Procedente de un apasionado entorno sionista, me habían inculcado que el Estado de Israel era incapaz de actuar injustamente, que éramos como David en su interminable lucha contra un Goliat cada vez más gigantesco y que únicamente podíamos confiar en nosotros mismos para protegernos, sentimiento consolidado por los supervivientes del holocausto con los que convivíamos.
En nosotros, la nueva generación de israelíes, la nación que había renacido en su propia tierra tras más de dos mil años de exilio, se confiaba totalmente el destino de la nación. Los comandantes de nuestros ejércitos eran considerados campeones, no generales; nuestros gobernantes eran capitanes que guiaban el timón de un gran navío.
Me sentí lleno de júbilo cuando fui escogido y se me concedió el privilegio de incorporarme al que me parecía el equipo más escogido del Mossad. Mas los retorcidos ideales y el egocéntrico pragmatismo que encontré dentro de la organización, junto con la codicia, avidez y absoluta falta de respeto del equipo hacia la vida humana, me impulsaron a narrar esta historia.
Porque amo a Israel como un país libre y justo arriesgo mi vida haciéndolo así, enfrentándome a aquellos que se arrogaron el derecho de convertir el sueño sionista en la actual pesadilla que vivimos.
El Mossad, organización de los servicios secretos a la que se había confiado la responsabilidad de allanar el camino de los dirigentes políticos de la nación, ha traicionado esa confianza. Conspirando en beneficio propio y en pro de razones mezquinas ha conducido a la nación al enfrentamiento en una lucha sin cuartel.
No puedo seguir guardando silencio ni exponer la verosimilitud de este libro simulando la realidad bajo falsos distintivos y oscuras identidades (aunque he utilizado las iniciales de algunos miembros del personal activo para proteger sus vidas).
Iacta alea est: la suerte está echada.
Víctor Ostrovsky
Julio de 1990.
* * *
Durante más de veinticinco años de periodismo he tenido ocasión de aprender que jamás debemos negarnos a escuchar a quien ofrece un relato, por muy singular que parezca la propuesta. Y, en principio, la historia de Víctor Ostrovsky me pareció más extraña que ninguna.
Como la mayoría de periodistas, me ha tocado escuchar a muchos que me explicaban atropelladamente la razón de que sus vivencias hubieran sido silenciadas con la perversa intervención de alguna Conspiración Intergaláctica Marciana. Por otra parte todos los periodistas hemos experimentado la tensión de responder a una confidencia, descubriendo finalmente que el protagonista de la historia era un esnob.
Una tarde de abril de 1988 me encontraba en el puesto que suelo ocupar en la tribuna de prensa del Parlamento de Ottawa cuando me telefoneó Víctor Ostrovsky y me dijo que deseaba contarme ciertas informaciones de carácter internacional que podrían interesarme. Yo había publicado recientemente un best-seller muy polémico titulado Friends in High Places que trataba de los conflictos del primer ministro canadiense y su gobierno. Víctor me dijo que le agradaba mi modo de enfocar los temas de carácter oficial, por lo que había decidido ofrecerme su historia. No me facilitó más detalles, pero me sugirió que nos reuniésemos durante un cuarto de hora en una cafetería próxima para poder explicarse. Tres horas después Víctor seguía absorbiendo mi atención: realmente, la suya era una narración muy interesante.
Inevitablemente mi mayor preocupación personal fue cómo podría comprobar la identidad de aquel hombre. Pues bien, tras algunas consultas privadas a través de varios contactos, amén de su buena voluntad de mencionarme algunos nombres y expresarse con franqueza conmigo, llegué fácilmente a la conclusión de que se trataba de un auténtico elemento: me encontraba ante un antiguo katsa (oficial) del Mossad.
A muchos les desagradará el contenido de este libro. Es un relato inquietante, apenas una crónica de lo mejor que puede ofrecer la naturaleza humana. Muchos considerarán a Víctor como un traidor a Israel: allá ellos. Yo le veo como un hombre profundamente convencido de que el Mossad es una excelente organización que se ha maleado, un ser cuyo idealismo quedó destruido por el implacable impacto de la realidad. Alguien que cree que el Mossad o, en resumidas cuentas, cualquier organización del gobierno debe ser públicamente responsable de sus actos. Incluso la CIA tiene que justificarse ante un cuerpo escogido; el Mossad, no.
El primero de septiembre de 1951 David Ben Gurion, a la sazón primer ministro, promulgó un decreto disponiendo la creación del Mossad como organización del servicio secreto independiente del Ministerio de Asuntos Exteriores de Israel. Hasta la fecha, aunque todos conocen su existencia -en ocasiones incluso los políticos alardean de sus éxitos-, sigue siendo una organización fantasma en todos los sentidos. Por ejemplo, no figura referencia alguna de ella en los presupuestos del Estado y jamás se hace público el nombre de su jefe supremo mientras ostenta dicho cargo.
Uno de los principales temas de este libro es la convicción de Víctor de que el Mossad no se somete a control alguno, que ni siquiera el primer ministro, aunque aparentemente responsable, posee autoridad real sobre sus actos y que incluso suele verse manipulado para aprobar o emprender acciones que acaso sean de más interés para quienes dirigen la organización que necesariamente para Israel.
Mientras que la naturaleza de los asuntos del servicio secreto comprende por definición una reserva considerable, en otros países democráticos algunos de sus elementos son públicos. Por ejemplo, en Estados Unidos el director y los subdirectores de la CIA son designados en primer lugar por el presidente, sometidos a audiencias públicas por un comité de inteligencia designado por el Senado y, finalmente, confirmados por una mayoría de dicha institución. Por ejemplo, el 28 de febrero de 1989 un comité presidido por David L. Boren se reunía en la sala SH-216 del Hart Señale Office Building, en Washington, para interrogar al miembro ejecutivo de la CÍA Richard J. Kerr, que había sido propuesto como subdirector de la Central de Inteligencia. E incluso antes de someterse a tales sesiones, Kerr tuvo que cumplimentar un exhaustivo cuestionario de cuarenta y cinco apartados, en el que se ventilaban todas sus peculiaridades, desde sus experiencias biográficas, académicas y laborales hasta el estado de sus finanzas, comprendidas sus posesiones inmobiliarias, el salario que había percibido durante los últimos cinco años y el volumen de su hipoteca, junto con otras cuestiones relativas a las organizaciones a las que había pertenecido y su filosofía general de la vida y del servicio secreto.
Al iniciarse la sesión, el senador Boren reconoció que era una ocasión singular para que el comité realizase sus tareas en público.
"Mientras otras naciones procuran que su cuerpo legislativo omita las actividades de su servicio secreto, en nuestro país es realmente única la extensa naturaleza del proceso."
Entre otras cosas, el comité revisa trimestralmente todos los programas de acción de cobertura bajo mandato presidencial y celebra sesiones especiales siempre que el presidente inicia una nueva empresa secreta.
"Aunque no estamos facultados para vetar las acciones secretas que se propongan -proseguía-, en el pasado, los presidentes tomaban en consideración nuestros consejos y adoptaban medidas ya fuese para modificar o cancelar actividades que el comité consideraba erróneamente concebidas o que creían que planteaban riesgos innecesarios para los intereses de la seguridad."
En Israel, aunque se supone que el primer ministro es el responsable del servicio secreto, suele ignorar las acciones que lleva a cabo hasta que se han producido. En cuanto al público, raras veces llega a conocerlas. Y, ciertamente, ningún comité investiga las actividades ni al personal del Mossad.
La importancia de una vigilancia política adecuada del servicio de inteligencia queda resumida por sir William Stephenson en su prólogo de A Man Called Intrepid, donde dice que los servicios secretos son instituciones necesarias para que las democracias eviten el desastre y una posible y total destrucción.
"Entre los arsenales cada vez más complejos del mundo, el espionaje es una arma esencial, tal vez la más importante -decía-, pero dado su carácter reservado, resulta la más peligrosa. Deben idearse y revisarse garantías para evitar su abuso y aplicarlas estrictamente. Pero como en cualquier empresa, serán decisivos el carácter y la sensatez de aquellos a quienes se confía. En la integridad de tal vigilancia subyace la esperanza de la gente libre para resistir y vencer."
Otro interrogante válido sobre la historia de Víctor es cómo un funcionario relativamente secundario del Instituto, como se denomina al Mossad, pudo llegar a conocer tanto sobre él. Ésta es una pregunta muy acertada cuya respuesta resulta sorprendentemente sencilla.
En primer lugar, se trata de una organización muy pequeña. En su libro Games of Intelligence, Nigel West (seudónimo del miembro conservador del Parlamento británico Rupert Allason) manifiesta que la sede general de la CIA en Langley (Virginia), que
"está claramente señalizada en la avenida de George Washington, en las afueras de Washington, DC", cuenta con veinticinco mil empleados, "los cuales, en su inmensa mayoría, no se esfuerzan en absoluto por ocultar la naturaleza de su trabajo".
El Mossad apenas dispone de mil doscientos empleados, comprendidas las secretarías y el personal de limpieza, y todos están debidamente aleccionados para responder a quien les pregunte que trabajan para el departamento de defensa.
West dice asimismo que "las pruebas acumuladas por los desertores soviéticos indican que la Dirección Principal del KGB empleaba a unos quince mil oficiales de servicios especiales" en todo el mundo, "unos tres mil con base en su cuartel general de Teplyystan, en las afueras de la carretera de circunvalación de Moscú, al sudoeste de la capital". Eso sucedía en los años cincuenta. Datos más recientes señalan que el número total de empleados del KGB en todo el mundo supera los doscientos cincuenta mil. Incluso el servicio de inteligencia cubano DGI cuenta con dos mil funcionarios expertos apostados por todo el mundo en las misiones diplomáticas de su país.
El Mossad -créase o no- tiene únicamente treinta o treinta y cinco oficiales de servicios especiales o katsas operando por el mundo en cualquier momento. Según se demuestra en este libro, la razón principal de una cifra tan sorprendentemente baja es que, a diferencia de otros países, Israel puede aprovechar el significativo y leal cuadro de la comunidad judía mundial establecida fuera de Israel. Y ello lo consigue a través de un sistema único de sayanim, ayudantes voluntarios.
Víctor registraba en un diario sus propias experiencias y muchas otras ajenas. Es un redactor pésimo, pero posee una memoria casi fotográfica para mapas, planos y otros datos visuales, cruciales para el éxito en las operaciones de los servicios de espionaje. Y puesto que el Mossad es una organización tan limitada y cerrada, tenía acceso a archivos computadorizados e historias orales, que serían imposible de obtener a cualquier novato recién ingresado en la CIA o en el KGB. Incluso en su época de instrucción, él y sus compañeros manejaban el computador principal del Mossad y pasaban horas interminables en clase estudiando una y otra vez, minuciosamente, múltiples operaciones en curso del servicio secreto con el fin de enseñar a los recién llegados el modo de iniciar una operación y cómo evitar pasados errores.
Por añadidura, aunque sería difícil cuantificar, la extraordinaria cohesión histórica de la comunidad judía, su convicción de que pese a las diferencias políticas deben mantenerse unidos para protegerse de sus enemigos, conduce a una franqueza entre todos ellos que sería imposible encontrar por ejemplo entre los empleados de la CIA o el KGB. En resumen, entre sí se sienten en libertad de expresarse con todo detalle y así lo hacen.
Naturalmente deseo formular mi reconocimiento a Víctor por darme la oportunidad de traer a la luz tan singular historia. Quiero asimismo agradecer a mi esposa, Lydia, el constante apoyo que me ha dispensado en el proyecto, especialmente puesto que la naturaleza de esta narración sigue imponiéndome más presiones que mis habituales actividades políticas. También agradezco a la Biblioteca del Parlamento de Ottawa su, como siempre, amable cooperación.
Claire Hoy
Julio de 1990.
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