La civilización a prueba
Quiero que conozcas a un dalang —anunció Rasy, radiante—. Ya sabes, los famosos titiriteros indonesios. —Era evidente su satisfacción por tenerme de nuevo en Bandung—. Esta noche da una función muy importante en el barrio. Me llevó con su ciclomotor por partes de la ciudad que no sabía ni que existieran, atravesando barriadas de kampong, casas tradicionales de Java que parecían templos en miniatura pero en versión pobre, con cubiertas de teja. Allí no se veían las espléndidas mansiones coloniales holandesas ni los edificios de oficinas a los que yo estaba acostumbrado. La población era visiblemente humilde pero lo llevaba con gran dignidad. Vestían sarongs estampados en batik, deshilachados pero limpios, blusas de vivos colores y sombreros anchos de paja.
En todas partes fuimos recibidos con sonrisas y cordialidad. Cuando nos detuvimos, los niños acudieron corriendo a tocarme y a palpar la tela de mis vaqueros. Una chiquilla me prendió en el cabello una fragante flor de frangipani. Estacionamos la motocicleta cerca de un teatro al aire libre donde se habían congregado ya varios centenares de personas, unas de pie y otras sentadas en sillas plegables. El cielo completamente despejado auguraba una noche espléndida. Aunque estábamos en el centro de la ciudad vieja de Bandung, no había alumbrado público y las estrellas titilaban sobre nuestras cabezas. En el aire flotaban aromas de cacahuete, de clavo, de hogueras de leña.
Rasy desapareció entre la multitud y regresó enseguida, acompañado de muchos de los jóvenes que me había presentado en la cafetería. Me invitaron a té caliente con galletas y sate, que son bocaditos de carne frita en aceite de cacahuete. Debí poner cara de perplejidad al verlos, porque una de las jóvenes apuntó con el dedo a un fogón pequeño: «Carne muy fresca —rió—. Recién hecha». Entonces comenzó la música, la mágica y alucinante melodía del gamelan, un instrumento cuyo sonido recuerda las campanas de los templos.
—El dalang toca toda la música él solo —susurró Rasy—. También mueve todos los muñecos y compone todas las voces en varios idiomas. Iremos traduciéndote lo que diga. Fue una representación notable, en la que se combinaron las leyendas tradicionales con los acontecimientos de actualidad. Más tarde me enteré de que el dalang es un chamán que actúa en estado de trance. Tenía más de un centenar de títeres y hablaba por cada uno de ellos con voz diferente. Fue una noche inolvidable para mí, que ha ejercido una influencia perdurable en toda mi vida.
Después de recitar una selección de textos clásicos del antiguo Ramayana, el dalang sacó un muñeco que era Richard Nixon, con la inconfundible nariz en pico de pato y los mofletes. El presidente de Estados Unidos iba vestido de Tío Sam, con el chaqué y el sombrero de copa a rayas y estrellas como la bandera nacional. Le daba la réplica otro muñeco, éste luciendo un traje de rayadillo financiero. En una mano llevaba un cesto decorado con el símbolo del dólar y en la otra empuñaba una bandera americana, con la que daba viento a Nixon como un criado abanicando a su amo.
Detrás de estos dos personajes apareció un mapa de Oriente Próximo y Extremo Oriente. Los distintos países estaban colgados de ganchos en sus posiciones. Nixon se acercó enseguida al mapa, desenganchó Vietnam y se lo llevó a la boca. En seguida se puso a gritar y lo que dijo me fue traducido como:
«Está amargo! ¡Puaf. ¡Ya tenemos suficiente!», y lo arrojó al cesto. A continuación fue haciendo lo mismo con otros países. Para sorpresa mía, sin embargo, no continuó con las demás naciones asiáticas según la «teoría del dominó». Lo hacía con los del Oriente Próximo, como Palestina, Kuwait, Arabia Saudí, Iraq, Siria e Irán. Luego continuó con Pakistán y Afganistán. Cada vez, el muñeco de Nixon gritaba algún epíteto antes de arrojar el país al cesto. Y todas esas veces, sus gritos eran improperios anti-islámicos: «perros musulmanes», «engendros de Mohammed» y «demonios islámicos».
La multitud empezaba a soliviantarse y la tensión crecía cada vez que otro país iba a parar al cesto. La gente, por lo visto, no sabía si reír, asombrarse o montar en cólera. A veces parecía que los escandalizaban las palabras del titiritero. Empecé a preocuparme. En medio de aquella multitud, mi aspecto y estatura llamaban la atención, y pensé que la indignación popular podría volverse contra mí. Entonces Nixon dijo una cosa que me puso los pelos de punta cuando Rasy me la tradujo.
—Este se lo daremos al Banco Mundial. Veamos si se puede sacar un poco de dinero de Indonesia. Descolgó Indonesia del mapa y se acercó al cesto para arrojarla también, pero en ese preciso instante saltó a escena un nuevo protagonista. Representaba a un indonesio en camisa de batik y pantalón caqui de soldado. Llevaba un parche con su nombre claramente legible.
—Es un político popular aquí en Bandung —explicó Rasy.
El muñeco se interpuso entre Nixon y el hombre del cesto, y alzó la mano.
— ¡Alto! — gritó—. ¡Indonesia es un país soberano!
La multitud rompió en un aplauso. Entonces el hombre del cesto enarboló la bandera a modo de lanza y atravesó con ella al indonesio, que trastabilló y falleció muy dramáticamente. El público prorrumpió en abucheos, imprecaciones y gritos, agitando los puños alzados al aire. Nixon y el hombre del cesto se quedaron mirándonos, impasibles, hicieron sendas reverencias y abandonaron el escenario.
— Creo que será mejor que me vaya —le dije a Rasy. Él me rodeó los hombros con el brazo en un gesto protector—. Tranquilo —dijo—. No va contra ti personalmente.
Yo no estaba tan seguro. Cuando nos hubimos puesto a buen recaudo en la cafetería, Rasy y los demás me aseguraron que no estaban informados de que iba a haber un corto satírico Nixon-Banco Mundial.
—Nunca se sabe por dónde van a salir esos titiriteros —dijo uno de los jóvenes.
Cavilé en voz alta si se habría montado expresamente para mí. Uno de ellos rió y comentó que yo tenía un concepto muy elevado de mí mismo.
«Típicamente americano», dijo dándome unas palmaditas en la espalda.
—Los indonesios somos gente muy politizada —dijo otro que estaba sentado detrás de mí—. ¿Es que en Norteamérica no tienen espectáculos como éste?
Enfrente, una mujer muy bella, estudiante de lengua inglesa en la universidad, se inclinó hacia mí y me preguntó:
—¿Es verdad que usted trabaja para el Banco Mundial?
Le dije que actualmente era empleado del Asian Development Bank y de la USAID, la Agencia estadounidense para el desarrollo internacional.
—Pero ¿no son lo mismo? —y sin aguardar respuesta, prosiguió—: ¿No son como la función que hemos visto esta noche? ¿No es cierto que el gobierno de usted mira a Indonesia y a otros países como un cesto de...? —Se detuvo buscando la palabra.
—¿Un cesto de uvas? — ofreció uno de sus amigos.
—Exacto. Un cesto de uvas. Puedes escoger este racimo y este otro. Me quedo con Inglaterra. A China, me la como. Indonesia, no la quiero.
—Pero no sin llevarse antes todo el petróleo —remachó otra mujer.
Intenté defenderme, pero era mucha tarea para mí solo. Quise alabarme por haber entrado en aquel barrio y por haber contemplado toda la función sin protestar contra su anti-americanismo, que además podía haberme tomado como una ofensa personal. Quise que apreciaran lo que yo había hecho, que supieran que yo era el único de todo mi equipo que se había molestado en aprender bahasa y deseaba conocer su cultura, y señalar que había sido el único extranjero presente en la función. Pero decidí que sería mejor no mencionar nada de eso. Era preferible cambiar de conversación. Les pregunté por qué, en opinión de ellos, el dalang se había fijado en los países islámicos, con excepción de Vietnam. La bella estudiante de inglés soltó una carcajada.
— ¡Porque ése es el plan!
—Vietnam no es más que una maniobra de diversión —intervino uno de los hombres—. Como Holanda lo fue para los nazis. Un peldaño de la escalada.
—El blanco real es el mundo musulmán —continuó la mujer.
Pensé que no podía dejarlo pasar sin réplica.
—Sin duda no creerán ustedes que Estados Unidos va contra el islam —protesté.
—Ah ¿no? —preguntó ella—. ¿Y desde cuándo no es así? No tiene más que leer a uno de sus propios historiadores. El británico Toynbee. Allá por los años cincuenta, él predijo que la auténtica guerra del próximo siglo no estaría entre comunistas y capitalistas, sino entre cristianos y musulmanes.
—¿Arnold Toynbee dijo eso? —pregunté con asombro.
—Sí. Lea usted El juicio a la civilización y El mundo y el Occidente.
—Pero ¿por qué iba a producirse tal animosidad entre musulmanes y cristianos? —planteé.
Cambiaron miradas entorno a la mesa. Como si les costase creer que alguien fuese capaz de formular una pregunta tan tonta.
—Porque Occidente... —empezó muy despacio, como quien habla a un interlocutor algo lento de entendimiento, o duro de oído—, y en especial su líder, Estados Unidos, está decidido a apoderarse del mundo, a convertirse en el imperio más grande de la historia. Ya se halla muy cerca de conseguirlo. La Unión Soviética es la única que se lo impide, pero los soviéticos van a durar poco. Toynbee supo verlo. No tienen ninguna religión, ninguna fe, ninguna sustancia más allá de su ideología. La historia demuestra que la fe, lo espiritual, la creencia en un poder superior, es esencial. Nosotros los musulmanes la tenemos. Tenemos de eso más que nadie en el mundo, incluso más que los cristianos. Así que estamos a la espera, mientras tanto nos hacemos cada vez más fuertes.
—Nos tomaremos nuestro tiempo —intervino otro—, y luego atacaremos como la serpiente.
—¡Qué idea más horrible! —exclamé sin poder contenerme—, ¿Qué podemos hacer para cambiar esto?
La estudiante de inglés me miró a los ojos.
—Dejar de ser tan codiciosos. Y tan egoístas —dijo—. Comprender que hay algo más en el mundo que vuestros rascacielos y vuestras tiendas de lujo.
La gente se muere de hambre y vosotros sólo os preocupáis de que no falte combustible para vuestros coches. Los.niños se mueren de sed mientras vosotros buscáis las últimas modas en las revistas. Las naciones, como la nuestra, se están hundiendo en la miseria, pero vuestro pueblo no escucha los gritos pidiendo auxilio. No escucháis a quienes intentan contaros estas cosas.
Los llamáis radicales, o comunistas. Sería preciso que abrierais los corazones a los pobres y desamparados, en vez de empujarlos hacia una pobreza y una servidumbre más grandes todavía. No os queda mucho tiempo. Si no cambiáis, estáis acabados.
Pocos días más tarde, el popular político de Bandung, cuyo muñeco se había rebelado contra Nixon y había sido atravesado con una lanza por el hombre del cesto, murió atropellado por un conductor que se dio a la fuga.
Un Jesús diferente
El recuerdo de aquel dalang me perseguía. Y lo mismo las palabras de la bella estudiante de inglés. Esa noche e Bandung me catapultó a un plano nuevo del pensamiento y del sentimiento. Aunque no sería exacto decir que antes hubiese ignorado las implicaciones de lo que estábamos haciendo en Indonesia, por lo general yo conseguía tranquilizarme apelando al raciocinio, a los precedentes históricos, al imperativo biológico. Justificaba nuestra intervención como un aspecto de la condición humana y me persuadía de que Einar, Charlie y los demás obrábamos, sencillamente, como siempre lo han hecho los hombres: atendiendo a las necesidades propias así como a las de nuestras familias.
Pero mi discusión con aquellos jóvenes indonesios me había obligado a ver otro aspecto de la cuestión. Mirando a través de los ojos de ellos, me daba cuenta de que un planteamiento egoísta en política exterior no sirve ni protege a las generaciones futuras en ninguna parte. Es una postura tan miope como los informes anuales de las empresas y las estrategias electorales de los políticos que definen esa política exterior.
Mientras tanto, resultaba ser cierto que la búsqueda de datos para mis proyecciones económicas me imponía frecuentes visitas a Yakarta. De este modo contaba con muchos ratos a solas para cavilar sobre estas cuestiones y escribir mis reflexiones en un diario. Caminaba por las calles de la ciudad repartiendo monedas a los mendigos y tratando de entablar conversación con leprosos, prostitutas y pilludos callejeros. Al mismo tiempo, meditaba sobre la naturaleza de la ayuda exterior y consideraba el papel legítimo que los países desarrollados (los PD en la jerga del Banco Mundial) podían ejercer para contribuir a paliar el atraso y la miseria de los países menos desarrollados (los PMD). Empezaba a plantearme cuándo es auténtica la ayuda y cuándo no es más que codicia e interés egoísta. O mejor dicho, empezaba a dudar de que tal ayuda fuese alguna vez altruista. Y si no lo era, me preguntaba, ¿qué hacer para cambiar esa situación? Sin duda los países como el mío estaban obligados a hacer algo decisivo para ayudar a los enfermos y los hambrientos del planeta, pero yo estaba bastante seguro de que ése no solía ser el móvil principal de nuestra intervención.
Con lo que retornábamos a la cuestión principal: si la finalidad de la ayuda exterior era el imperialismo, ¿tan malo era eso? Con frecuencia envidiaba a hombres como Charlie, tan convencidos de la bondad de nuestro sistema que andaban empeñados en imponérselo al resto del mundo. Dada la limitación de los recursos del planeta, me parecía dudoso que toda la población mundial pudiese alcanzar el opulento nivel de vida de Estados Unidos. ¡Si incluso este país tiene a millones de sus ciudadanos en condiciones de pobreza! Además, no quedaba del todo claro para mí que las gentes de otras naciones quisieran realmente vivir como nosotros. Nuestras estadísticas sobre violencia, depresiones, toxicomanías, divorcios y delincuencia indicaban que pese a ser una de las sociedades más ricas de la historia, tal vez éramos también una de las menos felices. ¿Para qué iban a desear imitarnos las demás?
Tal vez Claudine me lo había advertido. Ya no estaba muy seguro de lo que ella había tratado de explicarme. En cualquier caso, y discusiones intelectuales aparte, para mí resultaba dolorosamente claro que mis días de inocencia habían terminado.
Escribí en mi diario: ¿Se puede ser inocente en Estados Unidos? Es verdad que quienes ocupan la
cúspide de la pirámide económica cosechan grandes ganancias, pero millones de nosotros, los demás, dependemos directa o indirectamente de la explotación de los países menos desarrollados. Los recursos y la mano de obra barata que utilizan casi todas nuestras empresas provienen de lugares como Indonesia, que apenas reciben nada a cambio. Los créditos de la ayuda exterior son la garantía de que sus hijos y nietos seguirán siendo rehenes nuestros. Tendrán que permitir el saqueo de sus recursos naturales por nuestras empresas y seguirán privándose de educación, sanidad y demás servicios sociales, simplemente para pagarnos la deuda. En esa fórmula no interviene el hecho de que nuestras compañías hayan recibido ya la mayor parte del pago por la construcción de esas centrales generadoras, esos aeropuertos y esos complejos industriales. Que la mayoría de los estadounidenses desconozcan estas realidades, ¿es excusa suficiente? Desinformados y mal informados adrede, sí, pero... ¿inocentes? Por supuesto, yo tenía que enfrentarme al hecho de ser uno de los dedicados activamente a informar mal.
El concepto de una guerra santa mundial era inquietante, pero cuanto más lo pensaba más me convencía de su posibilidad. Sin embargo, me parecía que, caso de producirse la yihad, ésta no sería tanto de musulmanes contra cristianos como de los PMD contra los PD, quizá con el mundo islámico en funciones de avanzadilla. Nosotros los PD éramos los usuarios de los recursos, y los PMD eran los proveedores. Es decir, el retomo del sistema mercantil colonial, y todo dispuesto en favor de los que tuviesen el poder y pocos recursos naturales, a fin de explotar a los que tenían recursos pero no el poder.
No traía conmigo ningún ejemplar de los libros de Toynbee, pero sabía de historia lo necesario para entender que cuando la explotación de los proveedores se prolonga, éstos acaban por rebelarse. No tenía más que fijarme en Tom Paine y nuestra guerra de independencia. Recordé que los británicos justificaban el cobro de tributos argumentando que Inglaterra proporcionaba ayuda a las colonias, en forma de protección militar frente a los franceses y los indios. Pero los colonos interpretaron la situación de una manera muy diferente. Lo que Paine ofreció a sus compatriotas en su brillante panfleto Sentido común era lo mismo que habían dicho mis amigos indonesios: un espíritu, una idea, la fe en la justicia de un poder superior y una religión de la libertad y la igualdad diametralmente opuesta a la monarquía inglesa y su elitista sistema de clases. Los musulmanes ofrecían algo similar: la fe en un poder superior y la creencia de que los países desarrollados no tenían derecho a subyugar y explotar a los demás países del mundo.
Como aquellos minutemen de la colonia (voluntarios para formar en menos de un minuto cuando se diese la voz de alarma), los musulmanes estaban dispuestos a luchar por sus derechos. Y nosotros, lo mismo que los británicos en 1770, calificábamos sus acciones de atentados terroristas. Más que nunca, parecía cierto aquello de que la historia se repite. Me preguntaba qué clase de mundo tendríamos si Estados Unidos y sus aliados hubiesen dedicado el dinero que gastaron en guerras coloniales, como la de Vietnam, a erradicar el hambre o a facilitar educación y servicios básicos de sanidad a todos, incluidos los nuestros. Me pregunté cómo se verían afectadas las generaciones del futuro si nos dedicásemos a eliminar las causas de la miseria y a proteger los acuíferos, los bosques y las comarcas naturales que además de proporcionarnos agua potable y aire puro aportan otras cosas que alimentan el espíritu tanto como el cuerpo. Yo no podía creer que nuestros padres fundadores hubiesen propuesto que el derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad existiera sólo para los estadounidenses. En consecuencia, ¿por qué impulsábamos ahora estrategias tendentes a implantar valores imperialistas, como los que ellos habían combatido?
Durante mi última noche en Indonesia me despertó una pesadilla. Me senté en la cama y encendí la luz. Tenía la sensación de no estar solo en la habitación. Miré a mi alrededor contemplando el conocido mobiliario del Hotel Intercontinental, sus tapices de batik, los muñecos articulados del teatro de sombras colgados en marcos. Entonces recordé lo que acababa de soñar. Me había visto en presencia de Jesucristo. Parecía el mismo con quien yo hablaba todas las noches cuando era niño para confiarle mis pensamientos después de recitar las oraciones de rigor. Excepto que el Jesús de mi infancia era rubio y de piel blanca, y éste tenía el pelo ensortijado y la tez oscura. Inclinándose, cargó algo sobre sus espaldas. Pero no era la cruz, sino un eje de automóvil. Una de las llantas sobresalía por encima de su cabeza a manera de aureola de metal. Por su frente rodaban gotas de grasa, en vez de sangre. Al incorporarse me miró cara a cara, y dijo:
—Si yo regresara hoy, me verías de otra manera —y al preguntarle por qué, agregó—: Porque el mundo ha cambiado.
El despertador me informó de que faltaba poco para el amanecer. Consciente de que no conseguiría volver a conciliar el sueño, me vestí, bajé con el ascensor a la recepción, que estaba desierta, y salí al jardín contiguo a la piscina. La noche era de luna llena y las orquídeas perfumaban el aire. Me senté en una tumbona y me pregunté qué estaba haciendo allí y cómo las coincidencias de la vida me habían llevado por ese camino. ¿Por qué Indonesia? Mi vida había cambiado, pero aún no sabía hasta qué punto.
A mi regreso, Ann y yo coincidimos en París para intentar una reconciliación. Pero incluso durante aquellas vacaciones francesas seguimos peleándonos. Aunque hubo muchos momentos especiales y hermosos, creo que ambos acabamos por comprender que los largos años de cólera y resentimiento eran un obstáculo insalvable. Estaban además las muchas cosas que yo no podía contar. La única persona con quien podía compartir mis impresiones era Claudine y pensaba en ella constantemente. Ann y yo aterrizamos en el bostoniano aeropuerto de Logan y el taxi nos llevó a nuestros apartamentos separados de Back Bay.
Una oportunidad en la vida
La verdadera prueba de Indonesia me aguardaba en el cuartel general de MAIN. Acudí al edificio Prudential Center a primera hora de la mañana. Mientras esperaba el ascensor junto con docenas de empleados, me enteré de que Mac Hall, el enigmático y octogenario presidente y consejero delegado de MAIN, había nombrado a Einar presidente de la oficina de Portíand (Oregón). En consecuencia, yo pasaba a rendir cuentas oficialmente a Bruno Zambotti. A Bruno le llamaban «el zorro plateado» por el color de sus cabellos y por su prodigiosa habilidad para eliminar a cualquier rival que se atreviese a desafiarle. De aspecto pulcro y atildado cual Cary Grant, tenía gran elocuencia y dos títulos superiores en ingeniería y administración de empresas. Entendía de cálculos econométricos y era vicepresidente de la división de generación eléctrica de MAIN, con lo que recaía bajo su responsabilidad la mayor parte de nuestros proyectos internacionales. Era también el candidato predestinado a ocupar la presidencia de la corporación cuando se jubilase su anciano mentor Jake Dauber. Como la mayoría de los empleados de MAIN, a Bruno Zambotti yo le tenía pánico y un respeto reverencial. Poco antes de la hora del almuerzo me llamó a su despacho. Después de un cordial diálogo acerca de Indonesia me dijo una cosa que casi me hizo saltar del asiento.
—Voy a despedir a Howard Parker. No es necesario entrar en detalles, excepto que ese hombre ha perdido el sentido de la realidad. —Sonreía con desconcertante satisfacción, sin embargo, mientras repicaba con el índice en un montón de papeles que tenía sobre el escritorio —. El ocho por ciento anual, ¡figúrate! Ésa ha sido su previsión de carga. ¡Para un país con el potencial de Indonesia! La sonrisa se desvaneció mientras me miraba a los ojos.
— Charlie Illingworth me ha dicho que tu proyección económica cumple los objetivos y justificará un crecimiento de la carga entre el diecisiete y el veinte por ciento. ¿Es cierto eso? Le aseguré que lo era. El se puso en pie y me tendió la mano.
—Te felicito. Acabas de ganar un ascenso.
Lo oportuno tal vez habría sido salir y celebrarlo en un buen restaurante con los compañeros de MAIN... o siquiera fuese a solas. Pero yo sólo pensaba en Claudine. Me moría de ganas de contarle lo del ascenso así como todas mis aventuras en Indonesia. Ella me había advertido que nunca la llamase desde el extranjero, y yo me había abstenido de hacerlo. Con no poca contrariedad por mi parte, ahora descubría que su teléfono estaba desconectado y sin ningún mensaje de continuidad que indicase un nuevo número. Salí a buscarla. Su apartamento estaba ocupado por una pareja joven. Aunque era mediodía, me pareció que los había sacado de la cama. Visiblemente molestos, dijeron no saber nada de Claudine. Fui a hablar con la agencia inmobiliaria haciéndome pasar por un primo de ella. Según los archivos, el apartamento nunca estuvo alquilado a nombre de ninguna Claudine. El inquilino anterior había sido un hombre que prefirió mantenerse en el anonimato. Regresé al Prudential Center. En el departamento de personal de MAIN tampoco constaba el nombre. Lo que sí reconocieron fue que tenían un fichero de «asesores especiales», pero yo no estaba autorizado a consultarlo.
Por la tarde me sentí agotado y emocionalmente exhausto. Para colmo, empezaba a acusar los efectos de un fuerte jet lag. En mi solitario apartamento me sentí desesperadamente abandonado. El ascenso no significaba ningún aliciente para mí. Peor aún, lo que significaba era que yo estaba dispuesto a venderme. Me arrojé sobre la cama, abrumado por la desesperación.
Claudine me había utilizado y luego se había deshecho de mí. Decidí silenciar mis emociones para no permitir que se apoderase de mí la angustia. Tumbado en la cama me quedé contemplando las paredes desnudas durante lo que me parecieron horas. Al fin conseguí rehacerme. Poniéndome en pie, vacié de un trago una cerveza y rompí la botella contra la mesa. A continuación me asomé afuera. Me pareció verla que salía de una bocacalle lejana y caminaba hacia mí. Me precipité hacia la puerta, pero enseguida regresé otra vez a la ventana para asegurarme. La mujer estaba más cerca. Era atractiva y sus andares me recordaban los de Claudine, pero no era ella. El corazón me dio un vuelco y mis sentimientos pasaron de la cólera y el despecho al miedo.
Por un instante pasó ante mis ojos la imagen de Claudine derrumbándose, cayendo bajo una lluvia de balas, asesinada. Sacudí la cabeza, me tomé un Valium y seguí bebiendo hasta quedar dormido. A la mañana siguiente, una llamada del departamento de personal de MAIN me despertó de mi estupor. El jefe, Paul Mormino, me aseguró que comprendía mi necesidad de descansar, pero que no dejara de pasarme por el despacho aquella misma tarde.
—Son buenas noticias. Lo mejor para rehacerse de la travesía, — dijo.
Obedecí y me enteré de que Bruno había cumplido sobradamente su palabra. No me colocaban en el puesto de Howard, sino que me ascendían a economista jefe y me daban un aumento de sueldo. Eso me levantó un poco el ánimo. Me tomé la tarde libre y fui a pasear a orillas del río Otarles con una botella de cerveza en la mano. Me senté a contemplar las regatas mientras combatía los efectos combinados del jet lag y de la resaca. Me convencí de que Claudine se había limitado a hacer su trabajo y luego había pasado al siguiente. Ella siempre hacía hincapié en la necesidad del secreto. Me llamaría ella. Mormino tenía razón. La fatiga de la travesía —y la ansiedad— se disiparon.
Durante las semanas siguientes procuré no pensar en Claudine. Me dediqué a escribir mi dictamen sobre la economía indonesia, así como a corregir los pronósticos de Howard. Hasta dejar en limpio el tipo de estudio que mis jefes querían ver: un crecimiento medio del 19 por ciento en la demanda eléctrica anual durante los primeros doce años, a contar desde la puesta en marcha del nuevo sistema, disminuyendo poco a poco hasta el 17 por ciento durante los ocho años siguientes, y manteniéndose finalmente en un crecimiento del 15 por ciento durante los últimos cinco años, de los veinticinco que contemplaba la previsión.
Presenté mis conclusiones en una reunión formal con las agencias financieras internacionales encargadas de los créditos. Sus equipos de expertos me interrogaron largamente y sin contemplaciones. Para entonces mis emociones se habían convertido en una especie de determinación obstinada, no muy diferente de la rebeldía que me inflamaba en mis tiempos de instituto. Sin embargo, el recuerdo de Claudine nunca me abandonaba. Cuando un economista joven e impertinente del Asian Development Bank deseoso de destacar delante de sus jefes me acribilló a preguntas durante toda una tarde, recordé el consejo que muchos meses antes me había dado Claudine, sentados los dos en su apartamento de Beacon Street. «¿Quién es capaz de prever el futuro a veinticinco años vista? —había preguntado—. Tus conjeturas valen tanto como las de ellos. Sólo es cuestión de tener confianza en uno mismo.»
Así pues, me convencí a mí mismo de que era un experto. Recordé que tenía más experiencia de la vida en los países menos desarrollados que muchos de los presentes, algunos de los cuales me doblaban en edad, reunidos para juzgar mi trabajo. Yo había estado en la Amazonia y había visitado lugares de Java por donde ellos ni siquiera se atreverían a pasar. Había asistido a un par de cursillos acelerados, orientados a enseñar nociones de cálculo econométrico a los ejecutivos. Me consideraba miembro de la nueva generación de jóvenes prodigio fanáticos de la estadística y enamorados de la econometría, émulos de McNamara, el altanero presidente del Banco Mundial, ex presidente de Ford Motor Company y ex secretario de Defensa en tiempos de Kennedy. Ése fue un hombre que se labró su reputación con los números, con la teoría de las probabilidades, con los modelos matemáticos, y —sospechaba yo— con una elevadísima opinión de sí mismo.
Traté de imitar a McNamara y a Bruno, mi jefe, adoptando algunos giros de expresión del primero y los andares jactanciosos del segundo, con el maletín colgado balanceándose a mi paso. Ahora que lo recuerdo, me admiro de mi propia osadía. A decir verdad, mis conocimientos eran muy limitados. Lo que me faltaba en cuanto a formación y práctica lo suplí a base de audacia. Y salió bien. A su debido tiempo, el grupo de expertos puso su sello de «visto bueno» a mis informes.
Durante los meses siguientes asistí a reuniones en Teherán, Caracas, Guatemala, Londres, Viena y Washington. Fui presentado a personajes famosos como el sha de Irán, los ex presidentes de varios países y el mismo Robert McNamara en persona. Al igual que mi instituto, era un mundo exclusivamente masculino. Me sorprendió comprobar cómo afectaban a las actitudes de otras personas para conmigo tanto mi nuevo título como el rumor de mis triunfos recientes ante las instituciones financieras internacionales.
Al principio, todas estas atenciones se me subieron a la cabeza. Empecé a creerme un mago Merlín cuya varita mágica agitada sobre un país haría brotar la luz eléctrica y desplegarse las industrias como otras tantas flores. Más tarde me desengañé, y desconfiaba de mis propios motivos tanto como de los de todas las personas que me rodeaban. Me parecía que ni las licenciaturas ni otros títulos más sonoros calificaban a nadie para comprender la condición lamentable de un leproso que vive al lado de una cloaca en Yakarta; y dudaba de que la habilidad para manipular estadísticas implicase ninguna capacidad para ver el futuro. Cuanto más conocía a las personas responsables de las decisiones que determinaban la marcha del mundo, más crecía mi escepticismo en cuanto a su capacidad y sus intenciones. Y cuando los veía cerca de mí, sentados a las mesas de reunión, me costaba un gran esfuerzo disimular mi cólera.
Con el tiempo, no obstante, también esta manera de ver las cosas cambió. Pude comprender que la mayoría de aquellos hombres se hallaban convencidos de estar haciendo lo bueno y lo justo. Lo mismo que Charlie, creían que el comunismo y el terrorismo eran fuerzas del Mal, no las previsibles reacciones frente a decisiones tomadas por ellos mismos o por sus antecesores. Y se consideraban en el deber de conseguir la conversión de todo el planeta al capitalismo, por obligación ante sus países, ante sus hijos y nietos y ante Dios.
Además creían en el principio de la supervivencia de los más aptos: ya que ellos habían tenido la buena suerte de nacer en el seno de una clase privilegiada, y no en una barraca de cartones, debían transmitir esa herencia a sus descendientes.
Yo dudaba de considerar a tales personas verdaderos conspiradores o simplemente miembros de una cofradía que maquinaba el propósito de dominar el mundo. Más tarde me dio por compararlos con los amos de las plantaciones sureñas de antes de la guerra civil. Serían, por consiguiente, unos hombres unidos por unas creencias comunes y unos intereses compartidos, sin necesidad de presuponer ningún grupo exclusivo que se reuniese en recónditas madrigueras para tramar sus siniestros planes. Esos latifundistas autócratas habían crecido rodeados de sirvientas y de esclavos, y se les había educado en la creencia de que tenían derecho a ello por nacimiento. E incluso se creían obligados a hacerse responsables de los «paganos» y convertirlos a la religión y al modo de vida de los amos. Aunque aborreciesen la esclavitud desde el punto de vista filosófico, siguiendo a Thomas Jefferson podían justificarla como necesidad, cuyo desmoronamiento habría desencadenado el caos económico y social. Los dirigentes de las oligarquías modernas, o lo que yo empezaba a llamar la corporatocracia, parecían encajar en ese molde.
Al mismo tiempo empezaba a plantearme quién se beneficia con la guerra y la producción en masa de armamento, la construcción de grandes presas y la destrucción del medio ambiente y de las culturas indígenas. ¿A quién beneficia la muerte de cientos de miles de seres humanos por inanición, por beber aguas contaminadas, por enfermedades curables en otras latitudes?, me preguntaba. Poco a poco fui comprendiendo que, a la larga, eso no beneficia a nadie, pero a corto plazo, sí parecía beneficiar a los que ocupaban la cúspide de la pirámide, como mis jefes y yo. Al menos materialmente.
Pero esto planteaba otras muchas preguntas. ¿Por qué persiste tal situación? ¿Por qué ha sido tolerada tanto tiempo? ¿Reside la respuesta simplemente en el viejo principio de «la razón de la fuerza»? ¿Los que tienen el poder perpetúan el sistema? Aducir que la situación se apoyaba en el mero uso de la fuerza no me parecía suficiente. Aunque la proposición de que los fuertes se alzan con la razón explica muchas cosas, yo intuía la presencia de otro factor más decisivo. Recordé a un profesor de teoría económica de mis tiempos en la EADE, hombre oriundo del norte de la India que solía tratar los temas de la limitación de recursos, la necesidad humana del progreso y los orígenes del esclavismo como sistema. Según aquel profesor, todos los sistemas capitalistas que han tenido éxito se han basado en jerarquías con una cadena de mando rígida, en donde un grupo reducido controlaba desde la cumbre los estratos sucesivos de subordinados, hasta llegar a la gran masa de los trabajadores, mano de obra cautiva en el sentido económico del término.
Finalmente, llegué a la conclusión de que apoyamos este sistema porque la corporatocracia nos ha convencido de que Dios nos otorga el derecho a situar a algunos de los nuestros en la cima de esa pirámide capitalista y a exportar nuestro sistema al resto del mundo. No hemos sido los primeros, por supuesto. La lista de los antecedentes se retrotrae a los antiguos imperios del norte de África, de Oriente Próximo y de Asia; y continúa con los persas, los griegos, los romanos, los cruzados cristianos y todos los europeos constructores de imperios de la época poscolombina.
Ese afán imperialista fue y continúa siendo la causa de buena parte de las guerras, la contaminación, las hambrunas, la desaparición de especies y los genocidios. Y, desde siempre, ha cobrado un severo tributo a la conciencia y al bienestar de los ciudadanos, ha contribuido al malestar social y ha dado lugar a una situación en la que las culturas más prósperas de la historia de la humanidad se hallan afectadas por los índices más elevados de suicidios, toxicomanías y delitos violentos.
Sobre estas cuestiones reflexionaba asiduamente, pero procurando evitar la consideración de mi propio papel en todo ello. Trataba de verme a mí mismo no como un gángster económico sino como un economista jefe. ¡Sonaba tan legítimo!, y si necesitaba alguna confirmación no tenía más que mirar las liquidaciones de mi sueldo: todas provenían de MAIN, una corporación privada. A mí no me daban un céntimo ni la NSA ni ningún otro organismo público. Y de este modo me tranquilizaba. Casi.
Una tarde, Bruno me llamó a su despacho. Me invitó a sentarme, se colocó al lado de mi sillón y me dio una palmada en el hombro.
—Ha hecho usted un trabajo excelente —ronroneó — . Para demostrarle que lo apreciamos, vamos a darle la gran oportunidad de su vida. Lo que muchos hombres que le doblan a usted en edad no han conseguido nunca.
Continúa aquí.
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