi programa cruzaba un umbral en la evolución de la programación informática. Un salto cuántico, si lo prefiere. ¿Está familiarizado con la teoría de las investigaciones sociales de modelado de bloques?
—¿Debería estarlo?
—Describe la misma posición ventajosa desde una perspectiva hipotética y en la vida real —explicó Sandorf—. Por ejemplo, coja un punto físico real del espacio. Ahora aléjelo mentalmente todo lo que pueda. La progenie de PROMIS posibilitó la colocación de satélites en el espacio, tan lejos que son intocables.
—El gran cuadro primordial.
—¡Lo va entendiendo! —Sandorf se rio. Más que una risa, era un sonido gutural—. Hay otra ventaja, y es impresionante. —Empezó a beber. Curtis no había visto jamás a una persona beber con tanto deleite—. ¡Me encanta una buena taza de café!
»Pues eso, geomática. El término se aplica a un grupo afín de ciencias, todas ellas relacionadas con imágenes por satélite y utilizadas para desarrollar sistemas de información geográfica, de posicionamiento global y detección remota desde el espacio. Lo bueno es que pueden determinar las ubicaciones de recursos naturales tales como petróleo, metales preciosos y otras materias primas.
—Suena a timo perfecto.
—Lo es, sobre todo si has mejorado el software de PROMIS con tecnología secreta. —Se puso en pie y se dirigió a la ventana—. Al procurar al país cliente un software basado en PROMIS, sería posible reunir una base de datos global de todos los recursos naturales comercializables. Y no haría falta ni siquiera tocar los recursos, pues los mercados de futuros y materias primas existen para todos. Así, un programa basado en PROMIS, y mejorado con inteligencia artificial, sería el tinglado perfecto para conseguir beneficios de miles de millones de dólares mediante la vigilancia y la manipulación del clima político mundial.
—¿Está usted seguro? —preguntó Curtis, claramente perplejo.
—Ciertas investigaciones posteriores han demostrado que una remota posición hipotética similar eliminaría el azar de todas las actividades humanas. Todo sería visible en términos de patrones mensurables y predecibles. Como ha dicho usted, el gran cuadro primordial.
»La otra cosa a recordar es que si las matemáticas han demostrado que todos los seres humanos de la Tierra están conectados entre sí por seis grados de separación, en las operaciones encubiertas este número se reduce hasta aproximadamente tres. En la historia de PROMIS, a menudo baja a dos.
—Un mundo muy pequeño...
—Pero PROMIS no es un virus. Debe estar instalado como programa en los sistemas informáticos en los que se quiere penetrar. —Se acercó cojeando a la estantería—. Mire aquí, a su derecha. El estante de arriba, lomo de cuero rojo, un cuaderno escrito por un tipo llamado Massimo Grimaldi, la mente informática más preclara de la historia. Lo dejé aquí hace más de cinco años y creo que no lo he tocado desde entonces. —Curtis bajó un libro pesado y mohoso cubierto por una gruesa capa de polvo. Sandorf encontró la página y se la enseñó—. ¿Ve esto?
—¿Qué es?
—Un chip de memoria Elbit Flash.
—¿Y qué tiene de particular?
—PROMIS está provisto de un chip de memoria Elbit Flash que activa el ordenador cuando está apagado.
—¿Cómo lo hace?
—Los chips Elbit funcionan con la electricidad ambiental. Si se combinan con otro chip recién creado, el Petrie, capaz de almacenar hasta seis meses de pulsaciones, ahora, con la creación de Grimaldi, es posible transmitir de golpe toda la actividad de un ordenador en mitad de la noche a un receptor cercano, pongamos, en un camión en marcha o incluso en un satélite de inteligencia de señales que vuele bajo.
—Interesante.
—¿Sólo? En PROMIS hay algo más que debe usted conocer: la trampilla. Ésta da acceso a la información almacenada en la base de datos que tendrá todo aquel que conozca el código de acceso correcto. Los archivos de Inteligencia y de los bancos a los que se llega por la trampilla de Troya permiten el libre acceso a los gobiernos...
—Lo que garantiza la supervivencia del dólar estadounidense dentro del país y en el extranjero —añadió Curtis.
—¡Sí! Después de todo, no es usted ningún tarugo. Tómelo como un cumplido, en serio. —Curtis hizo un notable esfuerzo por permanecer callado. Sandorf dejó el libro de Grimaldi sobre una destartalada mesa que tenía delante—. Una vez vendido a países extranjeros, nuestro gobierno podría acceder al software inteligencia artificial-PROMIS sin que lo supiera el otro gobierno. Recuerde, no es gente buena, se trata de matones financieros de la peor especie.
—Lo que está usted describiendo va más allá de los tejemanejes económicos ¿Cuál es el objetivo?
—Mire a su alrededor. El mundo está yéndose al infierno en un plisplás, antes de tener tiempo de decir «Dios, ten piedad». El objetivo es penetrar en todos los sistemas bancarios del mundo. Entonces esa gente podría valerse de PROMIS tanto para predecir como para influir en el movimiento de los mercados financieros mundiales.
Curtis recordó lo siguiente: «Mientras la economía mundial se viene abajo... controlas a la población en tres frentes: las Américas, Asia y Europa. Y mediante tres mercados: Hong Kong, Wall Street y el ámbito económico europeo... Los presidentes y primeros ministros dirigen países individuales bajo tres mercados de la Comisión Trilateral, controlados realmente por las quinientas empresas de Fortune... Ésta sería tu Sociedad Anónima Mundial... Cuanto más fuertes sean las quinientas empresas de Fortune, más fuerte será su mercado... El mercado es Octopus.» Luego dijo:
—Tengo entendido que para poner en marcha cada mercado hay que controlar, poseer o influir en los servicios de inteligencia, las fuerzas armadas y los bancos, así como la inteligencia artificial.
—Esto es lo que dicen. Pero... ¿por qué haría falta ahora meterse a controlar todas las operaciones militares y de inteligencia de un país extranjero? Hay un modo más fácil de conseguir lo que quieres. Adapta a PROMIS una versión de la trampilla de Troya en todos los ordenadores que vendas a Canadá, Europa y Asia, tanto privados como gubernamentales, para controlar sus acciones militares, bancarias y de inteligencia. Accedes a sus bancos y sabes qué hace quién y quién se está preparando para hacer qué.
—Esto coloca todos los datos en un riesgo permanente de exposición.
—Exacto —soltó Sandorf.
—¿Son conscientes de ello los gobiernos?
—Lo dudo, pero, aunque lo fueran, poco es lo que pueden hacer a estas alturas de la partida. Son sistemas de misión crítica que requieren años de perfeccionamiento, no algo que se hace en un santiamén en un chiringuito de perritos calientes. Una vez que el software de PROMIS estuviera en funcionamiento, quien poseyera el sistema podría fácilmente obligar a todos los países a cooperar.
—Porque el software controlaría los bancos nacionales, los servicios de inteligencia y los ejércitos —dijo Curtis.
—Exacto. Al arrinconar, mediante el libre acceso, a los bancos, los militares y las agencias de inteligencia, sólo se precisa la amenaza del uso de la fuerza. Un arma es eficaz sólo si alguien conoce su capacidad. Antes de utilizar la bomba atómica, ésta era irrelevante.
—El síndrome Nagasaki. Pero ¿cómo es que el mundo entero ha permitido que esto pasara?
—No lo ha permitido. ¿Ha visto el cuaderno? Se lo robaron a Grimaldi. Lo asesinaron e hicieron que pareciera un accidente.
—¿Cómo ha llegado a sus manos? —inquirió Curtis, incrédulo.
—Fue un regalo de la gente que lo mató —contestó Sandorf con toda naturalidad.
—¿Qué pasó?
—Según la versión oficial, se golpeó la cabeza en la bañera y se ahogó en seis centímetros de agua. Dios Santo..., Grimaldi era un judío italiano. Tenía una napia más larga que la de Pinocho. ¿Cómo diablos te vas a ahogar, boca abajo, en seis centímetros de agua?
—O sea que nadie lo sabía.
—Es un secreto envuelto en un halo de misterio. A los gobiernos se les suministró software PROMIS modificado que ellos modificaron a su vez, o creyeron haber modificado, para eliminar la trampilla. Sin embargo, algo que ninguno sabía es que los chips Elbit de los sistemas evitaban las trampillas y permitían la transmisión de datos cuando todos pensaban que los ordenadores estaban apagados y a salvo. Así es como puedes inutilizar lo que hacen Canadá, Europa y Asia, sobre todo China y Japón, si no te gusta.
—¿Puede usted pararlos?
—¿Yo? Me toma el pelo, ¿verdad, hijo? Míreme... —Sandorf se subió la manga de su bata de seda para dejar a la vista las profundas cicatrices de la mano izquierda—. Soy yonqui. Si quiero mear, ni siquiera me puedo bajar los pantalones a tiempo. Me lo hago encima. —Hizo una pausa—. Y aunque no fuera así, sería demasiado tarde.
—¿Qué quiere decir?
—¿De veras no lo entiende? Tiene una pista, agente. Es cuarto y gol en la yarda dos, y quedan diez segundos para acabar el partido.
—Tengo otra pregunta. —Las palabras de Curtis sonaban apocopadas.
—Ya me lo imaginaba. No podía ser que se hubiera tomado usted tantas molestias para conseguir sólo un poco de ruido de fondo.
—Supongamos que alguien quiere utilizar PROMIS para entrar en un sistema blindado. ¿Se puede hacer?
Sandorf se reclinó, absorto en sus pensamientos. Cruzó los brazos en su prominente estómago.
—Debería ser alguien muy bueno. ¿Está pensando en alguien en concreto?
—Pues sí. ¿Le dice algo el nombre de Paulo Scaroni?
—Sí, un asqueroso hijo de puta. Un demonio residente en el laberinto. —Descruzó los brazos, se incorporó con torpeza y se acercó a unos centímetros del poderoso cuerpo de Curtis, agarrándole el antebrazo con las largas y huesudas manos. Curtis alcanzó a oler el aliento fétido—. Le daré un consejo, hijo. Mejor que se cuente los dedos cada vez que estreche la mano de ese tipo. —Sandorf lo soltó, pero permaneció flotando el olor nauseabundo.
»De todos modos, es realmente bueno. Hay muy pocos que puedan compararse con él, quizás un centenar en todo el mundo. —Miró a Curtis—. Supongo que está al corriente de los miles de millones perdidos.
—Querrá decir billones.
El hombre sonrió. Le faltaban dos incisivos. Los otros dientes eran marrones con un matiz amarillento o estaban picados.
—Lo que quiero decir es lo siguiente. La penetración y el robo del dinero era el banco de pruebas, las Arenas Blancas de la bomba atómica económica PROMIS.
—¿Cómo acabó él implicado en el asunto?
—El gobierno lo mandó ahí para que ayudara a crear un mejor sistema de inteligencia artificial a partir de PROMIS. Scaroni tenía su propio sistema, así que el matrimonio entre mi niño y el suyo dio como resultado un híbrido. Este híbrido fue utilizado por el gobierno de Estados Unidos para obtener datos de inteligencia financiera y controlar transacciones bancarias.
—¿Para quién? —inquirió Curtis.
—En un principio para la CIA, entre otras organizaciones. Se trataba de una conspiración del complejo industrial-militar con todas las de la ley. Llegaba hasta arriba. Su territorio favorito.
«¿Y los demás?», se dijo Curtis.
«Todos hombres de carrera; militares, inteligencia, negocios.»
«FBI, CIA, NSA, ONI, DIA, Pentágono, complejo industrial-militar.»
El pensamiento del ranger regresó a las palabras de Sandorf.
—¿Quién estaba en lo más alto?
—¿Le suena el nombre de Henry Stilton?
Los ojos de Curtis se abrieron como platos.
—El segundo al mando en la Agencia.
—Éste. Montaron una conspiración para robarme el software, modificarlo e incluir una trampilla que permitiría a quienes lo supieran acceder al programa en otros ordenadores y luego venderlo a agencias de inteligencia extranjeras. Empecé a olerme algo cuando las agencias de otros países, como Canadá, comenzaron a pedirme servicios de apoyo en francés, cuando yo nunca les había vendido nada.
—¿Qué puede decirme de Scaroni?
—Cuando sólo contaba diez años, cableó el barrio de sus padres con un sistema de teléfonos privados que funcionaba perfectamente y salía más barato que el de Ma Bell. En octavo ganó un concurso científico por un sistema de sónar tridimensional. Digámoslo así, hijo: uno nunca olvida a un joven de dieciséis años que se presenta en clase con su propio láser de argón.
Sandorf se dirigió al balcón cojeando, abrió la puerta y salió a la terraza. Para gran sorpresa de Curtis, era..., bueno, un jardín Zen. Un trozo de tierra de cuatro metros de largo por cinco de ancho, con una sencilla disposición de catorce rocas y piedras, arena, grava y guijarros.
—En japonés se llaman karesansui. Significa agua seca y montaña. La impresión del agua la da el modo de rastrillar la arena sobre la tierra, lo que crea un dibujo de ondas mientras las piedras y las rocas desperdigadas representan montañas e islas.
—Digno de verse —dijo Curtis—. Esto no ha sucedido por casualidad.
Sandorf sonrió. Por un instante, su desfigurado rostro pareció humano.
—Aquí hay catorce rocas y piedras. Según la leyenda, cuando una persona alcanza la forma más elevada de iluminación Zen, la decimoquinta roca se le hace visible.
—Fascinante. ¿Por qué alguien como usted vive aquí?
—Por seguridad —contestó el hombre negro.
—¿Aquí, en pleno Harlem? ¿Cuando al lado de este lugar la Dresde bombardeada parecería Versalles? —soltó Curtis creyendo que se le escapaba algo. En todo caso, pensó que, en vista del intelecto de Sandorf, era un comentario sugestivo.
—¿Se imagina a un esbirro blanco intentando robarme en este agujero?
—Podría usted desaparecer. Ir a vivir a algún otro sitio.
Sandorf negó con la cabeza.
—No, no puedo. Lo sabrían en menos que canta un gallo. —Prosiguió sin esperar a la réplica de Curtis—. En el tríceps derecho llevo un microchip. Me tienen atado corto. —Hizo una pausa y bajó la voz—. Y porque soy yonqui. —Sandorf se apoyó en la pared, con los ojos entornados y los labios temblando. Se aclaró la garganta—. Poco después de producirse el híbrido entre PROMIS y el modelo de Scaroni, me secuestraron. Cada pocas horas me inyectaban drogas. Eso era su póliza de seguros. Cuando por fin me dejaron ir, habían pasado más de tres meses. A juzgar por el clima y la vegetación, diría que era una clínica estatal situada en algún lugar del oeste, pero no puedo probar nada. —Perdió la mirada en el vacío—. Tiempo atrás, en Washington causaba sensación. Míreme ahora —dijo Sandorf con su voz de barítono, frotándose la coronilla.
—Pero sigue vivo, ¿no? —dijo Curtis.
—Por si el sistema se estropea y no queda nadie para arreglarlo —dijo Sandorf con amargura.
—Puedo ayudarlo a luchar contra esto.
—Usted ya sabe que, para las fuerzas oscuras, la solución ideal es la posibilidad gratuita de que si el objetivo del descrédito, es decir yo, es sometido a las acusaciones socialmente más censurables, se autodestruya, con lo cual se reforzaría la fraguada aura de sospecha y se anularía la necesidad de llevar a cabo más difamaciones.
—Cabrones... Ésta es la munición habitual de las operaciones de contraespionaje de la Agencia para neutralizar las amenazas más preocupantes —soltó Curtis, indignado.
—¡Así es si tienes alguna clase de vulnerabilidad o esqueletos en el armario! —añadió Sandorf —. Muchos se han suicidado o han intentado evadirse con el alcohol y las drogas. Vidas destruidas en la búsqueda de la verdad..., y mediante acusaciones falsas. —Se tumbó en el sofá.
—Estoy en deuda con usted, señor Sandorf. Si un día quiere abandonar esta cloaca...
Sandorf levantó la mano derecha.
—Por Dios..., vaya a sentirse culpable a otro sitio. —Enderezó los hombros y la espalda—. No me malinterprete. Esto es sólo un hombre muerto que habla con otro.
Curtis bajó la mirada y suspiró.
Sandorf lo miró por última vez y volvió la cabeza.
—Cuídese, agente.
Michael observó las teclas verde y roja intermitentes de su teléfono.
—¿Sí?
—¿Michael? Hola.
—Curtis, ¿dónde estás?
—Siempre que llamo me preguntas lo mismo. A ver si cambiamos el disco, amigo.
—Muy bien. ¿Estás vivo y a salvo, herido de gravedad con las tripas desparramadas en algún sitio dejado de la mano de Dios, tendido en una zanja desangrándote, o muerto y hablándome desde la tumba?
—Un placer. A mí también me gusta oír tu voz.
—En serio... ¿dónde estás?
—Cavando un túnel para salir de una cloaca.
—¡Sabía que estabas herido! ¿Es grave? Dios mío, estamos en el hospital... Quizá Simone puede quedarse...
—Encontré al hombre invisible.
—Muy bien. Estás estresado. Desvarías. Pero no te preocupes; iremos a buscarte. Aquí hay gente maja que puede ayudarte. Cristian puede pagar. Pero dime...
—¿Por qué no te callas un momento? Encontré al hombre que creó PROMIS.
—¿Ah, sí? ¿Dónde vive?
—En Harlem.
—¿Harlem, Nueva Inglaterra? Una ciudad preciosa. Unas casas magníficas. Yo tenía allí una tía, bueno, en realidad era la tía de mi madre por su segundo matrimonio. Katherine Jane Kanter.
—¿La agente de Grace Kelly?
—Era bastante mayor cuando...
—¡Michael!
—Sí, perdona... Ha sido un día largo. Cristian está mejor. Lo peor ya ha pasado. Me callo, de acuerdo.
—Ahora tenemos la mayor parte de las piezas.
—El tipo del trullo ha vuelto a llamar.
—¿Scaroni?
—Ése. La verdad es que yo no me fío. ¿Has conseguido alguna información sobre él?
—Me han dicho que estrecharle la mano puede ser peligroso para la salud.
—¿Tiene alguna enfermedad?
—Más de las que te imaginas, Michael.
—Mañana comparecerá ante el tribunal.
—¿Dónde?
—Manassas, Virginia.
—Territorio CIA. No me lo perdería por nada del mundo.
—¿Tú? ¿Y nosotros?
—Es preciso que os quedéis con Cristian, al menos hasta el final de la sesión. Luego os llamo.
En las afueras de Washington, un cadáver ensangrentado, con el brazo derecho roto, los ojos salidos de las órbitas y la cara deformada por la muerte, fue arrojado desde una furgoneta blanca al río Potomac. Un hombre con el imponente tatuaje de un puñal en el antebrazo derecho cogió el teléfono del coche y marcó un número.
—Trabajo hecho.
—¿Qué ha averiguado? —fue la respuesta.
—Nada. Para ser un hombre que no sabía demasiado, tardó un rato en decirlo.
—Coja el coche y permanezca frente al hospital. Otro equipo lo relevará a medianoche. Informe inmediatamente de cualquier movimiento. No se mueva de ahí hasta que le avisemos. No me falle.
—Comprendido, señor secretario.
Continúa aquí.
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