51
—¡Muévase! —Uno de ellos gritó la orden a un hombre alto de pie entre ellos, al tiempo que lo empujaba hacia delante. Siguieron todos por el largo pasillo hasta una gran puerta de acero con un letrero metálico en el centro: Sala de Situación de la Casa Blanca—. ¡Vuélvase! —Curtis obedeció llevándose las manos a la espalda—. Delante —ordenó el marine, que era casi tan alto como Curtis y muy musculoso—. Las manos delante, donde yo pueda verlas. —Curtis se cogió las manos y las alzó hasta el pecho. El hombre lo empujó contra la pared y lo agarró con puño de hierro—. Ahora escúcheme, señor. No sé quién es ni qué ha hecho, y francamente me importa una mierda. Pero escuche bien...
—Soy ranger del ejército, Décimo Grupo de las Fuerzas Especiales —interrumpió Curtis clavando su mirada en el marine.
El hombre dio un paso atrás, pero enseguida recobró la postura.
—Como si es el Papa. El hombre que va a ver ahora está bajo mi responsabilidad, y en mi presencia no va a pasarle nada, ¿entendido? —Lo esposaron—. Haga lo que le digo, y le prometo que no me cabrearé. Y créame —dijo hundiendo un grueso dedo índice en el plexo solar de Curtis—, no le gustaría verme cabreado.
—Sargento. —Se abrió la puerta y apareció el presidente de Estados Unidos—. Espere fuera, por favor. Si lo necesito, lo llamaré.
—Sin duda, señor. Ahora mismo, señor. —Miró a Curtis—. Un paso en falso y estoy aquí dentro antes de que pueda parpadear.
El presidente esperó a que el sargento de marines saliera, y cerró él mismo la puerta a su espalda.
—Bienvenido a la Sala de Situación de la Casa Blanca, señor Fitzgerald. Se preguntará por qué está aquí.
—Sin duda, señor.
—¿Es usted Curtis Fitzgerald, ranger del ejército, Décimo Grupo de las Fuerzas Especiales?
—Sí, señor.
El presidente asintió con la cabeza.
—Entonces, es usted el hombre al que yo quería ver.
—Hay formas más fáciles de hacerme venir a la Casa Blanca, señor presidente.
—¿Ah, sí?
—Podía habérmelo pedido sin más.
—¿Y habría venido?
—Seguramente.
—¿Sin averiguar antes el motivo?
Curtis examinó el rostro cansado y arrugado del presidente.
—Seguramente, no.
—Lo que me figuraba...
Tras una larga pausa, el presidente dijo:
—¿Cuál era su relación con Alan Sandorf?
Curtis se puso rígido.
—¿Señor? —Intentó mover el brazo, pero llevaba las esposas muy apretadas. El movimiento no le pasó inadvertido al presidente, que aguardó.
»Un periodista de investigación ya fallecido descubrió una tremenda conspiración que conducía hasta algunas de las personas más poderosas del mundo. La denominó Octopus. —Curtis calló por un instante—. Señor, hemos descubierto que el elemento clave de la conspiración es la combinación
PROMIS-inteligencia artificial.
—O sea, que usted sabe acerca de PROMIS.
—Sí, señor.
—Ésta es una de las razones por las que quería verlo, señor Fitzgerald. —El presidente hizo una pausa—. ¿Qué le contó Alan Sandorf?
—Que PROMIS cruzó un umbral en la evolución de la programación informática, un salto cuántico en áreas como la teoría de las investigaciones sociales de bloques o la tecnología de la geomática, que, según Sandorf, eliminarían el azar de toda actividad humana.
—Todo sería visible en función de patrones previsibles. El gran cuadro primordial —dijo el presidente—. Sí, lo sabemos. ¿Le explicó también cómo PROMIS pronosticaría e influiría en el movimiento de los mercados financieros mundiales mediante el control de bancos nacionales, ejércitos y agencias de inteligencia?
—Sí, señor.
—¿Le dijo algo más? Por favor, señor Fitzgerald, piénselo bien antes de responder.
Curtis se quedó un rato callado, observando el rostro del presidente.
—Señor —dijo al fin—, yo no soy la única persona que tiene acceso a esta información. Si usted...
El presidente levantó la mano derecha.
—Señor Fitzgerald..., ¿puedo llamarlo Curtis?
—Sí, señor.
—Curtis, el gobierno no tiene intención de hacerle ningún daño a usted ni a sus amigos. De lo contrario, no estaría ahora mismo hablando con usted. —Cogió el teléfono—. Sargento, entre, por favor. Se abrió la puerta y el sargento de marines entró y se cuadró.
—¡Señor!
—Quítele las esposas, por favor. —El presidente esperó—. Curtis, tengo la impresión de que usted y el gobierno de Estados Unidos persiguen a la misma gente. Creemos que obra en su poder cierta información, en realidad cuentas bancarias, que pueden evitar la implosión del mundo. Sin esta información, y la idea debería asustar a cualquiera, Estados Unidos y el mundo están condenados a la extinción.
Curtis se inclinó hacia delante.
—¿Debo entender esto en sentido literal, señor?
—Dadas las circunstancias, sabiendo lo que usted sabe y lo que ha pasado, seguramente yo no lo haría. El único modo de convencerlo es dándole la palabra del presidente de los Estados Unidos de América. —Se acercó a la consola que había en el extremo opuesto de la sala y se sentó.
»Quiero que vea esto. Después, usted decide si la palabra del presidente vale algo. —Pulsó un botón, se apagaron las luces, y aparecieron al instante imágenes sorprendentes en media docena de pantallas de plasma de gran tamaño colocadas una al lado de otra en la pared de enfrente.
»Ésta fue grabada la semana pasada. Por razones de seguridad, todas las reuniones internas se registran automáticamente.
En honor de Curtis, el presidente volvió a ver una escena familiar. Las adoquinadas calles de Budapest..., una zona de guerra. Manifestantes provistos de bloques de hielo grabados destrozaban el Ministerio de Finanzas húngaro. En seis pantallas a la vez, se proyectaban imágenes de cientos de personas enfurecidas intentando abrirse paso a la fuerza hasta la asamblea legislativa.
—Quizá lo ha visto en el noticiario vespertino, Curtis. —Hizo una pausa incómoda—. Lo que no ha salido es lo que sigue.
En la oscuridad, Curtis oía la voz de un hombre que ahora parecía estar a su lado.
—Esto es real, damas y caballeros. De momento, el colapso económico está afectando con más dureza a otros países industrializados con más dureza que a Norteamérica. En todo el mundo, las bolsas emergentes están implosionando a un ritmo más rápido que el nuestro. Europa ha accionado el turbo debido a la falta de gas natural ruso de las últimas tres semanas. Al hundimiento económico se ha sumado el sufrimiento humano a causa del frío, con temperaturas en torno a los cero grados. Se han producido disturbios desde Letonia, en el norte, hasta Sofía, en el sur. En todo el mundo, desde China e India hasta Europa, los países industrializados se están preparando para el malestar social. No es una novela. No es La rebelión de Atlas. Tiene que ver con el momento actual. Nos afecta a todos.
El presidente pulsó un botón de la consola y movió la secuencia hacia delante.
—Ciudadanos enfurecidos por las estrecheces y la severa reducción de los salarios, luchando por su supervivencia. Ahora el descontento social pasa de estar en suspenso a arder en primera línea. Líderes políticos y grupos de la oposición de lugares tan lejanos como Corea del Sur y Turquía, Hungría, Alemania, Austria, Francia, México y Canadá están pidiendo la disolución de los parlamentos nacionales.
Curtis estaba anonadado. El presidente volvió a mover la secuencia unos fotogramas más adelante. En la pantalla, una mujer cruzó la sala.
—Caballeros, la Unión Monetaria Europea ha dejado a la mitad de Europa atrapada en la depresión. Los últimos informes son catastróficos para los intereses estadounidenses y para la economía mundial en general.
—Se llama Kirsten Rommer y es la presidenta del Consejo de Asesores Económicos —susurró el presidente.
—Un gran anillo de países de la UE que se extiende de Europa oriental al Mare Nostrum y las tierras celtas está en una depresión como la de la década de 1930, o lo estará pronto. Cada uno es víctima de políticas económicas poco sensatas que le fueron endilgadas por élites esclavas del proyecto monetario europeo, en la UME o a punto de incorporarse a la misma... Los países bálticos y el sur de los Balcanes han sufrido los peores disturbios desde la caída del comunismo.
El presidente manipulaba la consola en silencio, haciendo avanzar la grabación cuando era preciso.
—Desde el sur del Báltico, pasando por Grecia y Turquía, y luego abriéndose en abanico por Oriente Próximo, hay una nueva frontera de inminente agitación.
Curtis miró al presidente.
—Conozco esta voz. Es la del secretario de Estado. ¿Cuándo fue eso? —preguntó.
—La semana pasada. Lea el monitor de derecha a izquierda.
—Esto es sumamente preocupante, señor presidente. Supongo que es inevitable preguntar cuándo nos afectará a nosotros.
—¿Es Paul Volcker? —preguntó Curtis.
—El mismo. Déjeme avanzar unos minutos. Quiero que oiga lo que decía Sorenson.
—Señor presidente, aquí habrá malestar, que se producirá de una manera convulsa en el plazo de seis meses como máximo.
El presidente pulsó el botón de pausa y se volvió hacia Curtis.
—No tenga en cuenta lo de los seis meses. Es una vieja historia. —Volvió a pulsar play en la consola.
—Los dos estados con más probabilidades de padecer descontento social son Michigan y Ohio, que han sido duramente golpeados por la destrucción de empleo... Pero hay más. La agitación social de Ohio podría contagiarse fácilmente a estados limítrofes y cruzar otra falla que corre de este a oeste, separando el norte y el sur: la línea Mason-Dixon. Podrían desencadenarse otros terremotos. Al este de Ohio están Pensilvania y Nueva Jersey.
El presidente bajó los ojos y dijo con tono sombrío:
—Ahora mire esto.
—¿Cuánto dinero necesita el gobierno de Estados Unidos para mantener la economía a flote y una fe moderada en el dólar?
—Un mínimo de dos mil ochocientos millones de dólares diarios en inversión extranjera directa, en buena parte mediante la compra de pagarés del Tesoro para atender a la economía y abonar intereses, aunque una cifra más realista se acercaría a los cuatro mil millones.
—Éste es Larry Summers, director del Consejo Económico Nacional.
Curtis, atónito, vio cómo el presidente de Estados Unidos permanecía callado durante lo que pareció una eternidad.
—En estas circunstancias, ¿es posible que algún gobierno extranjero...? Quiero decir...
—No hay la menor posibilidad, señor presidente —lo interrumpió alguien.
—Entiendo —dijo. Y al cabo de un momento añadió—: ¿Qué opciones tenemos?
—Hace un mes disponíamos de dos opciones: el Programa de Rescate de Activos con Problemas y el Fondo de Estabilización.
—¿Hace un mes? ¿Significa eso que estas opciones ya no están sobre la mesa?
Curtis observaba, estupefacto, cómo Summers tragaba saliva.
—Sí, señor. El Programa de Rescate ha sacado de apuros a las empresas. El Fondo de Estabilización garantiza la inversión directa en la economía por parte del gobierno de Estados Unidos, en caso de que fallen las otras alternativas para asegurar los fondos necesarios. Garantiza que el gobierno no incumplirá sus obligaciones con sus ciudadanos.
—Eso era hace un mes, ¿no? ¿Y ahora?
En la pantalla, todos miraban a Summers.
—Ahora, señor, el dinero ha desaparecido.
—¿Qué insinúa? —preguntó el presidente con tono tétrico.
Curtis notó punzadas en las sienes.
—Que ha desaparecido.
—¿Por qué no he sido informado?
—Porque nos hemos enterado hace poco.
—¿Cuándo?
—Ayer. Señor presidente, por eso insistí en celebrar esta reunión de urgencia.
—¡Santo cielo! —exclamó Curtis—. ¿Es esto cierto? —Luego vio que Summers cogía algo de debajo de la mesa.
—Permítanme que hable claro. Es la peor crisis de la historia de nuestro país. Con permiso del señor presidente, he pedido que nos acompañen tres de nuestros jefes militares de alto rango.
Se abrió la puerta y entraron tres hombres de uniforme. Curtis los reconoció al instante: el vicealmirante Alexander Hewitt, William Staggs y el general Joseph T. Jones II. El presidente se saltó las presentaciones e hizo avanzar las imágenes hasta el siguiente momento importante.
—¿De cuánto dinero estamos hablando?
—De billones de dólares.
—Larry, esto es inadmisible. ¿Has perdido el juicio? ¿Qué demonios estás dirigiendo?
—Una organización muy eficiente que ha conseguido evitar una debacle de la economía en la primera semana de la llegada al poder de esta administración, hace menos de dos meses.
—Entonces, ¿cómo diablos ha pasado esto?
—No lo sabemos. No tengo una explicación lógica de cómo han desaparecido billones de dólares.
—¿Cómo se lleva alguien billones de dólares sin que el gobierno esté sobre aviso?
—Alexander Hewitt —dijo Curtis sin apartar la mirada de la pantalla.
—Son números en una pantalla. No es efectivo real. Alguien entró en un sistema inexpugnable y robó todo el dinero sin dejar rastro. Es más, ese alguien, con unos conocimientos técnicos obviamente extraordinarios, había cerrado el sistema de tal modo que no pudimos abrirlo hasta anoche.
—Entonces, ¿por qué no se informó de ello ayer? —preguntó Hewitt.
—Si la prensa llega a saber algo, nos estalla la guerra civil en las manos. ¿Es eso lo que quiere? ¿Es eso lo que quiere la FEMA? De hecho, ustedes llevan más de tres décadas preparándose para esta eventualidad.
—¡Ya basta!
El presidente se volvió con mirada penetrante.
—Nunca había visto a su comandante en jefe gritar a sus subordinados, ¿verdad?
—No, señor.
Lo que Curtis había visto y oído era paralizador. La estructura económica mundial tambaleándose al borde del desastre. Quería correr hacia la pantalla y golpear con las manos aquellas imágenes terribles. Perdió por un momento la noción del tiempo. Después, poco a poco, consciente de la fastidiosa mirada del presidente, fue recuperándose del estado de shock.
—La reserva amalgamada de fondos que ahora se mantiene en cuentas aletargadas y huérfanas asciende a billones de dólares.
—El dinero ha desaparecido... ¿Qué dinero? CTP... ¿De qué cantidad estamos hablando?
—Todo, creo... Al parecer estaba verificando la funcionalidad del sistema cuando se encontró con unas cuentas que contenían unas cantidades enormes...
—Deben ustedes averiguar dónde está ese dinero. Encuéntrenlo. Si no...
De pronto apareció la brecha. Con la mirada fija en el presidente, Curtis dijo:
—Paulo Scaroni. Sandorf me dijo que ésta era su operación, que la penetración y el robo del dinero era el banco de pruebas, las Arenas Blancas de la bomba atómica económica llamada PROMIS.
—Sí, somos conscientes de eso.
—¿Para quién trabaja él?
—No lo sabemos. Como tampoco sabemos el paradero de los fondos.
Curtis miró al presidente.
—¿Por qué no imprimen más billetes y ya está?
El presidente sacudió la cabeza.
—No es posible. Tardaríamos veinte años en emitir doscientos billones de dólares.
Disponemos, como mucho, de un día.
—¡Un día! ¿Doscientos billones de dólares? ¿Estoy alucinando, señor?
—No, ha oído bien. Son doscientos billones de dólares. El mundo está al borde del colapso. El sistema financiero mundial es insolvente.
—¡Qué locura! —explotó el ranger—. ¡Preside usted el gobierno de Estados Unidos, no el de una república bananera! Además, con el CTP no hace falta disponer físicamente del efectivo. Son sólo números en el ciberespacio.
—El Programa Comercial Paralelo..., ese pequeño y sucio secreto de la economía occidental — dijo el presidente—. Olvídelo. Funcionaba cuando el sistema financiero mundial tenía una base sólida. En la actualidad, es papel mojado, como el papel higiénico o las servilletas, y no tiene más respaldo que las ilusiones de cada uno.
Curtis comprendió al instante.
—En estas circunstancias, ¿es posible que algún gobierno extranjero...? Quiero decir...
—No hay la menor posibilidad, señor presidente.
—¿Y el oro? —preguntó Curtis—. Sé algo de Lila Dorada.
—El oro ya no es nuestro. Se ha utilizado como garantía subsidiaria de los billones.
—Por el amor de Dios, señor presidente, ¡es una emergencia internacional! Estará de acuerdo conmigo en que estas reglas no son aplicables. Venda el oro. ¡Y utilice las ganancias para salvar al mundo!
—Desgraciadamente, la mayoría de los depósitos de Lila Dorada están ocultos bajo el aeropuerto de Kloten, el almacén de lingotes más grande de Suiza. Ahora olvide que le he dicho esto.
—¿Qué?
—Me estoy despidiendo. Digo que, tal como están las cosas, es inevitable el hundimiento total de nuestro sistema financiero, que nos hallamos en la modalidad de supervivencia, escondiéndonos, con la esperanza de emerger más adelante, una vez que se haya asentado el polvo, para tomar el control de lo poco que quede.
—¿Qué está diciendo? —Era como si el presidente de Estados Unidos lo hubiera abofeteado, en directo y en horario de máxima audiencia.
—En este momento sólo Dios puede salvarnos, algo harto improbable, dada la contradictoria relación de la sociedad con el Creador.
Curtis se levantó y agarró el respaldo de la silla.
—Hasta que encontremos el dinero —continuó el presidente—, ese oro no es nuestro. Y no vamos a poner un anuncio en los periódicos...
—Porque estamos hablando de oro robado durante la Segunda Guerra Mundial.
—Exacto. ¿Se da cuenta del apuro en el que estamos?
—¿Y la gente que hay detrás de Octopus? ¿El Consejo de Directores? —preguntó Curtis.
—Los perpetradores.
—Entonces, ustedes saben lo de Stilton.
—Pues claro. Y también lo de Reed, Harriman, McCloy, Lovett y Taylor.
—¿Harriman? —Curtis se quedó boquiabierto—. ¿El ex secretario del Tesoro David Alexander Harriman III?
—El único e inimitable.
—¿El de la superacaudalada familia del establishment del Este? ¿El Harriman temeroso de Dios y asiduo de la iglesia?
—Ir a la iglesia no significa que seas cristiano, igual que ir a un tren de lavado no significa que tengas coche.
—¡Dios santo! Vaya hijo de puta...
—En condiciones normales, le habría recordado que en presencia del presidente de Estados Unidos debe moderar su lenguaje. Pero difícilmente podemos considerar normal esta época, así que coincido con usted. Vaya hijo de puta. Los sociólogos denominan a esta situación «desviación de la élite», algo que se produce cuando los miembros de una élite empiezan a creer que las reglas ya no les son aplicables.
Curtis sintió que volvían la frustración y la ira.
—¿Por qué no ordena su detención, señor?
—¿Y desinfectar toda la operación?
Curtis alzó la vista.
—¡Roma!
—Roma —repitió el presidente—. No una operación, sino dos. Como decía, tenemos motivos para creer que usted y el gobierno de Estados Unidos persiguen a la misma gente.
—¿Por qué ese testigo japonés es...?
—Shimada...
—¿... Tan importante? Era una acreditación Cuatro Cero, un asunto de prevención máxima, del presidente de Estados Unidos a través de Naciones Unidas. Shimada es un criminal de guerra.
—Era un criminal de guerra. Un punto de referencia.
—Y lo sigue siendo. Los crímenes de guerra no prescriben, señor. ¡Por una vez un presidente podría no jugar a ser Dios!
—Para mí, Curtis, Dios llega a ser una figura de cualquier orden que haya en el mundo..., el destino es el destino.
—Usted dicta órdenes. Esto es real.
—El denominado realismo representa normalidad donde sólo hay hechos insólitos, y la normalidad propiamente dicha es un sueño lejano disfrazado de «situación». Mire a su alrededor, por el amor de Dios.
Curtis no podía controlarse. Se inclinó sobre la mesa y gritó:
—¡Usted tenía que saberlo! ¡Mi compañero murió protegiendo a ese hombre! ¡Fuimos utilizados!
—¡Quizá no me ha oído! Busque otra expresión.
—No me confunda —soltó Curtis al instante, sacudiendo la cabeza enérgicamente—. ¿Por qué, señor? ¿Cuál es el coste de la muerte? Es decir, ¿cuánto cuesta en la moneda del alma humana?
El presidente se colocó detrás de la mesa con expresión avergonzada y asintió con gravedad.
—Lamento lo de su compañero. —Hizo una pausa. Curtis hacía gestos de impotencia, buscando con la mirada algo, cualquier cosa—. Por Dios, Curtis, usted debe de saberlo. No es un niño ingenuo. A ver, usted conoce su mundo, el mundo de las eventualidades que nunca entran en juego, de trampas que no se accionan, de asesinatos y caos y tejemanejes. ¡Escoja! ¡Lo convirtió en su vida! ¡Lo sacrificó todo por ello! ¿Está casado? ¿Tiene novia? ¿Hijos? ¿Familia? Yo no lo escogí por usted, igual que no le pedí que me votara.
—No lo hice.
—Bien —dijo el presidente de Estados Unidos, ahora bajando la voz—. Dejé una vida razonablemente relajada por otra en la que me despierto en mitad de la noche bañado en sudor frío. Hace dos meses que no duermo. Y el caso es que, a veces, su mundo y el mío se cruzan porque ambos tenemos un trabajo que hacer: cuidar del mundo normal y corriente de gente normal y corriente que trabaja de nueve a cinco y hace barbacoas y picnics, y el domingo lleva a sus hijos a partidos de fútbol y a fiestas de cumpleaños.
»La seguridad del mundo normal depende de garantizar que los tipos malos no se salgan con la suya. En ocasiones, esto significa hacer la vista gorda o cooperar con el enemigo de tu enemigo, o incluso con el mejor amigo de tu enemigo. Son medidas extraordinarias, Curtis, que me hacen poner en duda mi cordura más a menudo de lo que se imagina.
Curtis permaneció inmóvil, asimilando la información en silencio, observando al presidente mientras éste iba de un lado a otro con ritmo pausado pero urgente.
—Bueno —dijo el presidente con aspereza—, lo que voy a decirle va más allá de cualquier autorización con la que esté familiarizado. Se trata de un programa de acceso especial de nivel Omega. Esta información no existe oficialmente. Debe darme su palabra de que jamás la revelará. Si se lo cuenta a alguien fuera de estas paredes, será desahuciado y posteriormente eliminado por orden directa del presidente de Estados Unidos, ¿entendido, soldado? —Sus gestos eran vehementes. Curtis notaba la violencia en sus ojos.
—Sí, señor. Tiene la palabra de un ranger del ejército, 10.º Grupo de las Fuerzas Especiales.
—Un sensacional grupo de luchadores. Todos héroes, del primero al último.
—Sí, señor. Gracias, señor.
—Muy bien. ¿Le suena algo llamado T linfocitos citotóxicos?
—No, señor presidente.
—No me pida que le explique los términos médicos en latín, no los conozco. De hecho, la terminología suele enturbiar la imagen. Sólo sé que habría sido el sueño húmedo de Hitler. Es algo selectivo hasta un punto que asusta. Con el material genético adecuado, es posible acabar con segmentos enteros de humanidad. Resulta imparable.
—¡Dios mío! ¿Y eso qué tiene que ver con Shimada?
—Durante la guerra, fue investigador en una unidad secreta, la 731, del Ejército Imperial japonés en el tristemente famoso campo de exterminio de Pingfan. En los anales de la historia, nada se le puede comparar. No sobrevivió ningún prisionero. En comparación, Auschwitz fue un campamento de boy scouts. Se llevaron a cabo experimentos indescriptibles con seres humanos.
—¿Puede ser más concreto?
—No, no puedo. Son de esas cosas que la mente borra.
—Pero, ¿por qué él?
—Shimada era investigador. Tomó notas de todos los experimentos, incluidos datos y fórmulas secretas sobre la guerra biológica y la tecnología para la guerra microbiológica que desarrollaron en Pingfan. Por géneros.
—¿Los chinos?
—Al principio sí, los chinos. Después de la guerra, fue liberado y las actividades de la unidad fueron clasificadas como secretas y enterradas bajo chorradas burocráticas. Caso cerrado. Hasta que él decidió contar la historia antes de que fuera demasiado tarde.
—Entonces, ¿Shimada no tuvo nada que ver con Lila Dorada?
El presidente asintió con la cabeza.
—Sí tuvo que ver —dijo el presidente, y Curtis lo miró con atención—. Poco antes de que el campo se cerrara, los capos japoneses tenían claro que la guerra estaba perdida. Su prioridad pasó a ser la protección del oro robado.
—Decía usted que Shimada era investigador. No lo entiendo.
—Se les estaba acabando la mano de obra. Sus ejércitos se veían obligados a retroceder en todo el Pacífico. Nuestros submarinos cortaban sus rutas marítimas. Dedicaron todos los hombres disponibles a la descomunal tarea de enterrar los tesoros. Es el único superviviente.
El presidente posó su mano en el fornido antebrazo de Curtis.
—Quiero que vea el resto —dijo con calma. Se acercó a la consola, pulsó play, y una imagen congelada se fundió con algo aterrador y cercano.
—Ley marcial. En las circunstancias actuales, es muy probable que el ejército se vea obligado a redefinir su papel de controlador del pueblo norteamericano, no sólo de protector.
—Sólo que, para intervenir en los asuntos civiles de un país, la FEMA no necesita una alerta máxima, un atentado terrorista o una situación de guerra. Requiere un desencadenante, desde el desplome económico y la agitación social hasta cierres bancarios que se tradujeran en violencia contra instituciones financieras. ¿Larry?
—Señor presidente, los últimos datos recibidos hace menos de media hora pronostican un empeoramiento económico que ocasionará la pérdida de hasta ochenta y un millones de puestos de trabajo a finales de este año.
—¿Dónde?
—En Estados Unidos y Europa occidental.
Curtis observó la imagen del presidente desplomado en la silla.
—La crisis financiera tiene prioridad máxima y conlleva un riesgo mayor que las guerras de Iraq y Afganistán. El alcance de la crisis, tal como estamos viendo, nos resulta incomprensible. El ritmo al que están deteriorándose los escenarios global y nacional es equiparable al ritmo al que los partidos políticos están adoptando posturas insostenibles y moralmente dudosas que acarrean la necesidad de garantizar el fracaso del otro bando. —El presidente frunció el entrecejo y miró al director de la FEMA y a su secretario de Estado—. Al, Brad, también está clarísimo que toda propuesta de abordar los problemas económicos no sólo va a ser algo desesperado y precipitado, sino que va a parecerlo. Esta mierda es contagiosa. Hemos pasado el puerto Caída en Barrena, el puerto Mentiras, el puerto Gilipolleces, y estamos subiendo el puerto Final. Nuestra impotencia para afrontar un conjunto totalmente nuevo de problemas gravísimos corre el riesgo de ser vista como lo que es: una barra de labios para un cadáver.
Curtis aguantó la respiración. En la pantalla, nadie se movía. El presidente se aclaró la garganta y continuó.
—Estamos en el Titanic, con una premonición clara como el agua sobre lo que está a punto de pasar. No tiene nada que ver con cambiar de sitio las tumbonas o pedir más o pintarlas de otro color, llamarlas con otro nombre o enseñarlas al público. La gente no lo aceptaría. Para superar esto, necesitamos que nuestra nación, nuestra gente, esté unida.
El presidente guardó silencio. A continuación, movió la imagen hacia delante unos doce minutos —unos guarismos digitales en verde indicaban la hora y el minuto exactos de la grabación.
—¡Cielos! —exclamó Curtis mientras veía que el presidente se tapaba la cara con las manos, inmóvil durante unos segundos. «¿Y ahora, qué?»
Kirsten Rommer se puso en pie.
—¿La primera fase? El fracaso sistémico que paralizará nuestra economía. El país se para en seco con un chirrido. Nada de prestaciones sociales o subsidios de desempleo. Se acabaron la seguridad social, la asistencia sanitaria, el apoyo a la infancia, los vales de alimentos para los pobres o el dinero para pagar a los tres millones y medio de funcionarios. El panorama que preveo es que, en cuestión de días, el pánico disparará los precios de forma considerable. Y como la oferta ya no podrá satisfacer la demanda, el mercado se paralizará a unos precios demasiado elevados para los engranajes del comercio e incluso para la vida cotidiana. Ya no llegarán camiones a los supermercados. El acaparamiento y la incertidumbre provocarán cortes de luz, violencia y caos. La policía y el ejército serán capaces de mantener el orden sólo en la primera fase. El daño derivado de varios días de escasez y cortes de luz pronto causará perjuicios permanentes, que se iniciarán cuando las empresas y los consumidores no paguen sus facturas y dejen de trabajar. Ésta será la segunda fase. Después de que nuestro país se vea afectado por una depresión casi instantánea, y de que naciones de todo el mundo se vengan abajo, y de que la gente haya hecho intentos desesperados por alimentarse, calentarse y conseguir agua potable, no habrá salvación. Comienza la extinción. Los pobres serán los primeros en sufrir las consecuencias, que en su caso serán máximas. También serán los primeros en morir. Ésta es la fase final. —Se le quebró la voz—. Es muy duro y doloroso admitir esta realidad. Sin embargo, señor presidente, la madre naturaleza no concede tiempos muertos.
Curtis se dejó caer en el sillón situado a la izquierda del presidente, un tanto violento por haberse sentado en presencia de su anfitrión sin antes pedirle permiso.
—Señor, creo que en este momento es un imperativo incuestionable identificar sistemas de misión crítica.
—¿Qué está sugiriendo?
—Quizá tengamos que quemar algunos puentes y dejar que se produzcan algunas muertes... para salvar benévolamente al resto del país.
—Santo cielo... ¿Se da cuenta de lo que está diciendo?
—Señor, a veces se consigue la mejor luz de un puente en llamas.
—¡Está proponiendo que sacrifiquemos a millones de personas inocentes!
—El problema, señor, es que no tenemos un plan B, y ahora es demasiado tarde para idear un plan C o un plan D. Nuestra única esperanza es encontrar los billones perdidos.
El vicealmirante Hewitt se aclaró la garganta, rígido en su silla, y dijo:
—Señor presidente, creo que en nombre de la seguridad nacional hemos de iniciar preparativos en tiempo real para la ley marcial.
Curtis se desabotonó la camisa.
—Señor presidente, ha dicho que teníamos la cuenta bancaria capaz de impedir que el mundo implosione. Lo siento mucho, pero no sé de qué está hablando.
—En cuanto el gobierno se enteró de que Scaroni había forzado el sistema y robado el dinero, investigamos hasta tener un diagrama de sus contactos en los últimos seis meses. —El presidente hizo una pausa—. Uno de ellos era Mike O’Donnell.
—¿La mano derecha de Cristian Belucci en el Banco Mundial?
El presidente asintió en silencio.
—Le intervenimos los teléfonos. Una de las llamadas que interceptamos era de Scaroni, que le proponía un trato. Para demostrar su inocencia, le dijo Scaroni, necesitaba recuperar una serie de números pseudoaleatorios de fuerza criptográfica, consistente en una combinación de treinta cifras que le había robado un periodista de investigación.
—¿Danny Casalaro? —exclamó Curtis entre conmocionado y atónito, saltando del sillón.
—Según Scaroni, este número, junto con una rutina de interceptación de errores utilizada simultáneamente con la modalidad de memoria protegida, era la clave para obtener una información que exoneraría a Scaroni de toda culpa y demostraría la implicación del gobierno en la trampa que le fue tendida.
—Esto no es lo que nos contó Scaroni.
—Scaroni es un fullero, Curtis. A cada uno lo que más conviene. —El presidente levantó la mano para no ser interrumpido, con la mirada fija en Curtis—. No me pida los detalles, sólo estoy parafraseando lo que me han dicho los expertos. A cambio, Scaroni pagaría a O’Donnell dos millones de dólares en efectivo al recibo de la mercancía. —El presidente miró a Curtis y cogió su vaso—. Sin embargo, había algo que Scaroni no sabía de O’Donnell. Hizo suposiciones simplistas y le salió el tiro por la culata. O’Donnell tenía un alto nivel de competencia en informática. El banquero sabría que las series de números pseudoaleatorios de fuerza criptográfica se utilizaban para buzones muertos virtuales en actividades ilegales como el sistema de pago interbancario Swift CHIPS, que utiliza la cámara de compensación financiera online. —El presidente dejó el vaso vacío en la mesa—. Y ahí es donde Scaroni tenía escondidos los doscientos billones de dólares en fondos para casos de emergencia. Una locura... De pronto salían a la luz nuevas posibilidades. Entonces habló Curtis.
—Tiene usted toda la razón, O’Donnell debía de saberlo. Trabajaba para el Banco Mundial. — De pronto, Curtis miró al presidente sin pestañear—. ¿Insinúa que el Banco Mundial también está implicado en toda esta basura?
—Esto excede sus competencias, caballero. O’Donnell se volvió curioso o codicioso, o ambas cosas, e hizo algo que no debía. Llamó a Casalaro y le transmitió lo que Scaroni le había dicho.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque O’Donnell llamó luego a Scaroni y se encaró con él acerca de Casalaro. Lo tenemos grabado. Como es lógico, esto no estaba previsto. Obviamente, Scaroni no esperaba que O’Donnell se encarase con él. Alguien había menospreciado la determinación del asesor de Belucci por llegar al fondo del asunto. Su plan había fallado.
—Así que lo mataron.
—Lo habrían hecho igualmente, desde luego antes de haber tenido la oportunidad de gastar parte del dinero, en el caso de haber entregado a Scaroni la combinación de treinta números.
—¿Sabía él la combinación? —Curtis contuvo el aliento.
—No, Danny Casalaro se negó a revelarle nada.
—¿Y por eso cree que la tenemos nosotros?
—Bank Schaffhausen, Curtis. No somos exactamente una república bananera..., todavía.
—Señor, revisamos todos los documentos y no encontramos nada que se pareciera remotamente a ese número.
—Miren otra vez —interrumpió el presidente—. Compruébenlo de nuevo. Repasen sus registros, diarios, archivos... No busquen algo que falta. Busquen algo que está ahí. —Dio un puñetazo sobre la mesa—. Entre esos papeles hay una bomba de relojería a punto de explotar. Hay que descubrirla y desactivarla. Tenemos un día, Curtis, hasta esta noche para ser exactos. ¡Maldita sea!
Curtis observó al presidente.
—Señor, creo que el jurado acaba de regresar a la sala. Se ha ganado usted el voto de este norteamericano para las próximas elecciones.
—El problema no soy yo —dijo el presidente—. En todo caso, lleguemos primero a mañana, y luego a pasado mañana, y luego al otro día, y al otro. Si después hay algo, se lo haré saber, no lo dude. —Soltó un suspiro—. Últimamente, los días se funden unos con otros. La semana pasada, anteayer, ayer, hoy, mañana. Es una pesadilla sin fin.
—Sí —dijo Curtis, sin sentir la necesidad de añadir nada.
Se abrió la puerta de golpe.
—Disculpe, señor presidente.
—¿Brad? —El presidente miró a su secretario de Estado con ademán interrogativo.
—Debe ver esto.
Al instante, desaparecieron las imágenes congeladas de la gran pantalla de plasma, que fue ocupada por el conocido rostro televisivo de un entendido.
—Creo que casi todo el mundo ha empezado a aceptarlo. Hoy se ha alcanzado el índice 1.800 en los primeros cuarenta y cinco minutos, y puede que sea el mejor día de la semana antes de que Wall Street cierre. AIG y Citi están a escasas horas de quedarse oficialmente sin efectivo y declararse en quiebra. Sus respectivos Consejos de Directores tienen previsto reunirse hacia la medianoche. Los antaño iconos de Wall Street se han convertido en especies en vías de extinción.
—¿Qué más tienes para nosotros, Jimbo?
—Larry, ha llegado el momento de hacer las cosas sencillas. En primer lugar, una epidemia en los pagos por parte de miles de ciudades, estados y otros emisores de bonos municipales exentos de impuestos en las últimas veinticuatro horas; cierre de mercados de valores en la mayor parte de Asia. Recuerden, en Oriente es primera hora de la mañana. El mercado del crédito está congelado: una paralización virtual de todo el mercado de la deuda a excepción del Tesoro de Estados Unidos, que, según se rumorea, tiene suficiente efectivo para aplazar su propio cierre otros dos días. Un alud de ventas (y prácticamente ausencia de compradores) de bonos corporativos, efectos negociables, títulos respaldados por activos, bonos municipales y toda clase de préstamos bancarios; colapso de los bonos del Estado: un descenso del noventa por ciento en el precio de los bonos del Estado a medio y largo plazo, mientras el Tesoro de Estados Unidos pugna agresivamente por los escasos fondos para financiar el creciente déficit del presupuesto.
»¿Sorprendente? Quizás. ¿Evitable? No.
»El viernes pasado George Soros dijo que el sistema financiero se ha desintegrado produciendo una turbulencia más grave que durante la Gran Depresión y con un declive comparable al de la caída de la Unión Soviética, mientras que Paul Volcker decía que no recordaba ninguna época, ni siquiera en la Gran Depresión, en que las cosas empeorasen tan deprisa y de manera tan uniforme en todo el mundo. Por cierto, corre el rumor de que Soros ha perdido más del ochenta y siete por ciento de su patrimonio en los últimos seis meses.
—¿Y ahora qué?
—Estamos asistiendo al final de una reacción en cadena de impagados, una caída libre de los mercados financieros. Ya no valen los «sí, pero», «quizás» o «tal vez». Esto es lo que hay, amigos. Ha empezado la cuenta atrás financiera del desmoronamiento del mundo.
—¿Cuánto tiempo tenemos, Jimbo?
—A juzgar por la velocidad de la desintegración, dos días como máximo, aunque algunos analistas creen que sólo quedan unas horas para el Armagedón financiero.
El presidente pulsó un botón de la consola.
—Ahora se irá usted volando a casa, señor Fitzgerald. Por favor, llámeme esta noche, si es que llegamos.
—Señor, antes de irme quiero pedirle un favor.
—Si tiene que ver con salvar el mundo, concedido.
—Cuando sus hombres me detuvieron, yo estaba buscando a alguien. Tengo motivos para pensar que fue secuestrado.
52
—Adelante, Roger Uno.
—Está a punto de llegar el turno siguiente. Los dos hombres que han sustituido a los guardias de la entrada son de los nuestros. Tiene diez minutos para recoger el paquete. Entrar y salir.
—Entendido, señor secretario.
Se volvió y miró al pasajero.
—Empieza la función.
El asesino se ajustó la chapa, abrió la guantera, sacó un instrumento cilíndrico, lo encajó en el corto cañón y examinó las estrías del silenciador. Giró y dio un tirón, pulsó el botón de retenida y comprobó el cargador. El segundo guardia apoyado contra la pared se frotó los ojos y miró el reloj. «Diez minutos.» Se llamaba Dougie, aunque todos le llamaban Gordon debido a su asombroso parecido con Flash Gordon. Era un veinteañero con el cabello rubio y los ojos azules. El uniforme le quedaba grande. Él y su compañero habían estado en su puesto durante casi seis horas. El hombre cuya protección tenían encomendada era a todas luces alguien importante, pues la política de la empresa era la de un guardia por operación. El tipo que dirigía la empresa en nombre de su familia era un marrullero, pero necesitaban el trabajo, sobre todo en este ciclo a la baja. Un guardia por operación. Mantener los precios y aumentar los beneficios. El hombre de la habitación estaba ahora bajo su responsabilidad: custodia continua, no reveladas las razones subyacentes, lo cual no era lo más acertado, pues la naturaleza humana tiene la costumbre de despertar la curiosidad de las personas. Tras unas deliberaciones un tanto prolongadas, concluyeron que el fornido individuo no era un deportista famoso ni una estrella de cine conocida. Así que su interés en él menguó de forma considerable.
—Diez minutos y nos vamos.
—Qué aburrimiento, tío... —Bostezó. Su compañero hizo lo propio—. ¿Quieres una coca-cola? Te debo una de la semana pasada.
—Light. Me muero de sed. —J.J. se dio unas palmaditas en la tripa.
—Muero, muermo, la sed me da muermo. ¿Te gusta?
—Me encanta. Eres un diccionario con patas.
Unas nubes grises, enormes y enojadas, se arremolinaban en el aire enrarecido, transformando la ciudad en una versión macabra de sí misma. Los dos asesinos subieron la escalera de mármol, dejaron atrás la recepción y tomaron el largo y estrecho pasillo de la derecha que conducía a otra puerta situada a unos metros. Llevaban los livianos chalecos antibalas Monocrys ocultos tras sendos trajes grises de raya diplomática hechos a medida. Justo a su izquierda había un guardarropa debidamente atendido. Luego estaban las oficinas de la gerencia y el personal, y a continuación una puerta de vidrio y el patio interior. El más fornido de los dos hombres se detuvo y estudió a la gente de alrededor. Miró a su compañero, en cuya expresión apreció un gesto evaluador. El segundo hombre le devolvió la mirada.
—Vamos.
Rodearon el descansillo de la segunda planta y subieron por la escalera hasta la tercera. ¡Ahí estaba! El hombre más corpulento abrió la puerta con cuidado y miró en ambas direcciones del pasillo. A su derecha, alguien de uniforme sacaba algo de una máquina de bebidas.
—Disculpe.
—¿Sí? —El hombre alzó la vista.
—Usted y yo tenemos que hablar. —Y le apartó con el arma. Hablaba en voz baja, con la mirada más allá del hombro del guardia.
—Sería estúpido ocultar algo —añadió el otro asesino, que sacó el arma y la apretó contra la sien del hombre, sintiendo la excitación del triunfo sobre la vida y la muerte, pues tenía una vida en sus manos.
El guardia respiraba con dificultad y parpadeaba con rapidez. Notó que le bajaba un hilillo por la pierna.
—Responda sí o no, ¿entendido? —dijo el asesino, y al ver que el guardia estaba mudo de terror, insistió—: ¿Entendido?
El hombre emitió una tos metálica, con el miedo reflejado en los ojos. Estaba al borde de la histeria. El asesino levantó a J.J. del suelo, lo empujó al hueco que albergaba la máquina de bebidas, lo agarró del codo y le presionó con el pulgar las terminaciones nerviosas. El insoportable dolor hizo dar al guardia un grito ahogado.
—¿Dónde está Cristian Belucci?
—Por el pasillo, tercera puerta pasado el ascensor, a la izquierda —respondió el guardia, despacio. El asesino pegó el arma a la sien del hombre, dejando que el frío del pesado metal hiciera sentir su presencia.
—¿Cuántos guardias?
—Por favor, yo no sé nada. No se lo diré a nadie. ¡No sé quiénes son ustedes! Quiero vivir, por favor.—¿Cuántos? —El asesino tiró del guardia hacia arriba, empujándolo al hueco, y le estampó la espalda contra la pared.
—Dos. Yo y el compañero —susurró, aterrado.
—¿Para quién trabajan?
—Para el gobierno.
El asesino sacudió la cabeza.
—La instrucción ya no es lo que era, colega —señaló el asesino, que levantó el arma, ajustó el silenciador y disparó dos tiros a la garganta del hombre.
—A la escalera —dijo el más fornido de los asesinos.
Dougie reprimió un bostezo y se rascó la cabeza cuando de repente oyó que la barrera protectora de la sólida puerta metálica de la salida se abría. Miró a la derecha, justo a tiempo de ver a dos hombres que doblaban la esquina y seguían, sin prisa, pasillo abajo, hacia él. Dougie se separó de la pared y se situó frente a los dos hombres.
—¿En qué puedo ayudarles, caballeros? —Sonrió.
—Hemos venido a ver al señor Belucci —dijo el más corpulento de los dos asesinos.
—Somos sus colaboradores.
—¿Colaboradores?
—Sí, señor. Él es un hombre muy importante. Qué tragedia... —Ambos cabecearon. El guardia repasó la lista de visitantes.
—Lo siento. Ahora mismo no tengo a ninguno apuntado. Deberán aclararlo con la empresa de seguridad. Tenemos órdenes estrictas.
El hombre más fornido sonrió.
—Lo entendemos. Mire, estamos aquí para asistir a un simposio.
—Sólo por un día —añadió el otro asesino.
—Sólo hoy —dijo el más fornido. Mostró una placa identificativa. Doogie la miró.
—¿El Banco Mundial? —El rostro de la placa correspondía al del hombre que la llevaba—. No sé... —Miró el pasillo—. Nos vamos dentro de unos minutos. Quizá podrían venir cuando esté el otro turno.
—Nos encantaría, pero por desgracia sólo tenemos un par de minutos.
—Vaya...
—Señor, mi compañero estará de vuelta enseguida. Creo... ¡Eh, espere un momento! ¡Tiene un arma!
Para el joven todo sucedió con el impacto de un trueno furioso, como los que le gustaba oír en su granja de Iowa. Dougie alcanzó su pistola. El asesino extendió la mano hacia una Heckler & Koch MP5K surgida de la nada. Hubo un resplandor, un escupitajo, un disparo, luego otro, y Dougie sintió el calor abrasador de la bala que le había perforado el estómago. Se le doblaron las rodillas y cayó al suelo. Locura, otra vez. Empezaba la cacería.
Cristian estaba sentado en la cama cuando lo invadió una abrumadora sensación de miedo. Alcanzaba a oír diversas voces apagadas. Luego, un ruido sordo. Por un momento, su cuerpo se vio sacudido por ondas expansivas mientras intentaba concentrarse, borrando los demás sonidos, dividiendo su mente en fragmentos. Había alguien al otro lado de la puerta, lo sabía; alguien que no debía estar allí. Un sonido de tacones. Le recordaba otro sonido de otra época. «¿Dónde? ¿Cuándo?» Con torpeza, Cristian se inclinó en dirección a la puerta, agarrado a la barra metálica con la mano derecha, escuchando. El cuerpo entero le temblaba de fatiga. Se oyó un chasquido metálico cuando alguien hizo girar el pesado pomo de metal, pero la puerta no cedió. ¡Estaba cerrada! Cristian cogió su teléfono y empezó a marcar. Notó un dolor punzante en el estómago, jadeaba por momentos, respiraba con dificultad, intentando llenar sus pulmones de aire. Otro sonido, y otro. ¿Dónde estaban los guardias? Una explosión reventó la cerradura. El tiempo se detuvo. Al instante siguiente, Cristian vio explotar el monitor en una nube de cristales, antes incluso de oír el estruendo que la acompañaba. Fue tal el estallido de luz que le dolían los ojos. Irrumpió en la habitación una figura vestida con traje de raya diplomática, con la pistola automática lista para hacer fuego. Detrás, su compañero arrastraba el cuerpo sin vida del guardia jurado. El más fornido de los dos hombres sonrió. Era una sonrisa tan desprovista de calidez que sólo podía traducirse en amenaza. En sus ojos azules no cabía la duda.
—Usted debe de ser el señor Belucci. —Hizo un leve mohín—. Así que todo se ha desarrollado según el plan previsto.
—¿Qué pretenden? —preguntó Cristian con voz neutra.
—Enmendar un error —contestó el asesino.
Cristian tardó poco en comprender la insinuación.
—Sea cual sea su maniobra, no se saldrán con la suya. —De repente cayó en la cuenta de que aún sostenía un minúsculo objeto plateado en la mano derecha. «Pulsa el botón y se efectuará la llamada.» Se incorporó—. Como pasa en muchas operaciones oscuras... —apretó discretamente el botón verde— lo que no sobrevive es la exposición a la luz.
Algo se movió con reflejos rápidos como el rayo. Cristian sabía que el golpe llegaría: frente a sus ojos giraron círculos de luz blanca y brillante mientras sentía estallar el dolor en la sien, antes incluso de registrar el movimiento de la mano del hombre.
—Súbelo por la cintura —ordenó el primer asesino.
A su derecha se movió algo. Los ojos se le fueron instintivamente hacia el movimiento mientras su mente divagaba. La sombra se desplazó. De pronto oyó dos escupitajos amortiguados y un grito espantoso. Su compañero cayó de bruces. Le salía un hilo de sangre por la comisura de la boca; tenía las balas incrustadas en la espalda. El primer hombre se lanzó contra la cama de Cristian, arma en ristre. Demasiado tarde. Sonaron otras tres detonaciones en el fondo de la habitación. El hombre se desplomó en el suelo con la garganta destrozada. Cristian soltó un gruñido. Se incorporó sobre el codo y miró a sus agresores.
—¿Por qué demonios has tardado tanto?
—Lo siento, jefe. Problemas imprevistos. Todo resuelto.
—¿Estás listo? —preguntó a su colega.
53
—Tengo que hacer una llamada —dijo Curtis alzando la voz por encima del ruido del motor para que le oyera el funcionario del gobierno que lo acompañaba.
Simone tenía la impresión de que era ya noche cerrada, aunque en realidad sólo eran las ocho y media. Una nube enorme, negro azulada, con un agujero en medio como de dónut, se deslizaba con lentitud por el cielo cargado. Aún lloviznaba ligeramente; unas flechas rectas golpeaban la ventana y caían a la calle. Los sonidos ascendían más y más hasta empapar los listones de caoba de la ventana. Simone abrió las grandes puertas de doble hoja que daban al patio cuadrangular de Cristian y caminó despacio hasta un extremo, a una terraza con una de las vistas más espectaculares de la ciudad. Abajo, oía el ruido sordo de ruedas recorriendo la calzada desigual. El teléfono no sonó, sino que pareció entrar en erupción. Sobresaltada, Simone lo cogió más por instinto que por necesidad. El timbre hacía vibrar su mano; el sonido la turbaba.
—¡Simone!
—¿Curtis? ¡Eh! ¿Dónde estás?
—En Washington.
—¿Qué haces allí?
—Me secuestraron.
—¡Oh, Dios mío! ¿Quién?
—El presidente de Estados Unidos.
—Curtis, cariño, ¿estás mal? —dijo con calma, y luego volvió a gritar al auricular—: ¡Tenía que ocurrir! ¡Últimamente has estado sometido a mucha tensión!
—¿Qué os pasa a los dos?
—¿Nosotros dos? ¿De quién estás hablando?
—Estoy hablando de ti y del donjuán ése.
—No está... Bueno, quiero decir, si estás hablando metafísicamente, entonces...
—¡Ya basta, Simone!
—Tampoco es para ponerse así.
Curtis se colocó el teléfono bajo la barbilla y puso la mano izquierda sobre el auricular.
—Escucha con atención. Busca a Michael. Revisad los papeles de Danny, diarios, documentos, lo que sea. El presidente está convencido de que tenemos los códigos y el número de cuenta bancaria.
—¿Hablas en serio?
—Su consejo es no buscar algo que falta sino algo que está ahí, algo que en principio no hemos visto.
—¿Por qué el presidente de Estados Unidos está interesado en los papeles de Danny?
—Porque tu hermano robó los códigos y el dinero de Scaroni, y muy probablemente lo escondió en la Divina Comedia de Dante, como hizo con la combinación clave de letras y números de la caja de seguridad de Schaffhausen.
—¿Qué? Vaya estupidez. Miramos minuciosamente todos los papeles, Curtis. Examinamos todos los documentos de pies a cabeza, todos los certificados de oro, todos los discos y los recortes de periódico. ¡Ahí no hay nada! ¿A qué viene esto?
—Escucha, Simone. En algún sitio de esa caja hay algo que se nos ha pasado por alto, por alguna razón, no sé, algo que nos conducirá a la cuenta de Scaroni y a los billones de dólares que el gobierno necesita para salvar al mundo de la quiebra. Busca a Michael, encargad unas pizzas y una cafetera, y manos a la obra. Me voy ahora, así que en dos horas os veré en casa de Cristian.
—De acuerdo.
—A propósito, ¿cómo está?
—He llamado al hospital en cuanto he llegado, hace menos de veinte minutos, pero no he podido hablar con él. ¿Quieres que...?
—¡No! Michael y los papeles de Danny, por este orden. Simone, si hemos de creer al presidente —dijo mirando el reloj—, disponemos de unas cuatro horas. —Y se cortó la comunicación.
El vuelo al aeropuerto de La Guardia y el desplazamiento en un vehículo oficial habían sido extrañamente perturbadores. Curtis volvió sobre sus pensamientos, analizando los aspectos más críticos de todo lo que había sucedido en el último mes. Era plenamente consciente de los pocos progresos que habían hecho en ese tiempo. Era como si una parte de su mente se negara a funcionar, con independencia de cómo tratara él de articular sus razonamientos. Las ideas clave estaban
bloqueadas por una compulsión insondable. Sí sondeaba Curtis, en cambio, que las constantes vitales del mundo pendían de un hilo.
El sedán negro con matrícula del gobierno paró delante del edificio. Curtis se apeó, dio las gracias al conductor y al escolta, y se dirigió a la puerta. Dejó atrás la amplia escalera de piedra del centro del vestíbulo y subió al viejo y destartalado ascensor. Éste, como siempre, al llegar a la primera planta, dio temblorosas sacudidas al superar la segunda, redujo la marcha en la tercera, traqueteó al pasar la cuarta y aceleró prometedoramente en la quinta antes de pararse a regañadientes en el ático.
—¡Menos mal! —Michael suspiró del aliviado y lo agarró de la mano.
—¿Qué ocurre?
—¡Se han llevado a Cristian!
—¡Oh, Dios! ¿Cuándo? ¿Cómo? —Lo invadió un dolor anestésico.
—No lo sé. Dos hombres de traje se cargaron a los dos guardias, entraron en la habitación y lo secuestraron.
Curtis cogió el teléfono que le tendía Michael. Marcó un número privado con mano temblorosa.
—Sí, espero. ¿Alguna novedad en el asunto Schaffhausen? —preguntó Curtis mientras esperaba que la Casa Blanca contestara. Michael negó con la cabeza.
—Nada. Hemos revisado los artículos de periódico y los certificados de oro, y...
—¿Señor presidente? Soy Curtis Fitzgerald... Sí, señor, gracias, señor... Estoy de vuelta y estamos trabajando... Lo sé, señor. Somos conscientes de ello. Señor presidente, ahora mismo para usted esto quizá sea un fastidio, pero Cristian Belucci ha sido secuestrado a punta de pistola en el hospital Mount Sinai. Primero fue el ayudante del señor Belucci, Mike O’Donnell; después, mi amigo Barry Kumnick, y ahora Cristian Belucci. Está todo relacionado. El común denominador es el conocimiento... Gracias, señor, descuide.
—¿Y bien? —preguntó Michael.
—El gobierno dictará una orden de busca y captura. La policía y el FBI peinarán las calles; las agencias federales pondrán a trabajar a sus agentes encubiertos en las alcantarillas. Si aún está vivo, lo encontrarán. —Hizo una pausa y luego se acercó al televisor y pulsó un botón—. En todo caso, cabe esperar que lo encuentren en mejor estado que a O’Donnell. ¡Dios! —La pantalla fue ocupada por el rostro de un hombre rechoncho con un tic nervioso.
—GM está en su lecho de muerte: hace dos años les advertí de que General Motors iba camino de la quiebra. Esta mañana, los propios auditores de GM han avisado de que hay serias dudas de que el fabricante de coches llegue vivo a la próxima semana.
»Bank of America, CitiGroup y AIG están a menos de dos horas de declararse en quiebra. En cuanto el presidente admita que no hay dinero en la hucha, estas instituciones cancelarán sus operaciones ¿Caroline?
—¡Michael! ¡Curtis!
El grito fue paralizador, una invitación a una decapitación o algún problema anónimo que amenazaba su misma cordura. Las reverberaciones se extendían en círculos cada vez mayores.
—James, en Los Ángeles, Washington, Chicago, Nueva York y Miami, los bancos y edificios gubernamentales están rodeados por miles de mercenarios, o contratistas, que han levantado barricadas y controles... y delante de ellos centenares de miles de americanos furiosos se
mantienen firmes y exigen su bien ganado dinero.
—¡Apagad ese maldito trasto! —chilló Simone, que entró en la habitación y se dirigió a la enorme mesa de centro, con un bloc y un lápiz en una mano y el cuaderno de Danny en la otra.
—Déjalo. Debemos saber qué está pasando —gritó Curtis en respuesta.
—Luego llamas a tu nuevo amigo.
—¿Cuál? —dijo Curtis.
—El maldito presidente que nos metió en este lío.
—¿Qué coño dices?
—Ya me has oído, Curtis. Todos son iguales. Los mismos perros con distintos collares.
—Sin embargo, quizás el signo revelador del inminente Armagedón es un desplome casi seguro de JP Morgan Chase. Recuerden, tiene 91,3 billones de dólares en derivados, cuyo valor teórico es 40,6 veces la totalidad de sus activos. Además, ahí se incluyen 9,2 billones de permutas financieras ligadas a créditos impagados, sin lugar a dudas la forma más arriesgada de derivado. Peor aún, el Contralor de la Moneda de Estados Unidos advierte de que JP Morgan Chase Bank también está expuesto a elevadísimos riesgos bancarios con sus socios comerciales: por cada dólar de capital, el banco tiene un riesgo bancario de cuatro dólares, casi el doble que la media de Bank of America y Citibank. Balance final: los cuatro bancos más grandes de Norteamérica (JP Morgan Chase, Citibank, Bank of America y Wells Fargo) están a punto de convertirse en carne de cañón.
El reloj de pulsera que colgaba del gancho de la lámpara de mesa marcaba las diez y ocho minutos.
—¡Me parece que lo tengo! —Simone recuperó poco a poco la calma—. ¡Mirad esto! —Mostró el gastado diario de Danny e indicó un texto escrito en el margen de la página diecisiete.
A mitad del camino de la vida
yo me encontraba en una selva oscura
con la senda derecha ya perdida
Yo eché a andar, y tú detrás seguías.
—¿Qué? —dijo Curtis. Se quitó la chaqueta y la dejó caer en el sofá que tenía delante.
—El texto está equivocado.
—¿Qué quieres decir?
—Infierno. Canto I. Debería decir:
A mitad del camino de la vida
yo me encontraba en una selva oscura
con la senda derecha ya perdida
Él echó a andar, y yo detrás seguía.
»Que aparece varias estrofas más adelante.
—¿Por qué añadiría Danny este verso al inicio? —preguntó Michael.
—En la Divina Comedia, Dante permite que las palabras de los personajes se apoderen del poema a medida que avanza, dándoles, más que al narrador, la primera o la última palabra de un canto —explicó Simone.
—Sólo que, en este caso, es el propio Danny quien escribe.
—Esta invención improvisada no era sólo un garabato. Estaba pensada para nosotros —añadió ella. Michael asintió.
—Hay que buscar algo que está ahí, algo que en principio no hemos —repitió Curtis—. Necesitamos un número de treinta dígitos. La conferencia de prensa del presidente está prevista para medianoche.
—¡Nos queda una hora y cincuenta minutos!
—La imagen ampliada es igualmente sombría... Bloomberg acaba de informar de que, en los últimos tres meses del año pasado, los beneficios de la empresa AVERAGE S&P han experimentado una caída en picado del ochenta y ocho por ciento. Ahora, el Servicio de Inversores de Moody ¡predice que los impagados de bonos corporativos superarán los niveles de la Gran Depresión!
»El propio JP Morgan está avisando de que AT&T Inc..., DuPont..., Textron y otras veinte grandes empresas no financieras seguramente recortarán o eliminarán más del setenta por ciento de sus plantillas en un esfuerzo por sobrevivir.
»Entretanto, la Reserva Federal sólo ahora admite que algo va realmente mal. Diez de los doce bancos de distrito de la Reserva han anunciado que se han desangrado y que no tienen esperanza de recuperarse.
—Lo que no sabemos es cómo —dijo Michael.
—Los tres primeros versos son la secuencia inicial del Canto I. Pero el último...
—Que dejó caer ahí...
—Exacto, aparece mucho más adelante. —Señaló el último verso de Danny. «Yo eché a andar, y tú detrás seguías.»
—Muy bien. Estamos buscando una serie de números pseudoaleatorios de fuerza criptográfica consistente en una combinación de treinta cifras —dijo Curtis mirando, nervioso, el reloj.
—¿Estás de acuerdo en que el texto es un método estándar para codificar información confidencial?
—Totalmente —contestó Michael.
—Entonces necesitamos una clave para descodificarlo.
—Pero es que hay literalmente miles de claves... —comentó el historiador de arcanos.
—¿Miles? ¿Cómo puede ser? —exclamó Simone.
—Tenemos un problema —señaló Curtis—. Qué tipo de clave usar.
—¿Cuáles son las opciones? —inquirió Simone.
—Antes de nada, ¿moderna o antigua? —preguntó Curtis.
—Teniendo en cuenta la habilidad de Danny con la Cábala y los eneagramas, yo diría antigua.
—Michael los miró a los dos.
—De acuerdo.
—Bien.
—Hay claves de reflexión, como un misterioso símbolo gnóstico conocido como «abraxas», del que se sabe que aparece en sustituciones. No, no servirá —corrigió al instante.
—¿Por qué no?
—Todos los conjuntos de números resultantes de la traducción de nombres a sus equivalentes numéricos se basan en uno de los diez primeros. Los dígitos se agregan, lo que nos da un número, o «el» número, pero no la serie de números pseudoaleatorios de fuerza criptográfica consistente en una combinación de treinta.
—En términos sencillos, el Banco Mundial acaba de anunciar que dentro de pocas horas la economía mundial sufrirá un colapso general. Según el Banco Asiático de Desarrollo, durante los tres últimos meses desaparecieron ciento cincuenta billones de dólares en inversiones. Y, como la espada de Damocles, los cientos de billones en derivados y deudas incobrables aún se ciernen sobre la actividad bancaria mundial.
»Si la reunión de urgencia del Banco Mundial de esta mañana, la sesión de urgencia del Fondo Monetario Internacional de esta tarde, y la reunión de alto nivel del comité presidencial de nuestro gobierno demuestran algo, será que si están ustedes esperando la burocracia para salvarse, estarán esperando hasta el día del Juicio Final. Su única esperanza pasa por asumir el control de su propio destino..., organizar su propio rescate. A ver si entienden lo que les digo: están ustedes solos. Su gobierno les ha abandonado.
Curtis dirigió a la televisión una mirada mustia.
—Fuera. ¡El siguiente! Algo más cerca de casa. ¡Vamos!
—Una vez transcrito, el código bancario de Schaffhausen de Danny era sencillo. Un número de seis dígitos y una palabra. Aquí no servirá. Demasiado voluminoso. Siguiente. Nos queda una hora y treinta y cinco minutos.
—Están las famosas tablillas de Peterborough, en Ontario, Canadá. La escritura ha sido identificada como una forma de runas escandinavas o, para ser exactos, caracteres prerrúnicos denominados Tifinagh, utilizados por los tuareg y que se remontan a 800 a.C.
—¿Qué tiene que ver eso con Dante?
—Las tablillas se basaban en la representación de un leopardo, un león y un lobo en diferentes fases de su existencia.
—Los mismos animales que impidieron a Dante escapar cuando se vio perdido en el bosque —añadió Simone.
—Exacto.
—No servirá. Los datos de input deben relacionar treinta caracteres hexadecimales codificados mediante cuatro bits de datos binarios utilizando un algoritmo de clave simétrica o asimétrica. Con imágenes no funciona. Michael, necesitamos claves de texto.
El tiempo se acababa, y en la página los garabatos crecían. Estaban sondeando las matemáticas, obligando a sus mentes a funcionar, plenamente conscientes de su precario estado de cautividad en el zoo de los números: el caos estilístico y la presencia de numerales que habían enloquecido, habían asumido una identidad propia y habían sido liberados en el bosque de un reino bucólico y numérico.
—Las palabras se cuentan entre nuestras mejores rutas hasta lo que hay más allá de las palabras, y se sabe que la naturaleza imita al arte. Sólo que en este caso hemos de alejar las palabras de la paradoja y dirigirlas hacia algo parecido a un milagro. Un milagro numérico —susurró Simone, mirando al techo.
—¡Espera!
—¿Qué pasa? —preguntó Curtis con ansiedad.
—Do, la, mi, re, fa, sol, si... la, re, fa, mi, sol, si, do —tararea Simone—. Esto es lo que quería decir Danny con «Él echó a andar y yo detrás seguía».
—¿Qué? —dijo Curtis con la tensión reflejada en el rostro.
—Está invitándome a seguirle al Canto I. Era una especie de competición amistosa entre nosotros para ver quién sabía más de Dante. Los dos destacábamos en los habituales juegos de trivial sobre Dante, así que Danny y yo nos inventábamos juegos y nos retábamos mutuamente. Danny inventó éste para ver quién era capaz de recitar los versos del Canto I en orden alfabético. Para recordar mejor, él cantaba ABC a medida que recorría el texto. Por ejemplo, el primer verso con la primera letra «A» aparece en el verso 9, el de la «B» en el verso 13, y así sucesivamente.
—Hoy, en una histórica Revuelta de los Contribuyentes, millones de norteamericanos de un lado a otro del país han tomado las calles y se han hecho oír. Casi en todas partes donde uno mira, ve rostros de airados contribuyentes exigiendo que Washington deje de llevar a la quiebra a Norteamérica..., deje de regalar nuestro dinero a los ejecutivos que hundieron sus propias empresas. Para decenas de millones la fiesta ha terminado, ha destrozado sus viejos sueños de vivir en la tierra de la libertad. Sus familias se han arruinado. Hoy están tomando las calles. Sus acciones aún pueden suponer, para millones de estadounidenses, un rayo de esperanza de un futuro mejor.
Los tres miraban fijamente la pantalla. Curtis consultó la hora.
—Faltan cuarenta y cinco minutos para que hable el presidente. Yo llevo la A a la I, y tú la J a la R —añadió mirando a Michael.
—No, en el Canto I no hay ninguna J —señaló Simone.
—Entonces, ¿cómo demonios vamos a componer el alfabeto? —gritó Michael.
—Sólo las letras que hay aquí. Y sólo la primera vez que cada una de ellas aparece en el texto —aclaró Simone.
—¿Qué piensas? —preguntó Michael con calma.
—Los métodos modernos de cifrado pueden dividirse con arreglo a dos criterios: por el tipo de clave utilizada y por el tipo de datos de input —explicó Curtis, enderezándose en la silla—. Según la clave usada, el código cifrado se divide en algoritmos de clave simétrica, cuando se utiliza la misma clave para codificar y descodificar, y algoritmos de clave asimétrica, cuando las claves utilizadas son dos. En un algoritmo de clave simétrica, el emisor y el receptor deben tener una clave compartida establecida de antemano; el emisor la usa para codificar y el receptor para descodificar.
»El emisor y el receptor. Danny y Simone.
»Para que un algoritmo de clave simétrica funcione, debe tener treinta caracteres hexadecimales codificados en cuatro bits de datos binarios, que es la longitud real de clave binaria utilizada por la clave precompartida (PSK, preshared key) WiFi WPA.
—¡Coge el libro! —gritó Michael.
Sonó el teléfono. La discordante señal provocó una brusca tensión en la garganta de Curtis. Respondió al primer tono; el presidente de Estados Unidos estaba al aparato. Sus primeras palabras fueron las más inquietantes que jamás había oído.
—Tengo malas noticias para usted, Curtis.
—¿Kumnick?
—Eso me temo. —Hubo una pausa larga.
—¿Está vivo?
—Lo siento. Ha muerto.
Se produjo otra pausa, más breve pero igual de intensa.
—¿Cómo lo mataron?
—Con los brazos amarrados a la espalda. Estaba atado con un cable de teléfono desde las piernas flexionadas hasta el cuello. Nuestra gente cree que al final las piernas cedieron, y el cable se tensó como la cuerda de un arco, de modo que se fue apretando el lazo del cuello hasta que murió poco a poco estrangulado.
Curtis miraba fijamente las persianas venecianas. Sus ojos se posaron en la luna.
—¿Curtis?
—Necesitamos más tiempo, señor presidente. —Y colgó el teléfono.
—¿Qué letras? —preguntó Michael.
—Todas excepto J, K, L, P, Q, V, X y Z.
Los tres se pusieron a trabajar. Al cabo de unos momentos tenían el resultado: 913115488422310112324071159868. Curtis barrió con la mirada la hilera de números. ¿Y si estaban equivocados? ¿Y si Danny sencillamente había cometido un error y los había enviado sin querer a la madriguera? Reflexionó y cerró esta línea de pensamiento. En ese momento, el enemigo era no sólo el tiempo sino también el hecho de pensar tangencialmente.
El teléfono volvió a sonar.
—¿Curtis?
—Creo que casi lo tenemos, señor presidente.
—Mandaré de inmediato un equipo a la casa.
—No queremos distracciones. Le llamaré en los próximos diez minutos.
—Serán los diez minutos más largos de mi vida, Curtis.
—¿Señor?
—Cristian Belucci sigue sin aparecer. Estamos haciendo más de lo humanamente posible para encontrarlo, créame.
—Le creo.
Colgó otra vez el teléfono.
—Malditas sean las fuerzas que aniquilan el orden y la felicidad del mundo. —Simone se acercó sigilosamente y lo abrazó un instante.
—Debe de ser difícil librarse de las viejas pesadillas.
Él sacudió la cabeza.
—Esto deberá esperar, Simone. Sólo hay tiempo para una cosa.
Era asombroso lo deprisa que se les acababa el tiempo..., y el presidente de Estados Unidos iba a comparecer ante el mundo entero en poco más de media hora. Sus palabras cambiarían la historia o destruirían el mundo. Los ojos de Curtis hicieron converger de nuevo la luz.
—¡Veinte minutos, Curtis!
—913115488422310112324071159868.
—¡Cuéntalos! ¿Cuántos hay? —preguntó Michael, conteniendo la respiración.
—¡Treinta! —exclamó Simone.
—¡El número! ¡Una serie de números pseudoaleatorios de fuerza criptográfica consistente en una combinación de treinta!
—Llama al presidente.
Fue como el impacto de una bala llena de mercurio. Una figura vestida de negro irrumpió de golpe a través de las puertas dobles abiertas. Un hombre alto y corpulento y con un saludable bronceado empujó con el hombro derecho a Michael, mandándolo al otro lado de la habitación.
—¡Los tres han hecho un trabajo realmente admirable! —Apuntó al ranger con su arma, una Heckler & Koch P7 provista de silenciador—. No se mueva, yo que usted no lo haría. —El asesino francés extendió la mano, agarró a Simone del antebrazo y la atrajo hacia sí con violencia, pasándole el brazo izquierdo alrededor del cuello con la automática apretada contra la sien—. En los thrillers malos de escritorzuelos de tercera fila, ahora el asesino diría que contará hasta cinco al tiempo que la desventurada víctima le entrega dócilmente el arma, todo con la esperanza de aplazar lo inevitable. Sólo que el asesino no sabe que el héroe tiene algunos trucos escondidos en, cómo diríamos, ¿la manga? —Miró al adversario que tenía delante—. Usted debe de ser Curtis. Me han contado cosas fantásticas sobre sus grandes aptitudes. Un verdadero placer conocerlo. —Con el arma apuntando a la sien de Simone, el hombre se desabrochó el abrigo negro con la mano izquierda—.Me llamo Jean-Pierre. Siéntense, por favor.
—No sé quién es usted ni qué quiere —soltó Curtis, recuperándose poco a poco del sobresalto.
—Si pretende robar a Cristian... —empezó a decir Michael.
—¿Robarle? ¡Entonces no lo saben! Es el viejo juego de los bobos y los genios. No hay postura intermedia. Ustedes tres son los bobos y nosotros los genios.
—Si no está aquí para robar... entonces, ¿qué quiere? —inquirió Curtis.
—El número, naturalmente —dijo con una sonrisa.
—¿Con el fin de destruir el mundo?
El francés volvió a sonreír.
—Para llegar a una verdad simple, no hay que creerse la historia oficial.
Curtis negó con la cabeza.
—Por desgracia, no lo sabemos. Como un estúpido, pensé que podríamos resolverlo. Lo que tenemos es exacto sólo en parte. El acertijo de Danny es demasiado difícil.
El asesino examinó el rostro del ranger, luego soltó un suspiró y sacudió la cabeza.
—¿En serio? Le he sobrestimado. Me habían dicho que era usted un hombre de muchos recursos, quizás incluso de mi nivel, pero resulta que es uno de estos plumíferos de tercera. —Retiró la mano izquierda del cuello de Simone, a quien soltó y empujó hacia Curtis con fuerza considerable —. «Como un estúpido», hipócrita expresión, es más una autofelicitación que una autoacusación. Cede usted como un estúpido ante lo que, a su juicio, es un riesgo calculado de forma nada estúpida.
Sonó el teléfono, y Curtis se lanzó hacia él en el preciso instante en que una bala pasaba a escasos centímetros de su mano. Se quedó paralizado.
—Dígale al presidente que necesita otro par de minutos. —Sonó el segundo tono, y el tercero—.
¡Dos minutos! ¡Venga! ¡Conteste!
Curtis alcanzó, indeciso, el auricular.
—¿Sí?
—Corre el rumor de que no tenemos el número. Dígame que me equivoco —dijo el presidente con aspereza.
—Necesitamos otro par de minutos, señor presidente.
—Creí que había dicho...
—Otros dos minutos.
—Curtis...
Lo sabía, y tanto que lo sabía...
—No sé si quiero oír esto, señor presidente.
—Hemos encontrado el cadáver de Belucci. Que Dios se apiade de su alma, «lo considere hermano o loco». —Curtis se apartó de la mesa, alejándose del hedor que de repente le llenaba la nariz y los pulmones.
—Yo no rezo —susurró. Luego lo repitió, más tranquilo—. No creo. Dios es lo único seguro que se puede ser. —Cerró los ojos casi involuntariamente, reconfortándose en la oscuridad—. ¿Cuál fue la causa de su muerte?
—Envenenamiento. Toxicidad química de etiología desconocida.
—¿Está usted seguro de que es él?
—En este momento, no. —Fue la respuesta de un hombre que acarreaba el peso del mundo sobre los hombros—. Estamos comparando muestras de ADN del fallecido con datos de Belucci. Ayúdenos a encontrar el número y a poner fin a esta locura.
—Necesitamos otro par de minutos, señor.
Colgó el teléfono.
—¿Cristian? —dijo Simone con voz entrecortada y los recuerdos agitados.
Michael parpadeó; tenía el rostro bañado en lágrimas.
—El número, señor Fitzgerald. Le recuerdo que el arma está en mi mano, no en la suya.
Se oyó un chasquido: el percutor en posición de disparo.
—¿Y si me niego?
Una expresión fugaz cruzó sus ojos.
—Entonces los mataré, a usted y a sus amigos.
—Morirá pobre...
El francés volvió a sonreír y se encogió de hombros.
—Yo nunca he sido pobre.
Curtis se estiró para intentar captar la histeria en dicha afirmación. No había nada. Era cierto que el hombre no necesitaba el dinero. Entonces, ¿por qué quería el número?
—¿Para quién trabaja?
—Para mí. —De pie en el vano de las puertas dobles había alguien con quien los tres estaban íntimamente familiarizados.
Curtis se inclinó hacia delante en la silla, atónito.
—Cristian... —dijo con voz apenas audible.
Por un momento Simone creyó estar soñando.
—¿Y lo del hospital? ¿Y el atentado? —dijo Michael tartamudeando, en su semblante reflejados el sobresalto y la traición.
—Un riesgo necesario, aunque aceptable, cuando el destino y la fortuna del mundo penden de un hilo —contestó Cristian mirando por encima del francés—. Jean-Pierre es un tirador experto. Sabe cómo hacer que parezca grave sin que haya riesgo de muerte. Creedme, por favor, no tenía intención alguna de implicaros a los tres. En este momento somos enemigos, y nadie pretende lo contrario. Pero esto no habría pasado si tu hermano, Simone, no hubiera robado las tarjetas con la serie de números pseudoaleatorios de fuerza criptográfica, consistente en una combinación de treinta cifras.
—Tenía una mirada impasible—. La muerte de tu hermano fue una muerte innecesaria. Pero él no revelaba el número. ¿Qué iba a hacer yo?
—¡Usted! ¡Usted... mató a mi hermano! —soltó Simone con voz gutural, temblorosa a causa de la emoción que la embargaba, taladrándolo con la mirada, incapaz de apartar de sí la imagen del hombre al que había admirado profundamente y cuya pérdida había lamentado hacía sólo unos instantes.
—¿Qué te hizo pensar que matando a Danny descubrirías el número? —preguntó Curtis con los ojos fijos en el arma del asesino francés.
—Teníamos tu perfil psicológico, Simone. Eneagrama, tipo de personalidad. Era inevitable —dijo el banquero. Y añadió con sorna—: Pero sabíamos que no atarías todos los cabos tú sola. —Su mirada era dura, la sonrisa desdeñosa—. Sabíamos que llamarías a tu viejo amor, Michael, y que él acudiría enseguida. —Se le borró la sonrisa—. También sabíamos que los dos no erais lo bastante listos para resolver los peligros asociados. —Hizo una pausa.
—Si no me hubiera llevado los documentos de Schaffhausen...
—Por favor, no subestimes el nivel de cálculo y planificación que ha habido en esta operación —interrumpió Cristian Belucci—. Habíamos recuperado los documentos del señor Casalaro mucho antes de que tú aparecieras en escena. —Calló un momento—. Por desgracia para ti, Simone, el acertijo de Danny era demasiado difícil para nosotros. No sabíamos descifrarlo. —Cristian palideció.
—Y entonces me metiste a mí —dijo Curtis sin emoción alguna en la voz.
—¿Yo, meterte? —soltó Cristian, incrédulo—. Me siento honrado, pero me atribuyes más mérito del que merezco. ¿Cómo iba yo a saber que Michael te pediría ayuda? Te metió el azar, Curtis. De vez en cuando hay que admitir que el estúpido azar desempeña un papel importante, por no decir preponderante, en los asuntos humanos.
—¿Y qué hay de Roma? Creíste oportuno proporcionarme mi propio observador.
—Roma no tuvo nada que ver con Danny Casalaro. —El banquero se encogió de hombros—. Yo necesitaba a Shimada vivo, necesitaba el mapa —añadió sin rodeos—. Roma fue un detalle por mi parte. No es que no te creyera capaz... pero hasta que no lo intenta, uno no lo sabe. —Suspiró con añoranza—. Alguien tenía que ser. Has hecho trabajos fabulosos. Tu fama realmente te precede. Era un asunto difícil, lleno de obstáculos y peligros. Pocos habrían sabido desenvolverse ahí.
—Sin embargo, creíste oportuno mandar a Roma a mi propio observador.
El banquero se encogió de hombros.
—Ya te he dicho que fue un detalle por mi parte.
—Aun así, para que el plan funcionara, tuvimos que acudir a... ti... en busca de ayuda —señaló Michael.
—¡Pues claro! —exclamó Belucci—. Cuando llamaste a Curtis desde Nueva York, intervino la providencia con su torpe ineficacia subhumana. En cuanto Curtis se hubo implicado en el caso Casalaro, caí en la cuenta de que podía matar dos pájaros de un tiro.
A Simone le pareció que la temperatura de la habitación había caído en picado.
—¡Es usted un ser repugnante! —gritó.
—Y tú, querida, un ejemplo especialmente encantador de cliché. Tu cantarina edificación es enternecedora en un sentido lacrimógeno, Simone, pero en nuestro caso está totalmente fuera de lugar. Éste es el triunfo de la autoparodia, suficiente casi para alejarnos de la virtud para siempre.
—Siempre puede uno contar con un asesino para una prosa elegante —dijo Michael.
A Cristian se le esfumó la sonrisa de la cara.
—¿Por qué necesita el número, Cristian? —preguntó Michael—. Ya es uno de los hombres más ricos del mundo.
—¡Yo no quiero el dinero, aún no lo entendéis! —exclamó Cristian, irritado—. Necesito...
—Mantenerlo alejado del presidente para precipitar la destrucción del mundo —lo interrumpió Michael, haciendo encajar por fin todas las piezas del rompecabezas.
—Exacto —dijo el banquero.
Simone fulminó a Belucci con la mirada.
—La persona no amada se inventa para sí misma un mundo de poder.
—¿Crees que destruyendo el mundo vas a vencer? ¿Crees que puedes asignar un contador de probabilidades a una catástrofe como ésta? —dijo el ranger.
—Curtis, en el mundo de los bancos y las finanzas de alto riesgo hacemos esto continuamente. Lo importante no es lo que pasa sino lo que podría pasar.
—¡Cómo se atreve! ¡Está embelleciendo sus crímenes!
—Simone... —Cristian sacudió la cabeza—, la melancólica, la inteligente, la caprichosa Simone, con el don de convertir todo sentimiento en algo elegante. —Exhaló un suspiro—. El populacho, que vive en un yermo urbano y sentimental de glamour brumoso y tristeza tranquila, extrañamente resignado a su pasado vacío, su presente vano y su futuro corrompido... —Por un momento desapareció su aire de equilibrio—. Hace dos mil quinientos años quizá se dijera que el hombre se conocía a sí mismo igual que conocía cualquier otra parte de su mundo. Hoy él mismo es lo más incomprensible. Ni la evolución biológica ni la cultural son garantía alguna de que estemos avanzando ineludiblemente hacia un mundo mejor.
—¿Nos está ofreciendo un mundo mejor movido por la benevolencia? ¡No puedo creerlo! —chilló Simone—. ¡Una densa maraña de falsas ilusiones y estupideces interaccionando de manera lógica!—
Podemos derrotar a la democracia únicamente mediante un conflicto armado porque los privilegiados conocen el funcionamiento de la mente humana, las interioridades mentales ocultas tras la persona.
—Ha preparado el mundo para la destrucción —dijo Michael.
—¡Y nosotros para la redención!
Curtis se levantó despacio.
—El presidente llamará de un momento a otro. ¿Qué harás cuando el gobierno descubra la verdad sobre tu doble? —Observó con atención a sus dos adversarios. Belucci negó con la cabeza.
—No creo que esto suceda.
—Vaya, pues entonces es que no sabes mucho sobre forenses.
—¿Ah, no?
—Huellas dactilares, registros dentales...
—Los eliminamos: arrancamos los dientes, quemamos las huellas.
—Tu ADN...
—¿Para compararlo con el del sosias que matamos? —terminó la frase el banquero—. Resulta que destruimos todas las muestras externas de ADN, por lo que no habrá nada con qué comparar. La sociedad moderna nos enseña a dudar con remordimiento, pero a veces tenemos que dudar de nuestras dudas. —Se quedó con la mirada perdida, como un niño mirando al vacío y sonriendo al comprender que la pesadilla ha terminado, o que la puerta ha quedado abierta—. Ganaré mediante un doble farol aparentemente perverso.
Sonó el teléfono en el preciso instante en que Curtis daba un paso en dirección al asesino francés.
—No lo hagas, Curtis. —El tono del banquero era aviesamente seco y carente de toda emoción —. Ni siquiera tú tendrías alguna posibilidad contra este hombre. Coge el teléfono. Dile al presidente que el último número es un siete en vez de un ocho. ¡Venga! —El banquero parpadeó—.¡Coge el teléfono!
—¿Sí? —En el reloj de pie dieron las doce de la noche.
—Tenemos el número, señor presidente.
—¡Gracias a Dios! —El presidente guardó silencio un instante, y luego tomó aire, preparándose para desahogarse antes de que fuera demasiado tarde. En el jardín, un gato salió de debajo de un arbusto, miró con sorpresa la ventana iluminada y se esfumó sin más—. Aún habrá un mañana.
—Buena suerte, señor presidente.
Sin el menor aviso, Simone arremetió contra Belucci, lanzando su pequeño cuerpo hacia el enorme banquero, con sus garras de gata haciendo sangrar la cara del hombre a quien ahora odiaba más que al mismo pecado. Sonaron disparos del arma del asesino, una..., dos balas dieron en el tórax de Simone. Se le doblaron las rodillas, pero ella no cedió. «Danny, mi queridísimo Danny, ya no falta mucho. Espérame.» En el violento forcejeo con el hombre que había planeado la muerte de su hermano, le arañó los ojos, derramando sangre en su rostro. El grito áspero, el sonido de la angustia y de los rápidos pasos de la muerte acercándose, codiciando su próxima víctima, ahogaban el resto de los ruidos.
«¡Ahora!» Curtis desplegó su cuerpo como una pantera negra y zigzagueó en diagonal, cruzando la habitación hacia el francés, por manos dos arietes extendidos buscando su objetivo. Sonó un disparo en el preciso instante en que su inmenso antebrazo derecho tocaba la cabeza del francés, quien se tambaleó. Curtis notó una punzante sacudida de dolor en el omóplato izquierdo al tiempo que el tiro lo echaba atrás, y luego la sangre le empapó la camisa. El francés recobró el equilibrio. «Dios santo... ¿ya está?» Entonces, de la muerte segura surgió una súbita posibilidad de salvación. Curtis oyó el estrépito de algo metálico en el suelo, a su izquierda. El francés miró en la dirección del sonido justo cuando Michael le estrellaba en la cabeza un pesado jarrón. El asesino trastabilló hacia atrás sin soltar el arma. Olvidándose del agudo dolor, Curtis lo embistió, bajó vertiginosamente el brazo, agarró la muñeca del hombre, y estrelló contra él su hombro bueno, dando un nuevo tirón mientras Jean-Pierre se tambaleaba de lado. Le abrió la mano hacia atrás y le rompió la muñeca. Ahora era él quien tenía el arma en sus manos. Disparó una vez. La cabeza del asesino estalló. El hombre estaba muerto. Michael le arrebató el arma a Curtis. Simone se desplomó en el suelo en el preciso instante en que el disparo de una Heckler & Koch P7 alcanzaba el estómago del banquero.
—¡Michael!
Fue más bien un susurro. La oscuridad se alejó y volvió la esperanza. Simone sentía que invadía su cuerpo una creciente ligereza. Dormir, al fin dormir profundamente. En el crepúsculo, una hermosa luz color mandarina llenaba las esferas de vidrio de un enorme reloj de arena. Apareció una fachada
naranja aterciopelada con una pequeña puerta y un letrero blanco; la puerta se abrió, invitándola a entrar. Ella atravesó un pasadizo oscuro, y tras salir hacia una hermosa puesta de sol, vio a su hermano. «¡Danny! Te quiero. Cuánto te he echado de menos, cariño.»
—¡Simone! —Fue un alarido. Michael sintió que su alma se rompía en mil pedazos. Empezó a gritar sonidos inconexos.
Sonó el teléfono.
—¡El número está equivocado! ¿Me oye? ¡Es un número equivocado! ¿Qué ha pasado? —preguntó el presidente de Estados Unidos con voz temblorosa, a punto de explotar.
—Lo sé. Le he dado otro número. Tenía que hacerlo.
En la línea hubo un silencio.
—¿Que usted qué?
—Olvídese del cadáver de Belucci. No es él.
—¿Cómo?
—Belucci estaba aquí. Él y un asesino francés llamado Jean-Pierre. Fue él quien manejó los hilos desde detrás de la cortina.
—¡Cristian Belucci! —El presidente hizo una pausa—. Mando a Delta Force por usted..., pero dígame el número correcto.
—No hace falta, señor presidente. El número está bien. Sólo hay que cambiar el último dígito por el ocho.
Curtis miró a un Michael emocionalmente destrozado que sostenía el cuerpo herido de su amante, acariciándole la cara, besándole los labios.
—Señor, todo ha terminado para todos.
—¿Qué puede hacer un mundo agradecido por ustedes tres?
—Simone Casalaro está malherida, señor presidente.
—La ambulancia estará ahí en menos de cuatro minutos. El helicóptero del Servicio Médico de Urgencias esperará en un claro a menos de quinientos metros de la casa.
A Curtis se le saltaron las lágrimas de alegría y de tristeza. De pronto vio a Dios como un nombre para el silencio que sobrevive a nuestra propia conciencia.
—No creo que sea el momento de caer en sentimentalismos, Curtis, pero la historia del hombre es la historia del dolor. El mundo nunca podrá pagarles a ustedes tres lo que han hecho.
—Le queda algo por hacer, señor presidente —le interrumpió el ranger—. El mundo entero está esperando su liderazgo. —Curtis hizo una pausa—. Le deseo buena suerte.
El tiempo había cambiado. Las nubes crecían y se apelotonaban en el cielo nocturno de color carmesí. El aire se volvía borroso, pero de vez en cuando, aquí y allá y durante unos segundos mágicos, la luna atravesaba las nubes, maduraba por momentos e iluminaba la orilla izquierda con su
brillo mate.
—Bueno, Jimbo, vaya historia. Una historia con un final hollywoodiense.
—Así es, JC, ¿quién decía que los finales felices eran cosa del pasado? Anoche, ante la mayor audiencia de la historia, el presidente de Estados Unidos reclamó su derecho a la inmortalidad al salvar al mundo de caer al precipicio. «Al parecer, costará doscientos billones de dólares», dijo,
pero el mundo puede suspirar aliviado.
—Tú lo has dicho, Jimbo. En Boston, Filadelfia, Nueva York, Chicago, Seattle, Houston, San Francisco, Miami y muchísimas más ciudades y poblaciones de este gran país, la gente saltó de alegría cuando el presidente dio a las fuerzas armadas de Estados Unidos la orden de desacuartelarse. «A pesar de las nubes oscuras que se forman alrededor de nosotros —dijo el presidente—, miro hacia el futuro y veo motivos para la esperanza. La proximidad de una montaña majestuosa es una bendición contradictoria: por un lado nos vemos honrados por la magnanimidad de sus pastos y la munificencia de sus laderas, pero por otro quizá no veamos nunca dónde estamos, sentados bajo la sombra de tal grandeza y aceptando el consuelo de esta seguridad.»
»El presidente acabó su discurso diciendo: «Ante esto, ante mis hijos y los vuestros, comprometo mi fortuna, mi honor, mi vida.»
—Vaya día, JC. ¿Crees que se presentará a las próximas elecciones presidenciales?
—Si yo fuera el Congreso, lo nombraría presidente de por vida. De hecho, la Reina de Inglaterra lo ha llamado «mi caballero de la brillante armadura».
—Bueno, tiene mi voto.
—Otras noticias. David Harriman III, antiguo secretario del Tesoro, fue detenido anoche por agentes federales acusado de asesinato, intento de asesinato, connivencia y limitación al libre comercio, junto con Henry Stilton, director adjunto de la CIA, James F. Taylor, vicepresidente de Goldman Sachs, y Robert Lovett, alto cargo del Departamento de Estado. Los detalles son muy esquemáticos, pero esto promete convertirse en un circo mediático no visto desde el juicio a OJ Simpson por asesinato.
»Por último, hoy a primera hora ha muerto Akira Shimada (sé que he destrozado su nombre), que en otro tiempo perteneció a una despiadada unidad del Ejército Imperial japonés. Adquirió cierta notoriedad hace sólo unos días, cuando su testimonio frente a un mundo atónico reveló algunos de los abusos de poder y de los secretos mejor guardados de la Segunda Guerra Mundial.
»Y un ultimísimo apunte, Jimbo. Esta señora tiene, desde luego, un impecable sentido de la oportunidad. ¿Sabes de quién estoy hablando? De la Reina de Inglaterra.
»Quizá sea pequeña de estatura, pero sin duda es grande en prestigio. La Lila Dorada de la señora Lie D’an Luniset ha vendido un millón de ejemplares en su primer día en las librerías. Es como si Shimada y su...
—Cállate, JC. Con todo, ¿te imaginas? Un millón de libros. ¡Qué exitazo!
»Están viendo el noticiario nocturno en FTNBC-TV. Buenas noches a todos.
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